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El bien, el mal y la verdad

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El país ya se encuentra inmerso en clima electoral.

Los precandidatos hacen sus recorridas, sus movidas, planifican alianzas, y preparan los primeros esbozos de lo que serán sus propuestas programáticas definitivas de cara a octubre y noviembre.

Se plantean temas serios, algunos improvisados, otros disruptivos, varios nuevos, y también viejos conocidos de todas las campañas políticas: inseguridad, educación, seguridad social, trabajo, política económica, inserción internacional, etcétera.

Estos combos son generalmente adornados con la impronta o el perfil de quien los propone, y también de quienes secundan a los candidatos principales.

En esa competencia por destacar, la originalidad muchas veces peca de temeridad.

Pero es lo que hay que esperar.

En el escenario de la política, donde todos quienes corren se disputan nada menos que ostentar el poder, el actor político elegible se siente con la mayor libertad de acción retórica e histriónica a la hora de atraer.

La responsabilidad final cae entonces en el actor político elector.

Es este el consumidor final de todo esto, y el que a la larga pagará los platos rotos, o disfrutará los beneficios.

Por esto, es a quien -por la razón del artillero- le cae la tarea del análisis minucioso y serio de las propuestas de los candidatos, que no son otra cosa que la probable hoja de ruta del porvenir. Ahora bien, más allá que ese estudio se haga sobre la viabilidad, necesidad, justificación, o pertinencia de las iniciativas sugeridas, el elector consciente debería pasarlas por un primer tamiz.

Haciendo eso, es probable, que al final obtenga una idea más clara de cuál sería el candidato óptimo, y cuál no.

Y ese cernidor debería, partiendo de la irrefutable circunstancia de saber que así como existe el bien, también existe el mal, y que la verdad verdadera es demostrable, constatar dónde hay más virtudes que defectos.

Porque en definitiva una elección debería tratar de ser un proceso de selección del más virtuoso y su equipo, no del que mejor se vende, mejor promete, o más sintoniza con la cultura o subcultura política dominante.

La filosofía, la moral, y la ética jamás pueden quedar ajenas a la elección de los gobernantes, y todas estas deben considerarse además de vinculadas a las condiciones personales de los aspirantes, a los valores que están en juego en lo que prometen hacer, y también en lo que es de esperar que no hagan.

La vida, la libertad, la propiedad, son valores fundamentales.

Cada candidato en forma expresa o tácita se ha posicionado sobre cada uno de ellos. Sus respectivas fuerzas políticas, y los eventuales grupos de presión que podrían apoyar a uno o a otro también lo han hecho.

Vinculados a ellos hay temas fundamentales de futuro para las personas, y para el país.

Uno, por ejemplo, que tiene que ver con la libertad y la propiedad, es el referido a la seguridad social, y la -por lo menos- poco seria, iniciativa de cargarse la última reforma.

Invito al lector a realizar el ejercicio de descarte, en ese, y en otros temas de los que ya despuntan.

Doy por descontado el resultado.

El bien, el mal, y la verdad, son incontrastables.

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