El rugido de los motores y el olor a caucho quemado eran parte de la atmósfera de mi juventud. Las noches se teñían de adrenalina, velocidad y luces fugaces en la carretera. En ese mundo de carreras ilegales, encontré a Esteban.

Era lindo, de esos que parecen sacados de una película. Su sonrisa despreocupada, la forma en que se pasaba la mano por el cabello antes de una carrera, el brillo de sus ojos cuando hablaba de autos... Todo en él me atrapó desde el primer momento. No solo me gustaba, lo admiraba. Su destreza al volante era incomparable; cuando aceleraba, parecía bailar con la máquina, convirtiendo el peligro en arte.

Nos enamoramos entre el asfalto y el viento en la cara. Me trataba con una dulzura que contrastaba con la dureza de ese mundo. Me hacía sentir segura en medio de un entorno donde la vida pendía de un hilo. Recuerdo las noches en las que, después de una carrera, nos alejábamos juntos para mirar las estrellas desde el capó de su auto. "El mañana es una esperanza, nunca una promesa", me decía, y yo reía, sin imaginar cuán cierto era.

Hasta que llegó el día que cambió todo.

Era una carrera más, como tantas otras. Pero esta vez, algo falló. Un mal cálculo, un movimiento en falso, y su auto se convirtió en un torbellino de metal y fuego. Grité su nombre, corrí hacia él, pero cuando lo alcancé, ya no quedaba nada de mi Esteban, solo un silencio ensordecedor y la certeza de que lo había perdido.

Me desmoroné. No supe cómo seguir sin él. El mundo perdió sus colores, las noches se volvieron frías, y la velocidad ya no significaba lo mismo. Mi primer amor se había ido, y con él, una parte de mí.