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Historia y metáforas

La lengua que logró multiplicar los panes: una etimología del agua y harina, con o sin levadura

Porque ya desde la Biblia se aludió al pan

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por Jorge Burel
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En un pasaje del libro Nuestro pan de cada día, ensayo erudito que recorre su historia desde los primeros indicios arqueológicos de su existencia, Predrag Matvejevic afirma que “el país en el que nacemos y crecemos nos transmite el sabor de su pan”, y que “cuando el destino nos conduce por esos mundos o nos destierra, lo llevamos con nosotros, dentro de nuestro ser. El que pierde este sabor pierde parte de su patria y de sí mismo”, sentencia. En parte se explica porque en nuestra civilización es el alimento por antonomasia. Lo atestiguan expresiones y asertos, relatos profanos y sagrados, y no pocas leyendas.

En español la raíz etimológica de pan significaba alimentar. De ella deriva pastor, quien cuida y alimenta a las ovejas. Trabajar para vivir es ganarse el pan, y quien se lo gana con nosotros es compañero, palabra cargada de sentido político. Los sindicatos piden por el pan, pero el reclamo no debe entenderse en sentido literal, sino referido a la alimentación, la primera de las necesidades humanas. En Il Popolo d’Italia, periódico fundado por Benito Mussolini, junto a su nombre figuraba una cita del activista político marxista Auguste Blanqui: Chi ha del ferro, ha del pane (Quien tiene el hierro, tiene el pan).

En el Paraíso. La Biblia aludió mucho al pan. En Génesis, tras haber comido el fruto prohibido, Adán y Eva fueron expulsados por Dios del Paraíso. Desde entonces debieron ganarse el pan —con lo cual se quería decir, otra vez, el alimento— con el sudor de su frente, trabajando y sacrificándose, de lo que antes estaban eximidos. En el Paraíso la comida no había sido un problema.

El pan tiene gran relevancia en la religión católica. Se hace presente en la hostia consagrada que recibe quien comulga. Es una pieza redonda de pan ázimo (sin levadura), plana e insípida, elaborada como el pan sin leudar que los judíos llaman matzá y que comen durante la Pascua en recuerdo de su huida de Egipto. Según parece, al abandonar su largo cautiverio llevaban consigo como alimento masas de pan que en el apuro de la partida no habían llegado a leudar. La matzá quedaría asociada al éxodo y se hizo un lugar en la comida ritual del Pesaj, recordación de aquella épica liberación.

La hostia, junto con el vino, presente en el cáliz del cual bebe el sacerdote en la misa, representan la carne y la sangre de Jesús. Esa asociación —transubstanciación dice la teología— fue instituida por el nazareno en la Última Cena, según los evangelios. En otro episodio destacado, también narrado en las escrituras, Jesús había hecho el milagro de multiplicar peces y panes para miles de personas sin alimento. En la Última Cena no debió repetir el milagro. Estaba disponible. Pronunció entonces palabras muy recordadas: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre. El pan elevado, pues, a alimento espiritual.

Las referencias en los Evangelios y en la historia de los primeros siglos del cristianismo son incontables. En el largo racconto que Predrag Matvejevic hace en su libro recuerda que San Juan Evangelista atravesó el desierto comiendo solo pan y langostas, y que en las representaciones pictóricas del escritorio de San Jerónimo, santo patrono de los traductores, había un cuervo con un pan en su pico. Así llevaba al erudito su parvo alimento. El Padrenuestro, la oración de los católicos, pide a Dios el pan nuestro de cada día, por si el esfuerzo para obtenerlo no diera sus frutos.

Comer pan es bueno. El hombre humilde y siempre dispuesto a hacer el bien, es bueno como el pan, un pedazo de pan, o un pan de Dios. Si una acción remedia lo presente pero no lo futuro, es pan para hoy y hambre para mañana. Quienes piensan que no se debe vivir preocupado solo por lo material dicen no solo de pan vive el hombre.

Pan y circo. Homero llamaba comedores de pan a quienes cultivaban la tierra. En ella, debidamente trabajada, germinaba el trigo que, tras ser molido entre dos piedras —la molienda más primitiva— permitía elaborarlo en la artesa y luego cocerlo en el horno. Los distinguía de quienes no se partían el espinazo arando, sembrando y cosechando, y preferían, en cambio, robar su alimento guerreando. En La Odisea el bardo distinguía a los comedores de pan de los lotófagos del norte de África, que eran por contraste unos bárbaros.

En Roma el pan también se vinculaba al trabajo. De pane lucrando —literalmente para ganarse el pan— definía no solo la changa para hacerse con unos denarios o sestercios, las monedas de entonces. A su vez Juvenal acuñaría la muy citada frase pan y circo (panem et circenses). El mandamás le daba a la plebe tanto alimento como diversión gratis. En Comida y civilización Carson I. A. Ritchie cuenta que cuando los romanos asistían al Coliseo recibían sin costo una cesta de buen tamaño conocida como sportula. Contenía pan, aceite, carne de cerdo, y a veces vino. En ocasiones sobraban y los espectadores se la llevaban a su casa.

El preso o cautivo al que se le reducía su alimentación al mínimo, para debilitarlo y dejarle apenas un hilo de vida, era condenado a pan y agua, lo más elemental de la nutrición humana. Quedaba obligado además a trabajos forzados en las condiciones infrahumanas creadas por el encierro y su muy insuficiente alimentación. Por lo general todo resultaba en una lenta agonía que concluía con su muerte.

A buen (o mucha) hambre no hay pan duro, afirma el viejo y popular aserto. Gustos y remilgos, se nos advierte, quedan de lado cuando la necesidad aprieta y el cuerpo nos pide con urgencia su cuota de alimento, con prescindencia de si será fácil comerlo, y si nos sabrá bien o mal, que en esa circunstancia carece de importancia.

El mendrugo, un trozo de incomible pan duro, era, en tanto, lo que extendiendo su mano en gesto de súplica, inclinando su cuerpo para generar más conmiseración e invocando la caridad, pedía el mendigo hambriento al transeúnte. Ese pan duro, del que el apetito de los días anteriores no había dado cuenta, fue para los pobres de solemnidad el ingrediente de las migas. Se lo ablandaba en leche y se le daba algún tipo de cocción para volverlo de nuevo comestible.

La sopa boba, a su vez, el menesteroso alimento que los conventos mal abastecidos ofrecían a pobres e indigentes, incorporaba también el pan. Se lo ablandaba en agua y vino blanco y se agregaba grasa de cerdo. El agua de borrajas, en tanto, no era muy distinta. Era una sopa que integraba hojas de borrajas, una planta de la familia de las Boragináceas, a la cual, para que fuera algo más que una pobre infusión, se le agregaba costras de pan. Lo que queda en agua de borrajas remite a aquella triste sopa. Es lo que no prospera y al cabo queda en nada, como aquel líquido insustancial. Al tanto de ese alcance metafórico, y para rematar, el autor espera que esta nota no haya quedado solo en agua de borrajas.

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