Colonial Latin American Review
ISSN: 1060-9164 (Print) 1466-1802 (Online) Journal homepage: https://www.tandfonline.com/loi/ccla20
El rito bautismal y las imágenes pintadas en la
iglesia de Curahuara de Carangas
Fernando Guzmán, Javier Barros, Paola Corti & Magdalena Pereira
To cite this article: Fernando Guzmán, Javier Barros, Paola Corti & Magdalena Pereira (2019)
El rito bautismal y las imágenes pintadas en la iglesia de Curahuara de Carangas, Colonial Latin
American Review, 28:1, 81-105, DOI: 10.1080/10609164.2019.1585084
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COLONIAL LATIN AMERICAN REVIEW
2019, VOL. 28, NO. 1, 81–105
https://doi.org/10.1080/10609164.2019.1585084
El rito bautismal y las imágenes pintadas en la iglesia de
Curahuara de Carangas
Fernando Guzmána, Javier Barrosb, Paola Cortia and Magdalena Pereirac
a
Universidad Adolfo Ibáñez; bPontificia Universidad Católica; cFundación Altiplano
Introducción
La iglesia de Curahuara de Carangas, pueblo que se encontraba en la jurisdicción de la
arquidiócesis de la Plata (Sucre),1 posee unas pinturas murales que se pueden comparar
—por pertenecer a un contexto geográfico más o menos próximo— con las que se conservan en las iglesias de San Andrés de Pachama, la Natividad de Parinacota, Santiago de
Callapa, San Miguel de Tomahave y Copacabana de Andamarca, entre otras (Gisbert
1998; Corti et al. 2011; Guzmán et al. 2016). Los ejemplos citados serían los vestigios
más relevantes de una auténtica campaña de ejecución de pinturas murales impulsada
desde la Arquidiócesis de La Plata durante las últimas décadas del siglo XVIII (Guzmán
et al. 2017). Al margen de las posibles comparaciones con otras pinturas murales, se
debe reconocer que la sorprendente complejidad del programa o ciclo pictórico de Curahuara de Carangas la convierte en un caso particular. Mención especial requiere su baptisterio, espacio que presenta un sistema de representaciones pictóricas cuya sofisticación
obliga a plantearse qué ocurría con ellas cuando se celebraba ahí el sacramento de iniciación cristiana.
El bautismo había sido motivo de reflexión en el Concilio de Trento, donde se declaró
que este sacramento ejercía una causalidad instrumental real (Denzinger y Hünermann
2000, 1529). Los pastores de habla aymara que habitaban el pueblo de Curahuara2
debieron aprender la capacidad que tenía el sacramento de producir un efecto, al estudiar
el Catecismo, cuyo texto señala que el bautismo logra hacer ‘que el hombre se haga christiano, e hijo de Dios’ y el alma quede ‘limpia de pecado mortal’ (Doctrina christiana, 46r y
49v). Sin embargo, se debe tener en cuenta que para los indios la eficacia del signo ritual
pareciera haber radicado en su rigurosa reiteración, no en la comprensión de las fórmulas,
ni en la autoridad del oficiante, ni en una fuerza exterior a gestos y palabras; el sínodo de
La Plata, realizado entre los años 1771 y 1773, se hace cargo del problema, denunciando el
excesivo aprecio de los indios por ‘las ceremonias exteriores’ (Argandoña 1854, 466).
La documentación de la doctrina de Curahuara de Carangas no refleja cuán fieles
fueron sus curas a las normas rituales del bautismo. Las advertencias del Sínodo Platense
parecieran estar reconociendo que no siempre los sacerdotes se atenían rigurosamente a lo
prescrito en los rituales, sin embargo se debe tener en cuenta que el texto se refiere a estas
situaciones como abusos excepcionales, subentendiéndose que lo regular debió ser lo contrario (Argandoña 1854, 465–68). Al menos sería razonable postular que las advertencias
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sinodales fueron un acicate para que los sacerdotes celebraran el bautismo de acuerdo a lo
que estaba mandado. La invitación a seguir fielmente el ritual de los sacramentos se puede
encontrar en muchos documentos eclesiásticos del período colonial, siendo muy conocida
la recomendación de Pérez Bocanegra a no recitar de memoria: ‘sino todo lo dirá por el
libro’ (Pérez Bocanegra 1631, 9). El texto sinodal, además de recordar que no era ‘lícito
a los curas escusar los ritos de la Iglesia sin causa’ (Argandoña 1854, 466), indicaba que
los niños que —por razones justificadas— hubiesen sido bautizados en privado, debían
concurrir posteriormente a la iglesia para que se ejecute ‘todo lo demás que contiene el
manual’ (Argandoña 1854, 467). Por otra parte, el hecho de que muchas iglesias tengan
baptisterio y que estos espacios hayan sido dotados de pinturas, habla de la voluntad, al
menos en un momento determinado, de usar el templo como espacio del bautismo (Medinacelli 2003, 2016; Gisbert 1998, 52, 152, 182 y 227). Pues bien, el rito bautismal realizado
dentro del templo implicaba exponerse a un repertorio de imágenes. En el caso de Curahuara de Carangas esto significaba, como se verá más adelante, estar delante de un amplio
conjunto de representaciones pictóricas. Teresa Gisbert registró treinta y dos escenas pictóricas en el templo (2008b, 55), algunas de gran formato, a las que se deben agregar las
diecisiete que contiene el baptisterio. Resulta ser, por tanto, un caso particularmente apropiado para identificar múltiples resonancias entre liturgia e imágenes. No se conserva en el
contexto sur andino otro baptisterio con un conjunto de pinturas murales tan amplio y,
además, la comparación del total de imágenes del templo con otras iglesias del área
resalta el carácter particular de la iglesia de Curahuara de Carangas.3
Activación de imágenes en contextos rituales
Lo que intentará responder este texto es qué ocurría en esas circunstancias de interacción
con la liturgia, cuáles eran las posibles relaciones entre esas imágenes y el ritual, cuáles
los efectos sobre aquellos que participaban del sacramento. Se trata, para esta área geográfica,
de una perspectiva no explorada cabalmente por trabajos anteriores. Todos están de acuerdo
en la existencia de vínculos entre el rito cristiano y las imágenes de las iglesias coloniales, sin
embargo, hasta ahora no se ha intentado reconstruir de qué modo cada uno de los sacramentos incidían en la lectura de un conjunto concreto de imágenes. El ejercicio propuesto
requiere, por su naturaleza, saber con exactitud cómo estaban distribuidas las distintas representaciones en el espacio, de ahí la conveniencia de trabajar con pintura mural. El programa
o ciclo pictórico de Curahuara de Carangas es uno de los más complejos y mejor conservados de la antigua diócesis de La Plata, a pesar de lo cual no ha despertado tan vivamente el
interés de los investigadores (Corti et al. 2016; Gisbert 2008b).
La ausencia de documentos que den cuenta de la voluntad de los comitentes de las imágenes o que se refieran a la recepción de las pinturas en la población local, obliga a trabajar
a partir de la información que entregan las mismas imágenes para reconstruir sus posibles
vínculos con el ritual y describir, de manera plausible, los efectos que la imbricación de
gestos, palabras e imágenes podían producir en los asistentes. Se trata, por tanto, de elaborar una propuesta conjetural que reconstruya los lazos entre el rito bautismal y las pinturas murales de Curahuara de Carangas, antecedente a partir del cual es posible proponer
la función que estas imágenes cumplían en dicho contexto ritual, así como los efectos que
podían producir en aquellos que participaban. Se busca entender aquella capacidad de las
imágenes para elevar a los participantes del rito al plano sobrenatural en el que
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transcurriría el sacramento. Ingresar en esta dimensión supone reconocer que las mismas
imágenes que apoyaron la catequesis o ilustraron un sermón de carácter moral pueden
activarse de un modo diverso al articularse con el rito, asunto trabajado de manera
muy consistente para el contexto medieval europeo (Baschet 1992; 2011; Russo 2011;
Schmitt 1996; Voyer y Boscani 2015; Palazzo 2016). No es un procedimiento alejado de
lo que es habitual en la historia del arte, disciplina que una y otra vez intenta reconstruir
el sentido y los posibles efectos de una obra sin contar con antecedentes documentales que
faciliten el trabajo (Gombrich 1982, 286). La decisión de restringir el análisis a lo que
podemos encontrar en los archivos, impediría acceder a la comprensión de lo que las imágenes contienen y producen (Belting 2009, 11). El riesgo inherente al ejercicio que se
propone es acotado, pues, el trabajo se basa en dos datos seguros: por un lado, las pinturas
estaban ahí a fines del siglo XVIII, en la misma posición que tienen actualmente, por otra
parte, el rito del bautismo se celebraba habitualmente de una forma que, gracias a los libros
rituales, conocemos en forma detallada.
Un primer contraste entre el ciclo o programa de pintura mural de Curahuara de Carangas y los gestos y palabras del sacramento del bautismo permite obtener algunas conclusiones preliminares. Quizá la más importante de ellas es que, incluso en el
baptisterio, no existe una relación clara y directa entre el rito y las imágenes pintadas, condición bien estudiada por los medievalistas para el caso europeo y que pareciera corresponder a la realidad de otras iglesias del contexto andino.4 Salvo algunas excepciones,
lo que el sacerdote ejecuta y pronuncia no tiene un eco evidente en las pinturas
murales. Esta primera constatación obliga a descartar un uso didáctico de las imágenes,
ellas no están ahí para graficar o explicar lo que en el ritual pudiese resultar oscuro; el programa de Curahuara de Carangas es totalmente inadecuado para cumplir esta función. Sí
podrían servir para elaborar, a partir de ellas, una explicación de la teología del bautismo,
pero, en ningún caso para facilitar directamente la comprensión de las distintas partes de
la liturgia. Tampoco sería posible afirmar que son elementos de un enunciado performativo (Austin 2008; Derrida 1998), en el que se involucran palabras, gestos e imágenes en
una dinámica especular. En el baptisterio, por ejemplo, hay una escena de la expulsión del
paraíso y otra del Diluvio Universal, representaciones de las que nada se dice en el rito
bautismal. Las pinturas de Curahuara de Carangas no son aptas para ayudar a construir
esa reiteración que dota a determinados actos de una eficacia desproporcionada a la naturaleza misma del acto, en este caso lograr que el agua corriente purifique espiritualmente
y otorgue vida sobrenatural (Bell 2009, 72–75).
Al caracterizar de modo general el programa o ciclo en estudio habría que afirmar que,
buena parte de las imágenes, especialmente aquellas que estaban en el trayecto que recorrían los que participaban de la ceremonia del bautismo, parecen contener parte de la
historia cristiana de la salvación. Las representaciones de las postrimerías, del pecado de
origen, del Diluvio Universal, de la tierra prometida y del nacimiento de Cristo, son
algunos ejemplos que permiten aquilatar el énfasis o carácter de este sistema de imágenes.
A partir de este antecedente resulta plausible proponer que las imágenes estarían ahí para
revelar la necesidad del sacramento y la causa de su eficacia, pondrían delante de los ojos la
necesidad de purificarse del pecado y de acoger la obra de redención que culmina con la
muerte y resurrección de Cristo. Las pinturas murales se activarían durante el rito bautismal para hacer presente las realidades sobrenaturales que actúan durante el desarrollo del
sacramento (Palazzo 2016, 45–48).
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Esta capacidad de las imágenes podía ser un eficaz antídoto contra el ritualismo que
constata el Sínodo, pues, situaba la eficacia del sacramento fuera de la ceremonia.
Gestos y palabras serían capaces de purificar y dar vida gracias a una historia de la salvación cuyas representaciones fueron pintadas en los muros de la iglesia. Se trata de una red
de imágenes (Gruzinski 1994, 12–13) particularmente potente, pues, no se agota en lo
didáctico, ni siquiera en lo performático, sino que se constituye en un dispositivo simbólico que opera por presencia, por contacto con el rito, y que, una vez percibido situaría al
destinatario en una dimensión sobrenatural. El efecto en los receptores no sería incompatible con lecturas parciales. Por tanto, era suficiente que el sujeto que participaba del sacramento tomara consciencia de la activación de unas pocas imágenes para que, a partir de
dicha experiencia, fuese transportado a esa otra dimensión en la que el rito se desarrollaba
y de la que obtenía su capacidad. La percepción de la activación de una imagen poseería la
capacidad de proyectarse a todo el sistema de representaciones, de modo que, sin entender
los vínculos teológicos de cada escena pictórica con el rito, era posible ser consciente de su
capacidad para hacer presente lo invisible (Palazzo 2016, 45–48).
Lo que sí podría representar una alteración significativa son las interpretaciones de
ciertas imágenes de acuerdo a códigos del contexto andino, así como la incorporación
en las pinturas de signos ajenos a la iconografía cristiana. El ejercicio que ahora se
propone debe asumir esas interferencias al mensaje cristiano. Es necesario tener presente
en forma simultánea las estrategias simbólicas que acompañan el ejercicio del poder y la
práctica de la resistencia (Chartier 1996, 57–61). Si partimos de la premisa de la ‘dialéctica
complejamente ordenada’ de Thomas Abercrombie (1991, 209), debemos aceptar que los
habitantes de Curahuara de Carangas son cristianos y, al mismo tiempo, siguen creyendo
en las deidades andinas; la aceptación o rechazo completo de cualquiera de las dos dimensiones queda obstaculizada por la ‘continua articulación doble’ (Abercrombie 1991, 209).
Esto, al menos en el Caso de Curahuara de Carangas —cabecera de doctrina con atención
sacerdotal permanente—, supone aceptar que sus habitantes podrían haber recibido
suficiente catequesis como para ‘leer’, de acuerdo con la ortodoxia cristiana, la mayoría
de las imágenes que se encuentran en su iglesia y, en consecuencia, establecer conexiones
sofisticadas entre rito e imagen. Dato que no impide afirmar que la ritualidad y las creencias andinas, como lo refleja el mismo Sínodo de la Plata, mantenían un sólido arraigo en
la población (Argandoña 1854, 135–38). De tal modo que, así como no es plausible afirmar
que los indios de Curahuara de Carangas no tuvieran las herramientas para interpretar la
iconografía de la iglesia y establecer vínculos con la liturgia, tampoco sería válido reconstruir una lectura posible de los murales sin considerar las posibles interferencias no cristianas que las mismas imágenes suscitarían. Debió existir una permanente tensión entre una
interpretación de acuerdo con las normas y otra que atentaba contra esas normas (Dean y
Leibsohn 2003, 27); fricción que tenía lugar al interior de la conciencia de cada habitante
del pueblo, no solo en las relaciones entre el clero y la comunidad. La necesidad de pensar
en dos lecturas se puede encontrar en el artículo de Astrid Windus, publicado en este
mismo dossier, para el caso de los lienzos de las postrimerías de Carabuco.
Contexto social y bautismo
Al mismo tiempo, es necesario considerar que la recepción de este entramado de signos
estuvo mediada, entre otras cosas, por las circunstancias sociales del período. Las
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ceremonias bautismales celebradas en Curahuara de Carangas a finales del siglo XVIII, se
realizaron en un complejo clima de tensión con las autoridades coloniales, tanto civiles
como eclesiásticas. Esta conmoción, derivada de la aplicación forzada de las reformas borbónicas —cuyo centralismo socavó los equilibrios locales— se fue acrecentando durante la
centuria y culminó en las rebeliones anticoloniales de la segunda mitad del siglo (O’Phelan
1988, 108–11). Los cambios en las políticas de la Corona se hicieron más acelerados
durante el reinado de Carlos III, bajo cuyo reinado se instauraron las intendencias, se privilegió la presencia de peninsulares en los cargos públicos, se modificó el régimen de tributos, se expulsó a los jesuitas y se promovió la enseñanza del español entre la población
indígena (Mazzeo 2011, 185–88). Las intendencias, dirigidas mayoritariamente por peninsulares, tuvieron conflictos jurisdiccionales con diversas autoridades y provocaron un
debilitamiento de la autoridad de los caciques. Los aumentos de tributos fueron ocasión
de permanentes quejas y agudas tensiones. La expulsión de los jesuitas provocó serias
dificultades para la atención religiosa en zonas de misión y afectó a numerosas familias
criollas que vieron partir al exilio a algunos de sus miembros. La promoción del
español como lengua común chocaba con dos siglos de sobrevivencia de las lenguas
locales.
Una de las manifestaciones de este conflicto entre la población y las autoridades es el
explosivo aumento en la cantidad de demandas judiciales (Serulnilkov 2006, 47). El sacerdote de Curahuara de Carangas, por ejemplo, fue acusado, en el año 1782, de aprovecharse
económicamente de los indios de la doctrina, mala práctica que habría inducido a los
indios a la insubordinación.5 Si bien la causa de las inquietudes eran las transformaciones
de la administración colonial, la Iglesia, como se puede ver en el ejemplo anterior, no
quedó al margen de esta crisis de autoridad que se observa durante la segunda mitad
del siglo XVIII. Además de la expulsión de los jesuitas, la vida eclesiástica se vio afectada
por la tensión provocada por la dependencia del Rey que imponía la institución del
Patronato.
Un momento de particular interés se vivió en la arquidiócesis de La Plata, en cuya jurisdicción se encontraba Curahuara de Carangas, cuando se remite la real cédula del 14 de
agosto de 1769, ordenando a los obispos a convocar concilios provinciales con el objetivo
de promover la obediencia al Rey y a las autoridades, suprimir las doctrinas jesuitas e impulsar la enseñanza en español de la doctrina cristiana (Saranyana y Alejos-Grau 2005, 37).
El Arzobispo de La Plata, Miguel de Argandoña, antes de que la real cédula llegara a sus
manos, decidió convocar a un sínodo para desarrollar e implementar —al margen de las
instrucciones de la Corona— su propio programa de trabajo (Luque 2001). Las actas de
esta reunión eclesiástica reflejan la formulación de una política eclesiástica forjada a
partir de documentos pontificios, particularmente las bulas y encíclicas del Papa Benedicto XIV (Luque 2008, 237–43), cuyo pontificado se extendió desde 1740 hasta 1758. El
sínodo de La Plata recoge la especial atención que prestó el Papa Lambertini a la catequesis, como respuesta necesaria a la progresiva secularización de Europa y a la ignorancia
religiosa de la población rural (Guzmán et al. 2017, 549). Luego, obedeciendo a las reales
instrucciones, el arzobispo Argandoña convocó al II Concilio de La Plata para tratar acerca
de un temario impuesto desde la Corona.
Este ambiente convulsionado parece no haber afectado la participación en los sacramentos o disminuido el número de bautismos o, al menos, no se ha encontrado noticia
de que algo así ocurriera en Curahuara. De la revisión de la documentación se puede
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concluir que el número de bautizados se incrementa durante la segunda mitad del siglo
XVIII. Los libros registran, a modo de ejemplo, treinta y cinco bautizos en 1753 (FS.
Libro 1, ff. 1r–5r), cincuenta y seis en 1768 y setenta y tres en 1783 (FS. Libro 2, ff.
11v–19r, 125r–38v); reflejando el aumento población que se ha constatado a partir de
otras fuentes (Cajías 2008, 29).
Es probable que el arraigo del sacramento de iniciación cristiana se pueda explicar, en
parte, por la función que cumplía el sacramento en la construcción de las relaciones familiares y de compadrazgo y por tanto en la constitución del tejido social de cada comunidad
(Inostroza 2017; Albó y Mamani 1980). Lo cierto es que, para este período, los documentos
eclesiásticos no identifican como un problema la reticencia de los padres para bautizar a
sus hijos, mientras, sí reconocen como un inconveniente el tiempo que dejan pasar antes
de solicitar el sacramento o la tendencia a preferir que la ceremonia se desarrolle en las
casas y no en el templo parroquial. Pues bien, a pesar de que se trata de un sacramento
demandado, algunas circunstancias relativas a la administración del Bautismo podían
generar tensiones entre el cura y la comunidad. Una de ellas era la autoridad del sacerdote
para exigir que se cambiara el nombre del bautizando cuando le ponían los ‘usados en la
gentilidad’ (Argandoña 1854, 480). En la práctica andina el niño recibía su nombre en el
rutuchiku o sutichatha, primer corte de pelo que solía realizarse al año de nacimiento
(Molina 2010, 87–88; Guaman Poma 2008, 180; Bertonio 1603, 330). La práctica mantiene
su vigencia en comunidades actuales (Vargas 2015), antecedente a partir del cual se puede
afirmar que podría haber sido frecuente a finales del siglo XVIII. La elección del nombre,
en este contexto, podía establecer una vinculación con una huaca o mallqui (Choque y
Ticona 2003), circunstancia que justificaba la atención del sínodo a este punto. El sacerdote debía rechazar los nombres gentiles, conminando a padres y padrinos a elegir un
nombre cristiano.
Circuito sacramental, el atrio
Pues bien, a los ocho días del parto o quizá un poco después, padres y padrinos, acompañados de los abuelos y quizá algún otro familiar, llevaban al recién nacido a la iglesia para
que recibiera el Bautismo.6 El templo, según consigna una leyenda pintada en sus muros,
habría sido terminado el año 1608. En su construcción podrían haber tenido injerencia los
agustinos, quienes, desde el corregimiento de Paria, habrían iniciado por el año 1559 la
evangelización de los indios del señorío de Carangas (Gisbert 2008b, 43). El atrio amurallado contiene el volumen de la iglesia y de la torre exenta. Los muros están reforzados
por gruesos contrafuertes y el techo lleva cubierta de paja. La puerta de acceso, realzada
por una portada policromada, se abre en el centro de la nave, en el muro sur. El interior
se puede caracterizar como un edificio de una sola nave a la que se adosan dos espacios
más pequeños: la sacristía y el baptisterio. Esta última área está ubicada al fondo del
templo, a un costado del coro. De acuerdo al ritual tridentino, el bautismo tenía un
primer momento que se debía celebrar fuera de la iglesia, un segundo que se celebraba
dentro del templo y una tercera y última parte que se desarrollaba en el baptisterio o
cerca de la pila bautismal. En el caso de Curahuara de Carangas, la ubicación de la
puerta obligaba a los participantes a recorrer casi la mitad de la iglesia antes de llegar al
baptisterio, algo inusual, pues lo habitual fue ubicar el baptisterio al lado de una puerta
de acceso que se encontraba al inicio de la nave.
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Uno de los aspectos más sorprendentes de esta iglesia es su programa o ciclo de pinturas
murales, las que cubren completamente todos los muros de la iglesia y parte del artesonado, así como la sacristía y el baptisterio. Tal como reconociera Teresa Gisbert, las pinturas habrían sido ejecutadas en dos momentos (Gisbert 2008b, 44). El retablo pintado
sobre muro, actualmente detrás de un retablo del siglo XVIII, y las imágenes del artesonado del presbiterio serían de comienzos del siglo XVII, es decir, del momento en que
se habría terminado la iglesia. Las demás habrían sido realizadas en la segunda mitad
del siglo XVIII, repintando imágenes antiguas o creando otras totalmente nuevas. Una
leyenda en el muro sur señala que la iglesia se pintó el año 1777 ‘siendo cura don Francisco
Ygnacio Martínez’.
No es posible establecer en este artículo la lógica que articula la enorme cantidad de
imágenes pintadas que albergan los muros de la iglesia de Curhuara de Carangas, sin
embargo, se puede afirmar que se entrecruzan escenas propias de una evangelización temprana, como el enorme Juicio Final del muro norte, con otras de carácter devocional como
la figura de la Virgen de la Soterraña. Tal como señala Camila Mardones en su texto contenido en este mismo dossier, la documentación casi no recoge antecedentes acerca de la
pintura mural, como es el caso de Curahuara de Carangas. Del cura Martínez no tenemos
más antecedentes que colaboren a comprender el carácter del programa pictórico. Sin
embargo, el análisis de las representaciones que contienen los muros del baptisterio
revela la actividad de una persona capaz de elaborar un discurso teológico en imágenes
de alta complejidad (Corti et al. 2016), cuya lectura completa, además de requerir algún
tipo de mediación, sería imposible de alcanzar en el breve tiempo que duraba el rito bautismal. Lo cierto es que en Curahuara de Carangas el rito del bautismo, celebrado de
acuerdo con las normas tridentinas, implicaba estar de pie frente a varias de las
pinturas de la nave y mirar con detención todas las que cubren los muros y el techo del
baptisterio.
La ceremonia debía comenzar en el atrio, justo frente a la puerta de la iglesia (Catalano
1760, 81), ubicada en este caso en el centro del muro del Evangelio (Figura 1).
Se trata de un acceso revestido de cierta suntuosidad; el vano en forma de arco de medio
punto está enmarcado por dos pilastras que sostienen un dintel, todo pintado con ornamentación fitomorfa. La forma arquitectónica y los colores permiten que el portal se destaque nítidamente en el contexto de los muros lisos y encalados del exterior de la iglesia, al
tiempo que podían sustituir a los arcos de flores que se usaban en contextos rituales
andinos, descritos por Cobo y promovidos por Guaman Poma para resaltar celebraciones
cristianas (Cobo 1892, 127; Guaman Poma 2008, 614). Debe tenerse en cuenta que las
prácticas rituales andinas se realizaban al aire libre, de lo que existen abundantes referencias (Cieza de León 2000, 374–75), y que los hitos geográficos de la localidad eran sus
dioses tutelares (Acosta 2006, 250–51). De modo que, para algunos habitantes de
Curahuara de Carangas esta primera parte del sacramento estaría cargada de implicancias.
Algunos de ellos habían participado de ‘profanas ceremonias’ y, tal vez, el ‘mentido
numen’ (Argandoña 1854, 137) no se encontraba lejos del pueblo.
Una vez que todos se encontraban reunidos frente a la puerta, el sacerdote daba inicio al
rito sacramental pronunciando el nombre del bautizado y preguntándole ‘¿quid petis ab
ecclesia Dei?’, los padrinos respondían ‘la fe’, respuesta a la que seguía una segunda pregunta acerca de aquello que se obtenía mediante la fe, interpelación a la que debía seguir la
siguiente respuesta de los padrinos: ‘vitam aeternam’ (Catalano 1760, 85). No es posible
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Figura 1. Fachada de la iglesia de Santiago de Curahuara de Carangas. Fotografía: Fundación Altiplano.
saber que resonancia tendrían en los padres y padrinos unas fórmulas en latín que entenderían a medias, sin embargo, se puede especular que su apego a la ritualidad les permitiría
sortear la falta de comprensión; lo importante no era entender el rito sino obtener los beneficios que este prometía. Si bien no hay datos locales, se puede afirmar que los indios que
entendían realmente el latín fueron una excepción durante el período colonial (Osorio
1990). Por otra parte, se debe tener en cuenta que los significativos esfuerzos por construir
una pastoral en lengua indígena (Durston 2007) no se proyectaron al ámbito litúrgico. Al
terminar la primera parte del ritual sacramental el sacerdote, luego de exorcizar al niño, lo
cubría con el extremo de la estola y todos avanzaban hacia el interior de la iglesia mientras
el celebrante pronunciaba la siguiente formula: ‘ingredere in templum Dei, ut habeas
partem cum Christo in vitam aeternam’ (Catalano 1760, 92). Se trata de un momento
ritual de particular potencia. Para algunos el gesto sería una invitación a rechazar lo
que la Iglesia consideraba como superstición o idolatría. Para otros, el signo litúrgico
podía reforzar la idea de fuerzas independientes; situando a las deidades locales en el
exterior y a Cristo, principalmente, al interior del templo.
Circuito sacramental, el templo
La ceremonia continuaba ante la presencia de la enorme pintura mural que representa el
Juicio Final (Figura 2). En la parte más alta se puede ver a Cristo en majestad junto a la
corte celestial, luego, justo debajo, se ubica la figura de San Miguel venciendo al
demonio y pesando los méritos de las almas en su balanza; a la derecha las fauces de
un gran Leviatán y los castigos infernales; finalmente, a la izquierda, la resurrección de
los muertos, el purgatorio y las almas que avanzan hacia el paraíso (Corti et al. 2010,
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Figura 2. Juicio Final, detalle. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando
Guzmán.
127).7 Las imágenes del Cielo y el Infierno introducían a padres y padrinos en el misterio
de la salvación eterna, a la que se accedía por medio del bautismo. En esta segunda etapa se
rezaba el credo, el padrenuestro y se recitaba una tercera fórmula de exorcismo. Varias de
las frases que se escuchaban tenían directo eco en las imágenes del Juicio Final: ‘Et ne nos
inducas in tentationem’, ‘exorcizo te omnis spiritus inmunde’, ‘per eumdeum
Christum Dominum nostrum, qui venturus est iudicare vivos et mortuos’ (Catalano
1760, 92–94).
A la derecha del Juicio Final está la pintura de la Última Cena (Figura 3). La sala del
cenáculo destaca por la elegancia de su alfombra, las cortinas arrebujadas y una
lámpara de cuatro luces. La mesa exhibe una abundancia de frutas y flores que conviven
con los signos propios del banquete pascual y de la cena eucarística. El grabado que pareciera haber servido de base al pintor es el de Cornelis Galle II (1615–1678), aunque
también se deben considerar como posibles modelos los de Jan Wierix (1544–1625) y Cornelis Cort (1533–1578).8 Esta escena debería traer a la memoria los momentos del triduo
pascual que culminan en la muerte y resurrección de Cristo, haciendo presente, por tanto,
el misterio de la redención del que brota la eficacia del bautismo. Sin embargo, resulta pertinente observar que, en el centro de la mesa, justo frente a Cristo, la fuente con el cordero
pascual ha sido reemplazada por una bandeja con un cuy blanco.9 Es posible que el cambio
se haya producido por la sencilla razón de que el pintor no tenía a mano la imagen de un
cordero asado y, en su defecto, le pareció razonable acudir a la figura del cuy. Lo cierto es
que el roedor andino forma parte de prácticas rituales locales. Guaman Poma testimonia
90
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Figura 3. Última Cena. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando Guzmán.
que durante el mes de julio sacrificaban ‘mil cuyes blancos […] para que no dañase el sol ni
las aguas a las dichas comidas, sementeras y chácaras’ (2008, 186). Joseph de Acosta señala
que los indios comían cuyes con gusto y los sacrificaban ‘para alcanzar buenos temporales
o salud, o librarse de peligros y males’ (2006, 276). Bartolomé Álvarez señala en su memorial que les miraban las entrañas para avistar el futuro y, posteriormente, asaban el
resto del animal y lo comían (Rubio 1997). Al mismo tiempo, hay antecedentes de prácticas
de limpieza ritual, en las que se frotaba un roedor —de preferencia blanco— por el cuerpo de
un enfermo con el fin de cargarlo de las fuerzas dañinas que estaban afectando a la persona
(Cordero 2010). Los trabajos arqueológicos realizados en el Yaral, localidad ubicada en el
extremo sur peruano y no tan distante a Curahuara de Carangas, confirman, para el
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contexto prehispánico el uso sacrificial del cuy, así como su carácter de alimento festivo
(Rofes 2009).
La sobrevivencia actual del uso ritual de los cuyes permite considerar plausible la vigencia de estas prácticas a finales del siglo XVIII (Morales 1995). No se puede descartar
que algunas personas vincularan, al ver el cuy blanco pintado en la Última Cena, los usos
locales que involucraban al roedor con la purificación que el bautismo obraría —por los
méritos del sacrificio del Cordero— en el niño que pronto recibiría las aguas del bautismo.
En julio del año 2017 los autores del presente texto pudieron escuchar al párroco de Curahuara de Carangas advertirle a la comunidad que no debían pensar que el animal
pintado en la Última Cena era un cuy, dando cuenta de que en la interpretación local
se continúa sustituyendo al cordero por el roedor andino.
La tercera imagen que se imponía a la vista de padres y padrinos es la Natividad
(Figura 4). A la izquierda, el pesebre con las figuras principales; luego, justo en el
centro de la escena, tres pastores entregan sus ofrendas al recién nacido; al fondo a la
derecha se puede ver el avance de los magos de oriente escoltados por dos soldados. Es
sugerente prestar atención al hecho de que la imagen se encuentra justo frente a la
escena de la Última Cena, facilitando la consideración de que el niño representado en
el pesebre será inmolado para librar a la humanidad del pecado, beneficio que se aplica
a cada persona mediante el sacramento del Bautismo. La cuarta imagen presente en el
espacio cercano al acceso al baptisterio es la de Nuestra Señora de la Soterraña de
Nieva (Schenone 2008, 452–53). La representación contiene en el centro a la Virgen
con el Niño Jesús en sus manos, ambos coronados y nimbados. La imagen se encuentra
Figura 4. Natividad. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando Guzmán.
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Figura 5. Virgen de la Soterraña de Nieva. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía:
Fernando Guzmán.
sobre un pedestal y el ambiente se completa con dos lámparas votivas y cuatro floreros. A
los costados dos ángeles sostienen cortinas que penden de una cenefa rematada por el
escudo de los dominicos.
Se deben tener en cuenta dos antecedentes que vinculan a la Virgen de la Soterraña con
los pastores aymaras que poblaban la doctrina. Por un lado, está el hecho de que la Virgen
se aparece al pastor Pedro de Buenaventura, quien está representado en la pintura mural
junto a sus ovejas, a la izquierda de la escena, personaje con el cual se podían identificar
fácilmente quienes vivían del cuidado de llamas y alpacas (Castro 2009). Por otra parte,
Nuestra Señora de la Soterraña era invocada para no ser alcanzado por los rayos, como
lo recuerda una leyenda pintada debajo de la imagen (Figura 5). La promoción de esta
devoción podría obedecer a la necesidad de cristianizar una posible sobrevivencia de la
veneración al rayo, habitual en el contexto alto andino (Gareis 2005, 122). Si la Virgen
tenía poder sobre este fenómeno atmosférico poseía, de acuerdo con la concepción
local, el control de las aguas (Cobo 1892, 331–32; Gisbert 2008a, 70–73),10 elemento necesario para la sobrevivencia e indispensable para la administración del bautismo.
Esta segunda parte del ritual terminaba cuando el sacerdote exorcizaba por tercera vez
al niño e imploraba la gracia de que el bautizando llegase a ser templo del Dios viviente. De
inmediato, todos los que estaban participando de la ceremonia se encaminaban por un
angosto pasillo hasta la pequeña puerta que da acceso al baptisterio.11 Las reducidas
dimensiones debieran interpretarse como una representación arquitectónica de las palabras de Cristo en el evangelio de san Mateo: ‘Porque estrecha es la puerta y angosta la
senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan’ (Mateo 7:14).12 Se trata de una
práctica antigua como parece dar a entender Fortunato en una inscripción en el baptisterio
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de Maguncia: ‘Resplandece la sala, de difícil acceso, del santo Bautismo’ (Bruyne 1948,
1:198). Antes de entrar se enfrentaban a las imágenes del bautismo de Cristo en el
Jordán13 y del Cordero Místico sobre el libro de los siete sellos.
Circuito sacramental, el baptisterio
El espacio del baptisterio, de planta cuadrada y con la pila en el centro, permite el acceso de
un grupo pequeño de personas, no más de quince para acomodarse holgadamente. La disposición permitía aproximarse a la pila bautismal, como el rito lo indicaba para padres y
padrinos. Al ingresar al baptisterio, ante la presencia de un complejo sistema de imágenes,
el sacerdote debía untarse el dedo con su saliva y tocar las orejas y la nariz del niño, impetrando que ambos sentidos se activaran para escuchar la palabra de Dios y percibir el olor
de suavidad. Comenzaba entonces el momento central de la liturgia; el sacerdote cambiaba
la estola morada por una de color blanco e interrogaba a los padrinos acerca de su aceptación de las principales verdades de fe. Luego se preguntaba al bautizando, pronunciando
su nombre ‘¿quieres bautizarte?’ a lo que los padrinos respondían: ‘quiero’. El niño era dispuesto sobre la pila bautismal para que el sacerdote realizara tres abluciones en forma de
cruz sobre su cabeza, mientras pronunciaba las palabras; ‘ego te baptizo in nomine Patis, et
Filii, et Spiritus Sancti’ (Catalano 1760, 105). En el cielo del baptisterio, sobre la cabeza del
bautizado, todos podían ver la enorme imagen pintada del Espíritu Santo en forma de
paloma.
El agua bautismal estaba cargada con la simbología cristiana de la purificación y del
volver a nacer, como se recogía en catecismos y sermonarios (Figura 6). Pero, al mismo
tiempo, la presencia del agua podía ser leída de otra forma por algunos miembros de la
comunidad. Los relatos míticos del origen de los pueblos andinos, recogidos por los cronistas, suelen mencionar las fuentes de agua como pacarinas o lugares desde donde surgió
un pueblo determinado (Sherbondy 2003, 91–92; Sherbondy 1982). Sin embargo, se puede
tratar de un discurso hegemónico Inca (Martínez 2011, 249–52), cuya vigencia a finales del
siglo XVIII no se puede asegurar. No ocurría lo mismo con las prácticas locales para asegurar el abastecimiento de agua, pues los testimonios de su sobrevivencia son abundantes.
Dichos rituales entrañaban una veneración a ciertas fuentes de agua, particularmente al
mar o mamacocha, así como a los grandes lagos (Sherbondy 2003, 89–91), puquios que
tendrían la capacidad de revitalizar ríos y vertientes (Farfán 2002; Castro 2009, 219).
Estas prácticas se activaban particularmente en momentos de sequía, en el rito de
limpia de canales (Matus 1993–1994) o en las siembras comunitarias o pachallampe
(Guaman Poma 2008, 939; Alvarez 1987, 86; Gavilán y Carrasco 2009, 106–7). No
podemos saber hasta qué punto esta forma de relacionarse con el agua modificó el
modo de percibir el agua bendita contenida en la pila bautismal y derramada sobre la
cabeza del niño. Luego de las abluciones, el rito culminaba con la segunda unción con
crisma, el acto de revestir al bautizado con vestiduras blancas y la entrega de un cirio
encendido a los padrinos.
La pureza del recién bautizado, figurada en sus vestiduras blancas, contrastaba con la
representación de la expulsión de Adán y Eva del paraíso, pintada en el faldón poniente
del techo (Figura 7). A la izquierda de la escena se pueden ver los árboles, aves y animales
del Jardín del Edén, entre los que destaca la serpiente que, enroscada en un tronco sostiene
un fruto en sus fauces. A la derecha un ángel con espada flamígera flanquea el acceso al
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Figura 6. Baptisterio de la iglesia de Santiago de Curahuara de Carangas. Fotografía: Paola Corti.
paraíso, mientras Adán y Evan se encaminan a su exilio. A partir de esta imagen debía
hacerse presente la simbólica paradisíaca inherente al rito bautismal. La alusión a los primeros padres de la humanidad la encontramos, entre otros autores, en Gregorio de Nisa:
‘Tú, oh catecúmeno, estás fuera del Paraíso, compartes el destierro de Adán, nuestro
primer padre. Ahora la puerta se abre. Vuelve al lugar de donde saliste’ (1863, 46:417C).
Quienes habían estudiado la doctrina cristiana por medio del catecismo mayor publicado en Lima en 1584, memorizaban dos fórmulas que permitían interpretar esta imagen,
la primera se refería al pecado de origen: ‘y por engaño del Diablo, perdieron estos bienes,
y cayeron en muchos males y miserias del cuerpo, y alma, por eso nascemos los hombres
en pecado original’ (Doctrina christiana 1584, 33v–34r). Más adelante el catecismo se
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Figura 7. Expulsión de Adán y Eva del paraíso. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía:
Fernando Guzmán.
detiene a explicar los efectos del bautismo: ‘Para q[ue] el hombre se haga christiano, e hijo
de Dios alcançando entero perdón de todas sus culpas’ (Doctrina christiana 1584, 46v). El
recuerdo de estas fórmulas permitía a padres y padrinos vincular la escena de la expulsión
del paraíso con el sacramento que se estaba celebrando. Las aguas que mojaban al niño que
era bautizado restituirían el equilibrio perdido con el pecado de Adán y Eva, permitiéndole
al nuevo cristiano retornar al paraíso.
Los otros tres faldones del techo contienen las escenas de Noé y su familia entrando en
el arca, el diluvio universal y Noé descendiendo en tierra firme (Figuras 8 y 9). La representación de Noé y el diluvio universal guarda una relación estrecha con el bautismo en
razón de la lectura tipológica que de este misterio hacen las cartas de Pedro: ‘En el arca
ocho personas se salvaron por el agua: Agua que presagiaba el bautismo que ahora os
salva a vosotros’ (1Pe 3,20). Especial atracción podía producir la imagen del diluvio,
tanto por el dramatismo de los hombres y mujeres que intentan librarse del furor de las
aguas, como por la presencia de llamativos rayos de color rojo que caen desde el
cielo,14 elemento atmosférico al que, como ya se indicó, se rendía culto en las culturas
andinas (Acosta 2006, 247; Doctrina christiana 1584, 31). Lo cierto es que la idea del
agua que puede dar vida o quitarla era cercana para los indios de Curahuara de Carangas,
aunque no por esto activaran toda la simbología contenida en la imagen: la muerte de los
malvados como la purificación de los pecados, las aguas diluviales engendrando una nueva
vida o el arca salvadora figura de la Iglesia. Sería posible, por tanto, un diálogo entre las
abluciones con agua que recibía el bautizando y las imágenes del diluvio, en ambos
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Figura 8. Noé entrando al arca. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando
Guzmán.
Figura 9. Diluvio Universal. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando Guzmán.
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Figura 10. Matanza de los inocentes. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando
Guzmán.
casos operaban los principios de purificación y regeneración, la muerte del pecado y el
comienzo de una nueva vida.
Otra imagen que se imponía por su tamaño y espectacularidad era la de la matanza de
los Santos Inocentes. Se trata del episodio relatado en el Evangelio de san Mateo (Mt 2,13–
17): ‘Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca’. La presencia de la
representación podría justificarse por razones catequéticas, la que se ve atestiguada en la
misma obra, rubricada como: ‘Bautismo de sangre’ (Figura 10).
Por otra parte, resulta necesario considerar que la imagen de la sangre de los Santos
Inocentes derramándose sobre la tierra bien podría evocar los ritos sacrificiales de cuyes
y otros animales que, probablemente, aún se practicaban en secreto. Monast, en su
trabajo publicado el año 1972, recoge un comentario del sacristán de Totora, localidad
cercana a Curahuara de Carangas, ‘Los montes, estos grandes achachilas, necesitan
sangre, ¿no ves cómo satisfacen su sed?’ (159). Acosta se refiere al ‘sacrificio de cuíes’ y
al de ‘carneros de la tierra o pacos’, reservado para ‘cosas de importancia o personas caudalosas’ (2006, 276); luego, en uno de los capítulos dedicados a la ofrenda de vidas
humanas, señala que ‘usaron en el Pirú sacrificar niños de cuatro o de seis años’ (2006,
278). El bautismo de sangre restituía el vínculo con Dios, mientras, los sacrificios a las
guacas restauraban los equilibrios dañados por las malas acciones de los hombres
(Guaman Poma 2008, 186; Rubio 1997; Cordero 2010). No es un detalle menor el que
la escena transcurra en un paisaje con características locales: una amplia planicie de
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Figura 11. Flagelación de Cristo. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando
Guzmán.
vegetación baja y un largo cordón montañoso al fondo. Aunque no hay datos para Curahuara de Carangas, en algunas comunidades actuales la ofrenda de sangre sigue siendo
una práctica habitual; un caso relevante es el del ritual del Tinku en la ciudad de Santiago
de Macha (Medina y Cohen 2010), en la provincia de Potosí.
Menos absorbentes que las demás imágenes, por su menor tamaño, son las escenas de
Getsemaní, Cristo cargando la cruz y la de la flagelación (Figura 11). En ellas el tema de la
sangre vuelve a estar presente, en este caso se trata de la de Cristo que se derrama para
librarnos ‘del poder del Demonio, y del pecado’ (Doctrina christiana 1584, 37r). Su presencia sería coherente con la teología paulina del bautismo, para quien el sacramento es
un sumergirse en la muerte de Cristo. El catecismo mayor afirma que Cristo padeció
muerte de cruz ‘por pagar el pecado del árbol vedado, en el madero de la cruz, y por
ponerse en alto adonde todos miremos, y nos salvemos’ (Doctrina christiana 1584, 38r).
Estas escenas manifestaban, por tanto, que la fuente de la eficacia del sacramento era la
sangre de Cristo derramada durante su pasión.
La pintura del Sacrificio de Isaac, también en el baptisterio, está vinculada tipológicamente con las representaciones de la pasión de Cristo; el ascenso de Isaac al monte cargando la leña para su sacrificio debiera leerse como imagen o prefiguración de Cristo
subiendo al Gólgota para morir en una cruz de madera. La figura de Isaac —ofrenda rechazada por Dios— podría haber servido para enfatizar la obsolescencia de cualquier otro
sacrificio, humano o de animales. Bastaría con la inmolación de Cristo en la cruz para
obtener la remisión de nuestras faltas y para dotar a los sacramentos, particularmente al
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Figura 12. Caleb y Josué. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando Guzmán.
bautismo, de su eficacia regeneradora. Aunque pocos pudieran establecer esta vinculación,
las imágenes estarían ahí para recordar que gracias a la sangre derramada el Espíritu Santo
descendía sobre las aguas de la fuente bautismal.
Debe prestarse atención al hecho de que tres escenas transcurren en un paisaje altiplánico: Caleb y Josué regresando de la tierra prometida, la matanza de los inocentes y san
Francisco Javier bautizando indios. Caleb y Josué, cargando un enorme racimo de uva,
personalizan la plenitud encontrada en la tierra de promisión, que a su vez es prefiguración
de la gracia del bautismo (Figura 12). San Francisco Javier, por su parte, no solo fue representado en el altiplano, sino que, además, se encuentra bautizando a nobles incas, mientras
otros indios de vestimenta más sencilla esperan su turno para recibir el sacramento
(Figura 13). Estas pinturas permitirían que padres y padrinos reflexionaran acerca de su
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Figura 13. San Francisco Javier bautizando indos. Pintura mural. Segunda mitad del siglo XVIII. Fotografía: Fernando Guzmán.
propio bautismo y el de sus antepasados, impulsándolos a valorar las gracias y dones que
se derramaban sobre su pueblo y sobre su tierra, transfigurada —por medio del sacramento— en espacio de promisión.15
Conclusión
Cuando terminaba la ceremonia había que desandar el camino, reencontrándose con las
imágenes ya descritas. No es posible agotar todas las interacciones que se podían dar entre
el ritual del sacramento del bautismo, las imágenes pintadas en la iglesia de Curahuara de
Carangas y las concepciones de la población local. Los cierto es que, durante la ceremonia,
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padres y padrinos escuchaban recitar al sacerdote las fórmulas correspondientes en latín y
lo veían ejecutar los gestos rituales indicados; al tiempo que sus miradas se iban deteniendo en las distintas escenas pintadas en los muros. El programa de pinturas murales
se activaba durante la liturgia bautismal (Palazzo 2016, 45–48), trayendo al presente —
en la dinámica de la ‘continua articulación doble’ (Abercrombie 1991, 209)— la historia
cristiana de la salvación y las concepciones andinas. De este modo, junto con revelarse
la causa de la eficacia del rito, se articula un vínculo con las creencias ancestrales. No
era necesario que los asistentes fuesen conscientes de todos los vínculos descritos en
este texto, bastaba que el rito y las tradiciones de la comunidad activaran una imagen
para que las palabras y gestos del sacramento se cargaran de sentido.
Notas
1. En la actualidad Curahuara de Carangas se encuentre en el territorio del Obispado de Oruro y
en la jurisdicción del departamento del mismo nombre.
2. El pueblo registra mil doscientos cincuenta y seis habitantes para el censo de 1778, ninguno
de ellos era español (Cajías 2008, 29).
3. La localidad chilena de Parinacota, ubicada cien kilómetros al poniente de Curahuara de Carangas, conserva un programa de pintura mural compuesto por quince escenas distintas y no
cuenta con imágenes en el espacio que debió servir como baptisterio. Soracachi, por su parte,
pueblo ubicado al oriente de Oruro, cuenta con una iglesia del siglo XVIII sin baptisterio,
cuyos muros están cubiertos por un ciclo de pintura mural que incluye veintidós representaciones. El único baptisterio comparable, por la complejidad del programa es el de la
iglesia de Carabuco, muchos otros, como el de la iglesia de Tomahave contiene solo la
escena del bautismo de Cristo (Gisbert 1998, 52 y 227).
4. Es el caso, al menos, de los programas de pintura mural de las iglesias de la Natividad de Parinacota, San Andrés de Pachama, San José de Soracachi y Copacabana de Andamarca, las dos
primeras en territorio chileno y las dos últimas ubicadas en la provincia boliviana de Oruro.
5. ABNB. SGI 256. Causa relativa a los abusos económicos del cura Miguel de Vera. Diciembre
de 1782, f. 49r/v.
6. Durante la segunda mitad del siglo XVIII debieron ser extraños los bautismos de adultos. Al
revisar los libros de bautismo de Curahuara para los años 1753 (FS. Libro 1, ff. 1r–5r), 1768 y
1783 (FS. Libro 2, ff. 11v–19r, 125r–38v), se constata que todos los registros, con excepción de
dos que no indican edad, corresponden a menores de un año.
7. Se trata de una solución iconográfica habitual en Europa, pero excepcional en el contexto
andino. Las obras locales que presentan mayor cercanía serían las pinturas del Juicio Final
de Diego Quispe Tito (1675) y Melchor Pérez de Holguín (1708) (MacCormack 2003, 226–27).
8. Project for the Engraved Sources of Spanish Colonial Art (PESSCA). n.d. ‘3566A/3568B’,
‘3565A’ y ‘2874A’. URL: http://colonialart.org (11.09.2018)
9. La Última Cena de Marco Zapaca presenta una sustitución semejante; véase Baltra Campbell
2009.
10. En los muros de la iglesia se conservan dos representaciones de Santiago apóstol, a quien se
identifica con Illapa, dios del trueno (Gisbert 2008a, 76–77).
11. Esta disposición del baptisterio tendría pleno sentido en los bautismos de neófitos adultos,
práctica poco habitual a fines del siglo XVIII.
12. Conocidas son las pinturas de Andahuaylillas que representan las dos sendas (Flores et al.
1993, 138–42; Cohen Suarez 2016, 51–82).
13. En la zona del presbiterio se conserva otra escena, de mayor tamaño, que representa el Bautismo de Cristo en el Jordán, visible solo desde el altar. Por su ubicación no era parte de repertorio de imágenes que se encontraban quienes participaban del rito bautismal.
14. Los rayos son un elemento iconográfico complementario, lo indispensable es la figuración de
la copiosa lluvia y la inundación de toda la tierra (Réau 2007, 135–36).
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15. Es interesante considerar que la figura del santo jesuita fue pintada o repintada sobre un
mural anterior, el año 1777, diez años después del extrañamiento de los miembros de la Compañía de Jesús. Esto evidencia, en primer lugar, su arraigo como patrono de las misiones,
pero, también se podría tratar de una manifestación del progresivo rechazo de algunos sacerdotes y obispos al patronato regio (Luque 2001).
Notas biográficas
Javier Barros: Máster en Teología Litúrgica por la Universidad Eclesiástica de San Dámaso, Madrid.
Profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Director del Programa de Pedagogía en
Religión Católica de la misma Universidad. Miembro de la Comisión Nacional de Liturgia
(Chile) y de la Asociación Chilena de Liturgistas.
Paola Corti: Doctora en Historia por la Université de Poitiers. Profesora de la Universidad Adolfo
Ibáñez. Investigadora en Arte Medieval y Arte Colonial Latinoamericano. En 2011, obtuvo la beca
Stipendienwerk ICALA-Lateinamerika Deutschland para investigar sobre ‘Katherina von Kleve’.
Co-investigadora en el proyecto financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de
Chile (CONICYT), para trabajar en las pinturas murales en las iglesias ubicadas entre Potosí y
Arica. Ha publicado: La pintura mural de Parinacota en el último bofedal de la Ruta de la Plata
(2013) en colaboración con otros investigadores, y numerosos artículos sobre arte medieval y
colonial.
Fernando Guzmán: Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Es profesor de arte
chileno en la Universidad Adolfo Ibáñez desde 2001. En 2012 y 2014 obtuvo financiamiento del
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile (CONICYT) para investigar las pinturas
murales en las iglesias entre Potosí y Arica. En 2016 fue Getty Scholar en el Instituto de Investigación Getty. Ha publicado: Representaciones del Paraíso, retablos en Chile, siglos XVIII y XIX, (2009),
La pintura mural de Parinacota en el último bofedal de la Ruta de la Plata (2013), en colaboración
con otros investigadores, y numerosos artículos sobre el arte chileno en los siglos XVIII y XIX.
Magdalena Pereira: Máster en Historia por la Universidad de Sevilla. Investigadora de la Fundación
Altiplano, trabaja en arte colonial latinoamericano e historia local. Co-investigadora en el proyecto
financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile (CONICYT), para trabajar en
las pinturas murales en las iglesias ubicadas entre Potosí y Arica. Ha publicado: Arica y Parinacota,
La iglesia en la Ruta de la Plata (2011) con R. Moreno, La pintura mural de Parinacota en el último
bofedal de la Ruta de la Plata (2013) en colaboración con otros investigadores, además de otros
libros y numerosos artículos sobre el arte chileno.
Agradecimientos
Esta investigacion forma parte del proyecto FONDECYT 1180293. Los autores agradecen
las observaciones de los pares evaluadores.
Archivos
ABNB Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia.
FS
Family Search, www.familysearch.org. Libro 1, Bautismos desde 1746 hasta 1756.
Libro 2, Bautismos desde mayo de 1766 hasta mayo de 1789. Carpeta: Bautismos
de Santiago de Curahuara de Carangas, 1753–1837
Textos citados
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