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La Pulgarcilla

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

PULGARCILLA

Erase una viuda deseosa de adquirir un niño; pero una criatura pequeña, que no creciera, para poder guardarla siempre á su lado, y al efecto fué á ver á una vieja hechicera que una vecina le había recomendado y le expuso su deseo.

—«Podrás lograrlo fácilmente, respondió la hechicera. Toma, aquí tienes un grano de cebada, muy distinto de los que siembran en el campo: entiérralo en un tiesto de flores, y tendrás lo que deseas.»

La viuda dió las gracias á la hechicera por su donativo, pagándole muy gustosa los doce schillings que le exigió por el grano. Al llegar á su casa lo enterró en la forma indicada, y en el acto brotó ana flor grande, magnífica, de colores brillantes, parecida á un tulipán si bien aún no estaba abierta.

—«¡Qué hermosa es!» exclamó la viuda, depositando un beso sobre sus pétalos pintados de ámbar y púrpura, á cuyo beso se abrió la flor, produciendo un ruido semejante á una detonación. Pero ¡oh sorpresa! En el centro, sentada sobre el pistilo, descansaba una hermosa niña muy chiquitita, que era un modelo de gracia y gentileza; y como apenas llegaba su estatura á la mitad de una pulgada, empezó á llamarla Pulgarcilla.

Dióle por cuna una preciosa cáscara de nuez bien barnizada, por colchones algunas hojas de violeta y por cobertor el pétalo de una rosa. En ella dormía la preciosa niña durante la noche; pero de día jugaba sobre la mesa, en la cual la viuda colocó al efecto un plato lleno de agua y ceñido con una guirnalda de flores. Flotaba sobre el agua un pétalo de tulipán, y en él solía instalarse la Pulgarcilla, la que sirviéndose de dos pajuelas como de remos, bogaba por el plato, pasando de una orilla á otra. ¡Encantador espectáculo! Además, la niña sabía cantar con una voz tan dulce, tan penetrante y melodiosa, que no era posible oirla sin contener la respiración, para no perder una sola nota de aquella música adorable.

Una noche, mientras dormía en una cuna, un sapo asqueroso penetró en la habitación por el hueco de un cristal roto. ¡Qué animal tan feo, rechoncho y pegajoso era el tal sapo! El intruso saltó sobre el velador en donde dormía la Pulgarcilla cubierta con su hoja de rosa.

—«¡Qué bonita es! dijo. La casaré con mi hijo.>> Y cogiendo la cáscara de nuez en que descansaba la niña y saltando por el mismo agujero por donde había entrado, se la llevó al jardín. Allí en un ancho arroyo con honores de pantano, vivía el sapo con su hijo, que era por lo menos tan feo y repugnante como su padre.

—«Coac, coac, breke-kek» fué lo único que supo decir el sapo joven, al ver á la incomparable criatura dormida en la cáscara de nuez.

—«Cuidado, dijo el viejo, no grites, que podrías despertarla y se nos escaparía, pues has de entender que es tan sutil y ligera como el plumón del cisne. Vamos á colocarla sobre una de esas anchas hojas de nenúfar que crecen en medio del arroyo; allí estará como en una isla y no podrá escurrirse. En tanto iremos nosotros á preparar nuestra casa al fondo del pantano, para recibirla dignamente y celebrar las bodas.»

Dicho y hecho: el sapo con la mayor delicadeza dejó la cáscara en el hueco que formaba una gran hoja de nenúfar sobre la superficie del agua y á mucha distancia de anibas orillas, y después se zambulló en compañía de su hijo.

Por la mañana, muy temprano, despertó la Pulgarcilla alegre y risueña como de costumbre. Poco sabía el pesar que le aguardaba; pero en breve se encontró rodeada de agua por todos lados, y sin medio alguno de salir de esta situación y ganar tierra, por lo que rompió á llorar amargamente. Era la primera vez que lloraba.

Cuando el sapo viejo que había bajado al légamo del pantano á disponer los departamentos, los hubo decorado convenientemente en honor de su futura nuera con hojas de caña y pétalos de lirios y nenúfares, subió de nuevo á la superficie é hizo la presentación de su hijo á la Pulgarcilla en calidad de novio.

—«Tendrás con él, le dijo suavizando la voz todo lo posible y deshaciéndose en cortesías, un marido excelente; es verdad que esto y algo más mereces.»

—«Coac, coac, breke-kek» fué lo único que supo decirle el joven.

Y entrambos cogieron el pequeño lecho para trasladarlo á lo que ellos llamaban su palacio. La Pulgarcilla se quedó sola y lloraba cada vez más, al verse condenada á pasar la vida junto á los dos monstruos. Los pececitos del arroyo que habían oído las palabras del sapo, asomaron la cabeza á ilor de agua deseosos de conocer á la niña, y al verla tan linda y encantadora, tuvieron por cosa muy horrible casarla á pesar suyo con un estúpido sapo.

—«No, esto no puede ser,» dijo uno con decisión, y los demás se reunieron en torno de la hoja de nenúfar y con sus pequeños dientes cortaron el tallo que la retenía, de suerte que la hoja flotando en libertad é impelida por la corriente, arrastró muy lejos á la Pulgarcilla. Pronto se encontró ésta fuera de peligro y la hoja seguía navegando a través de pueblos, bosques y praderas. Los pequeños pajarillos posados en los árboles saludaban á la niña con sus más alegres trinos, cual si quisieran desvanecer los últimos restos de pena de su corazón há poco tan angustiado. Una aérea mariposa, blanca y azul, que por largo rato venía revoloteando á su, alrededor, acabó por posarse en la hoja de nenúfar, dejándose coger por la Pulgarcilla, quien la ató con su cinturón, sujetando la hoja con el otro cabo, de suerte que cuando la mariposa se puso á volar, la embarcación seguía á remolque más rapidamente que en un principio. La Pulgarcilla brincaba de gozo, contemplando el paisaje tan nuevo para ella y admirando los reflejos del sol rielando sobre la corriente.

Pero á lo mejor se presenta un saltón muy grande, y con sus repugnantes patas agarra á la Pulgarcilla por el talle y se la lleva á un árbol. La hoja de nenúfar continuaba bogando río abajo, guiada por la mariposa. ¡Dios mío, y qué de congojas, pasó la pobre niña al verse colocada entre las altas ramas de un árbol! Pero á decir verdad lo que más le inquietaba era la suerte de la mariposa expuesta á morirse de hambre, si no lograba desasirse.

Venciendo el miedo que le causaba, el saltón con sus zumbidos, osó hablarle de sus inquietudes respecto de la pobre mariposa; pero el saltón no hizo el menor caso de sus quejas, y trasladándola á la copa más espesa, la regaló con el jugo de las flores más delicadas, le hizo toda suerte de enojosos cumplidos, pesados como su persona, y acabó por ponderar su gran belleza.

Por la noche acudieron á visitarla todos los saltones de los árboles vecinos, y uno de ellos después de examinarla con estúpida impertinencia, dijo:

—«¡Qué miseria! no tiene más que dos piernas.»

—«Y ninguna antena,» observó un segundo.

—«Es un sér humano en miniatura. ¡Qué horror!» dijeron á una todos los saltones jóvenes y hembras.

El saltón grande, sin embargo de que había viajado mucho y tenía el gusto mejor formado que sus compañeros, llegó á creer ante unánime juicio, que se había equivocado, y que realmente la Pulgarcilla era muy fea; pero por un resto de buenos sentimientos, la bajó del árbol y la dejó depositada sobre la corola de una margarita.

Apenas se encontró sola la Pulgarcilla rompió en sollozos. Naturalmente, ella, hasta entonces tan querida y alabada, á quien tenían todos por una criatura encantadora, verse tratada con semejante desdén por una cáfila de palurdos!

Su pesar duró poco, pues tuvo que atender ante todo á proveerse de un abrigo en medio del espeso bosque en que se hallaba abandonada, á sus propias fuerzas, ella que hasta entonces había sido objeto de toda suerte de mimos y cuidados. En esta situación, empezó por tejerse una hamaca con tallos de yerba, suspendiéndola en seguida bajo la hoja de una anémona á fin de resguardarse de la lluvia, y tuvo por alimento el polen de las flores y por bebida las frescas gotas de rocío. Así pasó el verano y el otoño; pero vino el invierno, el crudo, helado é interminable invierno. Los pajarillos que la habían entretenido con sus cantos, se alejaron uno tras otro en busca de más templados climas, árboles y plantas perdieron su verdor y se encogió la gran hoja de anémona que la cobijaba, quedando expuesta la Pulgarcilla al ímpetu de los vientos. Era el tiempo cada vez más cruel y riguroso, y cuando llegaron las nieves, cayó un copo sobre la pobre niña, haciéndola bambolear bajo su peso. Entonces se refugió bajo un montón de hojas secas; pero estas, aparte de que se tronchaban, no le daban calor ninguno. ¡Cuánto sufrió la pobre! Por último se armó de valor y corrió á la ventura en busca de un asilo: traspuso los linderos del bosque, llegó á un gran campo de pan llevar erizado de rastrojos cuyos tallos parecían agudas estacas clavadas en la tierra helada; sin embargo la niña, tiritando de frío, se introdujo en aquel peligroso laberinto.

De pronto tropezó, por haber metido el pie en un agujero que levaba al escondrijo de una rata silvestre, dueña y señora de una confortable vivienda subterránea perfectamente resguardada y bien provista de trigo, arvejas, guisantes y otras semillas. Hostigada por la necesidad, la Pulgarcilla hizo abdicación de su amor propio y tendió la mano á la rata como una mendiga, pidiéndole por caridad medio grano de cebada, pues hacía dos días que no había comido.

—«¡Pobre niña! dijo la rata que casualmente tenía buen corazón: entra, pasa adelante y podrás calentarte y comer algo.»

Tan prendada quedó la rata de los modales finos y de las donosas cuquerías de la Pulgarcilla, que al día siguiente le dijo:

—«Oye, niña; si quieres, podrás pasar el invierno en mi casa; no has de hacer más que ayudarme á limpiar y disponer la habitación y cuando no tengas otros quehaceres, me contarás alguna historieta, pues has de saber que me gustan extraordinariamente.»

La Pulgarcilla aceptó de buen grado los ofrecimientos de la rata y desde entonces ésta la quiso y la trató como á una hija.

—«Vamos á recibir una visita, le dijo algunos días después: mi vecino suele venirme á ver una vez por semana para charlar un rato. Es muy rico, tiene una vivienda más vasta y hermosa que la mía y viste una lujosa pelliza negra, brillante como el terciopelo. Cree que si quisiera casarse contigo, podrías darte por muy dichosa; pero el pobre es casi ciego y no podrá apreciar tus gracias; no obstante cuando venga, cuéntale alguna historieta de las muchas que sabes y no dudo que le enamorarás, pues se pirra por oirlas.»

Estas palabras no lograron interesar á la Pulgarcilla, quien harto sabía que el famoso vecino de la rata era sencillamente un topo. Al día siguiente, en efecto, hizo éste la anunciada visita, y la rata para preparar convenientemente su ánimo le dijo mil lisonjas sobre su hermosa habitación, sus abundantes provisiones de invierno y especialmente sobre su espíritu reflexivo y cultivado. El topo, que efectivamente tenía un aire muy grave y pedantesco, no perdía nunca su fatua serenidad sino cuando oía hablar del sol con elogio, por lo mismo que sus débiles ojillos no podían resistir los deslumbradores destellos del astro del día.

A instancia de la rata, la Pulgarcilla entonó varias canciones, entre otras la que dice: «Saltón, vuela,— Vuela, saltón;» y si bien al topo le maravilló extraordinariamente la fresca y hermosa voz de la niña, no por eso lo dió á conocer, tal vez por no faltar á la solemnidad que todo él respiraba.

En cambio tuvo á bien, invitar á la rata y á la Pulgarcilla á hacer una visita á su palacio y recorrer los conductos subterráneos que había labrado á su alrededor, y es advirtió de paso que no se asustaran de un pájaro que habían de hallar á la entrada. «No os hará nada, dijo, debe haber muerto de frío la última noche.»

El topo cogió con los dientes un trozo de madera podrida y lo hizo servir de linterna en la oscuridad, precediéndoles y alumbrando con él los largos y sombríos corredores. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro, apoyó su fuerte hocico contra el techo y dando con él una brusca sacudida, levantó la tierra por el agujero resultante penetró la luz del día sobre el pájaro. Era éste una hermosa golondrina, con las alas apretadas en los costados y la cabeza y las patas ocultas bajo las plumas, señal evidente de que había muerto de frío.

Este espectáculo conmovió profundamente á la Pulgarcilla. ¡Pobrecita! quería tanto á los pájaros, que con sus picos le decían cosas tan findas y que habían alegrado su soledad durante todo el verano! Pero el grosero topo empujó a la golondrina con sus ganchudas patas, diciendo:

—«Ya no silbará más. ¡Qué miserables son los pájaros! Durante el verano, se ponen llenos de orgullo y atruenan el aire y aturden á todo el mundo con sus piadas; pero el invierno les pilla desprevenidos y revientan de hambre ó de frío.»

—«Habláis como un libro, contestó la rata, que se pagaba también de tener un espíritu muy práctico. Mientras dura el buen tiempo, no piensan más que en divertirse sin cuidarse de hacer provisiones para el invierno; por cierto que he oído decir que entre los hombres pasa dos cuartos de lo mismo y hasta que es tenido como cosa de buen gusto eso de vivir así á la buena de Dios, dándose aires de poderoso.»

La Pulgarcilla no dijo una palabra; pero apenas sus compañeros hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina,, separó las plumas que cubrían su cabeza y depositó un beso en sus ojillos cerrados.

—«¡Quién sabe! pensó. Quizás sea uno de los gentiles pajaritos que me saludaron con sus gorjeos, cuando bajaba por el arroyo sobre la hoja de nenúfar!»

Después de recorrer el laberinto de corredores que conducían á la vivienda del topo, éste acompañó á sus dos vecinos hasta la puerta de su casa y se volvió á la suya. Cerró la noche y la Pulgarcilla no pudo pegar los ojos pensando de continuo en la desventurada golondrina. Para entretener su insomnio, se levantó y trenzó un tapiz con tallos de heno, lo rellenó de pistilos de flores que fué á buscar á la farmacia de la rata, y cuando lo tuvo todo dispuesto, envolvió con este suave abrigo, á guisa de sudario, el cuerpo de la golondrina.

—«¡Adiós, hermoso pajarillo! dijo. El corazón me está diciendo que tú fuiste uno de los que, con tanta alegría, durante el verano y mientras permanecí en el bosque hicieron mis delicias.» Y diciendo estas palabras apoyó su frente sobre el pecho de la golondrina. Esta empezó á menearse y acabó por reanimarse completamente, pues no estaba muerta, sino aletargada por el frío.

En el último otoño, cuando las demás golondrinas partieron en busca de climas más benignos. se quedó algo rezagada, el frío la sorprendió y á duras penas pudo arrastrarse hasta el corredor de la topinera, para escapar á la nieve que amenazaba sepultarla.

La Pulgarcilla temblaba de miedo al verla resucitar; pero se armó de valor y después de envolver aún más el cuerpo de la golondrina en el cobertor, se fué á coger una hoja de menta de un olor muy penetrante, recordando que á ella le iba muy bien cuando se sentía enferma, y la puso sobre la cabeza del pájaro.

Después se retiró á su casa de puntillas y callandito, sin decir nada la rata. A la noche siguiente cuando fué á ver á la enferma, la encontró llena de vida aunque muy débil; tenía los ojos abiertos y miraba á la Pulgarcilla con ternura. La niña estaba á su lado con un trozo de madera por linterna.

—«¡Qué de gracias he de darte, encantadora niña! le dijo. Te debo la vida, pues conozco que voy á recobrar mis fuerzas. ¡Oh! ya podré revolotear otra vez por el espacio!»

—«Todavía no, dijo la Pulgarcilla, pues por fuera está nevando. Quédate acá en la cama bien calentita, y tranquilízate, que yo tendré cuidado de ti.» Y le llevó algunas conservas de insectos y un poco de agua en el cáliz de una campanilla. La golondrina comió y bebió, y sintiéndose ya vigorizada, le contó que encontrándose debajo de una zarza, al ir á tomar vuelo se desgarró el ala, con lo cual se mutilizó para seguir á sus compañeras cuando partieron hacia las comarcas del Mediodía. El frío había sido más primerizo que de costumbre y la sorprendió, dejándola aletargada.

Durante todo el invierno la Pulgarcilla continuó cuidando á la golondrina con el cariño de una hermana, sin decir de ello una palabra á la rata ni al topo que con tanta dureza se habían expresado respecto al pobre pájaro.

Cuando llegó la primavera y reaparecieron el sol y el buen tiempo, la golondrina anunció á su compañera su vehemente deseo de partir, y aunque con esta resolución la llenaba de tristeza, púsose á ensanchar la topinera y abrió un agujero por el cual un hermoso rayo de sol mundó de luz el sombrío corredor.

—«¡Qué buen tiempo debe hacer fuera de este recinto! dijo la golondrina. Si quieres acompañarme te llevaré en mis alas al verde bosque.»

La Pulgarcilla pensó en la bondadosa rata que tan bien se había portado con ella y no pudo decidirse á darle un disgusto marchándose así tan bruscamente.

—«No, no puedo,» contestó.

—«Entonces, adiós, tierna y encantadora niña, adiós», dijo la golondrina lanzándose al espacio. La Pulgarcilla la contempló revolviéndose gozosamente en la luz del sol, sin poder contener dos raudales de tiernas lágrimas que se le agolparon á los ojos, al considerar que perdía á su mejor amiga Quivit, quivit» cantó el pájaro por última vez y desapareció en el bosque.

Tanto más triste y 'afligida quedóse la Pulgarcilla, cuanto ya no pudo á tomar el sol, pues sobre la ratonera habían sembrado trigo y la rata le decía:— No te arriesgues á salir, pues como eres tan pequeña, con facilidad te perderías en ese laberinto de altos tallos y no podrías dar nuevamente con el camino de mi casa.»

—«Voy á darte una buena noticia, le dijo el día siguiente: el topo me ha pedido tu mano. ¡Qué fortuna, hija mía! Ahora será preciso ocuparse de tu canastilla, procurando que en ella no falte nada: figúrate que vas á casarte con un personaje muy distinguido.»

Y envió por cuatro arañas, que de día y de noche tejían las telas más finas y primorosas. El topo no dejaba de visitarla un solo día; solía presentarse con gravedad, dándose humos y hablando siempre de cosas insignificantes, como por ejemplo: de que hacía mucho calor y de que así que pasara el verano y refrescase el tiempo se haría la boda.

La Pulgarcilla en cambio estaba cada día más triste y desmejorada, pues el enojoso topo se le hacía más insoportable. Por esto aprovechaba cuantas ocasiones se le ofrecían, para llegarse hasta el extremo del corredor, á la puerta de la ratonera que daba al campo de mieses, y desde allí cuando el viento separaba las espigas, contemplaba con éxtasis la bóveda celeste mundada de luz del sol.

—«¡Qué buen tiempo y qué claridad reina aquí fuera! se decía. ¡Y verme condenada á vivir en ese tenebroso escondrijo! ¡Oh! Si á lo menos viniese á verme la golondrina, mi querida amiga! Pero cá; corriendo por el bosque ya se habrá olvidado de mí y no la veré más!»

Llegó el otoño, y quedó dispuesta la canastilla.

—«Dentro cuatro semanas será la boda» dijo la rata, y la Pulgarcilla rompió en sollozos, declarando que no quería pasar su existencia unida, á un topo tan soso, tan feo y tan pedante.

—«Vaya, niñadas, repuso la rata. Mira, no hagas tonterías ó te pego un mordisco y verás si saben á gloria mis afilados dientes. ¿Pues qué te has figurado? ¿Dónde se ha visto desdeñar á un topo que lleva una pellica tan soberbia y que tiene sus graneros y su repostería siempre repletos de víveres? ¿No sabes qué deberías hacer? Dar gracias á Dios continuamente, por la ventura que te ha deparado.»

Llegó el día de la boda y se presentó el topo para llevarse á la Pulgarcilla á su palacio subterráneo, en donde había de vivir en adelante y para siempre, sin tener siquiera el recurso de hablar del sol ya que al topo sólo oirlo nombrar le horrorizaba. La pobre niña estaba consternada y llamando, á la rata aparte le suplicó que le permitiera, ir á despedirse del sol, por última vez.—«Anda, vé y vuelve en seguida,» dijo la rata.

Aquella atravesó el corredor y dió algunos pasos por el campo: ya habían segado los mieses y no quedaba más que el rastrojo, gracias á lo cual podía divisar todo el valle. Con el corazón rebosando congoja no podía apartar de sí la idea de que dentro de poco debía ir á sepultarse viva en el tétrico palacio del topo. Dió con este motivo un adiós al sol, á los árboles, á toda la naturaleza: rodeó con sus brazos el tallo de una roja amapola y la besó diciendo: —«Adiós, florecilla de mi alma: si ves á la golondrina cuéntale cuánto la amaba.»

—«Quivit, quivit» oyó cantar de repente sobre su cabeza. Era el infiel pajarillo que precisamente acudía á la cita que se habían, dado las golondrinas para emigrar hacia los países del Sud. Al ver á la Pulgarcilla se detuvo llena de gozo, y la niña no pudo menos que contarle sus penas y cómo querían casarla con un topo muy feo, privándola, de la luz del día. Al decir esto, los sollozos entrecortaban sus palabras.

—«Pues bien, le respondió la golondrina, decídete de una vez: vénte conmigo. Vamos á partir para unos países en donde brilla siempre el sol, más radiante que aquí, para unas comarcas que embellece una perpétua primavera y cubren unas flores que tú no has visto nunca. ¿Quieres venir? Cree que me tendré por muy dichosa si puedo librarte del horrible topo, en pago del servicio que tú me hiciste, salvándome del rigor del frío.»

—«Te acompaño, continuó la niña, sentándose en la espalda del pájaro y atándose con el cinturón á una de las plumas más sólidas. La golondrina se lanzó rápidamente por encima de los bosques y subiendo siempre y batiendo el aire sin cesar, atravesó grandes montañas cubiertas de nieves perpetuas. La Pulgarcilla tenía frío; pero se acurrucaba bajo las plumas del pájaro, sin sacar más que la cabeza, anhelosa de admirar los bellos paisajes que atravesaban.

Y en su rápido vuelo, descubría bosques de limoneros y naranjos, vides trepando hasta las copas de los árboles, con sus flotantes guirnaldas de frondosos pámpanos, un cielo de un azul más acentuado y de una pureza incomparable, que parecía dos veces más alto que en las regiones del Norte. De vez en cuando pasaban junto á ella grandes mariposas de alas brillantes y deslumbradoras, cual nunca las había visto ni imaginado.

Y la golondrina seguía volando y avanzaba siempre, y el paisaje era cada vez más espléndido. Por fin llegaron á un lago azul y transparente rodeado de una magnífica arboleda, á cuyas orillas se levantaba un soberbio palacio de mármol, adornado con columnas por las cuales se enroscaban caprichosamente hiedras y emparrados. Las cornisas estaban cuajadas de nidos de golondrinas. Uno de estos nidos pertenecía á la que llevaba á la Pulgarcilla.

—«Aquí está mi casa, dijo; pero para tí no es bastante bella. Allá abajo hay flores divinas, elige la que quieras por habitación.»

—«¡Albricias!» gritó la Pulgarcilla palmoteando de alegría.

Yacía por el suelo una gran columna de mármol, que al caer se había partido en tres pedazos, y en el espacio que entre ellos quedaba, crecían grandes flores de un color blanco parecido al del ópalo. La Pulgarcilla eligió una y la golondrina la depositó en el cáliz.

Pero ¡cuál no sería su asombro al encontrarse allí con un jovencito, de la misma estatura que ella! Su cuerpo era luminoso y transparente, tenía dos alas de variados y resplandecientes matices y llevaba su calidad de rey, como lo era en efecto, habitando cada uno de sus súbditos en un cáliz distinto de las infinitas flores esparcidas por aquellos contornos.

—«Válgame Dios, qué hermoso rey!» murmuró la Pulgarcilla, en tanto que el príncipe medio asustado ante la golondrina que era á su lado un pájaro gigantesco, se recobraba al ver á la niña, cuya belleza le impresionó profundamente. Tanto fué así que quitándose la corona, la puso en la frente de la Pulgarcilla y le preguntó sin más preámbulos si le quería por esposo y deseaba ser reina de las flores. ¡Cuánta diferencia entre este jovencito y el sapo y el topo! La Pulgarcilla contestó sin vacilar: —«Sí, con todo mi corazón.»

Revoloteando salieron de todas las flores verdaderos enjambres de menudos señoritos y señoritas, deseosos todos de prestar homenaje á su nueva soberana. Cada uno era portador de un regalo, siendo el que más agradó á la novia, un par de alas brillantes como el nácar más puro. La Pulgarcilla se las puso y desde entonces pudo revolotear libremente por los aires.

Las fiestas que se hicieron con motivo de las bodas duraron algunos meses y siempre fué muy bien recibida en ellas la golondrina, la cual solía tomar una parte muy activa en los conciertos de la corte.

Al aparecer la próxima primavera, volvió á dirigirse á los países del Norte, no sin harto sentimiento por tener que separarse de su querida Pulgarcilla.

Llegó á Dinamarca y colgó su nido junto á la ventana del autor de esos cuentos. En seguida refirió á sus vecinas la historia la Pulgarcilla y el autor de estos cuentos que la oyó y entendió perfectamente, ha querido á su vez contarla á los niños, sus buenos amiguitos.