Work Text:
“there were waves over me,
i was lost at sea…
‘til you found me, ‘til you found me”
(lost at sea- LDR)
Román mantuvo una expresión mesurada mientras observaba el botín de su último saqueo. Había sido un barco difícil de abordar, pero ahora los soldados que acompañaban el navío estaban muertos, el abundante oro de una corona lejana estaba siendo cuidadosamente revisado por algunos de sus hombres...
Y el rostro bonito del único prisionero que habían tomado, con la expresión de desdén más encantadora que vio en su vida. Le parecía casi angelical bajo la luz del sol.
No era lo que había esperado, claro. Era raro que tomaran prisioneros: los nobles que caían en sus garras eran usados para negociar y posteriormente eran asesinados... porque no podían tener testigos de sus rostros, ni nadie que pudiera poner cañones contra ellos. Habían construido una oscura reputación con el paso del tiempo, de la que Román no estaba orgulloso pero que había sido una necesidad. Eran ellos contra todos: otros piratas ambiciosos, los reinos y sus naves armadas, el mar caprichoso que podía hundirlos en crueles tormentas. Si se habían mantenido exitosos por tanto tiempo era gracias a esas medidas crueles pero forzosas.
No tomaban prisioneros por mucho tiempo. No permitían que alguien volviera a su reino con descripciones de sus rostros y nombres. Los hombres muertos no contaban cuentos.
Habían recibido la información sobre el elegante barco de un reino más alejado que venía a entregar regalos de compromiso; un enlace matrimonial que uniría los reinos en una muy complaciente relación comercial, por lo que seguro vendría cargado de cosas valiosas. Apenas había estado custodiado por dos brulotes, que fueron eliminados rápidamente. Abordaron el barco, mataron a los soldados y sirvientes, tomaron el oro... y Román ahora tenía un prisionero.
Parece que el encargado de entregar los obsequios a la princesa era un noble que apenas parecía conmovido por su nuevo estado de cautivo.
Se había negado a decir su nombre o título. Cuando Chicho, quizá algo burlón, le había acariciado la cara mientras le decía "que era muy triste mandar niñitos al mar", el joven hombre le escupió en la cara.
Tenía carácter, sin duda. Mucha temeridad y cero sentido de auto conservación. Rodeado de piratas cuya mala fama había precedido los mares y llegado hasta las tierras de oriente, el noble no agachó la cabeza ni rezó a sus dioses. Se mantuvo impasible incluso ante el cuchillo en su garganta y las burlas de los otros, hablando de las cosas que le harían.
Román solo podía mirarlo, casi hipnotizado.
Era hermoso, y aunque estaba encadenado al mástil, era el propio Román quien se sentía atrapado por él. Desarmado, y sin siquiera saber el nombre al que respondía o cómo sonaba su voz.
Tenía que ser el destino... Nunca se había sentido así, con nadie.
Ni las tormentas ni mareas, ni las peores olas de alta mar lo habían sacudido como esa mirada, como ese rostro de sirena que lo llamaba a rendirse y dejarse llevar por el murmullo del mar.
Tenía que ser el destino, tenían que ser las estrellas que veía cada noche cuando la soledad lo golpeaba y lo hacía querer algo más en la vida… ¿no era una respuesta?
Román hizo señas para callar a sus hombres mientras se acercaba al prisionero.
Ojalá pudieran tener algo más de privacidad... Pero no era el momento. Más tarde, cuando su gente se deleitara con el alcohol y el oro saqueado, podría intentar hablar con él a solas y...
- Necesitamos tu nombre, para pedir un rescate a tu familia o a tu rey. Si colaboras con nosotros, prometo devolverte sano y salvo a los tuyos.
Hubo un par de miradas sospechosas en su dirección. Román no solía tener piedad con nadie, menos con los ricos. ¿De dónde salía este intento de misericordia?
El bonito sin nombre no respondió. Sus ojos solo permanecieron desafiantes, aunque algo ciertamente cambió en ellos cuando Román aflojó las cuerdas y cadenas para dejarlo libre. Román incluso acomodó un mechón rebelde que caía sobre la frente de su cautivo, enroscándolo en su dedo con fascinación. Sabía que estaba actuando fuera de norma, que no se estaba comportando como usualmente lo hacía... pero era casi inevitable. El joven noble lo atraía como las corrientes de agua que arrastraban todo mar adentro, crueles e ineludibles.
Se apartó cuando noto cierta incomodidad en su invitado. No deseaba importunarle. Más tarde podía intentar hablar con él. Negociar. Aprender su nombre y repetirlo hasta que sus labios lo memorizaran. ¿Lo dejaría? ¿Le permitiría pasar sus dedos por sobre el lunar que tenía en su mejilla, probar la suavidad de su piel?
Martín pateó unas monedas de oro de regreso al pequeño montón del suelo.
- El nene bonito no nos va a decir nada. Escribamos directamente a la corona de su reino y pidamos veinticinco mil australes...
Fue entonces cuando escucho su voz (suave como la había imaginado, dulce tan dulce...).
- Pidan cincuenta mil, cobardes.
Solo se escucharon los sonidos del mar y el crujido de la madera del barco. La tripulación estaba en silencio, por primera vez en el día. Había un aire expectante entre todos, mientras la mayoría miraba hacia su capitán.
El noble bonito levantó la barbilla, mirando directamente hacia Román.
- Considero que valgo más que veinticinco. Pidan cincuenta mil por mí.
Román volvió a acercarse, despacio.
- No funciona así…
- No me importa como funcione. Pidan cincuenta mil al rey Ricardo. Pagará.
- ¿Y entonces te liberamos?
- Podrían matarme, y tener a toda la armada tras ustedes. O podrían dejarme libre… y entonces seré yo quien dirija los putos galeones tras ustedes para matarlos a cambio…
Hubo una pausa, y los ojos del impertinente noble miraron hacia Román con un brillo extraño.
- Aunque capaz te deje vivir… creo que me agradás lo suficiente…
La tripulación estalló en burlas e insultos. El noble no se inmutó ante ellos, sus ojos todavía fijos en Román. No era un simple noble. No podía serlo, con la arrogancia de sus palabras y la seguridad de sus promesas. Habían capturado a alguien más importante que un mero noble.
Román sintió un escalofrío.
Dejó que Samuel llevara al prisionero a una de las pequeñas y húmedas bodegas que usaban para encerrar a los rehenes.
Había pasado muchas noches mirando las estrellas, escuchando solo la canción del mar, y deseando un cambio. Se llevaba bien con su tripulación, algunos lo suficientemente cercanos como para considerarlos “amigos”. Pero todavía se sentía solo.
El camino que había tomado no era uno en el que pudiera volver atrás. Regresar con su familia como si nada, llevar una vida normal en el pueblo.
Había pedido a las estrellas más brillantes del cielo (Cruz del Sur, que guiaba los barcos por las noches, con Ácrux y Mimosa como sus estrellas más brillantes; Antares, de la constelación del escorpión; Orión y las Tres Marías… Román había tenido mucho tiempo para memorizar cada estrella como a la palma de su mano y hablar con ellas, pedir que su soledad fuera un poquito más llevadera).
Esta tenía que ser una respuesta.
Por lo que dejó que repartieran el botín equitativamente bajo la mirada del maestre y del contramaestre; y ordenó que viraran el barco en dirección a la isla más cercana. Tenían un mensaje que enviar.
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El noble que tenían prisionero todavía se negaba a dar su nombre o título.
Serna hizo una mueca mientras se acercaba hacia la pequeña celda de su rehén, con un tazón de sopa y algo de agua. Hasta que no tuvieran un pago asegurado, el noblecillo no podía morir.
Abrió la puerta, encontrando el lugar vacío.
- ¿¡Dónde…?!
Bermúdez se asomó al final del pasillo, encogiéndose de hombros. Lucía incómodo por donde se le mirara, apostado en su pequeño rincón de vigilante.
- El Capitán lo mandó a llevar a su camarote. Dijo que quería cenar con él antes de que se pusiera el sol.
- Ah...
Esto iba a tener muy malas consecuencias.
Dios los librara de tener al mini aristócrata paseando por el barco y dando órdenes. Porque si la mirada demasiado interesada del capitán sobre ese enano bien vestido significaban algo…
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Román observó divertido al noble bonito hacer una mueca de asco ante la comida. Era entretenido verlo revolver el pescado y las papas como si fuera la cosa más horrible que hubieran puesto en su mesa (y eso que el mismo Román cocinaba sus platos, por lo que podía asegurar que malos no eran).
- No me gusta el pescado.
- Muchas opciones no tenemos: estamos en alta mar.
- ¿No tienen… algo más?
- ¿Quizá su señoría quiera un tazón de avena con leche y fruta picada encima?
- En realidad sí.
Contuvo la risa cuando lo vio mirar esperanzado hacia él, como si no hubiera captado la ironía en su voz.
- La leche se pudre y es imposible almacenarla para los viajes, y de frutas solo nos quedan naranjas y limones.
Era dulce, la forma en que su invitado fruncía el ceño e intentaba lucir intimidante cuando no lo era. No parecía un buen mentiroso en absoluto, sus expresiones demasiado sinceras cuando algo le desagradaba. Román estaba fascinado.
- Entonces me voy a morir de hambre.
- Eso es muy dramático de tu parte.
- ¿Al menos tienen manteca?
- No, mis disculpas.
El mocoso solo dejó caer el tenedor sobre su plato, fastidiado. Román se sirvió un poco más de vino.
- En mi barco había…
- Tu barco estaba diseñado para un viaje no muy largo hacia un reino donde serías bien recibido. Por supuesto ibas a tener más comodidades. Acá estamos más tiempo en el mar que en tierra firme, las prioridades son otras.
Sirvió vino en la copa de Su Señoría, como una ofrenda de paz.
- Cuando paremos en el puerto más cercano podemos comprar algunas frutas, pero son difíciles de conservar con el tiempo. Si realmente las vas a comer…
- Quiero manzanas, un par de peras y si hay mandarinas, mejor. Algo de té me vendría bien. Ah, y también quiero manteca para comer con pan. Creo que puedo sobrevivir con eso.
Se inclinó sobre la mesa, acercándose un poco hacia el noble bonito que, por un instante, lució una mirada nerviosa. Aunque se recompuso rápidamente, tomando la copa de las manos de Román y bebiendo de ella, sin despegar sus ojos del Capitán Pirata.
- Esas son muchas exigencias, Su Señoría.
- Vas a tener que acostumbrarte. Capaz si me dejan en el puerto… te ahorrarías muchos problemas, capitán.
El noble bonito corrió su plato y se sentó sobre la pequeña mesa, inclinando su cuerpo hacia Román quien estaba al otro lado. Parecía encontrar gratificante mirarlo desde arriba, capaz acostumbrado a dar órdenes y ser seguido por sirvientes. Aunque desde donde estaba, Román podía perderse en los destellos del atardecer que entraban por la ventana e iluminaban sus rulos despeinados dándole un halo casi celestial. Era hermoso como los ángeles grabados en los vitrales de las capillas, como las estrellas a las que cada noche había pedido dirección y ayuda.
No le importaría mirarlo así todos los días, sea bajo la luz del sol o los rayos plateados de luna, bajo los cuales sin dudas se vería igual de hermoso.
- Ni pensarlo, te vas a quedar con nosotros hasta que tu reino o familia paguen tu rescate… después veremos qué pasa.
- ¿Y eso? ¿No me va a liberar, señor pirata?
- Depende.
Casi podía sentir su aliento cálido. Si se inclinaba un poco más, si lo atraía unos centímetros más cerca, si enredaba sus manos en esos bonitos rulos y…
Un par de golpes sonaron en la puerta, sobresaltando a ambos.
El señorito volvió a su silla como si nada pasara, reclinándose a un costado y pasando sus piernas sobre el apoyabrazos, dejándolas colgar.
Román carraspeó, y con un seco “pase”, indicó, a quien fuera que estuviera interrumpiendo su amigable charla con el prisionero, que podía pasar.
Era Martín.
- Estamos por llegar al Puerto. ¿A quiénes mandamos?
- Voy yo mismo. Barijho puede venir conmigo. Tengo algunas cosas que comprar.
- ¿Y el Pequeño Lord de aquí?
Antes de que pudiera decir algo, el prisionero arrojó su copa contra una pared, sus ojos brillando con furia.
- Si van a ponerme apodos estúpidos, al menos respeten los rangos. ¿Yo, un Lord? Por favor. Y NO soy pequeño. Tengo una estatura normal y…
- ¿Cuál sería tu rango, entonces?
Solo hubo silencio como respuesta.
Román esperó algo más, quizá el noble confirmando su identidad u otorgándoles su verdadero título.
Pero no hubo nada más que silencio.
- ¿Vas a dejarlo acá?
- Si promete no romper nada, puede ser.
- Capitán…
- La bodega es húmeda y sucia, a lo mejor se enferma.
Era una mala idea por donde se lo mirara. Martín quería revolearle algo a su colega y hacerlo entrar en razón. Pero Román era terco, y si por alguna razón se le había metido en la cabeza ser bueno con el prisionero, sería bueno y amable con dicho prisionero.
- Al menos dejá que Serna custodie tu camarote hasta que vuelvas…
- Puede ser.
Dejaron al noble bonito solo en el cuarto que pertenecía al Capitán, cerrando la puerta. Serna no tardó en llegar e instalarse como guardia.
- Solo es un enanito aristócrata, ¿qué daño puede hacer?
Román puso mala cara.
- No lo lastimes.
¿De dónde salía tanta preocupación por un prisionero?
Martín definitivamente quería revolear algo. Pero claro, como él no era un enano con ropa cara y caprichoso… si revoleaba algo seguro Román lo mandaba a remar con cucharas hasta la costa.
Qué injusto.
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Por supuesto que sus problemas no terminarían.
Román volvió al barco cuando la luna menguante ya brillaba en pleno manto nocturno, después de entregar los mensajes correspondientes. Además trajo consigo un bolsón con frutas variadas, un paño que envolvía algo de manteca que no duraría mucho porque era una mala idea tener lácteos en un barco, tés chinos que a nadie le gustaban… y unos bombones con licor que definitivamente habían costado un generoso puñado de oro.
El muy cansado maestre y médico del barco, Rodrigo, solo suspiró y anotó en la cuenta del capitán los nuevos y cuestionables gastos. Martín rodó los ojos pero también se abstuvo de decir algo.
Sería inútil discutir por esto.
- No pensé que te gustaran tanto las peras.
- Dicen que con vino son un buen postre.
- ¿Y eso no tiene nada que ver con el prisionero?
- En absoluto.
Era una causa perdida.
Así que dejó que Román se llevara sus compras a su camarote, donde (por lo último que había chequeado), el enano aristócrata dormía muy cómodamente en la cama de Román.
Con ropa de Román puesta, porque aparentemente sus otras prendas estaban sucias y quería dormir cómodo.
- Nunca tendríamos que haber saqueado ese barco.
Serna lo miró cansando, y asintió a sus palabras.
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Román entró a su camarote, después de dejar la mayoría de sus compras en las cocinas para preparar algo después.
Su cautivo estaba durmiendo en su cama.
Con una camisa blanca de Román puesta.
El capitán se quedó quieto, con los ojos abiertos, bebiendo de la escena.
Sin dudas la camisa le quedaba grande, teniendo en cuenta que fue confeccionada para ser portada por Román, y aun así al mismo capitán le era holgada. Tenía un corte en V en el cuello, con algunos cordones para ajustar la tela si era necesario, pero el joven hombre había decidido soltarlos y dejar que su pecho se expusiera libremente en el escote.
Román estaba mirando demasiado, pero era inevitable. Cada trozo de piel expuesta se sentía como encontrar una moneda de oro, una tras otra, que lo llevaban al tesoro final.
Había colocado todos los almohadones de plumas disponibles en la habitación (y seguro Chicho le había alcanzado algunos más) y arreglado para poder dormir más cómodo. Sus rulos castaños se esparcían sobre ellos de una manera delicada, como un cuadro hecho por un pintor con talento divino. La luz de la linterna de aceite pintaba de calidez el camarote, pero Román se acercó para apagarla para no perturbar el descanso de la belleza durmiente.
Tomó algunas sábanas y decidió pasar la noche en una hamaca. Mejor que el bonito noble descansara en su cama: seguro estaba acostumbrado a esas comodidades. Román, desde bribonzuelo y grumete, había tenido que trabajar mucho para ganarse una cama. La hamaca no era nueva ni incómoda.
Además, desde las pequeñas ventanas redondas podía ver el cielo nocturno. Las estrellas a las que siempre miraba y hablaba sin voz.
Murmuró unas breves gracias a ellas, y durmió tranquilo como hacía mucho que no podía.
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Pablo despertó por la mañana con el sol en lo alto, y su desayuno recién preparado en la mesa. El capitán pirata no estaba por ningún lado, pero era de esperarse. Seguro tenía mil y un tareas que hacer.
Sonrió con dulzura al ver un tazón con fruta cortada en pequeños trozos, y panes tostados con manteca. Una taza humeante de té lo esperaba, sin derramarse una gota a pesar del oleaje.
Este hombre… había escuchado los tontos reclamos de Pablo y los había cumplido.
Quizá el mar había escuchado su súplica, al final.
Desde que se había subido al barco por órdenes de su padre no había dejado de mirar hacia el mar, mezclando ruegos y rezos con reniegos y juramentos. No había querido nada de eso. Se sentía como un condenado a muerte viajando a su entierro. Quizá había sido el idealismo tonto con el que había crecido en su niñez, acompañado de los cuentos de hadas de su hermana mayor y las bonitas canciones de su madre.
Había llorado y sus lágrimas habían caído al mar igual de salado que éstas, pidiendo que por favor no lo dejara llegar a destino. En ese momento, con algunas copas de más y después de pelear con medio séquito de sirvientes, no parecía mala idea arrojarse al oleaje y simplemente unirse a éste antes que llegar al puerto y enfrentarse al egoísta compromiso que su padre había tomado en su nombre.
Pero entonces el Capitán Pirata había tomado su barco y lo había llevado prisionero.
Había escuchado de los piratas que surcaban esas aguas: pesadillas para los comerciantes y un dolor de cabeza para todas las coronas que tuvieran actividad naviera. Eran los hijos salvajes del océano, crueles y temidos, que nadie podía exterminar. Donde se capturaba y ejecutaba a uno, aparecían veinte más para tomar su lugar. Tenían sus cantos, sus leyendas. Sus banderas que apenas se las veían ondear provocaban terror.
Eran demonios crueles de los que no se podía esperar piedad.
¿Qué era esta crueldad, entonces, de dejar fruta y té para Pablo después de una noche tranquila de descanso con cinco almohadas de plumas y el colchón más cómodo de todo el barco?
Quizá esta era la respuesta del mar. Pablo había rogado ser librado de su destino, y el mar había respondido mandando a uno de sus hijos a evitar que Pablo llegara al Reino de Turia.
Sí, tenía que ser su respuesta. Su verdadero destino.
¿Debería escribirle una carta a su madre? Ella entendería. Pablo prefería quedarse en este imponente barco bajo el cuidado del recio capitán pirata que lo había rescatado. ¿Para qué casarse con la Princesa de Turia? Acá estaba mucho mejor. Más entretenido, menos hastiado de tantas responsabilidades y deberes. Mejor acompañado.
Podía ser un prisionero, pero nunca se había sentido tan libre como en esos momentos. Sin escoltas formales, sin sirvientes pisando sus talones. Solo la música del mar, fruta picada en su plato y un Capitán Pirata que escuchaba sus palabras de igual a igual.
Sí, está esta la respuesta del mar.
Cuando vio al Capitán Pirata entrar al camarote, trayendo una tetera con más agua caliente, Pablo le obsequió su mejor sonrisa.
- ¿Me acompañarías en el desayuno?
- Por supuesto.
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Por la noche ambos se pararon uno al lado del otro, cerca del pasamanos. Román miraba las estrellas, como era su tradición. Pablo miraba hacia el mar, al que se había apegado desde que había subido al barco que lo llevaría lejos de casa.
- ¿Puedo preguntar tu nombre?
- ¿Tan importante es?
- Solo quiero saber tu nombre para…
El pirata calló repentinamente, dejando a Pablo esperando por algo más.
- ¿Para qué?
No era un silencio tenso. Pablo sonrió al ver como el hombre, sin dudas con un buen cúmulo de muertes a sus espaldas, se sonrojaba un poco y movía los dedos en un tic nervioso.
- Tampoco se tu nombre, creo. Escuche tantos nombres y apodos estos días que me mareo con saber quién es quién.
- Román. Me llamo Román. No hace falta que me digas Capitán…
- Pero ahora soy tu prisionero, ¿no?
Era divertido ver cómo el pirata podía volverse tan tímido cuando debería ser todo lo contrario. Sin dudas había visto a nobles más descarados e irrespetuosos comparados con el amable hombre a su lado.
- Es un lindo nombre, Román. Me gusta. Capitán Román. Sí, suena lindo.
- ¿No me vas a dar el tuyo?
Los ojos expectantes enternecieron a Pablo, casi lo suficiente como para entregarle su identidad. Podría llamarlo como quisiera, mientras lo llamara con su voz ronca y grave que conseguía agitar su corazón cada vez.
- Te voy a dejar adivinar. ¿Tengo cara de…?
- Ángel.
Ahora el sonrojado era Pablo.
- No, no. No me llamo Ángel. Te doy otra oportunidad.
- Entonces… voy a necesitar tiempo para pensar bien.
- El que necesites, Capitán.
El mar estaba sereno, las estrellas brillaban como nunca en el firmamento.
Lo que estaba destinado a suceder siempre sucedía, de una forma y otra.
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Malas noticias: el enano aristócrata no volvió a la bodega. Por el contrario, se había instalado más que bien en el camarote del Capitán. Parecía más un acompañante que un rehén, teniendo en cuenta que se paseaba de proa a popa con algunas camisas de Román puestas.
Lo peor, en la humilde opinión de Serna, era ver como los ojos del capitán se detenían demasiado en las camisas (indecorosamente, para un hombre) abiertas antes de mirar hacia el prisionero con un cariño cada vez más patente. Ni el grog inglés le había dado tanto asco como ver al enano sentado sobre las piernas del capitán mientras hablaba de comidas extremadamente laboriosas que le hacían en su casa, con el capitán escuchando atentamente sus palabras, manteniendo una mano sobre la cintura del, repito, prisionero.
Era horrible, terrible, y Mauricio deseaba que terminara de una vez. ¿Dónde estaba su capitán calculador que había saqueado barcos sin mosquearse, que se había revelado contra las autoridades y había arrinconado a ese desagradable Lord Macri hasta que se rindió al asedio y entregó a los tripulantes que había tenido de prisioneros para ejecutarlos? ¿Dónde estaba el poderoso señor pirata cuya fama se había extendido hasta lejano oriente?
(En esos momentos, estaba sirviéndole peras al vino y bizcochos con anís horneados al maldito prisionero).
Pero había buenas noticias.
En cuanto vio la pequeña barcaza auxiliar acercarse con Martín y las noticias muy importantes sobre su rehén, sintió un buen presentimiento. Quienes fueran los familiares pagarían el rescate, entregarían al enanito con moño de regreso a su reino y seguirían con sus vidas borrando que algo así había sucedido alguna vez. Su capitán volvería a ser su capitán, frío y astuto, listo para más redadas y tesoros.
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- ¡El enanito es el segundo príncipe del Reino del Plata y estaba comprometido a casarse con la Princesa de Turia!
Al diablo con su buen presentimiento.
Todos miraron en dirección al mencionado prisionero, quien se encogió de hombros.
- No estaba muy entusiasmado en casarme con ella. Solo la vi en cuadros, y hasta mi caballo es más lindo que ella.
- ¡Sos un maldito príncipe!
Martín estaba furioso. Pero el Capitán…
Solo lo miraba, sus ojos enternecidos ante el principito.
- ¿No querías casarte con ella?
- Para nada, si me caso algún día quiero que sea por amor.
Casi podía escuchar a su capitán suspirar, totalmente rendido.
Lo habían perdido para siempre.
- Entonces… ¿me vas a decir tu nombre?
- Te dije que podías adivinar, si lo lograbas te ganabas un premio.
- Nunca me dijiste el premio…
- … eso podemos arreglarlo a solas…
El capitán se llevó al principito consigo a su camarote, mientras Martín parecía a punto de matar a alguien.
- Estamos arruinados.
- Pero… parece un buen hombre.
Rodrigo era demasiado amable, a veces. Era el único que parecía entretenido por todo lo que sucedía en estos últimos tiempos.
- Tenemos a un maldito príncipe como prisionero. Toda la puta armada va a venir por nosotros, sin contar los aliados que también pongan sus barcos al servicio para rescatar al dichoso príncipe. Todos vamos a morir.
- Menos el capitán, claro. El enano dijo que el capitán le agradaba, por lo que probablemente sobreviva.
- ¿Solo le agrada? No me quiero imaginar si…
- Basta.
Cagna golpeó la mesa con su botella de ron.
- Ya no importa. Es obvio que el capitán está bajo un embrujo o algo. Arrojemos al enanito por la borda.
Definitivamente estaba borracho (¿por qué tan temprano?). Martín negó con la cabeza.
- Tenemos que dejarlo en algún punto neutral y que los suyos vengan a buscarlo. Y después irnos de nuevo a Oriente un tiempo hasta que todo este desastre sea olvidado.
- ¿Alguien puede pensar en el Capitán?
Esta vez fue Rodrigo quien interrumpió, serio y posiblemente harto de todos ellos.
- El Capitán obviamente se lleva bien con Pablo.
¿¡Desde cuando sabía su nombre?!
- … y creo que le hace bien su compañía. Además el Príncipe sabe bastante sobre contabilidad y finanzas. Me estuvo dando una mano estos días con la auditoria de gastos y la verdad es que fue muy útil. Tuve tiempo libre como nunca.
- ¡Eso es lo que te importa!
- ¡Por supuesto!
Martín quería golpear su cabeza contra el mástil. Ese sentimiento se estaba volviendo muy recurrente últimamente. No debería ser así.
- Cierren los hocicos.
Serna decidió que lo mejor era seguir con las tareas del día. El capitán estaba con el principito en su camarote, vaya uno a saber haciendo qué. No importaba. El barco tenía que seguir su rumbo y todos ellos tenían deberes.
- Volvamos a nuestros puestos. Confiemos en el capitán.
Cagna se encogió de hombros y tomó otro generoso trago de su botella.
- Estamos condenados.
¿Lo estaban? Seguro.
Pero así era la vida pirata.
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.
Pablo terminó de redactar sus cartas y se apresuró en buscar a Rodrigo. Se habían hecho amigos, después de que el aburrimiento y la ausencia del Capitán Román lo dejaran paseando por el barco sin mucho que hacer. Lo había ayudado con algunas cosas, aprendiendo y dejándose maravillar por la organización que tenían. No eran simples analfabetos bárbaros como todos decían. Había un sistema y una organización que ni en otros lugares podía verse. Los botines se distribuían equitativamente, incluso con los heridos que no podían participar de los asedios. Tenían un fondo en común como seguro, repartían las tareas y rotaban para evitar el cansancio de hacer siempre lo mismo. Habían formado alianzas en puertos para poder atracar y descansar sin tener a nadie intentando capturarlos y ejecutarlos. Era brillante.
Cuando Rodrigo le hablo de que incluso se podían celebrar matrimonios ceremoniales para unir patrimonios, Pablo no pudo evitar sonrojarse. ¡Hasta podían casarse entre ellos sin problemas! Sin dudas los piratas estaban más avanzados que cualquiera en tierra firme.
Pero era lindo. Rodrigo le describió la ceremonia como una fiesta donde todos se emborrachaban, cantaban, y la pareja intercambiaba pendientes o anillos de oro, objetos de valor importantes y simbólicos para formalizar la unión de sus botines y pertenencias.
Era muy interesante. Debería guardar esa información por las dudas, ¿no?
Ahora tenía cartas que enviar. Había escrito una para su padre, explicándole formalmente que no estaba de acuerdo con el compromiso con la princesa de Turia y que, para evitarlo, prefería renunciar a su título y deberes y quedarse en alta mar como exiliado hasta que su furia se apaciguara y permitiera que Pablo volviera a casa para visitas y seguir usando las arcas familiares. Para su madre, fue un poco más sincero: no deseaba casarse con una mujer que no amaba ni amaría, siempre resentido por ser obligado a realizar ese matrimonio tan solo por unos acuerdos comerciales que seguro podían conseguirse por otros medios. Le contaba que había sido salvado por un “marinero” (un poco cuestionable pero muy dulce con él) y que prefería conocer el mundo embarcado con su gente. La otra carta, para su hermana, era todavía más honesta: había terminado en un barco pirata y quería quedarse donde estaba. La música le gustaba, tenían un montón de alcohol, y el Capitán de torso bronceado le preparaba las comidas tal y como le gustaban, además de que las camisas negras le quedaban muy lindas y Pablo podría querer tener una amistad cortés e íntima con dicho señor pirata. Estaba más que conforme con la situación y pedía encarecidamente que no lo buscaran ni atacaran el buque donde se encontraba. ¡Eran piratas buenos! Nada de criminales sanguinarios, no señor.
Mejor evitar que su padre mandara gente a buscarlo. Sería un problema y alguien podía salir lastimado. ¿Y si le hacían algo al Capitán Román?
No, no. Mejor pedir tranquilidad y paz.
Rodrigo tomó las cartas y le aseguró que el mismo se iba a encargar de llevarlas. Estaban próximos a un puerto seguro, podía entregarlas ese mismo día.
Pablo le agradeció y regresó al camarote del capitán.
Román estaba sentado en su mesa, observando una brújula y un mapa. De espaldas a la puerta, seguro lo escuchó entrar pero no se giró a mirarlo. A lo que el príncipe aprovechó para apoyarse contra su espalda y descansar su cabeza sobre la suya. El pelo corto le hacía cosquillas bajo el mentón y en la piel sensible de su cuello. Era una sensación… agradable. Pasó sus brazos alrededor de sus hombros, y sonrió al sentir unas suaves caricias en sus muñecas.
- ¿Muy ocupado?
- No, ¿en qué puedo servirle a su Majestad?
El tono de voz le restaba formalidad al título.
- Su Majestad es solo el Rey, Señor Pirata…
- ¿Y entonces cómo debería llamarte?
No era una demanda, era un susurro cálido. Una promesa.
- Pablo, podés llamarme Pablo cuando estamos solos. Aunque si está tu tripulación, no me voy a quejar si me llamás Su Gracia o Su Alteza. Rangos son rangos, ¿no?
Antes de darse cuenta, Román lo había tomado con un brazo y lo había sentado en su regazo. Pablo se aferró a su cuello, no por miedo de caerse sino para acercarse todavía más a él.
Sus rostros estaban cerca, sus alientos se mezclaban.
- Pablo...
Nunca había escuchado su nombre pronunciado con tanta devoción.
Pablo solo tendría que devolverla.
- Román.
El vaivén del barco era suave, mientras avanzaban entre las olas con la fuerza del viento.
- Creo que sos la respuesta a una vieja oración a las estrellas.
Un latido. Pablo abrió los ojos, sorprendido antes de aferrarse a Román con más fuerza, mareado ante la revelación…
- Vos fuiste la respuesta a mi súplica al mar.
Otro latido, acompañado de uno más, uno más.
Se miraron fijamente, comprendiendo lo que no decían en voz alta.
El beso que compartieron después fue suficiente.
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El capitán estaba… atontado, por decirlo de alguna manera.
Se había abotonado mal la camisa (Barijho no quería pensar demasiado en eso), y luego cuando le fue notado no se apresuró mucho en arreglarla. Tropezó un par de veces con algunas maderas sueltas, confundió babor y estribor al dar una orden.
Tuvo que repetir el plato que había cocinado porque se le había caído más sal de la cuenta.
¿Qué le pasaba?
Por otro lado, el Principito no había aparecido en todo el día. Pero cuando lo hizo…
Lucía radiante. Se veía más como un principito de verdad.
Pero lo que más miedo daba era lo simpático que estaba actuando con todos. Que si necesitaban ayuda con eso, que si podía hacer lo otro.
Era aterrador.
Capaz Cagna tenía razón y el Principito había hecho un embrujo que tenía al Capitán más bobo con cada día que pasaba mientras el enanito aristócrata se apoderaba de todo.
¿No podía ser… no?
La respuesta de por qué actuaban así vino más al anochecer, después de que Rodrigo volviera con un escueto pero alegre “las cartas ya están en camino”. Nadie entendió de qué hablaba, pero eso pareció alegrar mucho al principito que fue en busca del Capitán.
Barijho los vio más tarde y tuvo ganas de arrancarse los ojos.
El Capitán tenía acorralado al principito contra uno de los mástiles, y las piernas del enanito estaban bien envueltas en la cintura del capitán. Todavía no se besaban, pero las manos pequeñas del supuestamente recatado noble se deslizaban muy indecorosamente sobre la tela de la camisa del capitán.
No, él no quería ver nada de eso.
Se dio la media vuelta y se fue.
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Córdoba iba a vomitar.
Esto no era un mero ida-y-vuelta. Esto era un juego de connotaciones… impúdicas.
Cada día el principito aparecía con las camisas del Capitán, medio abiertas en el escote y sueltas. Se paseaba por el barco como si fuera suyo, se hacía el dulce cordero inocente con algunos de los tripulantes e ignoraba al Capitán, que lo seguía con ojos de halcón a cada paso.
Hasta que el capitán se cansaba y se lo llevaba en brazos (si, en brazos) al camarote.
Nadie quería saber que hacían después ahí.
Pero después de un rato el capitán salía más tranquilo, aunque algo desprolijo, y el principito con la camisa correctamente colocada para no exponer de más su piel de noble que nunca trabajó bajo el sol.
Tenía que ser un juego privado entre ambos. Y eso era lo peor.
Nada de planes de saqueos, embarcaciones que robar, gente que eliminar.
El capitán estaba muy ocupado corriendo tras las faldas figurativas del enanito aristócrata para hacer algo.
Supuso que era hora de pedirle al maestre o contramaestre que hicieran algo antes de que todos estuvieran demasiado nerviosos y se derramara sangre.
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Tocó la puerta del camarote, haciendo una mueca ante las risitas del principito y el “ay Romy, basta”.
Dios que castigo.
La puerta se abrió, revelando a su Capitán (vestido, al menos) mirándolo con enojo.
- ¿Es muy importante?
- Nos estamos quedando sin recursos. Necesitamos oro.
Era una mentira. Pero Martín sabía que existían mentiras necesarias. Tenían más que suficiente de todo, y el que usualmente llevaba registro de los recursos disponibles era Rodrigo, no él.
Pero necesitaban acción. Algo, lo que sea.
El principito, que tenía puesta una camisa negra que se resbalaba por sus hombros, lo miró burlonamente.
- Ayer repasé con Rodrigo el inventario y no me pareció que estuviéramos muy mal. Pero si tanto querés disparar cañones… ya le conté a Romy – desde cuándo le decía así al capitán – que hacia cierta dirección está la ruta comercial de dos reinos no muy amistosos del mío. Y suelen llevar mucha mercadería… y oro. Podemos saquear algunos barquitos por ahí. No son de llevar escoltas.
- ¿Y desde cuando nos vas a ayudar? ¿Estás renunciando a un trono por ser pirata ahora?
- Sí.
La respuesta lo dejó helado.
No había duda o burla en su voz. Solo seguridad.
- Me gusta. No tengo tantas responsabilidades como en casa.
- Tu padre que es rey…
- Ya le escribí a toda mi familia para que supieran que estoy bien y en buenas manos – la mirada asquerosamente dulce que le dio a Román casi le provoca un tic en el ojo – y que no me buscaran ni persiguieran. Y que si querían mandarme oro para emprender mis nuevas aventuras mejor, claro está. No soy egoísta, lo voy a compartir.
Desde el principio supo que todo era una causa perdida. ¿Para qué se molestaba?
Decidió irse a dormir. Mejor dormir que lidiar con esos locos.
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Saquearon un barco mercante que tenía poco oro pero mucho alcohol. Y frutas. Y especias. Y cosas que al Principito parecían gustarle.
Martín se sentía estafado.
La tripulación estaba dividida. Había varios que se habían dejado conquistar por los perversos modales del Principito, mientras la otra ya estaba bajando el alcohol como agua porque estaban hartos.
Samuel, uno de los hombres más terribles que tenían, parecía muy cómodo sentado al lado del Principito como su nuevo escolta personal mientras comían algunas frutas en almíbar que habían encontrado en el mercante saqueado. Lo mismo con Ibarra, quien se peleaba con Delgado por algunos de los trajes elegantes que tomaron. No prestó atención a su discusión idiota, pero seguro giraba en torno a los burdeles que visitarían en tierra firme.
Una botella de un vino añejo le fue puesta en las manos.
La descorchó y tomó un buen trago.
Al diablo con todo.
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Rodrigo se le acercó a primera hora con una carta proveniente de su hermana Laura.
“(…) Papá está enojado, pero no te preocupes. Mamá dijo que se encargaba. Vamos a mandarte algo de tu ropa abrigada y oro al puerto desde el que salieron las cartas, y Andrés ya pidió quedarse con tu habitación (le dijimos que no, por si querés volver solo o acompañado cuando a papá se le pase el enojo) (…)”
Había otras palabras, más serias, sobre cómo estaban manejando el asunto con Turia, pero sinceramente no le interesaba. En su vida había puesto un pie en ese reino, y no es como si lo que querían exportar de allí fuera indispensable. Solo querían la ruta y el puerto para continuar llevando productos al resto de reinos, y eso podía conseguirse con otros acuerdos.
No casando a Pablo con una Princesa que no conocía.
Se acomodó mejor en la mullida silla que Román le había dejado preparada junto a la suya para que ambos compartieran el escritorio. Todavía recordaba algo de sus clases, y no dudó mucho en pasarle a Román información sobre algunas rutas mercantes con la condición de que evitaran matar lo más que pudieran a los marines.
Román había prometido hacer el esfuerzo, y Pablo le regaló un beso como premio.
El barco se dirigía a territorios poco conocidos y el príncipe ya podía sentir las ansias de explorar nuevos lugares, probar nuevas comidas y ver paisajes diferentes a los que acostumbraba. Sin tener que estar restringido por cinco o seis guardias, sin tener que respetar siempre una etiqueta y orden.
Nunca había estado tan emocionado… no había pensado en lo que se convertiría ese viaje de pesadilla pero agradecía mil veces al mar por cambiar el soplar del viento y hacerle tomar rumbo hacia lugares inesperados.
Menos acompañado por un Capitán Pirata con fama de maleante pero corazón de azúcar.
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Pensó que Martín había exagerado en sus cartas. Guillermo las había leído y se había matado de risa, incrédulo, comentándolas con su hermano Gustavo durante las mañanas en el mercado.
No podía imaginarse a Román haciendo budines de naranja y cacao para un prisionero de la realeza. Le extrañaba que no lo hubieran ejecutado y tirado por la borda después de cobrar un cuantioso rescate, pero quizá la corona a la que pertenecía el principito se había negado a pagar. Quizá era uno de esos hijos de repuesto, que a los reyes les gustaba tener en caso de que su heredero predilecto fuera envenenado o ensartado por una flecha. Había muchos bastardos y reemplazos en la corte, siempre dada a oscuros esquemas y atentados.
No fue hasta que volvió al barco, tras unos meses de ausencia, que entendió a qué se refería Martín con “es una pesadilla”.
El Principito lo miró de arriba abajo, miró a su hermano con la misma expresión, y luego lo volvió a mirar.
- Encima son iguales. Genial.
Hizo una mueca ante el tonito de voz. La realeza solía ser así de impertinente, no es que se sorprendiera por eso. (No es que estuviera resentido por ser rechazado en el cortejo hacia cierto noble de rizos negros y cierta obsesión con las bandas rojas sobre camisas blancas, que prefirió irse a la guerra que quedarse a su lado, por supuesto).
Gustavo se adelantó un par de pasos.
- En realidad yo soy el hermano lindo.
Guillermo le pegó una patadita en el tobillo, haciéndolo tambalearse. ¿Gus, el hermano lindo? Ja!
El Principito parpadeó, sin mutar su expresión, antes de simplemente irse. Qué maleducado.
Más tarde lo vio junto a Román, hablando con gestos y risitas mientras el respetado Capitán lo abrazaba por los hombros, ambos junto al timón, disfrutando del atardecer y el dorado tono con el que teñía las olas.
Qué asco le daban las parejas enamoradas.
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Las reuniones en la bodega se empezaron a hacer cada vez más comunes.
Bebidas de todo tipo eran intercambiadas mientras todos contaban sus penurias que parecían tener el mismo causal.
- El Capitán se sonrojó y se puso nervioso solo porque el Principito le dijo que esa camisa azul le quedaba linda.
- Anoche el capitán se quedó hasta tarde solo para hacerle un bizcochuelo de vainilla para el desayuno. Le cocina todos los santos días.
- Los atrapé intercambiando saliva junto a uno de los mástiles, hace dos días. Quise tirarme aguardiente en los ojos.
- Al menos fue solo eso. Yo soy el que duerme en la habitación de al lado.
- Uy, mi pésame.
- Sos el pirata más fuerte que conozco, Martín.
- Rezaré por tu alma esta noche.
- No creo en dios, gracias.
- Quizá no lo hagas, pero escuché al Principito decirle al Capitán que esta noche le iba a hacer unos masajes porque estaba muy tenso… con ese tono de voz.
- … mejor si recen por mí.
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Rodrigo los consideraba unos exagerados.
El Principito, Pablo como prefería que lo llamaran, era amable y simpático si sabías tratarlo con el mismo respeto y simpatía. Estaba acostumbrado a comer bien, claro, y Román amaba cocinar tanto como navegar su barco por aguas inexploradas. ¿No era una buena práctica de unión? ¿Uno que amara cocinar y otro que disfrutara de comer lo cocinado?
El también compartía cercanía a la habitación del Capitán, pero no había tenido problemas para dormir gracias a un poco de algodón en los oídos y un tecito de tilo. Lo que sea, el Capitán parecía siempre relajado y animado por las mañanas después de esas noches, mucho más inclinado a escuchar sugerencias y ser permisivo con otras cosas, mientras que Pablo siempre dormiría hasta tarde.
La presencia del Principito sin dudas había animado el barco. Había unido a la tripulación de una forma en la que los saqueos y tesoros no habían podido, había encausado a su melancólico capitán hacia estados de ánimos más alegres. Había nuevos conocimientos que compartir y aprender, y con nuevos rumbos a por aventuras y botines que saquear, Rodrigo estaba satisfecho.
Quizá era hora de ir planteando, sigilosamente, el asunto del matelotage.
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Martín se despertó agitado.
Estaban rodeados. Brulotes de guerra, barcos imponentes.
Seguro era culpa del maldito principito. Seguro habían venido a rescatarlo y matarlos a todos.
Encima Román lucía tranquilo.
¿Acaso la orden de fuego debería venir de Martín? ¿El mismo tenía que ir y cargar la pólvora en sus cañones? ¿Se iban a rendir sin luchar y morir con el mar?
No, no iba a morir como un cobarde.
Planchas de madera fueron colocadas y un pequeño sequito abordó el Santa Mary. Martín desenvainó su espada antes de ser atajado por Guillermo y Gustavo.
El Principito se adelantó, alegre, y saludó a sus padres.
Qué.
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Román intentó mantener la compostura, luciendo sereno cuando por dentro estaba temblando. ¡Qué difícil era conocer a los suegros!
No había sido una visita programada, por así decirlo. El Rey Ricardo se había acercado en persona al Reino de Turia a solucionar el compromiso fallido con su hijo, y habían coincidido en ruta. Su barco había sido reconocido, porque las banderas blancas y la que indicaba un “queremos hablar” fueron suficientes como para no ordenar que los cañones fueran aprontados.
Pablo le había asegurado que en las cartas intercambiadas con sus padres todo estaba arreglado y bien, pero no podía confiarse. Tenía una tripulación por la que velar, aunque su corazón dictaba que mantuviera a su príncipe junto a él.
- ¡Padre! ¡Te ves bien en esa armadura fea!
- ¡Espero que sepas que me hiciste viajar hasta Turia para resolver tu lío!
- Te dije que no me quería casar como unas diez veces. Que me hayas ignorado no es mi problema.
Pablo sin dudas había sacado rasgos de su padre, y seguramente también había heredado su… terquedad.
La Reina fue la primera en girarse hacia él y saludarlo. Ah, Pablo tenía mucho de ella también.
- Un gusto conocerle. Pablito habló mucho de usted en sus cartas. Muchas gracias por cuidarlo.
Apenas pudo balbucear algunas respuestas, ya más nervioso. Ojalá fueran solo cosas buenas las escritas en esas cartas. ¿Y si lo consideraban indigno de su hijo? ¿Cómo un simple pirata podía demostrar su valía ante los reyes? ¿Cuántos barcos debería saquear para pagar una dote adecuada por un Príncipe como Pablo?
Ricardo lo miró poco impresionado, pero Pablo tuvo el descaro de tironear de la capa de su Padre, como advirtiéndole que fuera respetuoso.
- Capitán Riquelme. Su fama le precede.
- Ah… supongo.
- Ha saqueado barcos de todos los reinos, ha hundido buques y cadáveres, ha tomado riquezas dejando solo maderos quemados atrás…
No podía negar nada de eso.
Miró a Pablo, quien no parecía perturbado. Solo había cariño en sus ojos, como si no viera al infame pirata sino solo a Román.
- … pero Pablo dice que prepara unos postres deliciosos. ¿Deberíamos comprobar eso con un poco de té?
- Por supuesto.
- Hemos traído algunos obsequios, en nombre de Pablo. Sigue siendo un Príncipe, aunque por ahora este “castigado” por incumplir sus deberes.
- Mis hombres pueden ayudar.
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Reunión de emergencia en la bodega.
Rodrigo rodó los ojos mientras observaba el pánico general… mientras degustaban unos bizcochos dulces dignos de la realeza.
- ¿Nos van a matar a todos?
- No parecía importarles mucho la reputación del capitán… se ve que el Principito hasta en eso los hechizo.
- No puedes hechizar a tus propios padres, Cagna.
- ¡Es maligno, un brujo! En los reinos del báltico sería quemado en la hoguera por sus poderes.
El alcohol le estaba quemando el cerebro, si es que la sal del mar no lo había hecho ya.
Gustavo llenó su boca con más bizcochos, recordando la buena época en la que el idiota de su hermano se había llevado bien con ese pequeño noble de apariencia muñequil y complejo napoleónico. Habían vivido bastante bien, conociendo de pleno la vida lujosa de la clase pudiente.
Los tragos empezaron a ser repartidos, y Martín no demoró en notar que era el vino dulce y claro que habían traído los padres del Principito. Cómo aprovechaban, los idiotas de sus compañeros. Nada de todos esos “regalos” deberían haber sido aceptados. Podrían estar envenenados, podían ser una trampa.
Con un codazo medio fuerte, Serna lo hizo sentarse junto al barril y le entregó una bandejita con bizcochos coloridos que lucían muy bien.
No, no iba a comer nada.
- ¿Qué se supone que van a hablar con el capitán?
- Espero que Barijho y Delgado escuchen algo. Están de custodios.
- Entre los dos no hacen uno. No van a servir de ayuda.
Samuel, el más callado del grupo, masticó su bizcocho con lentitud.
- Creo que iban a discutir lo del matelotage. Entre el Capitán y el Principito.
Martín se atragantó con saliva. El único horrorizado parecía él mismo. El resto de idiotas vitoreó como cerdos.
- ¡Ey, eso es bueno! Sería unir al capitán con la realeza…
- ¡Habrá una fiesta! ¡Amamos las fiestas!
- Con razón el capitán estaba tan feliz últimamente…
- ¿Podemos decorar el barco?
- Creo que nos quedan telas azules y amarillas… pero al Principito no le gustan los colores…
- Podríamos hacer unas combinaciones. Y decorar con caracoles y estrellas de mar, también.
- ¡PODRÍAN CALLARSE!
¿Acaso el único sensato en el barco era él?
- ¿De verdad creen que es una buena idea? ¿El matelotage de nuestro Capitán con… ese Principito?
Nadie respondió de inmediato. Serna se encogió de hombros suavemente.
- Son una pareja demasiado empalagosa, pero no veo mal que... se unan.
Hasta Cagna lo miró como si estuviera exagerando.
- El capitán ya está demasiado consumido por sus embrujos. Es demasiado tarde para salvarlo, así que solo queda dejarlo que se una al Principito.
- Además, desde que está con él… el Capitán es más amable. Y más sonriente.
- Sí, nos pregunta qué creemos que deberíamos hacer a continuación y escucha nuestras quejas. Hizo arreglar la gotera que había en mi habitación. Y compró más carne seca para las sopas.
- ¿Y no ven que ese es el problema? ¡Román no era así! Antes saqueábamos y matábamos a todos, sin tomar prisioneros.
Otro silencio incómodo, con demasiados pares de ojos viéndolo con descontento.
Guillermo se inclinó un poco, sirviéndose más del vino dulce.
- Eh, tampoco es que a todos nos encante matar y coso. Tenemos riqueza acumulada, siempre podemos ir por más sin ponernos en peligro por unas monedas.
- De qué…
- Cada batalla, por más que ganemos, significa un precio a pagar. Tuve que quedarme casi un año en tierra recuperándome de ese asalto a buques brasileros, ¿o ya te olvidaste? Las cosas pueden ir bien, tanto como pueden salir mal. No me molesta seguir navegando sin asaltar a cada cosa que se mueva en altamar.
- Es verdad… Todavía tengo mi rodilla medio chueca de esa batalla en Puerto Janeiro hace dos años…
- … y yo el hombro. Cuándo hay mucha humedad me duele…
- Estamos en alta mar. Siempre hay humedad.
- Por eso. Siempre duele.
Miró la bandeja de bizcochos en su regazo. Era una causa perdida.
Tomó uno, deseando con todas sus fuerzas que estuviera envenenado.
Era el mejor bizcocho que había probado en su vida.
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Una vez seguros de que su hijito estaba en buenas manos (la reina hasta sentía un poquito de pena por el Capitán, después de verlo tan solícito a las demandas de su retoño demasiado acostumbrado a hacer las cosas a su manera) y de entregar suficiente oro como para cubrir sus gastos, los Reyes se retiraron y el Santa Mary siguió su curso.
Román tenía la aprobación de sus suegros.
No podía sentirse más contento.
- Sé que le dije a madre que dormíamos en camas separadas y que todavía era puro… pero siempre podemos festejar esta noche… ¿no?
Su rostro se enrojeció, todavía sin acostumbrarse a lo descarado que podía llegar a ser el Principito. Cagna había murmurado algo sobre constelaciones y que “los del escorpión son brujos malignos y libidinosos”, pero Román prefería no pensar mucho en eso.
- Deberías… eh… hasta la ceremonia…
Pablo se cruzó de brazos, aunque mirándolo con burla.
- Aw, ¿el pobrecito capitán ahora se siente… tímido? No eras tímido cuando…
- Pero la ceremonia es importante. Por favor.
Acarició suavemente su barbilla. Era hermoso, y Román todavía no podía creer su suerte.
Las estrellas eran generosas y le habían dado más de lo que había pedido.
- Bueno… pero después de la ceremonia hacemos lo que yo quiera.
- Siempre.
(Capaz prometer eso no era buena idea, pero Román lo descubriría después).
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Para ser piratas, eran muy buenos decorando.
Pablo sonrió mientras, vestido con sus mejores galas, se aproximó hacia donde Román lo esperaba nervioso.
Le habían explicado cómo era la ceremonia. Contrario a las bodas, se suponía que era un contrato formal y verbal entre dos piratas, teniendo a la tripulación de testigos. Votos vinculantes sobre compartir botín, proteger los intereses del otro, venganza en caso de que el otro fuera asesinado…
Había un intercambio de joyas, usualmente aretes o anillos, que servían como moneda de cambio en caso de secuestros o situaciones donde se requiriera un pago y no tuvieran monedas en el bolsillo.
En resumen, promesas de lealtad y protección. Sonaba muy bien para Pablo.
- Yo… podés negarte, si querés.
- Pirata tonto. ¿Por qué lo haría?
Tomó las manos de Román, listo para hacer sus votos.
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Martín no recordaba mucho de la ceremonia, excepto que Román y media tripulación lloraron, y que el Principito había agregado a sus votos lo de “nada de terceros en el contrato” como si esperara "monogamia" absoluta (Román había asentido totalmente de acuerdo con eso). Ni que fuera una boda de verdad. Solo era un contrato para heredar los bienes del otro si había una muerte.
¿Por qué se lo tomaban tan en serio?
El alcohol, al menos, había sido lo bueno. Y todos esos bizcochos suaves. Martín amaba esos bizcochos.
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La tripulación ya estaba acostumbrada a la presencia de Pablo. Ya estaban acostumbrados al descubrimiento de que su Capitán era un romántico empedernido que creía en el destino y las estrellas.
En sí, todo marchaba bien. Los saqueos continuaron, aunque mucho mejor planificados y con mejores botines sin necesidad tomar prisioneros o matar a todos los tripulantes. Se había tomado la costumbre de dejar a los marines asaltados en un barco pequeño auxiliar para que se dirigieran a tierra, o en su defecto abandonarlos en algún banco de arena donde serían rescatados después.
Habían recorrido tierras lejanas y lugares nuevos llenos de idiomas exóticos junto a tesoros llamativos. Ahora que regresaban a aguas más conocidas (se acercaba el invierno y debían parar al menos unos meses para reabastecerse y descansar) los tripulantes ya anhelaban que el calor regresara para iniciar una nueva aventura.
Román observó el horizonte, vigilando las aguas y la dirección de su barco sin separarse mucho de su compañero de viaje.
La vida era buena.
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- ¡Nos atacan!
- Ese idioma… ¡Brazucas!
- ¡Preparen los cañones!
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Perdió de vista a Pablo, y por un momento su corazón se detuvo.
No podía permitirse descuidos, no con enemigos tan acérrimos como estos piratas en particular y su larga lista de hostilidades con ellos.
- ¡Martín! ¡Necesito que encuentres a Pablo!
Esta vez no hubo discusiones o quejas.
Su contramaestre se dirigió hacia el otro extremo del barco, donde había visto al Principito por última vez.
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Pablo pateó al pirata inconsciente al que había noqueado, golpeándolo con una campana vieja en la cabeza, y se escurrió entre los enemigos para saquear algo de valor. La lucha estaba ganada, ya con el capitán del buque asesinado y la mayoría de sus tripulantes sometidos por los fieros piratas del Santa Mary. Alguien había iniciado un fuego, intentando quemar el barco antes que entregarlo a Román, por lo que ignoró el humo mientras intentaba llegar a la suite del capitán. Conocía algo de esos barcos, gracias a viajes tensos en su niñez por diplomacia, y estaba orientado a pesar de la poca luz. Tenía que apurarse.
Medicinas serían buenas, para empezar, pero dudaba poder encontrar la enfermería a tiempo. Al menos si conseguía algo de valor que presentar ante su Capitán…
Entonces lo escuchó. Medio ahogado por el griterío entre español y portugués, medio perdido entre el crepitar del fuego.
Se detuvo, en medio de la humareda y el calor cada vez más cercano.
Eso era...
Abandonó sus planes iniciales y comenzó a descender, en dirección a lo que supuso serían las celdas y la húmeda bodega donde dejaban a los prisioneros.
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- ¿Noo Principito, a dónde vas?
Martin sintió que se le paraba el corazón al ver como el Principito no dudaba en meterse dentro del humo y perderse dentro de los pasillos laberínticos del buque enemigo. Si algo le pasaba al enanito...
Un cañonazo le devolvió a la realidad, aterrado. No podían seguir asediando así al barco, no mientras el Principito estuviera en él.
- ¡Deténganse! ¡Alto al fuego! ¡Dejen de asediar el barco, idiotas!
Intento correr detrás del príncipe, pero un pedazo de mástil cayó delante suya, haciéndole retroceder y taparse el rostro con el codo. El humo empeoraba cada vez más.
Iba a tener un problema gigante...
Tenía que sacar al Principito de ahí. Sino Román estaría con el corazón destruido, y nadie quería que su Capitán se tirara por la borda en un intento triste de reunirse con el amor de su vida en el más allá (si es que existía).
Avanzó, temiendo que sus órdenes no hubieran sido escuchadas y otro cañonazo terminara por hundir lo que quedaba de buque…
Entonces, como un milagro, lo vio emerger del humo. Cubierto de hollín, cojeando y tosiendo con fuerza. Sosteniendo algo más.
En sus brazos...
- No…
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Román estaba silencioso. Muy silencioso.
Martín esperó a un costado mientras Rodrigo revisaba al Principito y...
- Solo un esguince de tobillo. Reposo y algo de té de amapolas para el dolor, y va a estar bien…
- ¿Y el bebé Agustín?
Agustín. ¿Se llamaba Agustín, entonces? La nueva adición.
Un bebe muy pequeño dormitaba al lado del principito.
Lo extraño es que hubiera un bebé en un barco en primer lugar. Nadie subiría a una mujer a su nave, siendo mal presagio y desafío a la suerte. Y los bebés no eran buenos cautivos. ¿Cómo es que los brasileros habían tomado prisioneros y entre ellos a un bebé pequeño?
No tenía sentido.
Pero allí estaba. El bebé. Pequeño y tranquilo, sin quemaduras o pulmones dañados por el humo.
Nombrado “Agustín” por el Principito y su real costumbre de adueñarse de todas las cosas como si fuera su real derecho.
Román mantuvo los labios cerrados, sin dejar de mirar al médico trabajar.
- Necesitará un seguimiento. Es chiquito... pero parece que no inhaló humo, aunque se ve algo amarillo.
- ¿Difteria? ¿Malaria?
- No, falta de comida. Quizá la madre no podía alimentarlo, quizá estaba muerta de antes o ni siquiera a bordo. Es raro que lo hayan tenido entre los prisioneros. Usualmente los tiran por la borda o los dejan abandonados en el puerto. Hay que darle baños de sol y conseguirle leche lo antes posible.
- Podríamos dejarlo en el próximo puerto...
El Principito y Román se giraron a mirarlo, muy molestos.
¿¡DE VERDAD?!
- Román, NO...
- Deberíamos dirigirnos lo antes posible al Puerto del Plata. Estoy seguro que los padres de Pablo prestaran a sus médicos y gente de confianza para atenderlos a los dos. De todas formas, detengámonos en el primer puerto para reabastecernos y buscar a una comadrona.
- NO PODEMOS MANTENER A UN BEBÉ EN UN BARCO, NI SUBIR A UNA MUJER
- Eso es muy desagradable, ¿Estás en contra de las mujeres? ¿Las considerás inferiores a tu patético ser? Tu capitán dio una orden.
- Sos un príncipe, capaz jamás escuchaste que las mujeres a bordo son de mala suerte...
- Somos mejores que esas supersticiones tontas, Martín.
¿Superstición tonta? ¿Y justo Román se lo decía? ¿El pirata que creía en astrología y almas gemelas?
No, con discutir no ganaba nada.
Este par de locos ya se habían puesto de acuerdo y nada les haría cambiar de opinión.
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Bueno, la tripulación sin dudas no sabía qué hacer con un bebé. Y los primeros comentarios sobre la presencia de la matrona fueron acallados con ferocidad por ella misma, más fiera de lo que estaban acostumbrados.
Sin dudas era una experiencia nueva.
Pero las órdenes del Capitán eran órdenes del Capitán.
Así que se abastecieron de alcohol suficiente, algodón para los oídos (el bebé tenía buenos pulmones) y emprendieron viaje hasta el reino del Principito, donde ya unos nuevos abuelos esperaban con ansias la llegada de su hijo y su primer nieto.
Nadie podía decir que ser pirata fuera aburrido.
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Y así concluye la vieja historia del Infame Pirata que se enamoró y el Príncipe que dejó todo por quedarse junto a él.
Designio de las estrellas, respuesta del mar. ¿Mera casualidad? ¿El destino tejido entre los dos?
Nadie lo sabe, solo quedan los retazos de un viejo canto, compartido entre marineros en puertos y bares. Casi un cuento, contado a la luz de la luna con una buena copa compartida entre compañeros.
Al menos los historiadores solo dirán que eran buenos amigos y hablarán de sus tradiciones con la simpatía de quien no entiende que pasaba pero finge que sí.
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