La espada del mal
Acción. Drama
El samurái Ryonosuke siente una insana fascinación por el poder mortal de su katana y va por la vida acumulando cadáveres, con o sin motivo. Eventualmente lo contratan como mercenario, pero incluso cuando está sin trabajo, no tiene inconveniente alguno en matar por puro placer. (FILMAFFINITY)
24 de febrero de 2011
24 de febrero de 2011
58 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
O el espadachín con cara infinita. Es decir, el Nakadai con cara de fumador de porros.
Tengo que reconocer que no soy nada objetivo en el cine de samuráis. Ni en el de vaqueros. Ni en ninguno, vaya. Pero sobre todo en esos dos géneros que para mí siempre van cogidos de la mano. Cuando termino de ver un western siempre pienso:
<Me hubiera gustado nacer en ese momento y ese lugar> Aunque posiblemente, en el primer duelo me hubieran liquidado. Igualmente, cuando termino de ver una película de samuráis pienso lo mismo: <Me hubiera gustado nacer en ese momento y en ese lugar. Con la katana al cinto y un kimono de la hostia. Aunque las pelucas que se gastaban son feas de cojones.> Aunque posiblemente, en el primer duelo me hubieran liquidado.
Ejercicio de violencia desmedida, casi absurda, pero estilizada hasta convertirla en algo asombroso, realmente bello, poderosamente sensual, visualmente imperecedero. La imagen penetra, nunca oscila, siempre castiga, como la espada de Ryunosuke (Nakadai). Por eso perdono las burdas metáforas sexuales en el molino, y una narrativa muy deslavazada. Porque a la postre, quedan los milimétricos primeros planos, los sonidos de los pies, los planos generales con los cuerpos caídos entre hojas o copos de nieve, la maravillosa iluminación y el final. Si la técnica del samurái es tan importante en la historia, más aún deben ser los ángulos que la cámara de Okamoto usa para ello. ¡Cuan diferentes son tratados Nakadai y Mifune (Toranosuke) tras las lentes del director! La mirada de Nakadai, mientras observa a Mifune repartir estopa, es en sí, la mirada del espectador. El plano es limpio, los movimientos son gráciles. A pensar de la violencia, todo es sereno. Nada que ver cuando Nakadai coge el relevo. Aquí de sereno no hay ni los posos de las hojas del té.
Ahora, como película desligada al esbozo original, “La espada del mal” tiene muchísima más fuerza, y su riesgo es infinitamente superior. Aunque no fuera el planteamiento inicial del proyecto. Porque la espera que el espectador adquiere durante la trama, no se ve recompensada (dirán algunos), y nos queja la imagen congelada de Ryunosuke dispuesto a retomarla en una continuación que nunca llegó a producirse. Como película aislada, ese “no duelo” es una de las mayores alegrías que podemos encontrar. Porque es una tocada de cojones, porque Nakadai se carga a 75 samuráis el solito -sí, los he contado- y porque justo antes del fundido en negro, Nakadai hace una cosa maravillosa con sus ojos -lo que no haga este actor con la mirada es que no se puede hacer- me transmite el humo que lo rodea todo.
Setenta y cinco, he dicho. ¡La rehostia!
Tengo que reconocer que no soy nada objetivo en el cine de samuráis. Ni en el de vaqueros. Ni en ninguno, vaya. Pero sobre todo en esos dos géneros que para mí siempre van cogidos de la mano. Cuando termino de ver un western siempre pienso:
<Me hubiera gustado nacer en ese momento y ese lugar> Aunque posiblemente, en el primer duelo me hubieran liquidado. Igualmente, cuando termino de ver una película de samuráis pienso lo mismo: <Me hubiera gustado nacer en ese momento y en ese lugar. Con la katana al cinto y un kimono de la hostia. Aunque las pelucas que se gastaban son feas de cojones.> Aunque posiblemente, en el primer duelo me hubieran liquidado.
Ejercicio de violencia desmedida, casi absurda, pero estilizada hasta convertirla en algo asombroso, realmente bello, poderosamente sensual, visualmente imperecedero. La imagen penetra, nunca oscila, siempre castiga, como la espada de Ryunosuke (Nakadai). Por eso perdono las burdas metáforas sexuales en el molino, y una narrativa muy deslavazada. Porque a la postre, quedan los milimétricos primeros planos, los sonidos de los pies, los planos generales con los cuerpos caídos entre hojas o copos de nieve, la maravillosa iluminación y el final. Si la técnica del samurái es tan importante en la historia, más aún deben ser los ángulos que la cámara de Okamoto usa para ello. ¡Cuan diferentes son tratados Nakadai y Mifune (Toranosuke) tras las lentes del director! La mirada de Nakadai, mientras observa a Mifune repartir estopa, es en sí, la mirada del espectador. El plano es limpio, los movimientos son gráciles. A pensar de la violencia, todo es sereno. Nada que ver cuando Nakadai coge el relevo. Aquí de sereno no hay ni los posos de las hojas del té.
Ahora, como película desligada al esbozo original, “La espada del mal” tiene muchísima más fuerza, y su riesgo es infinitamente superior. Aunque no fuera el planteamiento inicial del proyecto. Porque la espera que el espectador adquiere durante la trama, no se ve recompensada (dirán algunos), y nos queja la imagen congelada de Ryunosuke dispuesto a retomarla en una continuación que nunca llegó a producirse. Como película aislada, ese “no duelo” es una de las mayores alegrías que podemos encontrar. Porque es una tocada de cojones, porque Nakadai se carga a 75 samuráis el solito -sí, los he contado- y porque justo antes del fundido en negro, Nakadai hace una cosa maravillosa con sus ojos -lo que no haga este actor con la mirada es que no se puede hacer- me transmite el humo que lo rodea todo.
Setenta y cinco, he dicho. ¡La rehostia!
3 de febrero de 2014
3 de febrero de 2014
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mirada de nuestro protagonista dice mucho de su tormento interior, siempre puesta en un rincón impreciso, es una de esas "miradas perdidas" que no pueden pasar inadvertida para el espectador. Incluso cuando tiene entre sus manos su temible katana, cuando está en pleno combate, esa mirada que algunos no sin razón opinan que está puesta en el infinito, denota que este hombre está condenadamente poseído por el mal.
Me ha encantado la presencia del desdichado samurái protagonizado por Tatsuya Nakadai, un hombre definido por la mala sombra que arrastra y por el reguero de cadáveres que deja tras de sí. Se trata de un personaje abrumado por su propio carácter, consciente de su propia condición, nacido para meterle katanazos a cuantos se le antoje. No es de extrañar que la palabra nihilista aparezca en las sabias opiniones de quienes han dicho la suya respecto a "La espada del mal", yo haré lo mismo, porque este hombre a través de su katana pone punto y final a la vida, la niega y la pisotea.
Sin embargo, no todo es bueno en "La espada del mal". Personalmente he echado de menos más minutos de Toshiro Mifune, aunque interviene en una de las escenas más desatadas de la película, con una acción navajera a la altura. Pero sobre todo lo que más lamento es el problema que he tenido para seguir en ciertos momentos una trama de puro cine negro, entre nombres propios japoneses y sus parecidos físicos ha sido inevitable resbalarme en más de una ocasión. Aunque no ha sido grave, perderse nunca es agradable. Ello se deberá a que la he visto en VOSE, de otra manera seguramente sea más fácil disfrutarla. Pese a ello, en cuanto se desenvainan las espadas y los movimientos de unos y otros ocupan la pantalla, no hay duda de que se trata de una película excepcional en el género. Es fácil disfrutar de ella si se valoran sus aspectos estéticos que para mí, además de la acción, es algo indiscutible: aquí las katanas suponen un ingrediente precioso.
Me ha encantado la presencia del desdichado samurái protagonizado por Tatsuya Nakadai, un hombre definido por la mala sombra que arrastra y por el reguero de cadáveres que deja tras de sí. Se trata de un personaje abrumado por su propio carácter, consciente de su propia condición, nacido para meterle katanazos a cuantos se le antoje. No es de extrañar que la palabra nihilista aparezca en las sabias opiniones de quienes han dicho la suya respecto a "La espada del mal", yo haré lo mismo, porque este hombre a través de su katana pone punto y final a la vida, la niega y la pisotea.
Sin embargo, no todo es bueno en "La espada del mal". Personalmente he echado de menos más minutos de Toshiro Mifune, aunque interviene en una de las escenas más desatadas de la película, con una acción navajera a la altura. Pero sobre todo lo que más lamento es el problema que he tenido para seguir en ciertos momentos una trama de puro cine negro, entre nombres propios japoneses y sus parecidos físicos ha sido inevitable resbalarme en más de una ocasión. Aunque no ha sido grave, perderse nunca es agradable. Ello se deberá a que la he visto en VOSE, de otra manera seguramente sea más fácil disfrutarla. Pese a ello, en cuanto se desenvainan las espadas y los movimientos de unos y otros ocupan la pantalla, no hay duda de que se trata de una película excepcional en el género. Es fácil disfrutar de ella si se valoran sus aspectos estéticos que para mí, además de la acción, es algo indiscutible: aquí las katanas suponen un ingrediente precioso.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Renglón aparte y oculto merece ese final congelado, cuando nuestro machote lleva 75 cadáveres en un final portentoso (por lo visto alguien los contó, me fío de él). A saber cuántos más hubieran caído, no lo sabremos nunca y lo cierto es que no importa, con lo que lleva ya en ese momento ya tenemos suficiente. Tarantino debió ver estas escenas finales, el espectáculo mortífero es propia de alguna de sus exageraciones, ante lo cual yo me rindo y ofrezco mis mayores elogios. Cuestión de gustos, los excesos finales de "La espada del mal" me han parecido maravillosos.
13 de julio de 2012
13 de julio de 2012
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hoy he visto esta película de samuráis, la primera que veo de Okamoto, y la enésima de samuráis en general. La verdad es que me atrajo dos cosas de esta película: el reparto y los tajos gratuítos.
Tatsuya Nakadai está perfecto en el papel del samurai psicópata que no tiene nada que ver los protagonistas de películas como "Los 7 Samuráis" o "Harakiri" (hablo de protagonistas). Le acompaña un lujazo de secundario: Toshiro Mifune, que aunque al principio parece que no se va a comer un rosco, también se pone "morao" a repartir tajos. Tiene algunas metáforas que... bueno, la del molino tiene su gracia, pero el objetivo de la película no parece ir por ahí como otros muchos clásicos japoneses, se nota que, aunque aparecen referencias filosóficas, va buscando tajar, lo que se agradece (a los que nos gusta o lo conocemos al menos, que ya es mucho pedir).
A mi me ha gustado bastante, es una peli peculiar, muy interesante, bastante entretenida y que lo flipas con las coreografías y los chorros de sangre. La incluyo entre mis tres películas japonesas preferidas (sí, soy muy bestia).
Tatsuya Nakadai está perfecto en el papel del samurai psicópata que no tiene nada que ver los protagonistas de películas como "Los 7 Samuráis" o "Harakiri" (hablo de protagonistas). Le acompaña un lujazo de secundario: Toshiro Mifune, que aunque al principio parece que no se va a comer un rosco, también se pone "morao" a repartir tajos. Tiene algunas metáforas que... bueno, la del molino tiene su gracia, pero el objetivo de la película no parece ir por ahí como otros muchos clásicos japoneses, se nota que, aunque aparecen referencias filosóficas, va buscando tajar, lo que se agradece (a los que nos gusta o lo conocemos al menos, que ya es mucho pedir).
A mi me ha gustado bastante, es una peli peculiar, muy interesante, bastante entretenida y que lo flipas con las coreografías y los chorros de sangre. La incluyo entre mis tres películas japonesas preferidas (sí, soy muy bestia).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El final es una paranoia total. Cuando está en lo mejor, con decenas y decenas y decenas de fiambres a sus espaldas en los últimos diez minutos, nuestro sádico protagonista se queda congelado en mitad de un tajo y sale ese complicadísimo grafismo japonés que viene a decir "Fin". Parece como si tuviera que haber una segunda parte, porque se queda todo colgando, como si estuvieras viendo la peli y viniera un apagón.
7 de febrero de 2010
7 de febrero de 2010
20 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Clásica película sobre samuráis donde el honor, la venganza y la lucha entre la tradición y el progreso chocan irremediablemente.
Tatsuya Nakadai pone cara de psicópata mirando mucho rato al infinito y resulta creíble, pero más creíble resulta cuando saca la katana y se lía a dar estocadas, es tan crack el muchacho que con una suele bastar.
Y los niveles de molonidad suben hasta el cielo cuando se dedica a pelear en escenarios en los que ha caido una nevada y la sangre que producen sus cortes va manchando el blanco inmaculado (metáfora que por manida no pierde su capacidad de molar).
Tatsuya Nakadai pone cara de psicópata mirando mucho rato al infinito y resulta creíble, pero más creíble resulta cuando saca la katana y se lía a dar estocadas, es tan crack el muchacho que con una suele bastar.
Y los niveles de molonidad suben hasta el cielo cuando se dedica a pelear en escenarios en los que ha caido una nevada y la sangre que producen sus cortes va manchando el blanco inmaculado (metáfora que por manida no pierde su capacidad de molar).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Mi contador de molonidades marca ACME revienta en la escena final en la que es rodeado de taitantos enemigos y le basta con un sablazo para matarlos, pero la pega es que el recibe tantos al mismo tiempo que ni su cara de psicópata mirando fijamente al infinito le basta:
Mandíbula desencajada, ojos desorbitados, imagen congelada y fin (en japonés).
Mandíbula desencajada, ojos desorbitados, imagen congelada y fin (en japonés).
22 de enero de 2021
22 de enero de 2021
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Profiere su espada un clamor de venganza y muerte surgido de las mismísimas tripas del Infierno, y cuando éste concluye docenas de cadáveres cubren el espacio.
Pocos guerreros sin señor han reflejado tan visceralmente el Mal en su rostro y en el filo de su katana como él...
Son incontables los "chambaras" que llenaron las pantallas durante los '60, desde fábulas de puro entretenimiento hasta frescos épicos fieles a sucesos del Japón feudal pasando por aventuras de fantasía o retratos más oscuros dedicados a profundizar en la psicología de estos misteriosos y fascinantes personajes. El célebre autor Kaizan Nakazato se adelantaría casi cincuenta años creando a Ryunosuke Tsukue para "Daibosatsu Toge", serializada primero en periódico y extiéndose después a numerosos volúmenes, hasta convertirse en la novela más extensa escrita en Japón.
Debido a la popularidad de este ronin nihilista, amoral y psicótico, las adaptaciones no tardaron en llegar, siendo el maestro del género Hiroshi Inagaki el primero en llevar el texto al univero cinematográfico, y contando con el mítico Denjiro Okochi dando vida a Tsukue. Aunque por desgracia Nakazato falleció antes de ver otras secuelas y "remakes" de su serie literaria, éstos siguieron realizándose; quizás la más famosa fue la trilogía que inició Kenji Misumi en 1.960, esta vez protagonizada por otro habitual del "ken-geki", Raizo Ichikawa.
Entonces Kihachi Okamoto, prolífico y versátil cineasta, se vio un tanto forzado por sus jefes de Toho (quienes no estaban muy contentos con su trabajo en la aún inacabada "Satsujin kyo Jidai") a encargarse de una nueva adaptación, siguiendo el libreto del amplio colaborador de Kurosawa (y de él mismo) Shinobu Hashimoto. El relato comienza en el paso Daibosatsu en Marzo de 1.860, marcando el principio de la era Man'en debido al incidente histórico de Sakurada-mon; un peregrino budista y su nieta Omatsu suben la montaña y él se queda sólo rezando mientras la chica va a buscar agua.
Desde el primer momento Okamoto hace de Tsukue un ser de trasfondo puramente metafísico y demoníaco al rezar el anciano por su muerte y aparecer el anterior para rajarle con su espada a sangre fría; la secuencia, desoladora, daña por su aspereza y crueldad. A partir de aquí seguimos los pasos de este samurái, hijo del maestro de una escuela de lucha, aquejado por su incapacidad de empatía y dominado por una sola inquietud, la de devorar las almas que se encuentra en su camino; la trama se divide en tres episodios (o "incidentes") a lo largo de tres años, los cuales comprenderán diversos personajes y sucesos aparentemente separados para más tarde converger entre sí.
Destinado sólo a proyectar en la Humanidad su oscuridad interior, la mente y el alma de este villano no pueden sino conducirse por una senda en penumbra hasta su transformación total en demonio. El resorte de la venganza que le atañe es su combate con un guerrero de la escuela Kogen, Bunnojo Utsuki; el sagaz Sanjuro de Kurosawa le hacía entrañable a los ojos del espectador, pero Tsukue sólo despierta odio y desprecio por su poder de manipulación, por su inestable y psicótica conducta. Dos víctimas resultantes, Bunnojo y su esposa Ohama, forzada a quedarse con el ronin, impulsan a Hyoma, hermano del primero, en su deseo de ajustar cuentas.
Otra víctima es Omatsu, ayudada por un ladrón bondadoso llamado Shichibei que pronto será concubina de un poderoso señor; las convenciones de la época esbozan una desgarradora situación alrededor de la figura femenina (en el caso de Omatsu la imposición a la sumisión, en el de Ohama el inevitable descenso a la locura). Este segundo episodio, se inicia en la establecida era Bunkyu, cuando un desterrado Tsukue pertenece a la facción histórica Shinsengumi; ahora es el dojo de Toranosuke Shimada el escenario del mal presagio y la muerte, con Hyoma aún preparándose para su venganza, sentimiento que recorre e impregna toda la película.
Gran conocedor del sufrimiento humano al participar en la guerra, Okamoto precisa el impacto de la violencia con su escrutadora cámara, modelando en cada secuencia una exquisita composición de elementos, sobre todo destacando los naturales (la nieve, el viento, la lluvia), que, mezclados con la sangre derramada y los miembros cercenados consiguen elevar los combates a otro nivel artístico; los enfrentamientos en espacios interiores resaltan el desasosiego y la ausencia de oxígeno y escapatoria. El punto de inflexión lo hallamos en el atroz duelo contra Shimada, que hará aflorar la incertidumbre en la inestable mente de Tsukue, así como el miedo a sí mismo.
Los muchos duelos y traiciones y la interesante (pero a priori insulsa) subtrama de Omatsu derivan en ese capítulo final donde todos los personajes se cruzarán, brindándonos además algunos de los momentos más excitantes e intensos de la película (descrito en Zona Spoiler). El excelente trabajo de la fotografía en blanco y negro de Hiroshi Murai y la dirección artística de Takashi Matsuyama son clave para Okamoto en su creación de ambientes sofisticados y absorbentes; por otra parte cuenta con un gran reparto, el cual encabeza un Tatsuya Nakadai endemoniado (el reverso oscuro, desquiciado y viscoso del Tsugumo de "Hara-kiri").
A éste, que logra una interpretación tan amenazante capaz de helarnos los huesos, lo siguen el gran Toshiro Mifune (de nuevo coincidiendo con él), esa bellísima Yoko Naito y otros importantes actores como Ichiro Nakatani, Ko Nishimura, Kei Sato, Michiyo Aratama y los más veteranos Ryosuke Kagawa y Kamatari Fujiwara.
Aunque sea un "remake" palmo a palmo de la obra de Misumi, Okamoto retrata a Tsukue como el samurái amoral por excelencia, el más siniestro de la fábula "ken-geki" y quizás mejor que ninguno de los anteriores realizadores encargados de adaptarlo. Por desgracia la nueva trilogía planeada en un principio por Toho nunca se materializó, de ahí la extrañeza que provoca esa abrupta y feroz inconclusión; una lástima...
Pocos guerreros sin señor han reflejado tan visceralmente el Mal en su rostro y en el filo de su katana como él...
Son incontables los "chambaras" que llenaron las pantallas durante los '60, desde fábulas de puro entretenimiento hasta frescos épicos fieles a sucesos del Japón feudal pasando por aventuras de fantasía o retratos más oscuros dedicados a profundizar en la psicología de estos misteriosos y fascinantes personajes. El célebre autor Kaizan Nakazato se adelantaría casi cincuenta años creando a Ryunosuke Tsukue para "Daibosatsu Toge", serializada primero en periódico y extiéndose después a numerosos volúmenes, hasta convertirse en la novela más extensa escrita en Japón.
Debido a la popularidad de este ronin nihilista, amoral y psicótico, las adaptaciones no tardaron en llegar, siendo el maestro del género Hiroshi Inagaki el primero en llevar el texto al univero cinematográfico, y contando con el mítico Denjiro Okochi dando vida a Tsukue. Aunque por desgracia Nakazato falleció antes de ver otras secuelas y "remakes" de su serie literaria, éstos siguieron realizándose; quizás la más famosa fue la trilogía que inició Kenji Misumi en 1.960, esta vez protagonizada por otro habitual del "ken-geki", Raizo Ichikawa.
Entonces Kihachi Okamoto, prolífico y versátil cineasta, se vio un tanto forzado por sus jefes de Toho (quienes no estaban muy contentos con su trabajo en la aún inacabada "Satsujin kyo Jidai") a encargarse de una nueva adaptación, siguiendo el libreto del amplio colaborador de Kurosawa (y de él mismo) Shinobu Hashimoto. El relato comienza en el paso Daibosatsu en Marzo de 1.860, marcando el principio de la era Man'en debido al incidente histórico de Sakurada-mon; un peregrino budista y su nieta Omatsu suben la montaña y él se queda sólo rezando mientras la chica va a buscar agua.
Desde el primer momento Okamoto hace de Tsukue un ser de trasfondo puramente metafísico y demoníaco al rezar el anciano por su muerte y aparecer el anterior para rajarle con su espada a sangre fría; la secuencia, desoladora, daña por su aspereza y crueldad. A partir de aquí seguimos los pasos de este samurái, hijo del maestro de una escuela de lucha, aquejado por su incapacidad de empatía y dominado por una sola inquietud, la de devorar las almas que se encuentra en su camino; la trama se divide en tres episodios (o "incidentes") a lo largo de tres años, los cuales comprenderán diversos personajes y sucesos aparentemente separados para más tarde converger entre sí.
Destinado sólo a proyectar en la Humanidad su oscuridad interior, la mente y el alma de este villano no pueden sino conducirse por una senda en penumbra hasta su transformación total en demonio. El resorte de la venganza que le atañe es su combate con un guerrero de la escuela Kogen, Bunnojo Utsuki; el sagaz Sanjuro de Kurosawa le hacía entrañable a los ojos del espectador, pero Tsukue sólo despierta odio y desprecio por su poder de manipulación, por su inestable y psicótica conducta. Dos víctimas resultantes, Bunnojo y su esposa Ohama, forzada a quedarse con el ronin, impulsan a Hyoma, hermano del primero, en su deseo de ajustar cuentas.
Otra víctima es Omatsu, ayudada por un ladrón bondadoso llamado Shichibei que pronto será concubina de un poderoso señor; las convenciones de la época esbozan una desgarradora situación alrededor de la figura femenina (en el caso de Omatsu la imposición a la sumisión, en el de Ohama el inevitable descenso a la locura). Este segundo episodio, se inicia en la establecida era Bunkyu, cuando un desterrado Tsukue pertenece a la facción histórica Shinsengumi; ahora es el dojo de Toranosuke Shimada el escenario del mal presagio y la muerte, con Hyoma aún preparándose para su venganza, sentimiento que recorre e impregna toda la película.
Gran conocedor del sufrimiento humano al participar en la guerra, Okamoto precisa el impacto de la violencia con su escrutadora cámara, modelando en cada secuencia una exquisita composición de elementos, sobre todo destacando los naturales (la nieve, el viento, la lluvia), que, mezclados con la sangre derramada y los miembros cercenados consiguen elevar los combates a otro nivel artístico; los enfrentamientos en espacios interiores resaltan el desasosiego y la ausencia de oxígeno y escapatoria. El punto de inflexión lo hallamos en el atroz duelo contra Shimada, que hará aflorar la incertidumbre en la inestable mente de Tsukue, así como el miedo a sí mismo.
Los muchos duelos y traiciones y la interesante (pero a priori insulsa) subtrama de Omatsu derivan en ese capítulo final donde todos los personajes se cruzarán, brindándonos además algunos de los momentos más excitantes e intensos de la película (descrito en Zona Spoiler). El excelente trabajo de la fotografía en blanco y negro de Hiroshi Murai y la dirección artística de Takashi Matsuyama son clave para Okamoto en su creación de ambientes sofisticados y absorbentes; por otra parte cuenta con un gran reparto, el cual encabeza un Tatsuya Nakadai endemoniado (el reverso oscuro, desquiciado y viscoso del Tsugumo de "Hara-kiri").
A éste, que logra una interpretación tan amenazante capaz de helarnos los huesos, lo siguen el gran Toshiro Mifune (de nuevo coincidiendo con él), esa bellísima Yoko Naito y otros importantes actores como Ichiro Nakatani, Ko Nishimura, Kei Sato, Michiyo Aratama y los más veteranos Ryosuke Kagawa y Kamatari Fujiwara.
Aunque sea un "remake" palmo a palmo de la obra de Misumi, Okamoto retrata a Tsukue como el samurái amoral por excelencia, el más siniestro de la fábula "ken-geki" y quizás mejor que ninguno de los anteriores realizadores encargados de adaptarlo. Por desgracia la nueva trilogía planeada en un principio por Toho nunca se materializó, de ahí la extrañeza que provoca esa abrupta y feroz inconclusión; una lástima...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En su maravillosa "Samurai", el sr. Okamoto, cual Fuller o Peckinpah, demostró el dominio que posee para exponer la violencia y la acción de forma que dejara los posos de un regusto amargo en las entrañas del espectador.
En "Daibosatsu Toge" el ojo de su cámara vuelve a registrar momentos realmente impactantes.
La desasosegante precisión del duelo entre Bunnojo y Tsukue, donde cada movimiento, cada gesto, cada inspiración de los personajes, va ahogándonos un poco más antes del abrupto desenlace; el combate en el bosque o ese que protagoniza Shimada entre la ventisca, brutal, épico a todos los efectos, tanto más cuanto que es rematado con una sentencia lapidaria por parte del personaje. Sin embargo es el último tramo del film el que acumula todo el potencial de la visión única que ofrece el director sobre lo que significa el descenso a los infiernos del espíritu del samurái.
Estamos en la posada. Omatsu es descubierta y obligada a mantenerse en silencio en una esquina de la habitación junto a Tsukue; el escenario está en penumbra, bañado por una oscuridad hipnótica (poniéndose de manifiesto, y más que nunca, la gran labor de Murai a la fotografía). De repente cambia la atmósfera; una brecha es abierta por los espíritus, que atraviesan el entorno para invadir la calma de los dos personajes; formas y estética cercanas al expresionismo arrastran a la película a una especie de latente irrealidad que se confude con el mundo visible.
La chica cree ver un espíritu tras el ronin; y está en lo cierto porque pronto las almas en pena de todos aquellos que asesinó a sangre fría emerjerán de las sombras para iniciar el tormento (a lo que ayuda Omatsu recordando el incidente del paso Daibosatsu). Okamoto desplaza las líneas de la realidad logrando un efecto siniestro y de una elegante extrañeza como hacía Mizoguchi en "Cuentos de la Luna Pálida", y lo que nos plantea no deja dudas: escorarse hacia lo puramente psicológico, deslizándonos entre los recovecos de la mente de Tsukue. De ahí que todos sus demonios interiores salgan en estampida.
Distintas voces familiares (las de Shimada, Ohama, el anciano, el bebé...) retumban sin cesar e invaden el espacio, las sombras se mueven sin poder capturarlas la hoja de la katana del enloquecido samurái, que chilla, se convulsiona y avanza sin control destrozándolo todo y precipitándose cada vez más a su inevitable transformación: de humano a demonio. Y llegan los contrincantes; Tsukue ya no es capaz de distinguir nada, todo lo que surge a su paso representa una amenaza, y la solución es acabar con ello. Asistimos a un espectáculo donde la brutalidad campa a sus anchas; se genera violencia en estado puro desde el fondo más oscuro del alma, envilecida y supurante de odio.
Okamoto y su samurái nos quitan la respiración en una irrefrenable y trepidante carnicería filmada con nervio y un sentido muy estricto de lo que debe ser la intensidad; no hay música, sólo el sonido de la sangre que nos salpica, el de los huesos quebrándose, el de los miembros amputados que caen y se acumulan y el de la katana del ronin destripando hasta el oxígeno.
Tsukue, poseído por su locura demoníaca, rechina los dientes y se carcajea desquiciado; pocas veces Tatsuya Nakadai brindó una actuación así de visceral e inquietante y sus ojos lograron inspirar tanto terror como en esta ocasión. Nunca sabremos qué ocurrirá debido a la cancelación de una posible secuela, así que la película acaba así, entre tajos y gritos y con el fiero rostro congelado del personaje, y como sus enemigos nosotros también terminamos vapuleados, sin aire, sin fuerzas.
Diez minutos sublimes que elevan la película a otro nivel, destacando no sólo en la obra del director sino en todo el género.
A la hora de la verdad otros maestros como Hideo Gosha, Tokuzo Tanaka, Eiichi Kudo o Kenji Misumi, ni siquiera Akira Kurosawa, habrían firmado un final mejor.
En "Daibosatsu Toge" el ojo de su cámara vuelve a registrar momentos realmente impactantes.
La desasosegante precisión del duelo entre Bunnojo y Tsukue, donde cada movimiento, cada gesto, cada inspiración de los personajes, va ahogándonos un poco más antes del abrupto desenlace; el combate en el bosque o ese que protagoniza Shimada entre la ventisca, brutal, épico a todos los efectos, tanto más cuanto que es rematado con una sentencia lapidaria por parte del personaje. Sin embargo es el último tramo del film el que acumula todo el potencial de la visión única que ofrece el director sobre lo que significa el descenso a los infiernos del espíritu del samurái.
Estamos en la posada. Omatsu es descubierta y obligada a mantenerse en silencio en una esquina de la habitación junto a Tsukue; el escenario está en penumbra, bañado por una oscuridad hipnótica (poniéndose de manifiesto, y más que nunca, la gran labor de Murai a la fotografía). De repente cambia la atmósfera; una brecha es abierta por los espíritus, que atraviesan el entorno para invadir la calma de los dos personajes; formas y estética cercanas al expresionismo arrastran a la película a una especie de latente irrealidad que se confude con el mundo visible.
La chica cree ver un espíritu tras el ronin; y está en lo cierto porque pronto las almas en pena de todos aquellos que asesinó a sangre fría emerjerán de las sombras para iniciar el tormento (a lo que ayuda Omatsu recordando el incidente del paso Daibosatsu). Okamoto desplaza las líneas de la realidad logrando un efecto siniestro y de una elegante extrañeza como hacía Mizoguchi en "Cuentos de la Luna Pálida", y lo que nos plantea no deja dudas: escorarse hacia lo puramente psicológico, deslizándonos entre los recovecos de la mente de Tsukue. De ahí que todos sus demonios interiores salgan en estampida.
Distintas voces familiares (las de Shimada, Ohama, el anciano, el bebé...) retumban sin cesar e invaden el espacio, las sombras se mueven sin poder capturarlas la hoja de la katana del enloquecido samurái, que chilla, se convulsiona y avanza sin control destrozándolo todo y precipitándose cada vez más a su inevitable transformación: de humano a demonio. Y llegan los contrincantes; Tsukue ya no es capaz de distinguir nada, todo lo que surge a su paso representa una amenaza, y la solución es acabar con ello. Asistimos a un espectáculo donde la brutalidad campa a sus anchas; se genera violencia en estado puro desde el fondo más oscuro del alma, envilecida y supurante de odio.
Okamoto y su samurái nos quitan la respiración en una irrefrenable y trepidante carnicería filmada con nervio y un sentido muy estricto de lo que debe ser la intensidad; no hay música, sólo el sonido de la sangre que nos salpica, el de los huesos quebrándose, el de los miembros amputados que caen y se acumulan y el de la katana del ronin destripando hasta el oxígeno.
Tsukue, poseído por su locura demoníaca, rechina los dientes y se carcajea desquiciado; pocas veces Tatsuya Nakadai brindó una actuación así de visceral e inquietante y sus ojos lograron inspirar tanto terror como en esta ocasión. Nunca sabremos qué ocurrirá debido a la cancelación de una posible secuela, así que la película acaba así, entre tajos y gritos y con el fiero rostro congelado del personaje, y como sus enemigos nosotros también terminamos vapuleados, sin aire, sin fuerzas.
Diez minutos sublimes que elevan la película a otro nivel, destacando no sólo en la obra del director sino en todo el género.
A la hora de la verdad otros maestros como Hideo Gosha, Tokuzo Tanaka, Eiichi Kudo o Kenji Misumi, ni siquiera Akira Kurosawa, habrían firmado un final mejor.
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