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Libro en formato grande, muy ilustrado

Bob Dylan opina sobre 66 canciones, y hace filosofía con la historia de la canción moderna

Tiene los oídos pegados a las imágenes de posguerra, y capta muy bien la época

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BOB DYLAN
Bob Dylan
(Archivo El País)

por Fernando García
.
Desde algún tiempo acostumbro a usar una cuenta off shore de Whats App como una bitácora. En parte porque, a fuerza de décadas digitales, la propia letra volcada en una libreta se ha vuelto ilegible. Leer un libro de Dylan, este libro de Dylan, requiere de una bitácora atenta y precisa, más parecida a la del cronista que sigue de pie un show pop en vivo que a la del ensimismado lector que subraya y piensa. Esto viene a cuenta de que tampoco se está leyendo ahora sobre lo que se acostumbra a llamar libro porque lo que aquí hay es una suerte de feria o circo popular entre tapas cuya colección de 66 canciones lo convierte en una potencial playlist, expandida por palabras e imágenes concebidas entre la biblioteca, la vida y la industria cultural de los Estados Unidos en la posguerra.

Filosofía de la canción moderna se llama el primer libro publicado por Dylan desde su polémico —un adjetivo que la noticia impuso casi como un automatismo— Nobel de Literatura de 2016, que puede bien considerarse que fue obtenido en nombre de la cultura pop toda reconocida como escritura colectiva. Pero antes que filosofía (no se trata de pasarle a los folcloristas urbanos el filtro de Frankfurt; esto definitivamente no es Chuck Berry bajo la lógica disciplinaria de Foucault) lo que hay en cada una de las canciones que elige —lista en la que además desactiva la expectativa por una memoria personal— son arquetipos, cartas de un tarot único de las que el cantor dispone como el arisco tahúr que ha dejado saber que es. No hay una lógica de principio y fin ni mucho menos una aproximación a cualquier canon sino canciones en cuya pulpa (la idea de las publicaciones pulp con pequeños avisos sobrevuela toda la edición) se revelan jugos esenciales. La savia de Adán y Eva arrojados al vendaval de la vida moderna. Desperdigados en la transición del campo a la ciudad; en los trenes; en los cines; en las tiendas de discos y los escaparates de los grandes almacenes de moda. Pegados a las máquinas juke box sedientos de bebida soda efervescente y comida y anfetaminas y sexo ligero. Dylan tiene los oídos pegados a las imágenes (fotogramas de Hollywood, reportaje social, retratos de vaqueros cantores y negros emancipados) y es capaz de captar la ansiedad de la época en un trazo. Una salpicadura de Pollock aunque lo que abunde aquí son los seres concentrados en óleo de Hopper.

La cuenta off shore de Whats App indica: p. 180, zapatos, moda. ¿Pero no este un libro sobre la filosofía de la canción? Pues si se trata de hablar de “Blue Suede Shoes” (“Zapatos de Gamuza azul”, como se conoció en Iberoamérica) este es el único y definitivo camino. Tal como decía Malcolm Mc Laren el rock & roll y el pop son las músicas tan sonoras como visuales desde que Elvis tiñó su pelo claro en negro azabache para verse más amenazante. Dylan, entonces, habla de zapatos:

“Esta canción es una advertencia cargada de amenazas, una señal para los intrusos, los fisgones, los gorrones: fuera de mi vista, ocúpate de lo tuyo y, hagas lo que hagas, aléjate de mis zapatos”.

Y escribe sobre el valor que un par de zapatos de gamuza azul había alcanzado para los recién llegados migrantes a la economía: la insaciable manada de teenyboopers.

Y lo que nos viene a decir es que Carl Perkins vio por sobre los hombros de todos los demás y mucho más también. Aunque la canción hubiera explotado después en la voz de Elvis, su camarada en Sun Records, su inserción en la cultura de la moda excede intérpretes. Y Dylan termina plasmando en muy pocas líneas una suerte de historia social del zapato atento al carácter de sociología salvaje esbozado por Perkins/Presley.

Escribirá que “cuando eres joven no hay dinero para tener el mejor coche del barrio, ni la casa más grande. Pero puede que te la apañes para tener los zapatos más chulos. Son motivo de orgullo y vale la pena cuidarlos. Antes, los zapatos de piel se conservaban inmaculados, se pulían amorosamente con una gamuza, se engrasaban y cepillaban antes de cada uso (…). La genealogía de los castos se remonta hasta la costumbre china de vender los pies. Esa presión aplicada a los piececitos de las niñas permitía encajarlos en la forma y talla de los tradicionales zapatitos de loto, de unos asombrosos y atroces diez centímetros (…)”. Los barrocos españolismos de la traducción dañan la vista. Quien pueda leer en el inglés original, que lea.

Gesto del tahúr. Tal grado de digresión es el sello de un libro fabuloso (sin regalar por pereza el adjetivo sino resaltando su correspondencia con la fábula, lo fabulesco) sobre 66 canciones que Dylan eligió porque sí o porque tiene mucho más para decir sobre la desatinada bravuconada de “My Generation” (uno entre tantos ajustes de cuentas con su generación) antes que sobre cualquiera de los clásicos de Lennon & McCartney. Porque hay intérpretes empujados al olvido a partir de la propia irrupción de Dylan, Beatles y los Stones que pueden ser tan o más reveladoras que las que creemos que dicen algo. Su repaso es evocador antes que nostálgico, y cuando lo es solo se lo permite escribiendo desde 2022 (año de la edición en inglés). Las canciones sobre las que Dylan escribe pueden remontarse a 1928 (“Jesse James” de Harry McClintock) pero aluden a cuestiones atemporales y la época pasa por sus ojos ya casi achinados y transparentes de claros con referencias a la vida digital, el hip hop y pincelazos de geopolítica contemporánea. Como con todos sus discos desde Time Out of Mind (1997) hasta Rough and Rowdy Ways (2020), el icono folk de los 60 ha desafiado algunas certezas espacio temporales. Su “Never Ending Tour” lo sostiene en una actividad perpetua aun cuando esté quieto como una momia y la sensación es que Dylan simplemente sucede. Y este libro puede o debe considerarse como su nuevo álbum por otras formas. Nada de testamento o memoria. 66 canciones porque sí —no hay nada aquí parecido a justificación excepto la breve dedicatoria a Doc Pomus— y ninguna de él. Aunque a su modo, Dylan está presente en todas: en las de Elvis Costello (“Pump It Up”), Jackson Browne (“The Pretender”) o The Clash (“London Calling”) que vinieron tras él, y en las de Webb Pierce (“There Stands the Glass”), Marty Robbins (“El Paso”) o Little Richard (“Tutti Frutti”, “Long Tall Sally”) que lo precedieron. Ese el gran gesto del tahúr. Dylan no habla de sí mismo al disponer estas cartas como capítulos pero lo está haciendo todo el tiempo. Al menos de lo que constituye su arte, para lo demás ya escribió Chronicles (2004) y solo él sabe cuánto habrá silenciado.

La edición provoca situaciones gráficas de alto impacto como la doble página en la que “CIA Man” (1967) de los contraculturales The Fugs es confrontada con una foto de prensa de un sonriente Fidel Castro leyendo un titular sobre un complot para matarlo. Acaso cosas como este díptico sea lo que está haciendo Dylan cada vez que se sube a un escenario con ese sombrero vaquero (en el teatro Grand Rex de Buenos Aires se comprobó que no proyecta sombra: misterio) o se encierra en un estudio de grabación para liquidar nuevas canciones que nunca sobran; no son una excusa para relanzarlo o para constatar los datos de su biométrica. Dylan no necesita ser un viejo joven porque muy pronto fue algo así como un joven viejo, alejado de las prestaciones fetichistas del pop.

Dylan tiene algo para decirnos sobre las religiones y lo hace metiéndose en la piel de Harold Melvin & The Blue Notes y la balada soul “If You Don’t Know Me by Now” (1972) que Simply Red rescató quince años después. Quién pudiera imaginar algo semejante de una canción que nada tiene de devocional o místico al punto de que la describe con “grandes dosis de realismo y de autoadoración”. Pero esta pequeña delicia sobre la vida conyugal conduce a una suerte de post-scriptum acerca del lugar de la religión hoy:

“Una de las razones por las que la gente se aleja de Dios es porque la religión ya no está en la trama de sus vidas. Se presenta como algo a lo que hay que acudir como si fuera una rutina: es domingo, hay que ir a misa. O bien la blanden como amenaza los tarados políticos de cada bando. Sin embargo, la religión solía estar en el agua que bebíamos, en el aire que respirábamos. Los himnos de alabanza solían producir los mismos escalofríos que las canciones carnales, y en verdad eran su base. Los milagros iluminaban el comportamiento y no eran un mero espectáculo”.

Y, sí, en la base de muchas de estas canciones están los gospels y spirituals, el río subterráneo que corre por debajo de la canción pop y hunde sus raíces en la sublimación de la música del templo. Hasta que, como dijera Lou Reed, el rock & roll, y también Dylan, le quitaron a la Iglesia su potestad sobre las guitarras eléctricas para ponerlas en la calle. Por eso el chart espejaba en forma invertida la liturgia. La falta de fe guía al rockabilly inédito “Take Me (From this Garden of Evil)” (Jimmy Wages) cuyo mensaje un admonitorio Dylan decodifica: “Que te alejen de los mafiosos y psicópatas, de este hatajo de peleles y gallinas. Quieres que te liberen de toda esta escoria”. “Garden of Evil” (Jardín del mal) es una suerte de meme de la cultura popular norteamericana, una idea que aparece en el western homónimo con Gary Cooper y Susan Hayward y cuyo póster se contrapone a una foto de la sesión de Beggars Banquet de los Rolling Stones que no tienen en este libro un solo capítulo (canción) dedicado a ellos. Como tantos otros que se considerarían esenciales.

Dylan prefiere echar luz sobre el desgraciado Wages más por lo que pudo ser que por su impacto entre los pioneros de Sun Records. O porque como dice, este sea acaso el “el primer y único disco de rockabilly góspel” (¡La música del diablo y dios en una!) cuyo intérprete es explotado en beneficio de la ucronía. Wages y Elvis crecieron en la misma manzana de Tupelo y, explica Dylan, se separaron cuando tenían ocho años. Entonces, la especulación: “Uno se pregunta, ¿qué hubiera pasado si Elvis se hubiera quedado en Tupelo y Jimmy Wages se hubiera marchado?”. Dylan otorga a Wages la redención del tiempo. “Jimmy ve el mundo tal cual es. Nada de paz en el valle. Este es un jardín de lascivia corporativa, codicia sexual, crueldad gratuita y ordinaria locura. Quiere que la Justicia y la Castidad bajen de las alturas y se lo lleven”.

Filosofía de la Canción Moderna empieza con “Detroit City” (1963) del vaquero Bobby Bare y termina en la página 334 con “Where or When” (1957) de Dion. De un mid tempo austero en la vena de Johnny Cash al tipo de slow rock ensoñado que, doo wop mediante, desplazó a la balada de jazz. Cuando Dylan asegura que este hit de Billboard es una oda a la reencarnación justifica su lugar en la lista. Llevamos años esperando por sus famous last words y, por suerte, nunca llegan. Por ahora son estas:

La música forma parte de una era pero es intemporal; algo con lo que confeccionar recuerdos y un recuerdo en sí mismo. Aunque rara vez lo tenemos en cuenta, la música se construye en el tiempo del mismo modo que un escultor o un soldador trabajan en el espacio físico. La música trasciende el tiempo al vivir en él, al igual que la reencarnación nos permite trascender la vida al revivirla una y otra vez”.

FILOSOFÍA DE LA CANCIÓN MODERNA, de Bob Dylan. Anagrama, 2022. Barcelona, 352. Traducción de Miguel Izquierdo.

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