RECENSIONES
JOSÉ LUIS GARCÍA GUERRERO:
Democracia representativa de partidos y grupos parlamentarios. Congreso de los Diputados, Madrid, 1996, 544 págs.
No es fácil suscitar inquietud y reavivar la curiosidad sobre un tema —el de los
grupos parlamentarios— del que tanto se ha dicho y escrito. El novedoso reto de
analizar su naturaleza jurídica y sus funciones al trasluz de la configuración normativa nacida tras la Constitución española de 1978 fue pronto afrontado con notable
éxito en nuestra doctrina (1). Decir más, sin decir lo mismo, exigía construir desde
el Derecho, y con el rigor que impone el método jurídico, una visión autónoma de
la realidad político-parlamentaria que, sin desconocer los mandatos normativos contenidos en la Constitución, permitiese articular una distinta concepción de los Grupos. Por eso nuestro autor elabora en torno a los Grupos toda una concepción de la
democracia representativa de partidos constitucionalmente posible, que opera como
permanente soporte argumental. De este modo, su libro es mucho más que un estudio
sobre los Grupos.
Pero no se queda ahí. Un ingente acopio de materiales e informaciones —históricas, doctrinales, normativas—, entre las que destaco el exhaustivo manejo de los
estatutos de los principales partidos políticos de nuestro país, así como los de los
Grupos en los que parlamentariamente se proyectan, se une a un minucioso examen
de la doctrina y, sobre todo, a un método analítico que, a través de subdivisiones y
caracterizaciones, le permite construir toda una tipología (grupo parlamentario libre
simple; típico simple; libre compuesto y típico compuesto) con la que salvar los
obstáculos a los que se enfrenta una eventual definición global de los mismos que,
sin embargo, el autor no rehuye.
Con este instrumental diseña el Profesor García Guerrero una tesis ciertamente
«provocadora», que —como a mí me ocurre— se podrá no compartir, pero ante la
que creo ya nadie podrá cerrar sus ojos.
Mi discrepancia no se produce en relación con aspectos puntuales —aunque en
más de un extremo también existe—, ni tampoco en punto a los análisis normativos
del autor, sólidamente construidos, sino que parte de un estadio previo, de una
(1) Baste con recordar aquí las monografías de A. SAINZ ARNAIZ: LOS grupos parlamentarios.
Congreso de los Diputados, Madrid, 1989; N. PÉREZ-SERRANO JÁUREOUI: Los grupos parlamentarios,
Tecnos, Madrid, 1989; y J. M.* MORALES ARROYO: Los grupos parlamentarios en las Cortes Generales,
CEC, Madrid, 1989.
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Revista de Estudios Políticos (Nueva Época)
Núm. 95. Enero-Marzo 1997
RECENSIONES
distinta precomprension del problema y de la confianza en la capacidad ordenadora
del Derecho para reconducirlo al anhelado terrero del garantismo jurídico.
Siempre he pensado que la excesiva juridificación de lo político únicamente
conduce a una indeseada politización del Derecho, en el sentido de disolver la
histórica frontera trazada entre iusyfas. Del mismo modo que la ordenación jurídica
de la familia no asegura el afecto, la regulación exhaustiva de la vida de un partido
político o de un grupo parlamentario no garantiza la lealtad de sus miembros. Es
necesario instituir el divorcio y también, seguramente, apurar al máximo la vinculación jurídica de los partidos al principio de democracia interna (2). El Derecho nos
permite así regular su fracaso, pero no salvarlos.
I. «Hoy por hoy, las agrupaciones que en general se conocen bajo el nombre
de partidos políticos, son una de las causas más específicas de la perturbación en
que el Estado vive (3)». Estas palabras, escritas en 1891 por don Adolfo Posada, no
han perdido desgraciadamente su actualidad, aunque las razones que hoy las justifican sean otras. No será, obviamente, porque el constitucionalismo surgido tras la
Segunda Gran Guerra haya ignorado la realidad de los partidos. Diríase más bien,
que los sistemas electorales y los Reglamentos parlamentarios se crearon a su imagen
y semejanza. Y, sin embargo, a partir de la década de los ochenta, y no sólo en
España (Italia, Francia y Bélgica, entre otros), la cultura de partido y la imagen de
los partidos trazan una curva de acentuado descenso, ciertamente peligrosa ajuicio
de quienes seguimos considerando que sin partidos no hay democracia y que sus
males son, en todo caso, un mal menor comparado con el de su inexistencia.
Marginando episodios concretos y cuestiones que, como las relativas a sus
modos encubiertos de financiación o a la práctica de ciertas corruptelas, siempre
estuvieron relacionadas con el ejercicio del poder —y, acaso, no sean los partidos
quienes hayan hecho más uso de ellas—, el apuntado «declive» de los partidos es
más bien un síntoma transitorio de un proceso de transformación y adaptación a lo
que conocemos como posmodemidad.
En el pequeño club de las democracias económicamente estables hemos pasado,
sin saberlo, del estatuto del ciudadano al estatuto del usuario (4). El interés por
participar activamente en defensa de una ideología política ha dejado paso al con(2) Aunque el escepticismo doctrinal sobre este particular es su rasgo más sobresaliente. En efecto,
sobre la ineficacia de eventuales controles jurídicos externos, vid., dentro de nuestra doctrina, J. J.
GONZÁLEZ ENCINAR: «Democracia de partidos versus Estado de partidos» y R. L. BLANCO VALDÉS:
«Democracia de partidos y democracia en los partidos», en Derecho departidos (J. J. GONZÁLEZ ENCINAR,
coord.), Madrid, 1992, págs. 17-40 y 41-66, respectivamente. No obstante, una sugerente propuesta
superadora de la apuntada dificultad puede verse en M. SATRÚSTEGUI GIL-DELGADO: «La reforma legal
de los partidos políticos», REDC, núm. 46, págs. 81 y ss.
(3) Estudios sobre el Régimen Parlamentario en España, pág. 73, que cito por la muy cuidada
edición de la Junta General del Principado de Asturias perteneciente a la serie Clásicos Asturianos del
Pensamiento Político, Oviedo, 1996, con estudio preliminar del Profesor F. RUBIO LLÓRENTE.
(4) La idea la tomo del excelente libro de PASCAL BRIXKNF.R: La tentación de la inocencia. Anagrama, Madrid, 1996.
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RECENSIONES
sumo responsable de la política en las dosis necesarias. El ciudadano, que en democracia tiene garantizada una esfera mínima de libertades públicas, controla la gestión
política como el consumidor la calidad y el precio de los productos que le son
vendidos. Mientras tanto sus inquietudes éticas en lo público buscan y encuentran
nuevos lugares para la participación. El florecimiento de las llamadas «Organizaciones No Gubernamentales» —cuyo nombre simboliza esa procura de una ética pública
de la solidaridad al margen del Estado y de las ideologías políticas tradicionales—
es sólo un ejemplo.
Desde la perspectiva de la vida político-partidaria, la manifestación más clara de
ese cambio es el auge de los «independientes» (5), de aquellos que participan en
política, gracias al apoyo de un partido, pero sin ser del partido y cuidándose de
hacerlo saber. El independiente entra en política asegurándose un cargo. Su participación es siempre institucional y su riesgo político, un riesgo calculado. El partido
no sólo se beneficia de su valía y prestigio personal sino que, además, muestra ante
los electores su voluntad de apertura y tolerancia ideológica. A cambio, los militantes
de siempre ven cómo un extraño se sitúa directamente en el Gobierno o en los
primeros puestos de una candidatura sin haber pegado un solo cartel. Si las elecciones
son a un Parlamento, los independientes estarán, con toda seguridad, en el grupo
parlamentario.
El «independiente» nos advierte sobre el progresivo reconocimiento de un ámbito de autonomía de decisión de los grupos parlamentarios respecto de las cúpulas
dirigentes de los partidos e, incluso, de los propios parlamentarios en relación con
las directrices del Grupo. Esto no significa, claro está, ni un retorno al esquema
originario del Parlamento liberal ni, mucho menos, una disolución de la disciplina
de partido. Tampoco creo que pueda hablarse de un resurgir de la vieja estructura
de los partidos de cuadros o, en otro contexto, de una generalizada e irreversible
aproximación estratégica al modelo del catch all party. Pienso, más bien, que los
partidos sin perder su imprescindible unidad —orgánica y programática— están
arbitrando fórmulas de corresponsabilidad ante el electorado mediante una sutil
delimitación entre responsabilidades de partido, responsabilidades de Grupo y responsabilidades del parlamentario, lo que, por otra parte, se acomoda perfectamente
a su actual naturaleza interclasista, a la profesionalización de sus dirigentes y a las
nuevas exigencias del «ciudadano-consumidor». La vía para alcanzar ese objetivo
no es otra que la de «privatizar» parte de su función pública trasladándola a la esfera
de los «allegados a! partido», mediante el establecimiento de zonas toleradas de
autonomía de decisión, de modo que ciertas conclusiones aparezcan ante el elector
como no adoptadas estrictamente por el partido-aparato sino por sus corresponsables
(5) Sobre este resurgir de los independientes como solución a la crisis del modelo tradicional de
partidos, me remito al estudio de JAVIER FRANZÉ: «El discurso del malestar civil: la crisis de la política
como crisis de lo político», en El debate sobre la crisis de la representación política (A. PORRAS edit),
Tecnos, Madrid, 1996, en especial, págs. 125-130.
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RECENSIONES
(Grupo o parlamentario individual) en el ejercicio de su tarea común de representar (6).
II. Es ésta una de las razones (7) por las que discrepo de la tesis defendida por
el Profesor García Guerrero en relación —primero— con la naturaleza jurídica de
los partidos políticos y, después, con la que asigna a los grupos parlamentarios (8).
En su opinión, si bien los partidos no son técnicamente órganos del Estado, sí
tienen una cierta cualidad orgánica que permite considerarlos, desde determinada
perspectiva, como poderes públicos. De este modo, con matizaciones propias a las
que seguidamente me referiré, nuestro autor hace suya una sólida tradición doctrinal
defendida por destacados iuspublicitas cuyo denominador común —a pesar de la
distancia metodológica e, incluso, ideológica que, en ocasiones, los separa— consiste, sustancialmente, en compartir una visión vertical y descendente del Derecho,
es decir, una concepción del mismo que arranca del Estado para llegar al hombre,
reducido así a la notable condición de partícula elemental del órgano del Estado
llamado pueblo,
He de adelantar que nunca me convencieron del todo las afirmaciones clásicas
que, amparadas en la coherencia interna del método jurídico-público y en su lógica
argumental, consideraron al pueblo como «órgano del Estado» (Jellinek), o como
«el ámbito personal de vigencia del ordenamiento jurídico» (Kelsen), porque siempre
vi en ellas una cierta reminiscencia de la idea hobbesiana, acaso mucho más plástica,
de que las personas sólo somos el «material que compone el edificio del Estado».
Es curioso sin embargo comprobar cómo para el Derecho Público continental,
al menos durante tiempo, tales afirmaciones parecían indubitadas e incluso operaban
como dogmas de conclusión que solucionaban los grandes compromisos del Derecho
Público, no en vano calificado como «Derecho del Estado»: la soberanía, la representación política, el cuerpo electoral y aun los derechos públicos subjetivos que o
eran funciones del Estado o límites al Estado, identificándose hegelianamente a éste
con todo fenómeno jurídico. La idealización del Estado como valor «en sí» (el
ciudadano que vota no ejerce un derecho, colabora en una tarea estatal) y la convic(6) El corolario lógico de estas zonas de autonomía es, en el terreno jurídico, el de una mayor
preocupación dentro del partido por los derechos de las minorías y, en el ámbito propiamente político, el
de fragmentar la responsabilidad del partido ante el elector, a quien se ofrecen distintos responsables.
(7) A ella han de sumarse otras, como las expuestas por A. PORRAS NADALES en Representación y
democracia avanzada, CEC, Madrid, 1994, y que le permiten concluir que la demanda de mayor representación «entendida como incremento adicional de las cuotas de penetración y control de los ciudadanos
sobre la esfera pública que no puede ser absorbida por el circuito representativo existente, el modelo
histórico de Estado democrático de Partidos. Las propuestas de generar cauces más abiertos de control,
dotados de una mayor dimensión intercomunicativa, se proyectan inicialmente sobre la figura del diputado
(...), desplazando en consecuencia hacia un papel secundario las estructuras o aparatos de los partidos que
hasta ahora han asumido una posición de protagonismo configurante de la representación», págs. 124-125.
(8) Ciertamente, también se alejan parcialmente nuestras posiciones en lo concerniente al entendimiento constitucional del mandato representativo. Ahora bien, nada voy a decir sobre ese particular pues,
pese a la sólida argumentación del Profesor García Guerrero sigo convencido, en lo substancial, de lo que
escribí en los años 1991 y 1992 sobre esta cuestión.
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RECENSIONES
ción de que todo derecho emana del Estado (¿también la Constitución?) provocó una
simbiosis, aparentemente pacífica, entre ordenamiento estatal y legitimación del
Estado.
Saber cómo casa esta comprensión del ordenamiento jurídico, construida sobre
una traslación de la soberanía del monarca al Estado, con el principio democrático
es cosa que nunca comprendí, y por eso coincido plenamente con el Profesor Aragón
cuando afirma que «el Derecho constitucional europeo padece una especie de dislocación conceptual, en el sentido de que gran parte de sus categorías básicas (...)
guardan más coherencia con el principio monárquico alrededor del cual se construyeron que con el principio democrático al que hoy deben servir» (9).
Pues bien, la caracterización de los partidos como órganos del Estado es en el
fondo un legado del ideario metodológico elaborado en torno al principio monárquico. Sólo porque hay una Constitución que reconoce a los ciudadanos la libertad de
ideología, el derecho de asociarse y el de participar en la elección de sus gobernantes,
hay partidos políticos. Cierto es que en los regímenes políticos totalitarios, en los
que tales derechos del ciudadano —que no del Estado— son negados, es costumbre
contar con un partido único y, acaso, esta genuina clase de partido pueda ser
calificada sin dificultad como órgano del Estado. Pero, claro está, no es de esos
pretendidos partidos de los que aquí estamos hablando, sino de otros muy distintos
para los que, paradójicamente, uno de los factores causantes de su actual crisis viene
motivado por la excesiva indentificación que, ajuicio de la ciudadanía —en tiempos,
como los que corren, de repliegue de lo público—, existe entre partidos y Estado.
Como antes advertía no es propiamente ésta la tesis del autor, aunque utilice
precedentes doctrinales encuadrables en la denominada teoría orgánica del Estado
(vid. págs. 165-171). Su afirmación sobre la parcial naturaleza de los partidos como
poderes públicos (10), descansa preferentemente en las funciones que constitucio(9) Constitución y democracia. Tecnos, Madrid, 1989, pág. 17.
(10) Es cierto, como señala el autor, que el Tribunal Federal Alemán viene afirmando en una sólida
linca jurisprudencial que aunque los partidos políticos no son órganos constitucionales gozan, empero, de
una cierta cualidad orgánica. Ahora bien, no puede olvidarse que esa doctrina persigue básicamente
afianzar la legitimación procesal de los mismos para poder plantear directamente ante el Tribunal
Constitucional conflicto entre órganos. Por similar razón el parlamentario individual tiene en aquel pais
la condición de órgano constitucional. Pues bien, salvando las distancias, algo similar ocurre en nuestro
propio Ordenamiento en relación con el proceso constitucional de amparo. En este sentido, en nuestra
jurisprudencia constitucional se ha reconocido a los partidos políticos —sobre todo a los efectos de
promover el recurso de amparo electoral— los derechos fundamentales del articulo 23 CE sin que aquéllos
sean, en puridad, titulares de los derechos de sufragio activo o pasivo. Igualmente, pese a una linea
jurisprudencial inicial de signo contrario, se ha declarado expresamente que los grupos parlamentarios
son titulares de los derechos fundamentales del citado artículo 23 CE. Más aún, la curiosa expresión
«derechos fundamentales de los parlamentarios», forma ya parte de nuestro lenguaje jurídico habitual.
Obviamente, todas estas afirmaciones sólo cobran cabal sentido cuando se analizan desde la perspectiva
para la que fueron adoptadas: permitir la legitimación de los partidos, de los Grupos o de los propios
parlamentarios para promover la acción de amparo constitucional que, en ocasiones (interna corporis
acta) se presenta como el único remedio jurisdiccional posible.
341
RECENSIONES
nalmente le son atribuidas (art. 6 CE) pero, sobre todo, en lo que considero uno de
los hilos conductores de toda su reflexión: la preocupación por establecer mecanismos jurídicos y, en particular, remedios jurisdiccionales, que permitan garantizar
jurídicamente la democracia interna de los partidos.
En efecto, si los partidos políticos pueden concebirse en alguno de sus aspectos
como poderes públicos, sus actos o parte de ellos podrán equiparse jurídicamente a
la condición de actos emanados de los poderes públicos y, por tanto, sometidos a los
garantías y controles jurisdiccionales que le son propios, incluido el recurso de
amparo ante el Tribunal Constitucional cuando desconozcan derechos o libertades
de sus miembros susceptibles de protección a través del indicado remedio procesal.
Así, el partido al ejercer su potestad disciplinaria no podría desconocer las exigencias
constitucionales que se derivan del artículo 25.1 CE o de los derechos contenidos en
el artículo 24.2 CE en su proyección al procedimiento administrativo sancionador.
Tampoco podría adoptar decisiones internas contrarias al derecho de igualdad
(art. 14 CE) o vulnerar el derecho de asociación de los militantes que lo integran
(art. 22.1 CE).
Sin embargo, aunque coincido en el objetivo perseguido por el Profesor García
Guerrero, discrepo en la necesidad de calificar a los partidos como poderes públicos,
así como de alguna otra de las consecuencias que infiere a partir de ese presupuesto.
En primer lugar, para alcanzar ese mismo fin, basta, en todo caso, con hacer valer
la denominada «eficacia frente a terceros» de los derechos fundamentales, tal como
lo han entendido algunas Sentencias de nuestros Tribunales recaídas sobre el tema (11). En segundo lugar, no puedo compartir la idea de que como los partidos son
poderes públicos sus estatutos no son «un ordenamiento separado del Estado, sino
absorbido en el estatal» (pág. 49). Si con ello se quiere significar que ciertos contenidos de los estatutos de los partidos pueden estar sometidos a control judicial no
veo mayores reparos, aunque ese control sea, en la mayoría de los casos, puramente
formal. En efecto, los partidos como, en general, el resto de las asociaciones, no
puede ser juzgados «por lo que son» sino «por lo que hacen». De este modo, salvada
formalmente en los estatutos la exigencia constitucional de que su funcionamiento
interno sea democrático (art. 6 CE), poco más podrá decirse sobre los mismos, a no
ser —lo que me parece insólito— que en ellos se disponga que perseguirán fines y
utilizarán medios tipificados como delito, o que son una organización secreta o de
carácter paramilitar (art. 22.2 y 4 CE).
Por el contrario, si lo que se quiere sostener es que los estatutos de los partidos
son algo más que la norma interna por la que se rige una específica modalidad de
asociación, en el sentido de que pueden desplegar cierta eficacia jurídica ad extra,
(II) Un detenido estudio sobre esta cuestión, asi como el examen de las Sentencias que inciden
directamente sobre esta materia, puede verse en JUAN MARÍA BILBAO UHILLOS: «Las garantías de los
artículos 24 y 25 de la Constitución en los procedimientos disciplinarios privados: un análisis de su posible
aplicación a las sanciones impuestas por los órganos de gobierno de las asociaciones», en Derecho Privado
y Constitución, núm. 9, 1996, págs. 45-94.
342
RECENSIONES
con incidencia sobre otras normas generales del Estado, mi desacuerdo es pleno. Para
ser más preciso, del hecho de que en los estatutos del partido se considere al eventual
grupo parlamentario como un órgano del mismo, o se establezcan ciertas obligaciones en relación con «sus» parlamentarios no se deriva consecuencia jurídica alguna
que trascienda el ámbito que es propio a la organización partidaria (12).
III. Llegamos, así, al núcleo fundamental de este libro, en el que el lector podrá
encontrar uno de los análisis más minuciosos y sinceros sobre los grupos parlamentarios y su régimen jurídico en nuestro sistema constitucional. Minucioso, porque ni
una sola de las múltiples facetas que constituyen la vida de los Grupos se oculta al
conocimiento y al examen crítico del Profesor García Guerrero. Sincero, porque no
se escamotean posturas doctrinales contrarias a las tesis defendidas por el autor.
Antes bien, a lo largo de las páginas de este libro se sostiene un permanente diálogo
abierto con todos aquellos que han tenido algo que decir sobre los grupos parlamentarios. Un debate dialéctico que no sólo enriquece este trabajo sino que confiere una
mayor solvencia a las conclusiones finalmente alcanzadas. Frente a las razones de
lo demás, el Profesor García Guerrero construye progresivamente las suyas propias
con el mérito añadido —como señala el Profesor J. Solozábal en el Prólogo a este
libro (pág. 21)— de «haberlos abordado en su dimensión normativa desde un enfoque que podríamos llamar, en razón de su globalidad, realista o institucional».
Como se sabe, tres son en esencia las posiciones existentes en la doctrina sobre
la naturaleza jurídica de los grupos parlamentarios: a) asociaciones privadas investidas de funciones públicas o entes públicos independientes de base asociativa; b)
órganos del partido, y c) órganos de las Cámaras. Cada uno de estos enfoques cuenta
con un núcleo argumental fuerte, y una zona débil o abierta a la crítica estratégicamente utilizada por los distintos autores para rebatir las posturas ajenas. El Profesor
García Guerrero ha intentado superar esta trilogía que enmarca tradicionalmente el
debate sobre los Grupos, formulando una propuesta superadora a partir de un entendimiento de los mismos como uniones institucionales de la Cámara y del partido.
Un grupo parlamentario es un órgano extemo del partido y un órgano interno de la
Cámara, o si se prefiere «el conjunto de miembros —o excepcionalmente el miembro— que manifiesta la voluntad política de un partido en una Cámara parlamentaria
y que están dotados de estructura y disciplina constantes» (pág. 46). Esta definición,
como el propio autor explica, presenta un elemento personal (conjunto de miembros);
un elemento normativo constituido por la doble vinculación de los miembros del
Grupo a la Cámara y al partido; un elemento teleológico consistente en manifestar
(12) Asi el incumplimiento por el parlamentario de sus obligaciones con el partido podría ser causa
de expulsión, pero no de la pérdida de su condición de parlamentario. Cuestión distinta sería que en los
Reglamentos de las Cámaras o en la legislación electoral se dispusiese que en caso de expulsión del partido
el parlamentario ha de perder su condición nombrándose al siguiente de la lista. No voy a analizar ahora
la constitucionalidad de una medida de esa naturaleza. Lo único que quiero significar es que, en todo
caso, una decisión de esc tipo, que trasciende la esfera interna del partido, no podría adoptarse en sus
estatutos y que, en el caso de hacerlo, carecería de toda eficacia jurídica externa.
343
RECENSIONES
la voluntad del partido en el interior de la Asamblea; y, finalmente, un elemento
material, en tanto que posee una disciplina y estructura constantes.
Sería materialmente imposible exponer en este lugar todos y cada uno de los
muchos argumentos aducidos por el Profesor García Guerrero en defensa de su
definición (especialmente, págs. 255-277). Injustamente, me limitaré a dar cuenta de
mis dudas, algunas de ellas antes anunciadas.
No se trata, en efecto, de que en esta definición tengan difícil encaje los «independientes». Ni de que con ella se atribuya a los estatutos de los partidos una cierta
dimensión jurídica externa de la que creo que carecen, o que, en algún extremo,
conduzca a la identificación de la candidatura electoral con el partido político (13),
realidades, a mi juicio, jurídicamente distintas.
Tampoco niego que políticamente, y en la mayoría de los casos, los Grupos son
el «brazo parlamentario» del partido. Pero del mismo modo que para el jurista la
verdad judicial y la verdad real no son siempre conceptos coincidentes, en el caso
de los grupos parlamentarios su realidad jurídico-constitucional no depende;necesariamente de su realidad política. Pienso que los Grupos ni son órganos de la Cámara,
ni órganos del partidos y, desde esa perspectiva, hago mías las muy conocidas críticas
doctrinales que se han formulado respecto de estas dos opciones. Mi problema —y
he de reconocer que la lectura del libro que ahora comento ha sido, al respecto,
definitiva— es que, al igual que el Profesor García Guerrero, tampoco comparto la
tesis de quienes consideran a los grupos parlamentarios como asociaciones privadas
que desempeñan funciones públicas.
En mi opinión, el ordenamiento parlamentario ha creado sus propios órganos,
sus propios procedimientos y también sus propios sujetos: los parlamentarios y los
Grupos parlamentarios. Los Grupos no son una asociación en sentido técnico porque
la pertenencia a un Grupo es obligada para todos los parlamentarios. Los Grupos no
son órganos de la Cámara porque no expresan su voluntad, ni sus decisiones la
vinculan jurídicamente. Los Grupos no son, en fin, órganos del partido, porque ni se
identifican jurídicamente con él —sino, en el mejor de los casos, con las candidaturas
electorales—, ni tienen capacidad para obligar jurídicamente al partido.
(13) Es cierto, como señala el autor que los Reglamentos parlamentarios impiden formar grupo
separado a los parlamentarios que pertenezcan al mismo partido o que, al tiempo de las elecciones, formen
parte de fuerzas políticas que no se hayan enfrentado ante el electorado. Pero de ello sólo cabe concluir
que, jurídicamente, el elemento determinante es la candidatura electoral y no el partido político. De lo
contrario, la norma no seria de aplicación a partidos coaligados electoralmente o a las agrupaciones de
electores. En puridad, lo que los Reglamentos prohiben es que los parlamentarios que se presentaron a
las elecciones en una misma candidatura (formada por uno o varios partidos, integrada por afiliados al
partido e independientes) puedan formar grupos parlamentarios separados. La conexión no se produce
entre Grupo y partido, sino entre candidatura electoral y Grupo. Lo mismo puede decirse en relación con
la obligación de que el Grupo adopte una denominación conforme con la que sus miembros concurrieron
a las elecciones. Y, finalmente, igual identificación Grupo-candidatura se produce, desde el punto de vista
jurídico, en lo referente a la financiación prevista en la LOREG.
344
RECENSIONES
Los Grupos son, más sencillamente, sujetos creados por el ordenamiento parlamentario. En él se regula su constitución, sus funciones, su financiación y su extinción. Como todo sujeto, los Grupos cuentan con un ámbito de autonomía de normación, organización y decisión, siempre que se desenvuelva dentro del marco trazado
por el ordenamiento parlamentario. En caso de conflicto entre el parlamentario y el
Grupo, corresponde a los órganos de gobierno de la Cámara adoptar la pertinente
decisión con arreglo a lo dispuesto en el Reglamento parlamentario. Ni el Grupo, ni
el parlamentario son, desde esta óptica, titulares del derecho fundamental de asociación. Una hipotética reforma de los Reglamentos de las Cámaras que suprimiese la
cláusula de obligatoria pertenencia a un Grupo no supondría, en mi criterio, una
vulneración de un pretendido derecho de asociación de los Grupos. Del mismo modo,
tampoco la expulsión de un parlamentario del Grupo puede ser considerada como
una lesión del derecho de asociación del parlamentario, puesto que su adscripción al
Grupo se produjo ope legis.
El sujeto parlamentario «Grupo», goza jurídicamente de autonomía de decisión
frente al partido y frente a la Cámara y, como tal sujeto de derecho, también responde
de sus actos como centro de imputación jurídica. La sanción jurídica a un Grupo, lo
es al Grupo, y no a la Cámara en la que desarrolla su actividad, o al partido o partidos
que lo integran. Es cierto, que los grupos parlamentarios pueden intervenir parcialmente en el tráfico jurídico (contratación de personal adscrito al Grupo, de determinados servicios...). Ahora bien, esta intervención del Grupo en relaciones jurídico
extraparlamentarias y vinculadas instrumentalmente al ejercicio de sus funciones no
los convierte necesariamente en una asociación o en un ente público independiente.
Antes bien, nada impide que otras ramas del Ordenamiento —la civil, la mercantil
y, sobre todo, la procesal— reconozcan al sujeto parlamentario «Grupo» como titular
de ciertos derechos y obligaciones (14).
Cuanto se acaba de exponer no es más que un indeciso apunte provocado por la
lectura en caliente de un trabajo lleno de sugerencias. En él hallará el lector respuesta
a otras muchas inquietudes y, sobre todo, una segura guía para mejor comprender la
estructura interna de los Grupos, su constitución y extinción, sus relaciones, funciones y tipologías (grupo mixto, los denominados grupos territoriales...). Con su libro,
el Profesor García Guerrero ha abierto una nueva ruta para todos aquellos que deseen
enfrentarse a un viejo problema: el de los grupos parlamentarios y su equívoco
existir.
Francisco Caamaño
(14) De hecho en nuestro Ordenamiento se reconoce legitimación procesal, derechos y obligaciones
a «sujetos» creados por ordenamientos especificos y que, sin embargo, no pueden calificarse ni como
asociaciones ni como poderes públicos. Asi ocurre, por ejemplo, con el sujeto del Derecho Canónico
«parroquia».
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RECENSIONES
ENRIQUE ARNALDO ALCUBILLA:
El derecho de sufragio de los emigrantes en el Ordenamiento español, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1995, 414
páginas.
I
Tras el derecho de sufragio se esconde el problema de la participación política
como valor en sí mismo (Habermas) y la consiguiente necesidad de que ese valor
sea promovido por los poderes públicos a fin de alcanzar su extensión a todos los
estratos y capas de la población, como materialización del principio de soberanía
popular. La noción de soberanía popular y principio democrático son, por un lado,
algunos de los pilares en que se sustenta el moderno Estado democrático liberal, pero
son también, por otro, cuestiones polémicas desde el momento en que la escueta
formulación liberal se ha visto desbordada por multitud de problemas que se plantean
hoy, problemas que exigen una pronta solución para hacer realidad práctica lo que
los teóricos proclaman. Así lo hace notar Aguiar de Luque en el prólogo al espléndido estudio de Enrique Arnaldo Alcubilla sobre «El derecho de sufragio de los
emigrantes», cuestión ésta en la que convergen los tres principios citados, y cuyo
interés se justifica por las implicaciones teóricas, jurídicas y prácticas que conlleva.
El derecho de sufragio de los emigrantes se encuentra expresamente reconocido
en el artículo 68.5 de la Constitución. Es también un derecho fundamental con base
en el artículo 23 del propio texto constitucional, con lo que ello supone en orden a
su régimen jurídico y a las garantías para su plena realización. Pero, además, no hay
que olvidar que el artículo 42 de la Norma Fundamental encomienda a los poderes
públicos «velar por la salvaguardia de los derechos de los trabajadores españoles y
extranjeros», en el marco del mandato general de los poderes públicos contenido en
el artículo 9.2.
Sin perder de vista esta perspectiva constitucional del derecho de sufragio de los
emigrantes, se adentra E. Arnaldo Alcubilla, en su libro, en la cuestión más concreta
de la articulación técnica del haz de facultades para que el derecho pueda ser
ejercido; cuestión nada sencilla.
II
El libro consta de tres partes. Está adecuadamente estructurado. En una primera
parte se formula el planteamiento general de la cuestión, para pasar, tras el estudio
del Derecho comparado en la segunda parte, a abordar el Derecho español al final
de la obra.
El planteamiento de que parte el tratadista para adentrarse en el tema es impecable por su acierto, y no puede obviarse un breve comentario del mismo.
Recordando a Jellinek, son tres los elementos esenciales de un Estado, constitutivos del mismo, y sin los cuales éste no podría tener realidad: el territorio, el pueblo
346
RF.CENS10NES
y el poder político. Conforme a esta clásica formulación, repetida sin variación desde
Jellinek por tantos tratadistas, y ya convertida en dogma de la teoría política, el
Estado se fundamenta en una colectividad humana, que por derecho propio se asienta
sobre un territorio, y a la que se imputa el ejercicio de la soberanía. Si no es posible
que el Estado exista sin que exista el pueblo es porque históricamente el Estado se
define como poder político por relación al pueblo, que emerge siempre del pueblo
y que se ejerce siempre directa o indirectamente sobre el pueblo, con el fin de hacer
del sujeto dador de la soberanía, el sujeto legitimador del Estado.
Como comunidad política, el pueblo se identifica, por tanto, con un conjunto de
personas que está sujeto a las leyes del Estado y tiene un lazo permanente de unión
con el poder político: la ciudadanía (o condición jurídica de pertenencia a un Estado,
por éste atribuida a las personas que reúnen los requisitos establecidos por su
ordenamiento).
Frente a la concepción elitista de la ciudadanía en la antigüedad grecorromana,
levemente matizada en el mundo medieval y en el Estado moderno, el constitucionalismo proclamó al pueblo como totalidad y unidad de los ciudadanos y le confirió
la soberanía, el poder, con la consecuencia lógica de atribuir a todos los ciudadanos
la facultad de participar en la formación de la voluntad soberana, de acuerdo con la
concepción rousseauniana de la «volonté genérale», que Kant identificará, y que
desde entonces se sigue identificando, con la voluntad de la mayoría y el respeto de
las minorías. El Estado constitucional se legitima, pues, en la colectividad de los
ciudadanos (voluntad colectiva), sujetos jurídicamente a la Constitución y al resto
del Ordenamiento, que participan en el ejercicio del poder. Y si tras las revoluciones
burguesas la ciudadanía era un concepto restringido, en cuanto que la condición de
ciudadano se atribuía a los individuos en virtud de su aportación al proceso económico o se hacía depender de la posesión de una determinada capacidad intelectual,
al Estado democrático constitucional le repugna esa discriminación y configura la
participación —y su expresión primaria, el sufragio— como un derecho fundamental, reconociendo a «todos» los ciudadanos la capacidad para ejercer el poder público.
La que, en otras palabras, podría llamarse plena- titularidad de los «derechos
políticos» se sujeta únicamente a unas particulares condiciones que recoge la Constitución misma, que suponen, de algún modo, una cierta restricción del pueblo en el
sentido activo, en tanto que para el concepto de pueblo en el sentido pasivo no existe
restricción alguna. Estas condiciones, que Kelsen llama «límites naturales», como
son la edad y la capacidad, resultan así compatibles con los principios de igualdad
y universalidad, en cuya virtud se proscribe cualquier diferenciación injustificada.
Presupuesto indispensable de la ciudadanía es, por supuesto, la nacionalidad, en
la medida en que aquélla es consecuencia de ésta. Dicho de otro modo, la nacionalidad es la condición jurídica del estatuto de la ciudadanía, que funda, de un lado,
deberes iguales y, de otro, derechos por los que el ejercicio de la soberanía en la
democracia adquiere su legitimación. Por tanto, la determinación de la ciudadanía
de cada individuo equivale a la determinación del pueblo y, por tanto, también del
Estado a que se vincula y en el que se integra. El Ordenamiento Jurídico de cada
347
RECENSIONES
Estado fija, interpretando el modo de ser que le da vida, los criterios de adquisición
de la ciudadanía, otorgando mayor o menor laxitud a los modos de adquisición
originaria por ius sanguinis o por ius solí, así como las formas derivadas para quienes
originariamente eran ciudadanos de otro Estado.
Ahora bien, la residencia fuera del territorio del Estado —insiste E. Arnaldo
Alcubilla— no priva al ciudadano de éste de su condición de tal, y en consecuencia,
no le acarrea la pérdida de su derecho al voto, en cuanto conserve su nacionalidad.
Incluso más, en el Estado de residencia, los extranjeros, no sólo no tienen garantizado
el derecho político por excelencia, el derecho de sufragio activo y pasivo, sino que
son, de modo taxativo, excluidos de los mismos, sin perjuicio de las vías abiertas,
muy limitadas todavía, respecto de las elecciones locales y europeas, que facultan
una integración parcial.
III
¿Cómo se articula, pues, técnicamente, el haz de facultades que corresponde al
derecho de sufragio para que pueda ser ejercido por personas que residen fuera del
territorio del Estado del que son nacionales? ¿Qué ocurre con el derecho de sufragio
de los emigrantes? Al detenido examen de estas cuestiones dedica su tesis E. Arnaldo
Alcubilla.
Después de las consideraciones generales expuestas, estudia el autor lo que llama
él «la base fáctica», esto es, los movimientos migratorios, cuya importancia cualitativa y cuantitativa no deja de crecer, y que en el filo del siglo xxi se presentan como
uno de los mayores desafíos, visto el agravamiento del desequilibrio entre el norte
y el sur, entre el este y el oeste, y conocidas las abismales diferencias económicas
entre unas y otras sociedades. Pues bien, los problemas que el hecho migratorio
origina para el ejercicio del derecho de sufragio, problemas que no sólo derivan del
hecho físico de la ausencia, sino también de otros de naturaleza político-jurídica, no
son pocos. Si a la luz del principio de soberanía popular resulta incuestionable la
titularidad de los emigrantes del derecho político primario, los poderes públicos han
de actuar decididamente removiendo cuantos obstáculos impidan la participación
electoral de quienes residan en el extranjero en los procesos del Estado en que son
ciudadanos.
Varios son los problemas, a juicio de Arnaldo, en relación a la articulación
técnica del derecho de sufragio de los emigrantes, problemas aparentemente técnicos, pero de gran relevancia en orden a garantizar la universalidad del sufragio del
conjunto del pueblo detentador de la soberanía:
— Inscripción en el censo electoral, cuyas perfección y veracidad son inexcusables para las elecciones libres. Su imperfección o falseamiento implica la exclusión
del derecho de sufragio de quienes tienen derecho a ello, alterando, en definitiva, el
resultado electoral. O se opta por el sistema de circunscripciones especiales para los
emigrantes en el marco general de circunscripciones territoriales, o se acude a la
348
RECENSIONES
ficción de mantener formalmente su adscripción al municipio de última residencia.
Sólo así se solventan las dificultades prácticas que se plantean en este punto. Por
otro lado, se excepciona el sistema ordinario de inscripción ex officio, que es hoy
prácticamente universal, aplicándose respecto a este grupo de electores el sistema de
inscripción a instancia del interesado.
— El tipo de voto o modo de expresión material del sufragio. En aras de asegurar
la libertad y el secreto del voto, la personación del elector ante el órgano encargado
de la recepción de los sufragios se considera como la forma más adecuada, en cuanto
que permite la identificación directa e inmediata del elector, la entrega personal de
la papeleta y la observancia de las demás condiciones formales y materiales que
rodean al acto de votación. Las dificultades del voto mediante personación ante la
Mesa electoral para quienes se encuentran fuera del país se comprenden a primera
vista. La votación en Embajadas o Consulados se presenta como el sistema alternativo que mejor asegura la reproducción de condiciones casi idénticas a las del voto
emitido en el propio país. La votación en el propio país con reintegro de los gastos
de desplazamiento, el voto por procurador o el voto por correspondencia son otras
modalidades de emisión del voto de los emigrantes en torno a las cuales, sin embargo,
se ha originado un amplio debate, centrado en la necesidad de establecer precauciones para evitar fraudes.
— La información de las opciones políticas concurrentes. La dificultad práctica
de mayor alcance para articular la participación electoral de los residentes en el
exterior viene determinada por la imposibilidad de desarrollar la campaña electoral
en territorio extranjero con las mismas características que en el interior del país, y
ello por distintas causas: porque las fuerzas políticas no cuentan con un aparato
organizado en el extranjero con medios suficientes para hacer llegar al electorado
sus propuestas; porque es imposible la mimética reproducción de los medios de
expresión de la campaña, ya se trate de medios audiovisuales, ya de otras formas de
reproducción; y porque el ejercicio de actividad política por los extranjeros está
habitualmente sujeto a restricciones por razones de orden público. Por ello, resulta
imprescindible contar con la colaboración o el consenso del Estado territorial en
orden a la garantía de la capacidad de actuación de las entidades políticas y a la
libertad de reunión y propaganda política, así como también resulta necesario adecuar los términos de la campaña electoral reglada a las peculiaridades que se derivan
de su desenvolvimiento en otro Estado.
Con las reflexiones que el autor hace en torno a estos temas se cierra la primera
parte de la obra, o parte general, pasando E. Amaldo de las reflexiones en abstracto
al plano del Derecho positivo. En la segunda parte del libro se hace un estudio de
cómo los problemas planteados —la participación electoral de los residentes en el
extranjero y su imprescindible solución en orden a sancionar el principio de universalidad del sufragio— se solventan en los países de nuestro entorno, para centrarse
ya el tratadista, en la última parte del libro, en nuestro Derecho, histórico y actual.
349
RECENSIONES
IV
Quizá sean los capítulos dedicados al Derecho comparado lo más interesante de
la obra que nos ocupa, habida cuenta, por un lado, de la escasez de estudios serios
en este ámbito, y la dificultad de realizarlos, y por otro, del necesario conocimiento
de los sistemas extranjeros para valorar en su justa medida el nuestro.
Sistematizando los tipos que muestran los ordenamientos extranjeros, distingue
el autor dos modelos básicos: sistemas que reconocen el derecho de sufragio a los
nacionales residentes en el extranjero y sistemas que no reconocen el derecho de los
emigrantes a participar en los comicios del país del que por razones económicas,
profesionales o de otra naturaleza salieron para fijar su residencia, temporalmente o
no, en otro.
— Dentro del primer grupo se encuentra una amplia relación de países, si bien
con modos de articulación del ejercicio del derecho notablemente heterogéneos,
según cuáles sean las circunstancias del país. Son cuatro las alternativas articuladas:
1. Votación personal en el país del que son nacionales, con reintegro de los
gastos de desplazamiento. Es el caso de Italia en las elecciones internas. Sin derecho
al reintegro también cabe el voto personal en aquellos países que no reconocen otra
modalidad específica siempre que el elector figure inscrito en el censo electoral.
2. Votación en las misiones diplomáticas o consulares del país en el que
residen: Dinamarca e Italia (elecciones al Parlamento europeo), Francia (elecciones
presidenciales, al Parlamento europeo y procesos refrendatarios), Finlandia y Suecia
(elecciones legislativas y procesos refrendatarios), Colombia, Brasil, Perú y Argentina (elecciones presidenciales) y Federación rusa (elecciones presidenciales y legislativas).
3. Votación por procuración: Francia (elecciones legislativas), Bélgica y Reino
Unido (también en las legislativas, si bien limitado a los «service voters»).
4. Votación por correspondencia: Bélgica, Luxemburgo y Holanda (elecciones
al Parlamento europeo), Portugal (elecciones legislativas, en el marco de circunscripciones personales), Dinamarca y Alemania (elecciones legislativas, si bien limitado a los empleados públicos en el extranjero), además de otros muchos países,
como Suiza, USA, Australia, Nueva Zelanda o la República Surafricana.
El tipo de elección en relación al cual se reconoce el derecho de sufragio de los
residentes fuera de las fronteras, el ámbito de admisión a la participación electoral
de los emigrantes, y el procedimiento de inscripción en las listas de electores
ordinarios o ad hoc, son criterios complementarios que han de sumarse al elegido
(tipo de voto) a la hora de clasificar los sistemas de reconocimiento.
— Los sistemas de no reconocimiento, que excluyen del cuerpo electoral a los
nacionales que han abandonado su residencia en el Estado, presentan dos modelos
según la consideración que se otorga a la pérdida de la residencia: bien si comporta
al tiempo la pérdida de titularidad del derecho de sufragio (Austria, Islandia, Grecia,
Irlanda o Chipre), bien si implica sólo la suspensión del ejercicio de dicho derecho,
dejando intacta la titularidad (Noruega).
350
RECENSIONES
V
Después del cuidadoso examen de los sistemas comparados E. Arnaldo se centra
en el estudio de la regulación que fue y es del derecho de sufragio de los emigrantes
en nuestro ordenamiento. Espléndida también esta última parte, la nuclear y la más
extensa de la obra, que por algo lleva el título de «Derecho de sufragio de los
emigrantes en el ordenamiento español».
La historia electoral española, afirma E. Arnaldo desde una perspectiva crítica,
es, y así debe reconocerse, la historia de un fracaso. Desde la Instrucción de Diputados a Cortes de 1 de enero de 1810 a la Ley electoral de 27 de julio de 1933, se
sucede una casi inacabable relación de leyes electorales que, con mayor o menor
acierto, intentan sujetar a la razón jurídica los también sucesivos procesos electorales.
No sólo los mecanismos que se diseñaron para garantizar la sinceridad y pureza de
las elecciones y su carácter competitivo fueron notablemente imperfectos, sino que
además fueron bastardeados sistemáticamente por los órganos encargados de su
aplicación. Pero si es necesario reconocer el fracaso de la «sinceridad electoral»
siempre invocada y nunca seguida, no lo es menos conocer la configuración, en lo
que al tema interesa, de los requisitos del derecho de sufragio activo, vinculado, entre
otras condiciones, a la vecindad municipal en el ordenamiento electoral entre 1810
y 1936. De suerte que en España, al igual que en otros países europeos de importante
tradición emigratoria, hasta la Segunda Guerra Mundial se había negado la posibilidad de reconocer derechos políticos, y en particular, el derecho de sufragio de los
nacionales residentes de modo estable en el extranjero. Lo cual no resulta extraño,
explica el autor, si se piensa que la preocupación recurrente de nuestra historia
constitucional y electoral decimonónica se centraba, obviamente, en la extensión de
la capacidad electoral, en la mayor o menor ampliación del electorado activo, sujeto
a cambios y oscilaciones continuas en los dos últimos siglos, y en la exactitud de la
representación política. Por otro lado, en el marco histórico del sufragio restringido
quedaba lógicamente relativizado el hipotético planteamiento de la participación
electoral de los no residentes en el territorio, porque la mayor parte los mismos
contaba con residencia en los dominios españoles de ultramar y en consecuencia,
eran titulares del derecho de sufragio como presentes por más que esa titularidad se
convirtiera, de hecho, en formal. Y no hay, en fin, que olvidar que las propias
dificultades organizativas y administrativas de articulación del derecho de voto de
los emigrantes eran incompatibles con la débil estructura del Estado decimonónico.
Por todos estos motivos, desde la que puede ser considerada como la primera
Ley electoral española, la Instrucción de Diputados a Cortes de 1 de enero de 1810
hasta las leyes electorales de la Segunda República, pasando por las dos grandes
leyes de nuestra historia electoral, leyes de 1890 y 1907, el derecho de voto de los
españoles residentes en el extranjero se planteó, sin más, en términos negativos. Se
reconoce por primera vez entre nosotros en la Ley para la Reforma Política de 4 de
enero de 1977, si bien, admite E. Arnaldo, de un modo indirecto. Este criterio se
mantiene en el Real Decreto-ley 20/1977, y desde el 31 de diciembre de ese mismo
351
RECENSIONES
año, el censo electoral español aparece formado por el censo ordinario de residentes
en España y por el censo especial de residentes en el extranjero. Aun reconociendo
el paso de gigante que fueron estas normas respecto de la legislación anterior, no
deja de reseñar el autor algunos de sus inconvenientes, y especialmente su silencio
en materia de censo electoral.
La Ley electoral de 17 de julio de 1978, elaborada en un momento de tránsito
de un sistema político autocrático a otro democrático, aún no definitivamente instaurado, se adecúa ya a los principios constitucionales de nuestra Norma Fundamental de 1978, que sería aprobada tan sólo unos meses más tarde. De modo que el
legislador se vio así obligado a adelantarse al contenido de la Constitución, que
garantizaba a todos los españoles —también a los residentes en el extranjero— el
derecho de sufragio, sufragio por tanto universal, libre, igual, directo y secreto.
El tratadista se detiene especialmente en este punto, comentando todos y cada
uno de los preceptos constitucionales que tienen alguna relación con el derecho de
sufragio de los emigrantes, pasando después a estudiar, también con atención, la
legislación electoral hoy vigente: Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 19
de junio de 1985.
Las últimas cien páginas de la obra se dedican al estudio de esta norma, pieza
clave de nuestra arquitectura constitucional. Critica E. Arnaldo sus deficiencias
(principalmente el principio de conservación o superrigidez normativa, lo que también se ha llamado inercia electoral), subraya sus virtudes (el sistema funciona
adecuadamente) y se centra sobre todo en lo que más interesa: cómo se articula el
derecho de voto de los españoles residentes en el extranjero, desde la formación del
censo de residentes-ausentes, hasta los procedimientos de emisión del voto (por
correspondencia), tocando otros aspectos como la campaña electoral, el sistema de
recursos, el reintegro de gastos...
Concluye el autor que la participación electoral de los residentes-ausentes, a la
vista de los procedimientos diseñados por nuestra Ley Electoral, plantea, a su juicio,
dos problemas fundamentales: en punto a su emisión, la complejidad de procedimiento; en punto a su cómputo, la dificultad de garantizar la efectividad del voto
emitido. Ni se asegura la agilidad y sencillez del procedimiento, ni tampoco la
efectividad del sufragio. No basta con exigir el cumplimiento de los plazos legales
o apelar a la diligencia, máxime cuando a los problemas de remisión de documentación se unen los de recepción por el destinatario en su Estado de residencia, que
también ha de operar con la mayor celeridad para efectuar la remisión por correo
del sobre de votación, que ha de recibirse por fin por el órgano competente para su
cómputo.
Tal cúmulo de dificultades desalienta la participación, y así lo acredita empíricamente el autor con unos cuadros resumen que cierran el capítulo y que contienen
los datos de los votos emitidos por los españoles inscritos en el CERA, tanto en
elecciones a Cortes Generales (1982, 1986, 1989, 1993), como en elecciones locales (1983, 1987, 1991, 1995), o en elecciones al Parlamento europeo (1987, 1989,
1994). Asimismo se acredita la participación de los residentes-ausentes en las elec352
RECENSIONES
ciones autonómicas correspondientes y en los procesos refrendatarios (referéndum
de la Constitución de 1978 y referéndum sobre la incorporación de España a la
OTAN en 1986).
Termina E. Arnaldo su obra con una observación atinada que no hay que perder
de vista: «el absentismo electoral de los emigrantes, que no sólo se explica por causas
de naturaleza técnica o estructural, sino también por factores de orden psicológico o
sociodemográfico, no se corresponde con un bajo interés político, sino que ese interés
no ha encontrado el cauce procedimental de expresión adecuado por las dificultades
que en el mismo se articulan.
Excelente, en resumen, el trabajo de E. Arnaldo Alcubilla, sobre un tema, hasta
ahora, desatendido por la doctrina pese a su consagración constitucional.
La copiosa bibliografía de autores españoles y extranjeros que completa, como
Apéndice, el libro acredita el rigor de una obra que, sin duda, por lo exhaustivo de
la misma, será punto de referencia obligado en materia electoral.
Isabel M." Abellán Matesanz
REMEDIO SÁNCHEZ FÉRRIZ y Luis JIMENA QUESADA: La enseñanza
de los
derechos
humanos, Ariel, Barcelona, 1995, 233 págs.
«El antiguo aforismo "La educación es aquello que libera" es verdad
tanto hoy cuanto en otro tiempo.»
M. K. Gandhi
Harijan, 10 marzo 1946
1) En un reciente ensayo (1) Peter Haberle ha afirmado: «Toda libertad es en
el sentido más profundo una libertad cultural, una libertad más allá del estado de
naturaleza, una libertad cuyo contenido es determinado de vez en vez por la cultura
(...) se necesita ser literalmente educado para la libertad.» Este mismo concepto de
educación a la libertad en el sentido de educación a la democracia, en libertad y por
la libertad, constituye la idea guía del volumen La enseñanza de los derechos
humanos, de Remedio Sánchez Férriz y Luis Jimena Quesada (2). En él, los autores,
parecen recoger la sugestión de Haberle llevándola a las últimas consecuencias:
educar para la libertad significa enseñar los derechos humanos ya que sólo después
de haberlos conocido es posible respetarlos. Significa por tanto enseñar el espíritu
democrático entendido como respeto de los derechos humanos y en eso consiste el
(1) «I diritti fundamental i nelle societá pluraliste e la Costituzione del pluralismo», en La demacrazia
alia fine del secólo, coord. por M. LUCIANI: Bari, 1994, págs. 95 y ss.
(2) En los capítulos 4 y 5 del volumen se hace referencia a la normativa que prevé el reconocimiento
y la tutela de los derechos humanos en el ámbito, respectivamente, internacional y comunitario. El capitulo
6 analiza los sistemas americanos, africano y árabe. Finalmente, en el capitulo 7 se realiza una rápida
comparación con la Constitución estadounidense, con la alemana y con la italiana.
353
RECENSIONES
contenido mínimo esencial del derecho a la instrucción desde el momento en que la
esencia de la democracia, según los autores, está en el conocimiento y en el consiguiente respeto de los derechos del hombre.
Es evidente, por tanto, aquéllo que los autores sostienen, que en un Estado
democrático debe impartirse una enseñanza democrática. Afirmación que a primera
vista es sin duda compartida pero que, por supuesto, debe ser especificada ulteriormente entendiéndose bien sobre el significado exacto de los términos (democracia,
derechos humanos, enseñanza) que ellos utilizan para llegar a su conclusión.
¿Cómo negar en efecto que la democraticidad de un régimen no se mide exclusivamente sobre la base de la democraticidad de las reglas que presiden la formación
de sus órganos y la reglamentación de sus relaciones recíprocas, midiéndose también
y sobre todo sobre la base de los fines que aquel régimen pone como propios? Eso
que los autores afirman es irrefutable: más allá de la forma es necesario dar una
sustancia a la democracia y tal sustancia se encuentra en los fines que un Estado
realmente democrático debe perseguir y que consisten en la libertad y en la igualdad
de todos los hombres. En otros términos, un Estado puede llamarse realmente
democrático cuando más que desde el punto de vista procedimental lo es bajo un
perfil sustancial. La «democracia procedimental», por tanto, no es más que un
«instrumento» para la consecución del fin de la libertad y de la igualdad de todos,
es decir de la «democracia sustancial» (3). En realidad, la distinción entre democracia procedimental y democracia sustancial es más ficticia que real. Más bien, distinguir entre procedimiento y sustancia en este caso es bastante arriesgado porque la
sustancia no puede ser garantizada y consecuentemente no puede existir sin condiciones procedimentales democráticas que por eso no sólo constituyen el punto de
partida para una verdadera democracia pero que se convierten en su misma sustancia.
De hecho, en una democracia, la consecución de la libertad y de la igualdad de todos
los hombres es posible sólo si se respetan y se garantizan algunas «reglas procedimentales» de base. El fin del respeto de los derechos y libertades fundamentales, del
desarrollo de la persona humana, de la libertad y de la igualdad de todos los hombres
se alcanza sólo cuando viene garantizado, por ejemplo, el acceso a los oficios
públicos y a las cargas electivas en condiciones de igualdad; cuando se reconoce el
pluralismo político a través del derecho de asociarse libremente en partidos políticos
para concurrir por el método democrático a determinar la política nacional; cuando
se garantiza el principio de la alternancia en el poder a través de elecciones periódicas
libres; cuando se reconocen y se tutelan los derechos de las minorías (pensemos, por
ejemplo, en todas las disposiciones de nuestra Constitución que tutelan a las minorías
de cualquier naturaleza, religiosas, políticas, lingüísticas, etc.), y así sucesivamente.
Dicho en otros términos, sin la forma no hay sustancia.
(3) La distinción entre democracia procedimental y democracia sustancial se efectúa por los autores
en el capítulo 1, 22 y ss.
354
RECENSIONES
Como muestra de ello, la historia nos ofrece diversos ejemplos de regímenes que
han escondido su naturaleza totalitaria y dictatorial bajo la proclamación constitucional de algunos valores y principios de inspiración liberal que no han sido sino
letra muerta a causa de la total ausencia de democraticidad en el procedimiento de
acceso al poder. Estamos pensando en los artículos 24 y siguientes del Estatuto
albertino que reconocían y garantizaban los derechos y libertades fundamentales de
los ciudadanos y que han continuado haciéndolo durante todo el fascismo no obstante
la irrefutable transformación del régimen de parlamentario a dictatorial consiguiente
a la emanación de las leyes 24 de diciembre de 1925, n.2263, sobre las atribuciones
y prerrogativas del jefe de gobierno y 31 de enero de 1926, n. 100, sobre las facultades
del poder ejecutivo de emanar normas jurídicas. También de la Ley 17 de mayo
de 1928, n.1019, de reforma de la representación política con las que fueron sustancialmente abolidas las elecciones y de la Ley 9 de diciembre de 1928, n.2693, que
constitucional izó el Gran Consejo del fascismo. Todas las leyes que modificaban
desde el punto de vista procedimental el precedente orden estatutario pero que de
hecho «vanificaron» completamente el contenido de los artículos 24 y ss. St. alb.
sobre los derechos y libertades de los ciudadanos. «Con la abolición de los partidos
políticos, que ocurrió primero de hecho y después codificada por el derecho, desaparecían también los últimos vestigios del sistema parlamentario, cuya esencia necesariamente reposaba sobre la pluralidad de las formaciones políticas representadas
en las Cámaras y sobre el diverso "rol" que en éstas debían ejercitar mayoría y
oposición» (4).
Pero pensemos en el comunismo y en los artículos 39 y ss. de la Constitución
soviética de 1977 que, por ejemplo, preveían la garantía y la tutela de los derechos
fundamentales y de la libertad de los ciudadanos «de la URSS» mientras que sus
artículos 6 y 100 establecían la imposición del partido único. «Es por supuesto la
existencia de una oposición efectiva y constitucionalmente reconocida —afirmaba
Mortati en el 1973 (5)— la que incide profundamente en el sentido democrático
sobre la forma de gobierno y la que permite al Parlamento mantener como su aspecto
esencial la ineliminable función de control político y de dar un realce tangible a la
voluntad de la minoría popular. Una similar oposición constitucional falta sin embargo en el régimen soviético, y sí resulta institucionalmente excluida sobre la base
del principio y a la realidad del partido único: éste es el verdadero elemento que
diferencia tal régimen del de las democracias occidentales.» El mismo Lenin, contrario a la democracia occidental capitalista y burguesa y favorable a la democracia
del comunismo realizado, concluye que el comunismo aboliendo el pluralismo político abóle al mismo tiempo la democracia (6).
2) El respeto a la dignidad del hombre y en consecuencia a los derechos a él
inherentes (que comporta el pleno desarrollo de la personalidad humana, la tolerancia
(4) C. GIÍISALUERTI: Storia costituzionales d'ltalia, 1848/1948, Bari-Roma, 1991, pág. 361.
(5) C. MORTATI: Le forme di governo, Padova, 1973, pág. 373.
(6) V. I. LENIN: Slaio e Rivoluzione. trad. ¡I. ¡n Opere scelte, Roma, 1965, págs. 126 y ss.
355
RECENSIONES
frente a las opiniones de los otros y el respeto a los principios democráticos de
convivencia) constituye el fin último del ordenamiento español, la esencia de su
democraticidad organizada como Estado social y de derecho (art. 1 CE). La constitucionalización de tales derechos, según los autores, no es otra que la organización
en clave normativa de sí mismos. La democracia pluralista es la consecuencia
organizatoria de la existencia de los derechos humanos. El hecho de que existan los
derechos de cada uno supone que éstos sean reconocidos e incluidos en los textos
constitucionales con la finalidad de ser garantizados. Su más o menos amplia positivación constituye un parámetro sobre la base del cual es posible valorar el grado
de democraticidad de un ordenamiento. En otros términos, el nivel de democraticidad
de un ordenamiento es directamente proporcional al reconocimiento y a las garantías
aprestadas por tal ordenamiento de tutela de los derechos humanos.
La consecuencia necesaria del neo-iusnaturalismo según los autores es que tales
derechos, en cuanto inherentes a la persona humana, resisten a cualquier acción del
legislador ordinario y del poder de revisión constitucional tendente a limitarlos
quedando firme que pueden siempre ser ampliados; «en la medida en que la sociedad
se desarrolla, deben formularse y desarrollarse nuevos derechos» (7). Sin embargo,
por una parte aun siendo «comprensible el ansia de quien, por defender los derechos
existentes, pretende sustraerlos de la posibilidad de revisión constitucional, sin embargo no puede pasar desapercibido que políticamente, la individuación de un límite
al poder de revisión constitucional en los derechos constitucionales existentes constituye un error»; por otra, afirmando que la revisión es posible sólo para ampliar la
gama de los derechos no se puede no afirmar también que «los nuevos derechos
terminan, en cambio, por determinar al mismo tiempo, el nacimiento ilimitado de
una serie de obligaciones a cargo de los particulares y de los poderes públicos»,
posible sólo si se realiza mediante un «prudente equilibrio normativo» quedando
firme el hecho de que de ese modo «También la/s teoría/s a examen aun sin quererlo,
termine/n por admitir la revisión constitucional de las normas en materia de derechos,
sea ésta ampliativa o deductiva de sí mismos» (8).
De esto se infiere que si hay algo que preexiste al Estado este algo es la dignidad
humana y que lo mismo no se puede decir de los derechos a ella inherentes. Estos
según el grado de civilización y del progreso tecnológico, científico, cultural y
ambiental de un determinado país están más o menos desarrollados positivamente.
La enumeración en los textos constitucionales de los derechos humanos como contenido esencial de la dignidad del hombre, se convierte en la condición necesaria
para que el Estado disponga los instrumentos jurídicos necesarios para tutelarlos.
Cuando un ordenamiento estatal predispone las garantías a fin de tutelar los
derechos humanos, dejan de ser criterios morales de excepcional relevancia para la
(7) Expuesto por los autores en la página 35 y ss. En Italia, en el mismo sentido v. por todos P.
BARILE: Istituzioni di dirittopubhlico. Padova, 1987, págs. 535 y ss.
(8) Ver A. PACE: Problemática delte liberta coslituzionali, Parte general, Padova, 1990, respectivamente págs. 10 y ss. y 4 y ss.
356
RECENSIONES
convivencia humana para adquirir el rango de derechos fundamentales, idénticos a
aquéllos por su contenido pero no por la especial protección que el ordenamiento
dispone para ellos. Protección que, como recuerdan los autores, por lo que se refiere
al ordenamiento español (para los derechos reconocidos en el art. 14, Sección 1.a del
Capítulo II y en el art. 30 de la Constitución española) consiste en su protección por
vía directa ante el Tribunal Constitucional (art. 53.2 CE); en la reserva reforzada de
ley orgánica prevista por el artículo 81.1 CE para su reglamentación como también
la previsión de un procedimiento agravado para la revisión de aquellas disposiciones
constitucionales que se ocupan de su disciplina (art. 168 CE).
3) Partiendo de estas premisas, la instrucción adquiere un significado fundamental en sí misma como enseñanza de los fines a los que el Estado democrático
debe tender, fines que se sustancian, cabalmente, en la libertad y en la igualdad de
todos los hombres y en el respeto de los derechos humanos. Por eso la enseñanza de
estos últimos es una garantía de tutela de los mismos, un respeto que va más allá de
las otras garantías dispuestas por el ordenamiento (los arts. 53.2, 81.1 y 168 CE
señalados poco antes). Ella, de hecho, al contrario de las otras, es preventiva a su
ejercicio. El deber primario del Estado constitucional, por tanto, es poner en marcha
una política de desarrollo de los derechos humanos que comporte también la difusión
de una cultura de tales derechos, con la finalidad de alcanzar el mayor grado de
eficacia de los mismos.
El ordenamiento español se ha marcado este objetivo en el artículo 27.2 CE que
fija el contenido propio de la educación e impone los diversos fines a los que ella
debe tender constituyendo el núcleo central de todo el sistema educativo. La Constitución, sostienen los autores, no ha diseñado una educación neutral o aséptica, sino
que ha establecido, en su artículo 27.2, el tipo de educación que debe impartirse.
Consecuentemente, tanto los poderes públicos cuanto todos los que operan con ellos
en el ámbito del sistema educativo deben intentar alcanzar activamente el objetivo
constitucionalmente propuesto que consiste en establecer un «equilibrio entre la
tolerancia de todas las ideas y la exclusión de aquellas que son en sí mismas la
negación de aquella tolerancia» (9).
De la convicción de que el contenido mínimo esencial de la enseñanza sea fijado
constitucionalmente deriva, por tanto, el que nadie puede hacer un uso de la libertad
de enseñanza diverso de aquel establecido en la Constitución sin correr el riesgo de
verse privado de tal libertad a causa de una intervención del Tribunal Constitucional
español. Según los autores, de hecho, el artículo 27.2 CE prevería una garantía para
el ordenamiento análoga a aquella establecida en el artículo 18 del Grund Gesetz en
el cual se dispone que quien abusa de los más importantes derechos constitucionales
«por contradecir el ordenamiento fundamental democrático y liberal pierde estos
derechos» y que «la pérdida y la medida de la misma son pronunciadas por el
Tribunal constitucional federal».
(9) V. pág. 85.
357
RECENSIONES
¿Pero qué quiere decir que el objeto de la educación debe ser el desarrollo de la
personalidad humana y en consecuencia de los derechos que le son inherentes como
el respeto por la dignidad de los otros y la tolerancia hacia todas las opiniones?
¿Quiere decir que tales valores, en cuanto reglas para la convivencia democrática,
deben ser objeto de materia de enseñanza a insertar en los programas didácticos (sean
públicos o privados)? ¿O quiere sin embargo afirmar el deber de todos los que tienen
la responsabilidad «educativa» de enseñar (en el sentido más amplio del término)
una cultura del respeto y de la tolerancia? Y en este segundo caso, ¿cultura del
respeto y de la tolerancia quiere decir borrar todas las ideas que en sí mismas niegan
estos valores o significa dirundir, transmitir, respeto y tolerancia respetando y tolerando también las ideas irrespetuosas e intolerantes?
Si la respuesta fuese la primera, es decir, si se retuviese que los valores sobre
los que se apoya la convivencia democrática son susceptibles de convertirse en
materia de enseñanza (igual que la historia o las matemáticas y así sucesivamente),
así seria necesario concluir con la constatación de que enseñar, por ejemplo, la
materia «derechos humanos» no significa automáticamente enseñar el respeto. Lo
mismo para todos los otros valores susceptibles de convertirse en objeto de enseñanza (en la acepción más restringida del término). A ello se añade el que la Constitución
no impone a los centros de enseñanza, sean públicos o privados, el respeto a un
programa didáctico predeterminado aun cuando mínimo y esencial. Constatación,
esta última, que lleva definitivamente a descartar la primera opción con la consecuencia de considerar sin más válida la segunda.
No sólo los docentes sino todos aquellos que tienen responsabilidades educativas, por tanto, tienen el deber de enseñar (en el sentido de transmitir, de infundir) la
cultura del respeto y de la tolerancia a través de la cual se desarrolle la personalidad
humana. «Un individuo que recoge su educación únicamente de los maestros y de
los libros» escribía John Stuart Mili en el 1859 (10) «no queda estimulado a sentir
el pro y el contra de las cuestiones». Y tales afirmaciones nos llevan directamente a
hacer frente al último problema que queda por resolver y que es: ¿aquello que debe
ser enseñado es exclusivamente el respeto y la tolerancia de las ideas democráticas
y tolerantes, como sostienen los autores (11), o bien, «no fuera que por una elemental
razón de coherencia, en un ordenamiento dotado del principio pluralista que también
propugna modelos de gobierno autoritario o déspota no puede no conservar el
derecho a la libertad de expresión (...) o al menos lo conserva hasta que sus palabras
no se traduzcan en una llamada a las armas contra las instituciones democráticas» (12). Si bien, en principio, se pudo afirmar que «no se ha dicho que el intolerante, acogido en el recinto de la libertad, comprenda el valor ético del respeto a las
ideas de los demás» es también cierto que «el intolerante perseguido y excluido no
(10) V. J. S. MILL: On Liberty, trad. ¡t. Della liberta, Firenzc, 1974, pág. 83.
(11) V. pág. 91.
(12) M. AINIS: Valore e disvalore della tolleranza [In margine a LEE BOLLINOER: La societá tollerante
(1986), Milano, Giuffirc, 1992], in Quad. cost., núm. 3, 1995, págs. 425 y ss.
358
RECENSIONES
se convertirá jamás en un liberal» (13). El objetivo que los autores atribuyen a los
poderes públicos y a los ciudadanos privados, de difundir el «espíritu democrático»,
puede ser alcanzado sólo si las nuevas generaciones son educadas a respetar los
derechos ajenos, ahí queda comprendido el de expresar libremente la propia opinión
aunque no liberal y autoritaria. Enseñar a respetar (que no significa en absoluto
justificar) también a los que propugnan opiniones semejantes no significa enseñar la
indiferencia. Ni tampoco quiere decir enseñar a las jóvenes generaciones que no vale
la pena luchar por algún ideal o que no es necesario ser responsable de lo que se
piensa. Significa sin embargo enseñar propiamente la libertad. «No pocos» según
Ainis «sostienen (...) que no pueda tutelarse la libertad de profesar ideologías autoritarias porque de otro modo se pondría en peligro la idea de libertad, sin la cual la
tolerancia misma no es más imaginable en concreto. Si bien se piensa no es posible
sustraerse a este riesgo, sino poniendo en juego precisamente los valores que se
querrían proteger: de hecho, si la difusión de opiniones no liberales trae consigo un
peligro para la futura integridad de la vida democrática, su represión ocasionaría sin
más la certeza —actual y no ya meramente potencial— de que se ha causado una
herida al principio de la igual dignidad de las opiniones en liza, a su libre competición» (14).
Nos queda por hacer una última consideración. Es evidente el esfuerzo realizado
por los autores por trazar un camino hacia la consolidación de la democracia a través
de la difusión de los principios y de los valores sobre los cuales se apoya la idea
misma de la convivencia democrática. La enseñanza de los derechos humanos como
punto de partida para el desarrollo de una conciencia democrática de las jóvenes
generaciones; la enseñanza de los derechos humanos para que los futuros ciudadanos
de cualquier Estado estén en grado de ejercitar de manera responsable los propios
derechos y de efectuar a sabiendas sus propias elecciones en la libertad, por la
libertad. Lo que equivale a afirmar «que el saber, y no el odio, es la llave de acceso
al futuro; que el conocimiento traspasa los antagonismos nacionales, que habla una
lengua universal, que no es propiedad de una única clase o de una sola nación o de
una sola ideología, sino de todo el género humano» (15).
F. Salmoni
(Traducido por A. I. Marrades)
(13) N. BOUBIO: «Le ragioni dellia lolleranza», en L 'etá dei diritti. Torino, 1992, pág. 249.
(14)
Op. cit.. loe. cil.
(15) Discurso pronunciado el 23 de marzo de 1962 por J. Fitzgerald Kennedy en el Memorial Stadium
de la Universidad de California en Berkcley, en La mia sfida. I discorsi del Presidente piú amalo del
dopoguerra, por T. E. FROSINI: Roma, 1996, pág. 163.
359
RECENSIONES
Memoria y olvido de la guerra civil española, Alianza
Editorial, Madrid, 1996, 435 págs.
PALOMA AGUILAR FERNÁNDEZ:
La autora es una joven universitaria, que, prácticamente, está comenzando su
biografía. Lleva algo más de un lustro trabajando en este su primer libro, que ha
merecido el Premio Extraordinario de Doctorado. Es, pues, una recién llegada a la
república de las letras; pero, no hay duda de ello, por la puerta grande. Ya se ha
empezado a hablar seriamente de ella; y se seguirá hablando, porque tiene vocación,
escuela e inteligencia.
El leifmotiv de la obra es el estudio, desde una perspectiva interdisciplinar, del
discurso político acerca de la guerra civil española, la transmisión de su recuerdo y
la importancia que su memoria tuvo a la largo del régimen de Franco y en los inicios
de la transición democrática. «Se trata, fundamentalmente —señala la autora— de
un estudio sobre el aprendizaje político propiciado por la existencia de una memoria
histórica determinada.» ¿Qué ha de entenderse por «memoria histórica»? A juicio
de la autora, es «el recuerdo que tiene una comunidad de su propia historia, así como
las lecciones y aprendizajes que, más o menos conscientemente, extrae de la misma».
Desde su perspectiva analítica, la «memoria histórica» no se encuentra ni enteramente constituida por el pasado, ni es tampoco una mera «invención» destinada a
legitimar el presente; en realidad, depende del contexto histórico, y sus componentes
—presente y pasado— se influyen mutuamente.
Dicho esto, la autora comienza analizando la evolución del discurso oficial sobre
la guerra civil a lo largo del régimen de Franco. La autora define el sistema político
nacido de la contienda como «un régimen totalitario en sus orígenes y pretensiones
iniciales, pero que poco después pasó a adoptar formas de talante autoritario»,
«gobernado por una élite de composición heterogénea y cambiante, formada por los
vencedores de la guerra, bajo la autoridad y liderazgo permanente de Franco»; y que,
a lo largo de su existencia, tuvo una «desconcertante flexibilidad funcional» y
«capacidad de adaptarse a situaciones cambiantes». El nuevo Estado implantó «un
discurso que llegó a constituirse en memoria dominante, que no hegemónica, sobre
la guerra», que evolucionó de acuerdo con las situaciones y cambios a los que hubo
de enfrentarse. Sin embargo, el franquismo nunca pudo renunciar a su legitimidad
de origen, «al deberle su propia existencia», ni llevar a cabo una auténtica reconciliación nacional, porque ello hubiera supuesto, de hecho, su fin. En un principio, el
régimen se legitimó a través de una simbiosis entre la legitimidad tradicional y la
legitimidad carismática, cuyo máximo teorizante fue Francisco Javier Conde; y más
tarde, a partir sobre todo de los años sesenta, «en la eficacia de la gestión económica
y social», asumiendo las tesis tecnocráticas de Gonzalo Fernández de la Mora. En
ese sentido, el discurso oficial sobre la guerra civil se iría transformando paulatinamente «y lo que era únicamente un acontecimiento heroico irá adquiriendo matices
de una dramática pesadilla». «A medida que la guerra comience a verse como un
episodio triste y cruel, la paz se irá revaluando progresivamente.» Esta evolución es
estudiada por la autora, a través de las fuentes de socialización política: el No-Do y
360
RECENSIONES
sus imágenes de la contienda; la narración histórica, haciendo hincapié en la obra de
historiadores afines al régimen, como Ricardo de la Cierva y Vicente Palacio Atard,
que intentaron dar, desde la perspectiva de los vencedores, una visión más equilibrada del conflicto; las conmemoraciones oficiales y los monumentos. A ese respecto,
la autora otorga especial importancia al simbolismo de la construcción del Valle de
los Caídos y del Arco de la Victoria de Madrid. El primero, con la inclusión parcial
y muy matizada de un sector de los vencidos, reflejó «la existencia de una conciencia
colectiva que, a pesar del discurso oficial, quería la reconciliación y, sobre todo, el
olvido». De la misma forma, el hecho de que el segundo nunca fuera inaugurado, al
ser juzgado «inoportuno» e «inútil» por sus propios promotores, era testimonio de
un cierto cambio de mentalidad. Al mismo tiempo, el régimen, espoleado, entre otros
acontecimientos, por el célebre «conturbenio» de Munich y las nuevas circunstancias
internacionales, modificó su discurso, con el lema de los «25 Aflos de Paz», «el
despliegue de la mayor campaña propagandística del régimen franquista en toda su
historia». Desde entonces, se deja «progresivamente de denominar cruzada a la
guerra; se opta por expresiones ambiguas, pero algo más distanciadas del maniqueísmo inicial y la guerra pasa a ser «la guerra de España». Así, el régimen pretende
erigirse en garante de la paz y del desarrollo económico. En ese sentido, la autora
estima que las transformaciones socioeconómicas de los años sesenta permitieron
que «muchos ciudadanos depositaran en él su confianza debido a lo que ellos
entendían que había sido una gestión eficaz»; lo cual quedó reflejado en la cultura
política de los españoles, sobre todo en el predominante «pragmatismo vital» que
caracterizo a amplias capas de la población española durante las últimas décadas del
franquismo. «El éxito de la socialización franquista —señala— radica, entre otras
cosas, en la capacidad para producir una asociación entre el recuerdo de la guerra y
ciertos fenómenos, como la reanudación de la democracia "inorgánica" y todo lo que
esto conllevaba (...) Los datos demostraban que las principales preocupaciones de
los ciudadanos eran el mantenimiento del desarrollo y la paz, por encima de la
libertad y la democracia (...) Que la balanza se inclinara hacia estas últimas dependía
de «la capacidad de la recién nacida democracia para mantener la paz y el desarrollo».
Esta mentalidad caracterizaría la trayectoria del cambio político iniciado
en 1975. La transición viene marcada por «la memoria del infortunio histórico y el
miedo a los peligros de la radicalización»; lo que, unido al nuevo marco social y a
una situación internacional más favorable al desarrollo de la democracia liberal,
contribuyó a «moderar las demandas de todos los grupos políticos y sociales representativos del momento y a legitimar una forma distinta de realizar las transformaciones políticas». Ello tuvo como consecuencia que la «memoria histórica» comenzara «a actuar en sentido aleccionador del presente», desechando, a la hora de diseñar
el nuevo sistema político, la experiencia de las instituciones republicanas, «a las que
más se culpabilizó del fracaso del régimen», instituyéndose «una monarquía, un
parlamento bicameral, un sistema electoral proporcional, un territorio dividido en
Comunidades Autónomas y un ejecutivo de gran fortaleza». Lo cual vino acompa361
RECENSIONKS
nado por una serie de medidas, en cuya ejecución la Monarquía intervino de forma
preeminente, que garantizaran la reconciliación nacional: políticas y económicas
—amnistía y pensiones para los vencidos—, simbólicas —recuerdo del bombardeo
de Guemica, reconversión del desfile de la Victoria en Día de las Fuerzas Armadas,
monumento a todos los caídos por España, visión de la guerra civil como «locura
colectiva», etc.—; y de la generalización del consenso político entre los partidos. A
ese respecto, la autora estima que fue la Unión del Centro Democrático el partido
que «mejor supo tomar el pulso a la sociedad española siendo, además, capaz de
transmitirle el mensaje de moderación, tranquilidad y estabilidad que ésta quería
oír». Lo cual contrastó con el «lenguaje radical» del Partido Socialista, la equivocidad del Partido Comunista, cuyo mayor interés fue «el silencio» en relación a su
pasado, y la «exaltación del pasado» que caracterizo al discurso político de Alianza
Popular.
Como colofón, la autora estima que la «transición», gracias a su capacidad para
hacer compatible la libertad política con el progreso económico, ha terminado por
convertirse «en el mito fundacional básico de la democracia».
Coincido con la mayoría de los planteamientos y juicios de la autora. En lo
expositivo y en lo afirmativo podría suscribir la mayor parte de las páginas de este
volumen. La descripción de la influencia de la «memoria histórica» de la guerra civil
en el desarrollo de los acontecimientos a lo largo del régimen de Franco y de la
transición me parece fundamentalmente fiel. Ahora bien, por supuesto, existen discrepancias. En primer lugar, creo que su concepto de «memoria histórica» adolece
de un excesivo eclecticismo, que tiende a difuminar su sentido último. ¿En qué
medida nace espontáneamente de la experiencia colectiva o/e individual? ¿En qué
medida es «inventada» por los poderes políticos para legitimarse? En ese sentido, la
autora no nos da una respuesta categórica.
Su análisis del régimen de Franco, aunque un tanto esquemático, es esclarecedor
y, básicamente, fundado, si bien no tiene en cuenta, a mi modo de ver, el grado de
su pluralidad constitutiva. El régimen nacido de la contienda tuvo varias ideologías
legitimadoras: el nacional-sindicalismo, el catolicismo y el tradicionalismo ideológico de «Acción Española», cada una de las cuales tenían su propio discurso sobre
el sentido de la guerra civil. Sin duda, coincidían en lo fundamental; pero, al mismo
tiempo, sus discrepancias eran múltiples y en modo alguno superficiales. En ese
sentido, hubiera sido esclarecedor un análisis de los «discursos» sobre la guerra civil
elaborados por las distintas fuerzas políticas integradas en el franquismo. Un ejemplo
claro de sus discrepancias fue la polémica que enfrentó a los vencedores, ya en 1942,
sobre el término «Cruzada» referido a la guerra civil, y que tuvo como protagonistas
a Laín Entralgo y Fermín Yzurdiaga. El término «Cruzada» fue, sobre todo, una
invención eclesiástica, asumida por los tradicionalistas alfonsinos y carlistas; pero
que nunca fue aceptada por numerosos falangistas y tampoco por los miembros de
otras familias del régimen, como Gonzalo Fernández de la Mora, quien nunca la
emplea en sus escritos.
362
RECENSIONES
Es evidente, por otra parte, que el régimen nacido de la guerra civil nunca
garantizó una reconciliación auténtica entre los españoles, aunque, como señala la
autora, hizo algunas concesiones en ese sentido. ¿Podía haberla llevado a cabo? En
mi opinión, no. La «reconciliación», tras la contienda, sólo habría podido surgir de
un equilibrio político muy distinto al surgido desde una victoria total de uno de los
bandos, que la hizo, por mucho tiempo, imposible. De hecho, y como la autora se
encarga de señalar, la propia pervivencia del régimen llevaba implícita su legitimidad
de origen, y ésta era, en definitiva, la Victoria. La legitimidad de ejercicio, basada
en la «eficacia», colocaba al franquismo sobre un basamento muy inestable y peligroso, pues ya no tenía su justificación en sí mismo, sino que se la entregaba a
consideraciones relativas de utilidad, que podían ser determinadas igualmente por
otro tipo de régimen político. De ello fueron conscientes otros intelectuales afines al
régimen de Franco, como Adolfo Muñoz Alonso y Rafael Gambra, para quienes los
planteamientos tecnocraticos de Fernández de la Mora y sus tesis sobre el «final de
las ideologías» eran el preludio del próximo final del orden político nacido de la
guerra civil.
La autora analiza correctamente la trayectoria de la historiografía afín al franquismo en relación a la contienda; pero no hace un análisis paralelo de la historiografía izquierdista o la del exilio. Junto a Ricardo de la Cierva y Vicente Palacio
Atard, nos hubiera gustado ver a Manuel Tuñón de Lara, Pierre Vilar, los jóvenes
historiadores que asistieron a los célebres congresos de Pau, o un análisis, por
ejemplo, de la historia oficial de la guerra civil realizada por los comunistas españoles. Esto podría ser objeto de investigaciones posteriores, por parte de la autora.
Paloma Aguilar reconoce un auge económico verdadero durante el franquismo
—¿gracias al régimen?, ¿a pesar de él?: no se nos dá una respuesta categórica—, al
igual que una importante legitimación social de éste. De ello a mí no me cabe la
menor duda; buena prueba de ello es el testimonio de alguien tan radicalmente
antifranquista como el filósofo marxista Manuel Sacristán, para quien, a la altura
de 1968, «la tasa de crecimiento del PNB español rebasaba ampliamente la media
europea, el régimen alcanzaba sus puntas más altas de adhesión pasiva (la llamada
«despolitización popular») y la correlación de fuerzas era tan que ni siquiera se podía
resistir medianamente la represión fascista» (Manuel Sacristán Luzón, «La Universidad y la división del trabajo (1969-70)», en Intervenciones políticas. Panfletos y
materiales. III, Barcelona, 1985, página, 99).
La interpretación del proceso de cambio político me parece fundada; particularmente interesante resulta la descripción de las actitudes de las fuerzas políticas ante
las nuevas coyunturas, al igual que su interpretación y análisis de las medidas de
reconciliación nacional protagonizadas por el nuevo régimen. Ahora bien, la mayoría
de los autores que han estudiado el proceso de transición coinciden en que la
construcción del llamado «Estado de las autonomías» ha sido —y sigue siendo— el
principal problema con que hubo de enfrentarse la democracia española; y es evidente que las sucesivas concesiones autonómicas no han logrado erradicar ni por
asomo las formas más agresivas de nacionalismo, sobre todo en el País Vasco; y
363
RECRNSIONES
tampoco en Cataluña, aunque allí la situación sea mucho menos dramática. Sin
embargo, la autora apenas menciona el tema. ¿Cuál fue la reflexión histórica de los
nacionalismos periféricos sobre la guerra civil y sus consecuencias? ¿En qué medida
la memoria histórica de la guerra civil influyó en la praxis de los nacionalismos
catalán y vasco? Es uno de los grandes silencios de la obra.
Por último, las reflexiones de la autora sobre el significado de la transición, nos
llevan a un análisis del momento actual. ¿Sigue vigente, a ese respecto, la imagen
de la guerra civil como «locura colectiva», basada en la equiparación moral entre
ambos bandos, que sirvió para dar legitimidad al cambio político? En mi opinión,
no. En lo político, lo mismo que en cualquier otra actividad noble, las cosas empiezan
en la cabeza de los intelectuales; y, desde hace tiempo, esta visión ha comenzado a
ponerse en suspenso. En la actualidad, el pacto para cancelar el pasado y no utilizar
de forma partidista el recuerdo de la guerra civil ha sido violado reiteradamente, y
en particular, todo hay que decirlo, por los sectores de la izquierda. En las últimas
elecciones generales, el líder socialista Felipe González coreó, durante un mitin en
Barcelona, el «¡No pasarán!», utilizado por Dolores Ibarruri en la guerra civil, desde
el 18 de julio; y no ha dudado en hacer referencias explícitas a la contienda, a la que
interpretó en clave de lucha antifascista. En contraste, la derecha, quizá con cierto
complejo de culpa por su identificación con el régimen de Franco, a cuya herencia
pretende ahora renunciar, e inserta en un tortuoso proceso de reconversión ideológica, ha evitado la polémica.
Pero no es sólo eso; la reciente visita de los veteranos de las Brigadas Internacionales, y la concesión a éstos de la nacionalidad española, a petición de los
socialistas, ha venido otra vez a alterar ese consenso en relación al «olvido» y la
«reconciliación». La campaña de los partidos de izquierda —y de diarios tan influyentes como «El País»— en homenaje a los brigadistas; el silencio del conjunto de
la derecha liberal; y la negativa del presidente Aznar y del propio monarca ha
recibirlos oficialmente, volvió a plantear problemas aún no solventados. De hecho,
la concesión de la nacionalidad española a los brigadistas ha hecho quebrar —aunque
la inmensa mayoría de los españoles no se percató de ello, quizá porque el tema no
le interesa demasiado— el discurso de la equidistancia entre ambos bandos contendientes, ya que resulta muy improbable una medida análoga para los italianos de la
CTV, no digamos para los alemanes de la Legión Cóndor, o para los voluntarios
franceses, irlandeses o rumanos que combatieron al lado de Franco. La medida
reflejó, además, la persistencia de ciertos mitos en el imaginario de la izquierda
española, que parece aún presa de la falacia, denunciada elocuentemente por Francois Furet en su última obra, de la solidaridad ontológica entre la revolución liberal
y la comunista, que sirvió de base a la alianza antifascista. Presentar a los miembros
de las Brigadas Internacionales como «voluntarios de la libertad» y/o adalides de la
democracia liberal es, desde el punto de vista histórico, insostenible; y, desde el
político, un grave error. Las Brigadas Internacionales fueron, como es de sobra
sabido, iniciativa de la Internacional Comunista; y sus combatientes nunca aceptaron
—ni tenían por qué hacerlo— la idea de que su lucha debiera librarse sólo para
364
RECENSIONES
retornar a la democracia liberal parlamentaria republicana; su objetivo último era,
en plena época staliniana, la «democracia popular». El antifascismo —no otro puede
ser el significado que dieron sus apologetas al homenaje— no puede constituir en
modo alguno el único elemento discriminado para comprender el significado histórico de la guerra civil. De lo que se deduce que tanto la II República como la
contienda civil debe reinterpretarse en la más vasta corriente de la crisis colectiva
de la sociedad española que condicionó los hechos de entonces y que todavía, de
una forma u otra, influyen en los de hoy.
Esta persistente mitología puede contemplarse igualmente en películas como
«Tierra y Libertad», de Ken Loach, y «Libertarias», de Vicente Aranda, que, como
la propia Paloma Aguilar ha tenido oportunidad de analizar en la revista «L'Avene»,
ofrecen una visión notablemente distorsionada de la guerra civil.
Esto no significa, desde luego, por mi parte, un intento de convertir en tabú los
temas de nuestra más reciente historia. Ahora bien; todo régimen político se desarrolla en un tiempo y en un espacio determinados, concretos, es decir, con una
tradición y unas costumbres. Una sociedad civil liberal no puede apoyarse sólo en
principios abstractos o en normas legales comunes, sino que necesita una cultura
nacional común si es que ha de tener estabilidad y suscitar adhesión. Y, en estos
momentos, hay que decirlo, nos encontramos inmersos en una profunda crisis de
identidad nacional. La concepción nacional creada por Franco estaba socavada desde
los orígenes por el monopolio franquista del patriotismo, que tendía a identificar la
nación con la continuidad del régimen. Aunque un sector concreto de la élite franquista —y en ese sentido la perspectiva «cosmopolita» y mundialista de Gonzalo
Fernández de la Mora fue arquetípica— consideraba la idea de Estado nacional como
un problema del siglo pasado en vías de superación, el régimen político nacido de
la guerra civil fue, en todo momento, consciente de la poderosa carga emotiva del
sentimiento de nación, instrumento ideal para alimentar el consenso y el orden. Hoy,
según han denunciado varios autores, se tiende a identificar el nacionalismo español
con el régimen anterior de una forma tan abusiva como inepta; y asistimos, desde
hace tiempo, a un crucial debate político-cultural sobre si España es una nación o
sólo un «Estado» que debería quedar reducido para las llamadas «nacionalidades
históricas» a una mera relación con la Corona. Y, en ese contexto, los historiadores
deberían insistir, a mi modo de ver, en lograr, por emplear el término de Gadamer,
una «fusión de horizonte» entre las distintas tradiciones políticas e ideológicas que
conviven en nuestro suelo, que favorezca la emergencia de una solidaridad de orden
superior, garante del rendimiento histórico de nuestro pueblo.
Estas son algunas de las reflexiones que me ha suscitado el fecundo libro de
Paloma Aguilar. Como puede verse, mis discrepancias con las opiniones expresadas
por la autora son escasas y casi siempre de matiz; mis coincidencias, en cambio,
dilatadas. Y si he aludido a las primeras con más insistencia es porque me parece
más fértil para el autor y para el lector. En toda objeción late un reconocimiento,
porque sólo se dialoga con lo que tiene fuerza incitadora y una constitutiva dignidad.
Paloma Aguilar ha escrito un libro muy valioso por su amplia y actualísima proble365
RECENSIONES
mática, por su propósito de rigor metodológico y por sus posiciones rigurosas y
estimulantes. Se trata, además, de una obra montada sobre un impresionante acopio
de fuentes. El análisis de los datos es minucioso, en ocasiones reiterativo. Digno de
encomio es igualmente el talante con que está escrita. La autora se esfuerza por
conseguir la objetividad, en un tema en sí mismo polémico. Y yo creo que ha logrado
una obra desapasionada, pero en modo alguno aséptica. No comete el crimen de lesa
historia de ser beligerante con los datos; pero no rehuye la función judicativa de las
conductas y de las ideas. El estilo, aunque no exento de tecnicismos, es claro y
vigoroso.
En suma, la clara monografía de Paloma Aguilar reconstruye un capítulo de
nuestra historia más reciente, aporta sólidos argumentos para la polémica de fondo
y abre el abanico de una extensa e incitadora problemática que esta esperando nuevos
tratamientos monográficos.
Pedro Carlos González Cuevas
JOSÉ MARÍA PORRAS RAMÍREZ:
Principio democrático y función regia en la Constitución normativa, Madrid, Editorial Tecnos, 1995, 236 págs.
Quizás el más brillante recuento sobre la incapacidad del liberalismo español
para dirigir la política desde las Cortes de Cádiz hasta la II República sea la brillante
conferencia pronunciada por Manuel Azaña en el Ateneo. La debilidad de los
liberales devolvió la monarquía al lugar de preeminencia política del que había sido
relegada en la Constitución de 1812 y obligó a un compromiso inestable entre las
dos fuerzas cuya precariedad inclinó siempre la balanza del lado del poder real. No
hubo transacción sino abdicación de los principios liberales ante la incapacidad para
controlar las riendas de la política sin el concurso de la corona. Escribe Azaña que
una vez consumada la desamortización, los liberales buscaron en las potencias
históricas la legitimidad para gobernar; a cambio de «un poco de libertad», recibieron
«los prestigios sentimentales e históricos que irradia la Corona». No salió del trueque
un equilibrio entre la Revolución y el Antiguo Régimen sino la persistencia de la
monarquía como forma de Estado.
«Principio democrático y función regia en la constitución normativa» recorre las
vicisitudes de la monarquía desde los albores del liberalismo hasta la constitucionalización plena del lugar del rey. Su autor, José María Porras estudia la compatibilidad
de un poder hereditario con el principio democrático recurriendo a una interpretación
principalista de la Constitución. Regulada la monarquía como un poder constituido,
precisadas sus funciones y condicionada su actuación por el juego de las fuerzas
políticas representativas, encaja sin desajustes con las exigencias de la soberanía
nacional. El largo trayecto que lleva desde la continuidad entre auctoritas y potestas
hasta su nítida distinción encuentra en las páginas de este libro una brillante exposición estudiada con el instrumental analítico del Derecho Constitucional pero es366
RECENSIONES
pléndidamente enmarcada en la Teoría del Estado y la Historia. En gran medida el
deseo del malogrado historiador Antonio María Calero sobre la necesidad de una
visión panorámica de la monarquía en la Historia Contemporánea de España, ha
quedado colmado con este trabajo del profesor Porras Ramírez.
Huyendo de abstracciones sin vigor y evitando deducir modelos, la obra caracteriza cada una de las experiencias históricas que han desempeñado el papel de una
referencia ejemplar. Consigue así eludir el riesgo de aislar tipos ideales de monarquía
constitucional, limitada, dual o monarquía parlamentaria y democrática. Opta el autor
por una vía más adecuada de considerar la monarquía inglesa, francesa y la belga en
cuanto formas políticas inspiradoras del resto de las monarquías. No obstante, pese
a este rechazo de los modelos, José María Porras orienta su reflexión diferenciando
la monarquía como forma de Estado y como forma de Gobierno.
Coherente con estas premisas, Principio democrático y función regia en la constitución normativa ofrece al lector los hitos más significativos de parlamentarización
de la monarquía comenzado con el caso inglés. Poca motivación requiere esta
elección, la monarquía británica generó una aureola de evolución tranquila y paulatina que fascinó al liberalismo templado de Montesquieu poco inclinado a los excesos
revolucionarios y al voluntarismo del poder constituyente. Tras la anglofobia de los
momentos más álgidos de la Revolución, la anglofilia volvió a elevar la experiencia
inglesa a la condición de categoría hasta el punto de dar forma a una de las construcciones destinadas a tener fortuna duradera: el poder neutro de Benjamín Constant. Sin embargo la constitución inglesa no respondió a ningún diseño previo, fue
más bien un proceso lento de traslación de la prerrogativa regia al Gabinete, al
principio, como un límite al poder del rey y más tarde como una relación fiduciaria
entre el parlamento y el Gabinete. A propósito de esta evolución difícil de fechar y
decantada en convenciones y formas peculiares, el profesor Porras Ramírez sustantiva en tres adjetivos la auctoritas del monarca (dignifiedparí): poder sutil, latente
e intangible que permite perfilar mejor la función de gobierno (efficient part).
Muy alejado de la experiencia británica surgió el liberalismo de la Revolución
Francesa, fruto del pensamiento racionalista de la época, en marcado contraste con
la naturaleza empírica y consuetudinaria del liberalismo inglés. La Constitución
de 1791 y más tarde la de 1793 radicalizando los postulados de la soberanía nacional,
alumbraron un régimen de asamblea donde el rey aparecía como un poder constituido
con predominio de las cortes, las que Jellinek llamara monarquías republicanas. Los
poderes quedaban rígidamente separados y entre ellos no mediaba la idea de equilibrio sino más bien la subordinación del ejecutivo monárquico a la representación
popular. Fue el abate Sieyés quien concilio soberanía y división de poderes distinguiendo poder constituyente y poder constituido y encomendando la relación entre
ambos a un Tribunal Constitucional. En su construcción sobraba la legitimidad
dinástica, la auctoritas regia acaba disuelta en la nación.
Sin embargo, el pensamiento de Sieyés, aun siendo más templado que el jacobinismo asambleario, resulta inviable al término de la Revolución. Comienza entonces una práctica política para armonizar el principio monárquico con el representa367
RECENSIONES
tivo bajo la fórmula del doctrinarismo cuya variante española fue el moderantismo.
Con más o menos intensidad la prerrogativa regia consolidará su hegemonía y el
parlamentarismo iniciará un curso subalterno, abriendo camino mediante procedimientos laterales como la contestación al Discurso del Trono, interpelaciones o
elevación de memoriales, contemplados en los Reglamentos de las Cortes y significativamente ausentes de los textos constitucionales. Comienza así la fase correspondiente a la Monarquía constitucional y que el autor prefiere, con buen criterio, llamar
Dual. También considera más ajustado a la realidad la expresión poder arbitral que
poder moderador puesto que la monarquía nunca redujo su intervención a desbloquear el conflicto entre poderes, al contrario, alteró con frecuencia los resultados
electorales erigiéndose en auténtico arbitro de la política.
José María Porras repasa la historia del constitucionalismo español siguiendo los
avatares experimentados por la Jefatura del Estado, desde el «guillotinado» rey de
la constitución gaditana hasta el doctrinarismo un tanto anacrónico de la Restauración canovista. Estudia atentamente la regulación de las más características expresiones del parlamentarismo: el veto del monarca, la sanción y promulgación de las
leyes, la disolución de las cámaras, nombramiento, separación y responsabilidad de
los ministros, la distinción poder constituyente-poder constituido, la reforma constitucional, la deslegalización... para concluir que en las constituciones de 1837, 1845
y 1876 la monarquía se configuró como forma de Estado, y aun en la de 1869 pese
a la voluntad de los constituyentes de conseguir una monarquía parlamentaria. Forma
de Estado acentuada en la realidad, porque como advirtieron Constant y Bagehot la
condición del poder moderador residía en la existencia simultánea de una nación
activa; en ausencia de vida pública, la monarquía descendía a la acción directa
ofreciendo una imagen de injerencia y protagonismo ajenos a su función mediadora
e imparcial.
No escapa a la reflexión del autor la apatía y debilidad del cuerpo electoral y el
consiguiente falseamiento del sufragio que abocaba la política al reducido cenáculo
de la corte, en medio de intrigas, conspiraciones y pronunciamientos militares para
conseguir el favor del rey. La confianza de la corona resultaba decisiva para formar
gobierno, luego vendrían unas cámaras a la medida. Por tanto mientras que la
prerrogativa regia mantuviera la fortaleza, el gobierno apenas emergía, era una
práctica debida más a la personalidad de los líderes políticos que a la voluntad de
reservarle en las constituciones un espacio delimitado.
La consecuencia más aleccionadora a sacar del trabajo del profesor Porras
Ramírez es que la dirección política estaba en manos del rey, el liberalismo se
mostraba incapaz para prescindir de la monarquía atribuyéndole unas facultades
negadoras de los principios del credo liberal. Creo que este libro ilumina (y confirma)
la tesis polémica y provocadora de Amo Mayer sobre la persistencia del Antiguo
Régimen: la monarquía no supervivió como reliquia funcional sino como eje de la
política hasta el comienzo de la primera guerra mundial. No fue la monarquía
parlamentaria, a mi juicio y en contra de la opinión del autor, el término de un
proceso lento y gradual de progresiva trasferencia de la prerrogativa regia a la
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RECENSIONES
representación popular; los reyes perdieron su poder después de experiencias traumáticas, hasta el último momento reclamaron su condición de arbitros, baste aludir
a la connivencia de Alfonso XIII con la Dictadura de Primo de Rivera o de Víctor
Manuel con el fascismo, incluso en Inglaterra el sufragio universal no llegó hasta 1918 y la Cámara de los lores conservó su ascendiente hasta 1912.
Las convulsiones de los años veinte señalaron el fin de la legitimidad monárquica, el agotamiento de la irradiación simbólica para integrar a las sociedades de masas
surgidas de la industrialización y la aparición de nuevas formas de liderazgo vinculadas a la figura de los jefes de gobierno y primeros ministros que, sólo ahora,
aparecen totalmente separados de la Jefatura del Estado. Es cierto que la parlamentarización de la monarquía también siguió el cauce evolutivo que el profesor Porras
Ramírez estudia en su libro, por ejemplo en la importancia adquirida por un órgano
colegiado como el Consejo de Ministros que en 1892 con el Real Decreto de 11 de
agosto acrisolaba su función regulando la Presidencia como un ministerio y realzaba
el relieve institucional del presidente del Consejo. Sin embargo no puede oscurecer
esta realidad la más evidente de la centralidad del monarca, fuera por la incapacidad
de los partidos, fuera por la decidida voluntad del rey actuando más allá de su
condición de poder moderador.
Se piense de una u otra manera, este libro permite una lectura ágil y fluida de la
monarquía hasta la fase de inserción en la constitución normativa, destaca por su
particular trascendencia las páginas dedicadas a la monarquía belga que en 1830
constituyó un caso especifico entre la tradición inglesa y la restauración francesa ya
que en Bélgica pudo nacer el régimen sin la hipoteca de una dinastía derrocada por
la revolución, el rey apareció como un poder constituido, sin necesitar la legitimidad
dinástica que en Francia había obligado a elaborar una complicada red de equilibrios
entre dos poderes con legitimidades opuestas. Esta naturaleza sincrética prestó a la
monarquía belga el carácter de una referencia ejemplar, sobre todo, por su temprana
regulación de la colaboración entre poderes a través de la responsabilidad ministerial.
Puede encontrar el lector un documentado estudio de la monarquía belga siguiendo
el proceso por el que, sin cambiar la constitución, ha llegado a la forma parlamentaria. También hay un apartado que recoge la monarquía sueca y en este caso como
en el belga y antes el británico, ponen en antecedentes para situar correctamente el
estudio de la función regia en nuestra Constitución.
Y lo primero que sorprende es el artículo 1.3 al calificar la Monarquía parlamentaria, forma de Estado y no forma de Gobierno desmintiendo así la argumentación
desarrollada en este libro. Sin embargo la paradoja se explica por el compromiso de
la monarquía con la democracia, su vocación integradora y la voluntad constituyente
de reforzar la opción constitucional por la Monarquía frente a la República. Además,
y atendiendo a la interpretación principalista sostenida en este libro, que la monarquía sea forma de Estado tiene que entenderse a la luz del rasgo dominante: que sea
parlamentaria. De esta forma combina los dos principios, el monárquico y el democrático, conjugando auctoritas política y potestas jurídica en ese Jano institucional
que Kelsen viera en la Jefatura del Estado.
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RECENSIONES
En una frase sagaz, M. Foucault sentenció la falta de imaginación para nombrar
el poder prescindiendo de la figura mayestática del rey: «Ni el análisis, ni el pensamiento político, han guillotinado al rey.» La teoría del cuarto poder concebida por
Constant y continuada por C. Schmitt, pese a justificar su oportunidad en términos
funcionales, continúa el viejo postulado monárquico y legitimista. José María Porras
sigue la polémica desde sus orígenes hasta los años veinte donde culmina con el
famoso interrogante «¿Quién debe ser el guardián de la Constitución?».
Secularizando el arbitraje del monarca, Cari Schmitt colocaba en el Presidente
de la República la responsabilidad de superar la fragmentación generada por el
pluralismo político y social y actuar como dictador comisarial cuando la excepción
lo aconsejara. La réplica de Kelsen desplazando la defensa de la Constitución al
Tribunal Constitucional disolvía la Jefatura del Estado en el juego Gobierno-oposición y atribuía la capacidad de veto sobre la legislación al Tribunal Constitucional.
Parecía que la historia volviera a 1789 cuando Sieyés proponía una fórmula para
armonizar soberanía nacional y división de poderes negando al monarca el veto que
encomendaba al Tribunal Constitucional de tal manera que entre Jefatura del Estado
y Jurisdicción Constitucional ha mediado una relación dialéctica apreciable siguiendo el conflicto entre órganos constitucionales. La conclusión del autor de este libro
es indubitable: no hay justificación para la existencia de un cuarto poder situado por
encima con facultades de arbitraje.
Habiendo eliminado prácticamente la potestas y potenciado la auctoritas del
monarca, la función regia comprende una serie de prerrogativas unidas a una y otra
condición. El profesor Porras Ramírez las somete a un preciso estudio clasificándolas
en las siguientes funciones: declarativa, relacional, con referencia específica al
«poder de reserva» que atribuye al monarca el artículo 99.1 de la Constitución y la
excepcional de suplencia en caso de vacío institucional. Encuentra allí el lector la
naturaleza de la monarquía parlamentaria simbolizada en la irresponsabilidad e
inviolabilidad del monarca merced al refrendo, la decisiva institución de la sanción
y promulgación de las leyes. Las últimas páginas completan las facultades jurídicas
del monarca con la consideración de la Corona como símbolo político ofreciendo
una lograda lectura de la monarquía parlamentaria.
Un libro que estudia la monarquía está obligado a recurrir a la interdisciplinariedad, la función regia excede el análisis constitucional y no se deja aprehender
enteramente por el método jurídico. El trabajo de José María Porras cumple con
creces el cometido de aunar la dimensión política y jurídica de la monarquía, tanto
que puede contarse entre los libros que han rehabilitado la historia política tras años
de dominio de la historia social y económica. Sin duda alguna presta a los interesados
en el desarrollo político un instrumental imprescindible para entender la racionalización de la auctoritas y la consolidación institucional.
Manuel Zafra Víctor
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