El nihilismo contemporáneo
¿el lado oscuro de la Postmodernidad?
Francisco Fernández Labastida
Juan Andrés Mercado
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(...) el relativismo (...) parece como la
única posición a la altura de los tiempos
modernos. Se va constituyendo una
dictadura del relativismo, que no reconoce
nada como definitivo, y que deja como
última medida solo el propio yo y sus
deseos.
Joseph Ratzinger, 18-IV-2005.
1 Consideraciones preliminares
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1.1 ¿Qué es la Postmodernidad filosófica?
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El adjetivo “postmoderno”, así como el sustantivo abstracto “postmodernismo”,
nacieron en el campo del arte y de la arquitectura. En este ámbito, han sido
utilizados para designar los estilos arquitectónicos y artísticos que sucedieron a
las llamadas corrientes “modernistas” de inicios del siglo XX. Sin embargo, su
uso se ha extendido poco a poco a otras áreas, como la literatura, la filosofía, la
educación y la política. Con la publicación en 1979 de La condición
postmoderna, de Jean-François Lyotard , el término postmoderno y la categoría
socio-histórica de la Postmodernidad también se han popularizado en el campo
de la filosofía. Actualmente, estos términos forman parte del lenguaje corriente,
y se han convertido en la etiqueta que califica los nuevos modos de pensar y de
vivir que conforman a la cultura actual. En ellos se manifiesta una nueva actitud
o sensibilidad, que es a la vez sustituto y superación del espíritu que vivificó la
cultura europea durante los siglos XVI-XIX .
Sin embargo, el uso del adjetivo postmoderno —en cuanto término filosófico
técnico— está caracterizado por una cierta ambigüedad, por lo que resulta con
frecuencia vago o confuso. Esto se debe, por una parte, a la heterogeneidad de
las realidades que son calificadas como postmodernas: estilos literarios, escuelas
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Profesor asociado de Historia de la filosofía contemporánea de la Universidad Pontificia
de la Santa Cruz (Roma).
Profesor asociado de Historia de la filosofía moderna de la misma universidad.
JEAN-FRANÇOIS LYOTARD , La condition postmoderne, Minuit, Paris 1979.
Alejandro Llano presenta en modo muy sugerente en su libro La nueva sensibilidad (EspasaCalpe, Madrid 1989) los aspectos positivos de la cultura postmoderna.
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de pintura o escultura, sensibilidades musicales, modos de vestir, programas o
agendas políticas, corrientes de pensamiento, etc. Por otra parte, el hecho mismo
de que lo postmoderno se defina en relación o en contraposición con lo moderno,
hace que, en cada caso, la idea de lo que es la Postmodernidad y la valoración
que le corresponde, dependan de la definición de Modernidad que se acepte y de
la actitud positiva o negativa que se tenga respecto a ella . Por esta razón, resulta
necesario analizar con atención las distintas teorías filosóficas que han sido
etiquetadas de postmodernas, para poder valorar los aspectos positivos y
negativos de sus críticas a la Modernidad. Sobre todo, porque con frecuencia la
crítica al pensamiento ilustrado por parte de algunas corrientes de pensamiento
de la Postmodernidad termina por negar la capacidad humana de conocer la
verdad. Como señala Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio, «según algunas
de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre
debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido,
caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica
demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan
incluso la certeza de la fe» .
Un amplio sector del pensamiento contemporáneo rechaza en bloque las
ideas e instituciones generadas en la Modernidad, que considera causa principal
de las guerras, de las ideologías y de los regímenes opresores que han lacerado el
siglo XX. Sin embargo, en su último libro —Memoria e identidad— Juan Pablo
II piensa que las críticas de algunos representantes de la Postmodernidad al
proyecto de la Ilustración han sido excesivamente negativas, porque no han
sabido distinguir ni apreciar lo que hay de valioso y positivo en el patrimonio
que nos ha legado la Modernidad: por ejemplo, el humanismo, la confianza en la
razón y la idea de progreso que se gestaron en su seno. Al mismo tiempo, resulta
un “verdadero drama” —señala allí mismo Juan Pablo II— que no pocos
pensadores ilustrados hayan puesto artificialmente estas ideas en contraposición
al Cristianismo, a pesar de que se generaron en su seno y se encuentran
profundamente enraizadas en él . Como se puede intuir de lo dicho hasta ahora,
el carácter ambivalente, o si se quiere, ambiguo, de la Postmodernidad es una
herencia que ha recibido de la Modernidad misma .
Entre los historiadores de la filosofía, es bastante común considerar que el
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Cfr. JUAN PABLO II, Fides et Ratio, 14-IX-1998, n. 91.
Ibídem.
Cfr. JUAN PABLO II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, La esfera
de los libros, Madrid 2005, p. 123. Sin soslayar las innumerables sombras de la Modernidad,
Charles Taylor intenta hacer ver los aspectos positivos del proyecto moderno, que continúan
y perfeccionan la tradición cristiana. Cfr. CHARLES TAYLOR, ¿Una Modernidad católica?,
«Ixtus» 48 (2004), pp. 28–48; Fuentes del yo — La construcción de la identidad moderna,
Paidós, Barcelona 1996.
Sobre la ambivalencia de lo moderno y lo postmoderno, véase, por ejemplo PETER
KOSLOWSKI, Die Ambivalenzen des Modernen und die Postmoderne als Philosophie, Stil und
Epoche, en PETER KOSLOWSKI — RICHARD SCHENK (Hrsg.), Ambivalenz — Ambiguität —
Postmodernität. Begrenzt eindeutiges Denken, Frommann-Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstatt
2004, pp. 3–41.
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experimento filosófico moderno, que inicia con el cogito cartesiano y alcanza su
momento más alto en criticismo kantiano, se concluye después de la muerte de
Hegel con el hundimiento del Idealismo absoluto. La Postmodernidad filosófica
se gesta el seno de la reacción antihegeliana de la segunda mitad del siglo XIX, y
adquiere su forma característica en los años que preceden a la Segunda Guerra
Mundial, gracias al pensamiento existencial de Martin Heidegger. En efecto,
muchas de las ideas que Heidegger y algunos filósofos contemporáneos —como,
por ejemplo, Michel Foucault, Jacques Derrida, Gianni Vattimo y Richard Rorty
— desarrollan extensamente, se encuentran ya, por lo menos en germen, en las
obras de pensadores de la segunda mitad del siglo diecinueve, como
Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche. Sin embargo, el paso de la Modernidad
a la Postmodernidad no ha sido algo abrupto, como tampoco lo fue en su
momento el final del Medioevo, unido inseparablemente al Renacimiento y a los
albores de la Modernidad. A lo largo del siglo XX conviven y se confrontan
formas de pensamiento que intentan superar los esquemas de la Modernidad —
como es el caso del nihilismo nietzscheano, de la filosofía existencial de
Heidegger, del existencialismo, de la hermenéutica filosófica de Hans-Georg
Gadamer y del deconstruccionismo de Jacques Derrida—, junto con claras
prolongaciones o transformaciones del proyecto moderno, como son el
neopositivismo, el marxismo, y la teoría crítica de la sociedad.
Como hemos apuntado brevemente en los párrafos precedentes, el
pensamiento postmoderno ha nacido como un replanteamiento de las categorías
fundamentales de la Modernidad, y con frecuencia, en una neta contraposición a
ellas. Por lo tanto, para poder entender la virulenta reacción de los pensadores
que en nuestros días han atacado el proyecto que cristalizó en la Ilustración, es
necesario describirlo en sus líneas generales.
1.2 Luces y sombras de la Modernidad
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En los siglos XVI y XVII, la aplicación del método experimental al
conocimiento de la naturaleza cambió lenta pero inexorablemente la visión del
mundo que hasta entonces había estado vigente en la cultura occidental. Con
ella, cambió también el lugar que el hombre ocupaba en el mundo y la actitud
del hombre hacia sí mismo. A medida que progresaban las ciencias de la
naturaleza, se desvanecía en el hombre moderno la conciencia de ser gobernado
por unas leyes trascendentes, es decir, dictadas desde un más allá de su
experiencia vital. Poco a poco se abandonaron las explicaciones de los
fenómenos naturales fundadas sobre causas metafísicas o teológicas. La
humanidad se descubría capaz de conocer y explicar las leyes que gobiernan los
fenómenos físicos, y por tanto, de predecirlos, y en muchos casos, de dirigirlos
para su propio provecho. Por otra parte, además de ser medio para alcanzar un
saber teórico, el método experimental de la ciencia moderna se reveló como un
instrumento práctico, que permitía al hombre explotar racionalmente los recursos
del mundo.
Con el avanzar de la Modernidad, el hombre se hacía cada vez más
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consciente de sus capacidades e ingenio, y de su libertad de acción con respecto
a las constricciones que le imponía la naturaleza. Por otra parte, el espíritu
optimista del racionalismo moderno produjo una difusa convicción de que la
dinámica generada por el conocimiento científico crearía un continuo avance del
saber, cuyos beneficios automáticamente se difundirían en todos los campos de
la vida del hombre. Este fenómeno tendría como consecuencia el progreso
cultural y social de la humanidad, con la consiguiente eliminación de las guerras
e injusticias. El progreso haría siempre más felices a todos y cada uno de los
hombres.
En ámbito filosófico, el yo consciente —racional y autónomo— pasó a
ocupar el lugar que hasta entonces había correspondido al alma humana. En el
centro de la vida consciente se colocaba a la razón, como la facultad por la cual
el yo se conoce a sí mismo y conoce el mundo que lo rodea. Para los filósofos
racionalistas, el conocimiento del mundo es un saber verdadero —es decir,
objetivo, y por tanto, científico— porque la razón es universal y autónoma
respecto de la experiencia. Más aún, la razón es el juez último no sólo de lo
verdadero, sino también de lo que es justo y bueno. Poco a poco, la experiencia
moral y estética del hombre eran reducidas a simples manifestaciones de la
racionalidad. En efecto, para muchos pensadores de la Modernidad, cuando la
razón hubiese reformado todo lo humano y lo gobernase con sabiduría, ya no
existirían más conflictos entre lo verdadero, lo bueno y lo bello. El resultado
final de este proceso llevaría consigo un aumento del saber, que a su vez
ensancharía la libertad de hombre, porque para el racionalismo la libertad
consiste en el conocimiento y en la obediencia a las leyes que la razón descubre
dentro de sí misma. El hombre moderno se siente libre de pensar como quiera,
de juzgarlo todo: tanto la sociedad y sus instituciones (la familia o el Estado),
como la religión, la ciencia y el arte. La dignidad y la autonomía del sujeto
racional se convierten en categorías fundamentales de la época moderna.
A nivel político, la cultura moderna se caracterizará por la gradual y positiva
afirmación universal de los derechos del hombre, concebidos como radicalmente
incondicionales. El derecho a la vida, a la libertad, a la autorrealización, a la
ciudadanía son independientes del sexo, de la cultura o de la religión del
individuo. No es una casualidad que la Modernidad haya sido la cuna de las
democracias contemporáneas. En el momento cumbre de la Ilustración, la
autonomía de la razón se enfrentará violentamente con las instituciones políticas,
sociales y religiosas del “ancien régime”, dando lugar a la Revolución Francesa.
1.3 La reacción contra la Modernidad
Este cuadro de optimismo, que había comenzado a mostrar sus contradicciones y
debilidades a finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa, en los
primeros decenios del siglo XX entró en una crisis profunda. Mientras, por una
parte, la ciencia daba pasos de gigante, alcanzando un conocimiento más
adecuado del mundo y del hombre, y permitiendo un mayor dominio de la
naturaleza por medio de sus aplicaciones tecnológicas, por otra parte la razón
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producía monstruos: hecatombes bélicas y exterminios de razas, clases sociales y
pueblos, “racionalmente” pensados y programados. En efecto, si miramos los
sucesos del siglo pasado, podemos constatar que la historia no ha marchado
según el programa previsto por los espíritus iluminados de la Ilustración. Parece
que, por el contrario, en vez de progreso ha habido un claro retroceso en muchos
ámbitos.
Además, el progreso económico y social continuos, que el triunfo de la
Razón había prometido para toda la humanidad, se convierten en una meta que
parece alejarse cada día más. Por muchas y complejas razones, no sólo
económicas, las desigualdades entre las sociedades desarrolladas y los países
pobres se agudizan. No parece que la economía liberal de mercado sea capaz,
por sí sola, de generar la justicia social. El mismo “Estado de Bienestar” de los
países del llamado primer mundo está en crisis, produciendo en la población una
sensación de falta de esperanza ante un futuro incierto y sin claras expectativas
de mejora.
Por otra parte, los fracasos prácticos de la Modernidad han favorecido la
difusión de una actitud de escepticismo ante la posibilidad de conocer la verdad.
A los ojos de muchos, el credo optimista de la Ilustración y su confianza
ilimitada en la razón se revelan como unas piezas más que habrá que colocar en
el museo de las utopías de la humanidad. La crítica radical del proyecto
filosófico de la Modernidad, que con gran clarividencia llevan a cabo pensadores
como Nietzsche y Heidegger, a la vez que pone al desnudo sus contradicciones e
incoherencias, sin embargo va mucho más lejos. En ella se encierra la negación
de toda posibilidad de acceso racional a la realidad, así como la existencia
misma de un sentido de la realidad cuyo fundamento se encuentre más allá de la
experiencia mundana del hombre.
Es verdad que el camino emprendido por la Modernidad para fundamentar la
verdad era reductivo, y que las pretensiones de la razón moderna han resultado
excesivas. Sin embargo, sería un error deducir, partiendo del descrédito en el que
ha caído el proyecto moderno, que estos conceptos sean en sí mismos
irrelevantes, o que el deseo y la búsqueda de la verdad sean algo nocivo para el
hombre. Los horrores producidos por las ideologías y la actual crisis de
esperanza representan sólo el fracaso del modo como el racionalismo moderno
ha concebido la verdad y la razón, y de la manera como ha querido ponerlas en
práctica. La conocida fábula de la zorra y las uvas refleja muy bien la reacción
postmoderna de desencanto ante la razón: la zorra, mientras se alejaba de la viña
después de haber intentado infructuosamente alcanzar un tentador racimo de
uvas, se repetía dentro de sí, para darse ánimos: “qué importa, las uvas están
verdes”. Del mismo modo, sería un autoengaño y una comodidad si quisiéramos
justificar el fracaso del proyecto de la Ilustración escudándonos en un
razonamiento análogo. De este fracaso no podemos deducir la “consoladora”
conclusión de que no vale la pena esforzarse en buscar un sentido a la realidad,
porque ésta, al final de cuentas, carece de sentido.
Dado que la buena parte de la filosofía postmoderna es una reacción de
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rechazo y de replanteamiento de las categorías filosóficas y culturales de la
Modernidad, es importante tener frescas en la mente, por lo menos en sus líneas
generales, las ideas más significativas de ese periodo, para poder comprender el
alcance y el sentido de las propuestas de la filosofía contemporánea. En estas
páginas intentaremos primero dar una visión rápida del proceso que ha
conducido a la cultura occidental al estado actual de difuso relativismo y
escepticismo . Con esta finalidad, dedicaremos la siguiente sección a recorrer la
historia del racionalismo moderno y su posterior hundimiento en la actual crisis
nihilista, siguiendo la ruta marcada por cinco grandes hitos: Descartes, Kant,
Hegel, Nietzsche y Heidegger. Sin embargo, al tratar a estos autores nos
detendremos sólo en algunos aspectos de su pensamiento. No es nuestra
intención hacer una “historia de la filosofía” de los últimos siglos. La riqueza de
posiciones que caracteriza la historia del pensamiento moderno y
contemporáneo, que por otra parte presenta tantos aspectos positivos, no puede
ser abarcada mínimamente en un escrito de este tipo.
En un segundo momento, presentaremos en sus líneas generales las ideas de
algunos representantes del pensamiento postmoderno que sostienen posiciones
escépticas o nihilistas: Michel Foucault, Jacques Derrida, Gianni Vattimo y
Richard Rorty. Dedicaremos una atención especial a cómo la verdad y la razón
se articulan en el pensamiento de dichos autores. No pretendemos analizar en su
conjunto la variada y compleja obra de cada uno de ellos, ni tampoco emitir un
juicio definitivo o global de su pensamiento, y menos aún señalar todas sus
implicaciones morales o teológicas. Entablar una discusión detallada implica un
desarrollo de nociones metafísicas, antropológicas y éticas que supondría sendos
estudios especializados. Nuestra experiencia en la presentación de las diversas
facetas del pensamiento postmoderno en las aulas nos ha enseñado que no
existen recetas simples para afrontar cuestiones tan complejas.
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A veces, la percepción de los contornos que delimitan el significado de conceptos como relativismo, subjetivismo, escepticismo, etc., no es muy clara. El siguiente glosario puede ser útil
para distinguir sus distintos matices:
(a) relativismo: sostiene la incapacidad de conocer verdades absolutas. Toda afirmación depende de otra(s), ya sea del momento histórico en que ha sido hecha (historicismo); o de la
cultura en la que se da (relativismo cultural); o del sujeto que la sostiene (subjetivismo). El
conocimiento consiste, en todo caso, en el establecimiento de relaciones entre hechos o experiencias humanas.
(b) escepticismo: afirma que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla. En algunas propuestas se presenta como una búsqueda sin término, como una empresa cuya belleza consiste en el romántico empeño por investigar a sabiendas de que no se al canzará nada definitivo.
(c) agnosticismo: declara inaccesible al entendimiento humano algunos sectores de la realidad, normalmente todo aquello que trasciende la experiencia, y especialmente, Dios.
Quien esté interesado en profundizar en las diversas facetas que presenta el relativismo contemporáneo, puede consultar el artículo GIUSEPPE DE ROSA S.I., Il relativismo moderno, «La
Civiltà Cattolica», 2005 III (quaderno 3726, 17 settembre 2005), pp. 455–468.
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2 La génesis del racionalismo moderno
2.1 La revolución cartesiana de la filosofía
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La fecundidad del método científico aplicado al conocimiento de la naturaleza
no pasó inadvertida a los filósofos del siglo XVII. La ciencia moderna sometía a
un examen crítico tanto los principios sobre los que se fundamentaba, como los
resultados que obtenía. En cambio, la filosofía clásica era incapaz de justificar
sus presupuestos y sus afirmaciones de modo análogo. René Descartes —que
con el descubrimiento de la geometría analítica ha contribuido grandemente al
desarrollo de la ciencia—, quiso fundar de nuevo la filosofía, pero ahora sobre el
cimiento firme de un método que garantizase la solidez de los resultados
obtenidos. Descartes estaba convencido de que la filosofía alcanzaría un
conocimiento cierto e indudable acerca de la realidad sólo si utilizaba un método
racional, es decir, un método que fuese aplicable universalmente a todos los
objetos del conocimiento, y que al mismo tiempo fuese independiente, tanto de
de las contingencias de la experiencia sensible, como de la subjetividad
individual.
El método filosófico que Descartes desarrolló a tal efecto consiste en un
cuidadoso procedimiento de análisis y síntesis de nuestras ideas, con la finalidad
de poner en evidencia su fundamento racional. Dicho método hace de los
conceptos de evidencia y certeza el criterio basilar para poder reconocer la
verdad del saber acerca de un objeto dado. Si nuestros presuntos conocimientos
no son “certificados” por el método, no podremos confiar en su verdad. Por esta
razón, Descartes considera necesario que el sujeto suspenda toda certeza sobre la
evidencia de sus conocimientos, sometiéndolos a la prueba del método, como
primera medida para alcanzar la verdad. La duda cartesiana no es una duda
escéptica que niega la posibilidad de conocer la verdad, sino más bien una duda
metódica, que mira con ojo crítico el saber, no para negar su posibilidad, sino
para fundamentarlo científicamente.
Después de haber aplicado a los distintos conocimientos la duda metódica,
poniendo a prueba la evidencia de su verdad, Descartes llegó a la evidencia que
consideró primaria y fundamental, porque goza de una total certeza: yo pienso,
independientemente de la certeza o evidencia que pueda tener de la realidad de
lo que mis pensamientos expresan, y si pienso, existo (Cogito, ergo sum). Para
Descartes, la intuición que el sujeto tiene de la propia realidad en cuanto ser
pensante no es una abstracción, sino que el pensar mismo es el acto que
constituye al sujeto, al yo que piensa. De esta manera, Descartes describe al
sujeto pensante como una substancia cuya esencia o naturaleza es solamente
pensar, y que, en cuanto ser pensante (res cogitans), no está confinado en ningún
lugar y no depende de ninguna realidad de orden material (res extensa) .
Para Descartes las ideas que pueblan la mente humana no pueden ser el fruto
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Cfr. RENÉ DESCARTES, Discurso del método, 4ª parte.
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de las impresiones que las cosas producen en los sentidos, porque por su misma
naturaleza la materia (res extensa) y el espíritu (res cogitans) no pueden entrar
en contacto. Descartes es consciente de que la evidencia y certeza que el sujeto
tiene de su propia existencia (el cogito) no bastan para garantizar un
conocimiento cierto y evidente de un mundo independiente del pensamiento, con
el cual superar la duda acerca de su existencia real. Ahora bien, Descartes
encuentra la salida del escepticismo gracias a la segunda idea cierta y evidente
de su sistema filosófico: la idea de Dios. En efecto, para el filósofo y matemático
francés, la experiencia de la propia contingencia y limitación se opone en el yo
en cuanto ser pensante a la idea de un ser eterno y perfecto. En modo análogo al
argumento del Proslogion de San Anselmo, Descartes concluye que no puede
existir la idea de un ser sumamente perfecto sin que éste exista realmente , pues
sin la existencia real ésta no sería de verdad la idea de un ser sumamente
perfecto. Así, nosotros estamos seguros de la existencia de Dios porque
percibimos en nosotros la evidencia de la idea de la perfección divina. Además,
si analizamos los atributos de la idea innata que tenemos de Dios, llegaremos a
la conclusión de que Dios es el origen último de nuestras ideas y el garante
absoluto de la posibilidad de alcanzar un conocimiento claro y distinto de la
realidad que dichas ideas representan .
Para Descartes, aunque se dé una adecuación de la idea con la realidad, el
criterio que garantiza la verdad de la idea no es un juicio que ponga en relación
la idea contenida en la mente con la cosa real. Descartes ha declarado imposible
que la res cogitans entre en relación con la res extensa. La garantía de la verdad
del ser de la idea es su evidencia y certeza, que no ha sido producida por ninguna
experiencia sensible, y que por tanto debemos considerar innata, es decir,
deducida a partir del ser mismo del sujeto pensante, que ha sido creado por Dios.
De este modo, el método cartesiano ha conducido a un cambio radical en el
modo de concebir la verdad. Al poner como condición para conocer la verdad de
una idea como verdadero, que ésta pueda ser sometida a verificación, o sea, que
pueda ser demostrada metódicamente según criterios que pertenecen a la sola
razón, la verdad de lo conocido necesariamente deja de depender de su
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Cfr. RENÉ DESCARTES, Principia philosophiae, I, 14.
Étienne Gilson, buen conocedor del pensamiento de Descartes, comenta con una cierta dosis
de ironía la deducción cartesiana de la existencia de Dios: «Es sabido que Descartes despreciaba la historia, pero en este caso la historia le ha pagado con la misma moneda. Si hubiera
excavado mínimamente en el pasado de su idea de Dios, inmediatamente se habría dado
cuenta de que, si bien todos los hombres tienen una cierta idea de la divinidad, ni todos, ni
siempre, tienen una idea cristiana de Dios. Si todos los hombres tuvieran tal idea de Dios,
Moisés no habría preguntado a Yahweh su nombre, o Yahweh le habría respondido: “¡Vaya
pregunta estúpida! Si lo sabes muy bien”. Preocupado por preservar de cualquier tipo de
contaminación con la fe cristiana la pureza racional de su metafísica, Descartes decretó sim plemente la universal presencia innata de la definición cristiana de Dios. Como las ideas innatas de Platón, la idea innata de Dios de Descartes es una reminiscencia; pero no la reminiscencia de una idea contemplada por el alma en una vida precedente, sino simplemente la re miniscencia de lo que había aprendido de niño en la iglesia» [ÉTIENNE GILSON, Dio e la filosofia, Editrice Massimo, Milano 1984, pp. 81–82].
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adecuación o correspondencia con el ser de la realidad a la que se refiere . La
verdad del conocer no está en relación con el ser del objeto conocido —como
había sido en el periodo precartesiano—, sino que ésta reside únicamente en el
pensar del sujeto cognoscente.
Además, la división de la realidad en dos ámbitos contrapuestos —la res
extensa (materia) y la res cogitans (espíritu)— que el mismo Descartes
introdujo, se convirtió gradualmente en un auténtico dualismo gnoseológico, que
opone el yo como sujeto activo del conocimiento al conjunto de los objetos que
conoce y que componen el mundo. Más aún, la distinción cartesiana entre
realidades físicas y realidades espirituales dejó a las primeras en una situación de
inercia y esterilidad: la res extensa es pura materia, y todo lo cualitativo depende
del espíritu humano. La tendencia a ignorar el hecho de que las cosas tienen un
sentido y una significación propia (un orden) llevó poco a poco a una
radicalización del subjetivismo y a una “cosificación” de todas las realidades
materiales . Por otra parte, y aunque pueda parecer paradójico, el proyecto
cartesiano era eminentemente práctico, porque para Descartes el conocimiento
de la realidad no tenía una finalidad contemplativa. En efecto, se trata de saber
para poder actuar de modo racional, es decir, de modo tal que la inteligencia sea
capaz de guiar a la acción de la voluntad. Como afirma en un célebre pasaje del
Discurso del método, la nueva filosofía debe servir para hacernos señores y
posesores de la naturaleza .
Descartes llevó a cabo una verdadera revolución en el modo de hacer y de
comprender la filosofía. Desde entonces, para todo aquel que acepte su punto de
partida, el fundamento de la verdad del conocimiento se encuentra sólo en el ser
del sujeto mismo en cuanto ser pensante . Como consecuencia, si lo primordial
para el saber es la actividad del ens cogitans, la filosofía es sólo un saber de lo
pensado. Como señala con acierto Juan Pablo II, «después de Descartes, la
filosofía se convierte en una ciencia del pensamiento puro: todo lo que es esse —
ya se trate del mundo creado o del Creador— se queda en el campo del cogito,
como contenido de la conciencia humana. La filosofía se ocupa de los seres en
cuanto contenidos de la conciencia, y no en cuanto existentes fuera de ella» .
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La medieval adæquatio rei et intellectus afirma simplemente que la verdad consiste en la correspondencia o adecuación de los conceptos y representaciones de nuestro intelecto con la
realidad conocida, es decir, en la afirmación o negación de la existencia de un estado de cosas, cuyo ser es independiente del hecho de ser aprehendido por nuestro intelecto. Por eso,
aunque la verdad resida en el intelecto que la conoce, ella se funda en el ser de las cosas existentes, y no en en su ser intramental, es decir, en cuanto representaciones (Cfr. SANTO TOMÁS
DE AQUINO, Super Sent. lib. 1 d. 19 q. 5 a. 1 ad 7).
Cfr. JUAN ANDRÉS MERCADO, Autenticidad moderna y autenticidad cristiana, en «Ixtus» 48
(2004), p. 79.
Cfr. RENÉ DESCARTES, Discurso del método, 6ª parte.
La gnoseología cartesiana tiende a una excesiva espiritualización del conocimiento. A este
respecto, es muy ilustrativa la exposición del paralelismo entre el conocimiento humano, tal y
como lo concibe Descartes, y el conocimiento angélico, que hace Jacques Maritain en su obra
Tres reformadores (Lutero, Descartes, Rousseau) [Club de Lectores, Buenos Aires 1986].
JUAN PABLO II, Memoria e identidad, cit., pp. 21–22.
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Así, al centrar la verdad en la certeza que produce la evidencia de lo conocido, la
filosofía se dirige velozmente a la total inmanentización en la conciencia de la
verdad del conocimiento. Todo aquello que no puede ser fundamentado en la
sola conciencia queda fuera de lo que puede ser conocido. En el momento
culminante de la Modernidad, Immanuel Kant llevará a sus últimas
consecuencias las premisas del punto de partida cartesiano.
2.2 Kant y el giro copernicano de la filosofía
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La revolución iniciada por Descartes culmina con el giro copernicano de la
filosofía, que Immanuel Kant lleva a cabo, al hacer del sujeto en cuanto cogito
(Ich denke, “yo pienso”) el fundamento último del conocimiento. Aunque para
Kant no sea posible el conocimiento sin el concurso de la experiencia sensible,
sin embargo la verdad de lo conocido depende sólo de estructuras inmanentes de
la conciencia: las formas puras de la sensibilidad y categorías del intelecto. Kant
caracteriza dichas estructuras como trascendentales y a priori respecto al
conocimiento, es decir, como estructuras universales y comunes a todos los seres
racionales, independientes y anteriores tanto a la experiencia sensible como al yo
empírico e individual que conoce.
Kant describe el proceso del conocimiento humano de la siguiente manera: al
inicio, la sensibilidad pone orden en los múltiples datos sensoriales por medio de
sus formas puras —el espacio y el tiempo—, creando el objeto de la percepción
sensible, que Kant llama fenómeno (aparición o manifestación). En un segundo
momento, el intelecto da forma al conocimiento unificando y ordenando en
modo discursivo y lógico los fenómenos producidos por la sensibilidad, por
medio de unas categorías propias, que son independientes y previas (a priori) a
la experiencia sensible. Tales categorías son, por ejemplo, las ideas de unidad y
pluralidad, la ideas de causa y efecto, etc.
En la explicación kantiana del conocimiento, las ideas de Dios, alma y
mundo, que carecen de un fundamento directo en la experiencia sensible
humana, no pueden ser “verdaderas”. Es imposible “verificar” cualquier
afirmación de carácter meta-físico, es decir, aquellos enunciados cuyo
fundamento último se encuentre en un más allá de la experiencia sensible. De
esta manera, falta el fundamento real de nuestro saber acerca de Dios, el alma
espiritual, la inmortalidad, etc. Sin embargo, aunque sean meras creencias o
ideas cuya justificación se encuentra en la fe sobrenatural o en la simple
afirmación de la voluntad, estos conceptos desempeñan un papel indispensable
en la gnoseología del filósofo de Königsberg. Su función es ser ideas reguladoras
de la razón, es decir, ideas a priori que permiten que el conjunto de la
experiencia humana tenga unidad y sentido.
El hombre no conoce la cosa en sí —que Kant llama noúmeno—, sino sólo
su aparecer en la conciencia, determinado por las estructuras trascendentales
innatas. Lo que las cosas sean en sí, no es objeto posible de conocimiento. Desde
esta nueva perspectiva, más que conocer la realidad, el hombre “produce” el
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conocimiento acerca de la realidad. En efecto, si la subjetividad trascendental
impone las condiciones de la verdad a la experiencia, al final de cuentas el sujeto
no “conoce” la verdad, sino que más bien la “construye”. El mundo material está
desvinculado, y el hombre se convierte en el arquitecto de los nexos entre las
cosas . En esto consiste exactamente la revolución copernicana de la filosofía: el
hombre se pone en el centro del saber. La conciencia dicta sus condiciones a la
realidad, y no al revés, como había sido para buena parte de la filosofía hasta el
inicio de la Modernidad.
De manera análoga, Kant afirma que los principios éticos que deben regir la
acción humana, determinando lo que es bueno y lo que es malo, no se pueden
originar a partir del conocimiento sensible o de la voluntad del individuo
concreto, pues carecerían de valor universal, sino que se fundamentan en unas
estructuras trascendentales —es decir, pertenecientes al yo trascendental de todo
ser racional—, propias en este caso de la voluntad: los imperativos categóricos.
Sin embargo, ante la experiencia del aparente triunfo del mal en el mundo, Kant
es consciente de la insuficiencia de la presencia del imperativo categórico para
vivir la vida moral. Para dar sentido a la acción moral y hacer posible el ejercicio
de la razón práctica, el filósofo de Königsberg introduce las ideas de Dios y de la
inmortalidad del alma humana como sus postulados (es decir, principios no
demostrados) necesarios. El resultado de la neta separación entre el saber
especulativo y la razón práctica será el confinamiento del deber moral en el
ámbito de la razón práctica, que está ligada sólo a la voluntad. En consecuencia,
no podremos hablar jamás de “verdades” morales, pues para Kant la
consideración del bien desde un punto de vista teorético carece de sentido.
Finalmente, en los esquemas gnoseológicos kantianos la apreciación de la
belleza pertenece al ámbito del sentimiento, que es a su vez distinto e
independiente tanto del intelecto como de la voluntad. De nuevo, los criterios
para juzgar lo que es bello no tienen nada que ver con las categorías del intelecto
o con los imperativos de la razón práctica. El resultado final es que en el seno
del trascendentalismo kantiano la Belleza, la Verdad y el Bien —que para la
filosofía medieval eran trascendentales del ser— se han convertido en ámbitos
de la experiencia humana independientes e incomunicables entre sí.
Kant se proponía combatir el escepticismo empirista, fundamentando tanto la
capacidad de conocer como la autonomía moral del hombre. Su filosofía crítica
tenía como objetivo la explicación de las dos únicas realidades que le causaban
admiración: la presencia de ley moral en el seno de su conciencia y la grandeza e
inmensidad del cosmos que lo rodeaba . Sin embargo, la solución kantiana
comportó la quiebra definitiva de la unidad interna del ser humano, al hacer
difícil, si no imposible, la comunicación entre el intelecto, la voluntad y el
sentimiento en el seno de la experiencia consciente, obstaculizando de esta
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Cfr. JUAN ANDRÉS MERCADO, Autenticidad moderna y autenticidad cristiana, cit., p. 79.
«El cielo estrellado sobre mi cabeza, y la ley moral en mi corazón» («Der bestirnte Himmel
über mir, und das moralische Gesetz in mir» [IMMANUEL KANT, Crítica de la razón práctica,
epílogo]).
11
manera el acceso del hombre a la verdad como experiencia del ser de la realidad.
Por otra parte, la afirmación kantiana de la existencia de una cosa en sí,
independiente del sujeto cognoscente era problemática. Ante los ojos de sus
sucesores el noúmeno se presentaba como una incoherente incrustación
dogmática en el criticismo del filósofo de Königsberg. El Idealismo se encargará
de remover inmediatamente esa piedra de escándalo.
2.3 El Idealismo absoluto y el final de la Modernidad
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La afirmación kantiana de la existencia de realidades independientes de la
facultad de representación (los noúmenos), y por tanto incognoscibles en sí
mismas, va más allá de las posibilidades del pensamiento. Su existencia es pura
fantasía. Por el contrario, si de verdad se quiere ser consecuentes, hay que
afirmar que lo que llamamos mundo extramental es un producto de la actividad
del pensamiento. Haciendo estos razonamientos, Johann Gottlieb Fichte (1762–
1814) llevaba a sus últimas consecuencias las premisas de la revolución
copernicana en filosofía.
Pero, ¿qué significa que el mundo sea producto del pensamiento?
Evidentemente, el pensamiento al que los filósofos del Idealismo hacen
referencia no puede ser la mente del individuo singular y finito. Cuando éstos
hablan de pensamiento o de razón, se refieren a un sujeto supraindividual,
absoluto e infinito. Primero, por obra de Fichte, el yo trascendental kantiano se
transforma en Yo Absoluto, concebido como actividad pura. Posteriormente,
Friedrich W. J. Schelling (1775–1854) unifica yo y mundo, naturaleza y espíritu
en el seno del Absoluto. Finalmente, Georg W. F. Hegel (1770–1831) sintetizará
las intuiciones de sus predecesores en el Espíritu Absoluto. Sin embargo, en los
tres casos se trata siempre de un único principio metafísico que, al mismo tiempo
que fundamenta el ser de la realidad que experimentamos, es el punto de partida
de todo conocimiento o saber acerca de la realidad misma. Así, aunque parezca
una paradoja, el pensamiento filosófico moderno, que huía de la metafísica,
termina por volver a ella. Pero no se trata de un retorno a la metafísica platónicoaristotélica, vigente en la cultura occidental hasta los inicios de la Modernidad,
sino a una metafísica monista, es decir, que explica la totalidad a partir de la
absoluta unidad del ser.
Es importante subrayar el elemento teológico del Idealismo. Antes que
filósofos, sus representantes más importantes —Fichte, Schelling y Hegel—
fueron teólogos, y la perspectiva teológica —de índole gnóstica, como han
interpretado algunos— estuvo siempre presente en el origen de los problemas
que abordaron, y en las soluciones que propusieron para ellos. En esta línea, la
tarea que Hegel se impuso se puede resumir como un intento de comprender a
Dios a través de lo mundano, de encontrar lo infinito y eterno en lo finito y
temporal. Para lograrlo, Hegel se apoya un dogma de la revelación cristiana: la
Encarnación del Verbo. En Jesucristo lo infinito se hace finito, lo eterno,
temporal. El Absoluto sale de sí mismo para encarnarse: Dios se anonada, pero
después resucita y vuelve a la gloria. En un proceso interno del Espíritu, «lo
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absoluto sale de su intimidad, del juego eterno de amor hacia sí mismo y,
anonadándose a sí mismo, se hace carne, es decir, pasa a lo finito y se pierde en
la naturaleza, para reencontrarse en la historia humana. De este modo, el círculo
se cierra y el final coincide con el principio. El cielo ha bajado a la tierra y la
tierra ha subido al cielo» . Dios es el sujeto de este proceso de encarnación,
anonadamiento y exaltación, que se identifica con el conjunto de la historia del
mundo y de la humanidad. Como resulta evidente, Hegel fuerza el sentido de
este dogma fundamental del cristianismo, pues la incorporación dentro de su
sistema filosófico de este misterio de la fe cristiana elimina la trascendencia
divina, y despoja de su unicidad histórica a la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad hecha hombre.
Para justificar filosóficamente la resolución de lo infinito en lo finito y de la
finitud en la infinidad, Hegel parte de la constatación del hecho de que finito e
infinito son conceptos relativos, es decir, interdependientes. Porque sólo frente a
la idea de infinito es posible entender qué puede significar la finitud, y viceversa,
para vislumbrar la infinitud es necesario ponerla en relación con lo finito. El
Absoluto hegeliano no es una realidad impenetrable que existe detrás de sus
manifestaciones. Apariencia (fenómeno) y realidad (noúmeno) son, en el fondo,
la misma cosa. El noúmeno no produce el fenómeno o se esconde detrás de él,
sino que en él se manifiesta. No sólo se relaciona dialécticamente con su
manifestación, sino que simplemente se identifica con ella. Por lo tanto, el
conocimiento fenoménico es conocimiento de la realidad. Como se puede ver, en
la base del Idealismo alemán podemos descubrir una recobrada confianza en el
poder ilimitado de la razón, que llevará a Hegel a afirmar un conocimiento
absoluto del Absoluto mediante la especulación filosófica.
La realidad que Hegel postula es un proceso dialéctico, en el que el Espíritu
se despliega en una sucesión de manifestaciones que no son episodios inconexos,
ni tampoco un simple sucederse aleatorio o caótico de formas contradictorias,
sino un desarrollo continuo y vital. Más aún, el modo mismo de la evolución del
Espíritu expresa en sí la racionalidad del pensamiento. El movimiento interno
del Espíritu sigue un ritmo dialéctico —la famosa tríada tesis-antítesis-síntesis
—, que regula la sucesión de sus figuras o apariciones: los distintos avatares del
Espíritu incluyen en sí sus precedentes manifestaciones. Así, en cada nueva
figura del Espíritu se contienen las anteriores síntesis, pero sublimadas en un
nivel superior, en el que se superan sus aparentes contradicciones.
El despliegue de la vida del Absoluto en la naturaleza y en las vicisitudes de
la humanidad sigue siempre esta pauta racional. En la naturaleza y en la historia
se encuentran esculpidas las leyes de la lógica y de la dialéctica. La vida del
Espíritu es el proceso continuo y necesario de su autorrealización, que culmina
en la total toma de conciencia de sí mismo. El Absoluto es razón (Vernunft) que
se conoce a sí misma a través de su propio proceso vital. Absoluto y razón se
identifican en el proceso dialéctico. El saber que el Espíritu tiene de sí en cuanto
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EUSEBI COLOMER, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, Volumen 2: Fichte, Schelling y Hegel, Herder, Barcelona 1995², p. 145.
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Absoluto es la máxima expresión de la racionalidad: es la Verdad misma. Ahora
bien, si el Absoluto es la totalidad, y la totalidad es Espíritu que se conoce a sí
mismo, entonces realidad y racionalidad son sólo dos modos distintos de
considerar el todo. Esto es, en el fondo, el significado profundo de la famosa y
lacónica frase de Hegel, recogida en su obra Líneas fundamentales de la
filosofía del derecho: «todo lo racional es real, y todo lo real es racional».
Prosiguiendo el camino que Fichte y Schelling habían emprendido, Hegel
intentó abarcar la totalidad en un sistema de pensamiento, y así resolver las
escisiones heredadas de la filosofía de sus predecesores. En este sentido, no se
puede negar que gracias a él la filosofía volvió a gozar de un objeto universal.
Sin embargo, el idealismo alemán no logró superar realmente las escisiones
modernas entre teoría y vida, razón y voluntad, naturaleza e historia. Por el
contrario, a pesar de las intenciones de sus autores, consumó la tendencia
intelectualista de la Ilustración. La afirmación hegeliana de la identidad entre lo
real y lo racional representa el climax del racionalismo moderno, y su tentativa
de comprender la vida no pasa de ser una mera racionalización e
intelectualización de la realidad.
De este modo, Hegel ha llevado a cabo una original síntesis de la filosofía
del ser y la filosofía del sujeto de la Modernidad. Sin embargo, el precio que ha
pagado es demasiado alto: la eliminación de la trascendencia divina. Al
identificar al Absoluto con el devenir mismo de la entera realidad, Hegel ha
eliminado la distinción neta —sobre la que se fundamenta la filosofía cristiana—
entre Dios Creador, Omnipotente, Soberano, y la realidad creada, finita y
contingente. El Absoluto hegeliano no es el Acto Puro sin mezcla de potencia del
que habla la metafísica aristotélico-tomista, cuyo ser es inconmensurable con el
ser de la realidad finita. No hay problema si se quiere llamar dios a este Espíritu,
pero hay que hacerlo con la plena conciencia de que se trata de un dios que tiene
poco que ver con el Dios de la fe cristiana. Por el contrario, lo que Hegel postula
es un panenteísmo: Dios, el mundo y el hombre están involucrados en una
misma y única realidad, no estática sino dinámica, que tiende hacia la
autoconciencia universal, que alcanza a través del hombre. La demarcación entre
lo divino y lo humano, entre Dios y el mundo se difumina. Todo es
manifestación de la vida del Espíritu, que evoluciona en el devenir mismo de la
historia, entendida como sistema que se perfecciona dialécticamente en un
progreso ininterrumpido hacia su culminación en la libertad absoluta.
La ambigüedad de este panenteísmo será una de las causas de la casi
inmediata fragmentación y transformación del sistema hegeliano después de la
muerte de su autor. En efecto, el Absoluto puede ser interpretado sin grandes
dificultades en clave antropológica radical, como efectivamente hizo Ludwig
Feuerbach (1804–1872), o reducido a puro materialismo, como fue el caso de la
filosofía de Karl Marx (1818-1883).
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3 La deriva nihilista de la Modernidad
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Como acabamos de señalar, el intento hegeliano de una filosofía universal y
omnicomprehensiva se demostró bien pronto objeto de críticas y de proyectos
alternativos. Porque, al afirmar la prioridad del todo sobre lo particular,
sujetando el curso de la historia y las manifestaciones de la naturaleza al devenir
dialéctico de la Idea, el resultado que Hegel obtuvo fue un sistema lógicoracionalista que no hacía justicia a la realidad.
Las soluciones forzadas del hegelianismo desencadenarán una serie de
reacciones contrarias, sobre las que se fundamentarán las principales líneas del
pensamiento filosófico del siglo XX. Entre ellas destacan las reflexiones de un
solitario pensador danés, Søren Kierkegaard (1813–1855), que lleva a cabo una
crítica profunda del monismo hegeliano, y en concreto del primado de la
totalidad sobre los individuos y de la razón sobre la fe. La afirmación de la
distancia absoluta entre Dios y el mundo, entre el Creador y la criatura es de
importancia decisiva para Kierkegaard, que se acompaña en su pensamiento de
una viva conciencia de los límites inherentes a la razón humana para comprender
de modo exhaustivo al Absoluto trascendente. Desde esta perspectiva, el
individuo particular —la persona humana— no podrá jamás ser un simple
momento del proceso dialéctico del Absoluto, pues entre Dios y el hombre existe
un abismo. Sin embargo, para este filósofo profundamente cristiano, a pesar de
ese abismo, Dios se manifiesta a los hombres, los interpela. El hombre posee
toda la dignidad de un ser creado que ha sido llamado a una relación personal
con su creador. De esta manera, Kierkegaard recuperaba la prioridad de la fe en
la relación entre el hombre y Dios, y al mismo tiempo ponía los cimientos de la
futura filosofía existencialista.
La larga vida de Arthur Schopenhauer (1788–1860) lo hizo contemporáneo
de Hegel y uno de los protagonistas de la reacción anti-hegeliana de la segunda
mitad del siglo XIX. Desde una perspectiva opuesta a la de Kierkegaard,
Schopenhauer articula una protesta clara contra el pretendido sentido racional de
la historia y de la existencia humana. No es la razón infinita, sino por el
contrario, una voluntad universal ciega y arbitraria la que gobierna el mundo, y
destina a los hombres a una vida de sufrimiento y desesperación. Schopenhauer,
como es bien sabido, ejercerá una influencia profunda en Friedrich Nietzsche
(1844–1900), quien llevará la crítica de la razón hasta extremos insospechados.
Como veremos a continuación, este filósofo alemán efectuará una labor
exhaustiva de desenmascaramiento de lo que considera las motivaciones ocultas
de la tradición espiritual de Occidente, para intentar demostrar la falsedad y lo
absurdo de la visión trascendente de la realidad. En efecto, con Nietzsche se
consumará un cambio aún más profundo que la revolución copernicana de Kant,
pues la filosofía misma entrará en un crisis.
3.1 El nihilismo nietzscheano
A la pregunta, ¿Qué es en verdad la vida?, Friedrich Nietzsche responde: la vida
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es un absurdo, un sinsentido. La explicación que la filosofía platónicoaristotélica y la fe cristiana han dado acerca del mundo y de la existencia
humana está radicalmente equivocada, pues se encuentra viciada desde sus
orígenes. La existencia de un fundamento divino y trascendente del sentido de la
vida que éstas sostienen es una gran mentira que se debe desenmascarar. En
cambio, Nietzsche quiere dar a la vida un fundamento nuevo, inmanente, pegado
a la tierra, y para eso hará saltar por los aires el sentido trascendente de la vida.
Según este pensador, la filosofía occidental, desde Platón hasta Kant, ha
puesto siempre el problema del ser y del valor en relación con Dios. Pero ahora
ha llegado el momento de afirmar que Dios ha muerto, porque los hombres —al
menos los más sabios e intuitivos— se han dado cuenta de que la divinidad
imaginaria que habían inventado es incapaz de dar un sentido a sus vidas. El
hombre debe reconocer que su vida es finita y no posee ninguna finalidad
ultraterrena, en vez de esperar en una vida futura, en la que Dios colmará y
consolará a quienes han seguido la voluntad divina en esta tierra. La seguridad
existencial que se fundaba en tal explicación de la vida ha desaparecido. El
sentido de la vida no se apoya en algo que esté más allá de este mundo. Por eso,
la realidad que experimentamos carece de un fin o un orden predeterminados,
porque detrás de ella no hay ningún creador u ordenador providente. El mundo
trascendente, considerado el mundo “real” por platónicos y cristianos y, en
menor grado, por los kantianos, ya no existe más. De esta manera, el mundo
“aparente” —sensible, empírico— se ha transformado en el único mundo real .
Siguiendo más o menos estos razonamientos, Nietzsche describe el proceso
mediante el cual la intelectualidad desencantada de la tarda Modernidad “ha
matado” a Dios. La constatación de este “acontecimiento” —como Nietzsche
llama a la “muerte” de Dios— significa, desde un punto de vista metafísico, que
el mundo trascendente se ha desmoronado; en cambio, desde un punto de vista
religioso significa que ha desaparecido la creencia en el Dios trascendente de los
cristianos: los hombres han matado, no a Dios, que nunca ha existido, sino a su
concepto, fuente de sentido y de consuelo para el hombre. Sin embargo, el
carácter profundamente trágico de la “muerte” de Dios no ha sido percibido por
sus contemporáneos . Nietzsche acusa a los pensadores ateos posthegelianos,
como por ejemplo Strauss, Feuerbach o Marx, de continuar hablando de la
verdad y de los valores, a pesar de afirmar la inexistencia de Dios, sin darse
cuenta de que éstos necesitan de un punto de apoyo trascendente o absoluto para
tener sentido vinculante. En efecto, si Dios desaparece del horizonte, se borra
todo punto de referencia: la tierra se ha soltado del sol, ya no hay ni arriba ni
abajo. Desde una perspectiva negadora de la trascendencia de los horizontes
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Cfr. FRIEDRICH NIETZSCHE, Götzen-Dämmerung, en Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe, vol. VI-3, GIORGIO COLLI — MAZZINO MONTINARI (Hrsg.), Walter de Gruyter & Co.,
Berlin 1969, pp. 74–5.
En La gaya ciencia, Nietzsche recoge el conocido aforismo del “necio” que se esfuerza infructuosamente por hacer entender a sus conciudadanos las consecuencias tremendas que trae
consigo la muerte de Dios [Cfr. FRIEDRICH NIETZSCHE, Die fröhliche Wissenschaft, en
Nietzsche Werke, vol. V-2 (1973), pp. 158–160].
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vitales, Nietzsche ve con gran lucidez la relación que hay entre la creencia en la
verdad de nuestro conocimiento de la realidad y la aceptación de la existencia de
Dios . Como señala Robert Spaemann, «si no hay Dios tampoco hay mundo real,
sino sólo las perspectivas de cada individuo. Bajo tales condiciones, desde luego,
no puede hablarse ya de verdad» . La aceptación de le existencia de Dios y la
inteligibilidad del mundo están íntimamente unidas: juntas caen o se mantienen
en pie .
En La voluntad de poder, Nietzsche define el nihilismo en relación con la
desaparición de la fuente trascendente del sentido de la realidad: «¿Qué significa
el nihilismo? Que los valores supremos se han devaluado. Falta el fin: falta la
respuesta al porqué. Todo es en vano» . Esta toma de conciencia de la falacia del
fundamento divino de la realidad deberá producir la desaparición de todos los
valores que la visión trascendente de la vida ha creado a lo largo de los siglos.
Como lúcidamente afirma F. Dostojevsky, «si Dios no existe, todo está
permitido». Al no haber nada absoluto, todo deviene relativo y sin valor. Si Dios
no existe, no hay valores vinculantes más allá del propio impulso vital. Así, el
nihilismo de Nietzsche se revela como la postura atea más consecuente.
Por otra parte, Nietzsche adopta una concepción cíclica del tiempo,
congruente con su cosmología o antropología inmanentistas. Si el mundo
siempre ha sido y siempre será, y no es algo que ha sido creado por un Ser
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Para Nietzsche, esta fe inconsciente se genera en nosotros por la coherencia y sensatez del
lenguaje, que es la expresión y el vehículo de la racionalidad humana: «La “razón” en el lenguaje: ¡oh, que vieja hembra engañadora! Temo que no vayamos a desembarazarnos de Dios
porque continuamos creyendo en la gramática...» [FRIEDRICH NIETZSCHE, Götzen-Dämmerung, cit., p. 73].
ROBERT SPAEMANN, Lo que el hombre piensa de sí mismo depende de que exista Dios o no.
Entrevista a Robert Spaemann, «Nuestro Tiempo», No. 613–614 (julio-agosto 2005), p. 33.
En la entrevista que acabamos de citar, Robert Spaemann explica así esta inextricable relación: «Creo lo siguiente. El argumento decisivo contra las pruebas tradicionales de la existencia de Dios lo presentó, una vez más, Nietzsche. Su tesis se puede reformular del siguiente
modo: las pruebas de la existencia de Dios son pruebas circulares, porque presuponen la capacidad del hombre de conocer verdades, así como la inteligibilidad del mundo. Si el hombre
no es capaz de conocer verdades, desde luego tampoco hay pruebas de la existencia de Dios.
Pero, dirá Nietzsche, la capacidad del hombre de conocer verdades depende precisamente de
que exista Dios. Es decir, si partimos de que el mundo es inteligible, de que nos presenta un
rostro inteligible, ya estamos presuponiendo que Dios existe. La Edad Media no vio este punto. Tomás de Aquino probablemente habría respondido con la distinción aristotélica entre lo
que en sí mismo es primero y lo que es primero para nosotros. Hubiera afirmado que nuestra
capacidad de conocer verdades es de una evidencia inmediata, que no hace falta siquiera pensar en Dios para descubrirla; y que si no partimos de ese supuesto, caemos en el absurdo.
Nietzsche habría respondido naturalmente que sí, que caemos en el absurdo, pero que lamentablemente así son las cosas: vivimos en el absurdo, y en el absurdo uno no puede desarrollar
pruebas de la existencia de Dios. Creo que no se puede volver atrás respecto de esta reflexión
de Nietzsche. No podemos simplemente asumir la capacidad del hombre de conocer verdades, y a partir de ello desarrollar pruebas de la existencia de Dios» [Ibídem, pp. 36–37].
FRIEDRICH NIETZSCHE, Wille zur Macht, I, fr. 2. La cita forma parte de una anotación más
larga, el fragmento 9[35], recogido ahora en el volumen VIII-2 (1970) de las Nietzsche Werke
(Nachgelassene Fragmente, p. 14).
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trascendente, el tiempo debe ser necesariamente infinito, y todo lo que ahora es,
debe haber sido ya, y en el futuro se volverá a repetir. Sin embargo, no basta
aceptar con fatalismo esta prisión temporal en la que el hombre se encuentra,
sino que hay que querer positivamente el eterno retorno de lo mismo, como
Nietzsche llama al eterno girar de la historia. Con la superación de la angustia
del eterno retorno y su alegre aceptación, el hombre logra ir más allá de los
límites que se había autoimpuesto. De esta manera, se abre paso en Nietzsche
una perspectiva constructiva. Nietzsche no se detiene en una contemplación
complacida del desierto axiológico, sino que propone una “transvaloración” de
todos los valores. Hasta aquel momento, el deseo de autotrascendencia de la
humanidad se había personificado en Dios, en una vida eterna. Pero ahora el
hombre debe “trascenderse” hacia sí mismo y hacia el mundo terreno. En efecto,
la “devaluación” de los valores de la civilización judeocristiana, efecto de la
muerte de Dios, no es para Nietzsche la última palabra: es necesario crear
nuevos valores que den sentido a la vida, pero esta vez deberán ser valores que
surjan de la vida misma, y que no la mortifiquen desde fuera. Así nace el
superhombre, es decir, el nuevo avatar de la humanidad, capaz de producir
valores que dependan exclusivamente de sí mismo. El superhombre será libre
porque, al imponer la ley de su propia voluntad, se convertirá para sí mismo la
regla del bien y del mal. De esta manera, Nietzsche supera las consecuencias
negativas de la pérdida del sentido trascendente de la vida.
Sin embargo, la muerte de Dios se muestra como un hecho paradójico —a la
vez trágico y heroico—, ya que la desaparición de Dios tiene como contrapartida
la divinización del hombre. Para obtener una autonomía absoluta, el hombre
elimina al Dios trascendente que lo limita y constriñe, pero termina ocupando su
lugar en el mundo y en la historia. En efecto, como Nietzsche exclama por boca
de Zaratustra, profeta del nihilismo: «Si hubiera dioses, ¿cómo soportaría yo no
ser Dios? Luego, no hay dioses. He sido yo quien ha sacado esta consecuencia,
pero ahora ella me arrastra a mí» . Sin embargo, Nietzsche se da cuenta de que la
mayoría no tiene el valor de abrazar todas las consecuencias de este nuevo
estado de la humanidad. Los más se quedan en el umbral del superhombre,
viviendo una vida mezquina, en medio de un nihilismo no superado. Nietzsche
llama a esta tipología de personas el último hombre. El último hombre es el ateo
pusilánime, que pretende vivir sin Dios, pero que no se atreve a superar el vacío
existencial, pues continúa abrazando los viejos valores que le permiten vivir una
vida relativamente cómoda y serena. Su vida es una vida mediocre y
desencantada: prisionero del escepticismo moral, el último hombre no se
propone ningún ideal . En esta crítica que Nietzsche hace al último hombre,
podemos ver retratada la actitud burguesa del hombre contemporáneo, análoga a
la de los filósofos que Nietzsche ha criticado, que no tienen el coraje de llegar
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FRIEDRICH NIETZSCHE, Also sprach Zarathustra, II: Auf den glückseligen Inseln, en Nietzsche Werke, vol. VI-1 (1968), p. 106. Detrás de la muerte de Dios se escucha todavía la tentación demoniaca de la serpiente en el Paraíso terrenal: «se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal» [Gen 3,5].
Cfr. FRIEDRICH NIETZSCHE, Also sprach Zarathustra: Vorrede, cit., pp. 12–15.
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hasta las últimas consecuencias existenciales del ateísmo.
El influjo deletéreo del pensamiento nietzscheano se ha dejado sentir con
gran fuerza a lo largo del siglo XX, al traducirse en una actitud irracional, que ha
llevado tanto a un fuerte voluntarismo como a un sentimentalismo difuso. En
efecto, si no existe un mundo trascendente ni una esfera objetiva de valores, se
deben crear nuevos valores fundados en una voluntad fuerte y arbitraria. Los
sistemas totalitarios de derecha —fundamentalmente el fascismo y el
nacionalsocialismo— no están exentos de un influjo de la visión nietzscheana
del superhombre y de la voluntad de poder. Por otra parte, el nihilismo
contemporáneo, que no admite la posibilidad de conocer la verdad objetiva, que
se desliza hacia el subjetivismo moral y que ha perdido la fe en la trascendencia,
está permeado de ideas nietzscheanas .
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3.2 Ser-para-la-muerte y angustia existencial
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Martin Heidegger (1889–1976) sostenía que la filosofía occidental había caído
casi desde sus inicios —desde Platón y Aristóteles— en el grave error de reducir
el sentido del ser a su aparecer, es decir, a la sola presencia objetiva de los entes,
que se encuentran como puestos delante de la mirada que los escruta,
convertidos en simples objetos que solicitan su interés y su curiosidad. De esta
manera, a lo largo de su milenaria historia, la metafísica se ha perdido —según
este filósofo— en la contemplación de los entes, olvidando la originaria pregunta
acerca del sentido mismo del ser. En Ser y tiempo (1927), su obra más célebre,
Heidegger se propone desarrollar una ontología que no se quede atrapada en el
aparecer de los entes, sino que sea capaz de alcanzar el sentido del ser, como
respuesta constructiva a su interpretación crítica de la historia de la filosofía.
Para llevarlo a cabo, combinará intuiciones de la fenomenología de Edmund
Husserl (1859–1938) con su personal interpretación del pensamiento cristiano,
de Kierkegaard y de Nietzsche . Sin embargo, aunque ésta refleja sólo el
momento inicial de un pensamiento cuya evolución ha sido compleja, la analítica
de la existencia que Heidegger despliega en las páginas de Ser y tiempo ha
ejercido un influjo notable en amplios sectores de la filosofía del siglo XX, que
van desde el existencialismo de Jean-Paul Sartre hasta el pensamiento débil de
Gianni Vattimo. Por esta razón, nos concentraremos en el análisis de algunos de
los conceptos centrales de esa obra, sin ninguna pretensión de exhaustividad
respecto a la riqueza del pensamiento de este filósofo alemán.
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Lo que distingue radicalmente al hombre de los demás entes que pueblan el
mundo es el hecho que el hombre se pregunta “¿qué es el ser? ”. En el prólogo
de Ser y tiempo, Heidegger afirma que, como primer paso para la dilucidación
del sentido del ser, es necesario que el hombre haga transparente a sí mismo su
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Cfr. MARIANO FAZIO — FRANCISCO FERNÁNDEZ LABASTIDA , Historia de la filosofía IV. Filosofía contemporánea, Palabra, Madrid 2004, pp. 162–163.
Quien esté interesado en el precoz influjo de Nietzsche en el pensamiento de Heidegger, puede consultar FRANCO VOLPI, Il nichilismo, Laterza, Roma-Bari 2005, pp. 83–107.
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propio ser, revelando la constitución originaria del ser del hombre. Porque el
hombre, a diferencia de todo lo demás, no es simplemente, sino que existe, o lo
que es lo mismo, su esencia consiste en existir . Para marcar esta radical
diferencia de modo de ser, Heidegger llama al hombre el “ser-ahí” (Dasein).
Utilizando esta terminología poco usual, Heidegger quiere subrayar la radical
indeterminación y apertura que caracteriza al ser del hombre, que no está sujeto
a una esencia que lo constriña —como a los demás entes— a ser lo que es, sino
que para el hombre, su ser es un hacerse. En continuidad con Nietzsche, el
hombre debe llegar a ser lo que es. Por eso, el “ser-ahí” es —para sí mismo— un
proyecto. Ante él se abren innumerables posibilidades de realización, puede
ganarse a sí mismo o puede perderse irremediablemente: el destino se encuentra
en sus manos .
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En efecto, a diferencia de las demás cosas, el hombre no está únicamente
presente en el mundo, sino que es el ente para el cual las cosas están presentes.
El ser-ahí heideggeriano se encuentra como calado o arrojado en medio de las
cosas del mundo, con una actitud activa y práctica respecto a ellas. El ser-ahí es
ser-en-el-mundo (In-der-Welt-Sein). Esto significa que la existencia humana es
intrínsecamente apertura al mundo, un “que-hacer” con el mundo. El ser-ahí se
encuentra ocupado con las cosas, que son instrumentos del proyecto con el cual
concreta, momento a momento, su poder-ser, es decir, su libertad. Su continuo
proyectar presupone preparar las cosas, adecuarlas para el uso, cuidar las cosas
que componen el mundo. A su vez, del mismo modo que el ser-ahí no existe sin
el mundo, el ser-ahí no se encuentra solo en medio de las cosas. El hombre se
descubre originariamente como un ser-con-otros (Mitsein), los cuales también
deben ser objeto de nuestra preocupación o solicitud. Por esta razón, para
Heidegger el problema de la demostración de la existencia del mundo es un falso
problema, pues el ser-ahí no necesita salir de sí, pues ya está originariamente en
el mundo: el mundo es la materia de sus planes y proyectos, el lugar en donde
ejercita su libertad.
r
La radical mundanidad del ser-ahí comporta, sin embargo, el peligro de que
el hombre, al volcarse en la mera facticidad de las cosas —inmerso en mil afanes
— se olvide que su proyecto principal es ser él mismo. Cuando esto sucede, el
hombre vive en un estado que Heidegger llama existencia inauténtica, en el que
desaparece del horizonte la responsabilidad por la propia existencia, al perderse
el ser-ahí en la anonimidad de la masa y en el activismo. A la existencia
inauténtica se opone, como posibilidad antitética, la existencia auténtica, en la
cual el hombre se responsabiliza en primera persona de dar sentido a la propia
existencia, desentrañando el ser de los entes sin pararse en su mera facticidad, es
decir, sin perder su propio ser en el hacer. Si bien para Heidegger tanto la
existencia auténtica como la inauténtica son dos modos posibles y legítimos de
ser, que el ser-ahí puede escoger libremente, la voz de la conciencia llama al
hombre a recuperar la amplitud del horizonte originario: ser libre y
29
30
Cfr. MARTIN HEIDEGGER, Ser y tiempo, § 8.
Cfr. Ibídem, § 9.
20
conscientemente él mismo en cada acción que proyecta.
Ahora bien, en el horizonte mundano de este aparente infinito proyectar del
ser-ahí, se recorta una posibilidad que no es como las demás: la posibilidad de no
ser más, de dejar de ser, o sea, la muerte. La posibilidad de morir presenta al
hombre, en efecto, peculiaridades que la hacen única. El ser-ahí puede escoger la
actividad profesional a la cual dedicará su vida, si formará una familia o no ...,
pero nadie puede dejar de “escoger” esta posibilidad última. Además, la muerte
cierra el paso a cualquier ulterior posibilidad, haciendo imposible todo proyecto,
más aún, el proyectar mismo. Como dice Heidegger, «la muerte como
posibilidad no da al ser-ahí nada que realizar» . La conciencia de la muerte le
recuerda al hombre la vanidad de todos sus proyectos, enfrentándolo a la finitud
y temporalidad de su existencia. El ser-ahí que acepta la propia contingencia y la
caducidad de su obrar, y piensa en la muerte, no como algo abstracto o
impersonal —«los hombres mueren»—, sino que la considera en primera
persona —«yo moriré»—, ése vive una existencia auténtica: el ser-para-lamuerte (Zum-Tode-Sein).
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La luz que proyecta el heideggeriano ser-para-la-muerte da una dimensión
más profunda —auténtica— al poder-ser del hombre y al mundo que lo rodea,
haciendo ver la real posibilidad de que todo se convierta en nada. La conciencia
de la muerte como posibilidad última genera en el hombre la angustia . Para
Heidegger, la angustia es un sentimiento que, sin poseer un objeto definido, sin
embargo da una tonalidad a toda la existencia. Porque uno se angustia de nada, y
en cambio, tiene miedo a/o de algo. Quien vive una existencia inauténtica
banaliza la angustia convirtiéndola en miedo a la muerte, o quitándole
importancia al convertirla en un acontecimiento cotidiano: «al fin y al cabo
también uno muere, pero por lo pronto no le toca a uno» . Sin embargo, «este
uno es nadie [...] Si en algún caso es propia de las habladurías la ambigüedad, es
en este hablar de la muerte. [...] La angustia, convertida ambiguamente en temor,
pasa por flaqueza que no debe conocer un ser-ahí seguro de sí. Lo “debido” con
arreglo al tácito decreto del uno, es la indiferente tranquilidad frente al hecho de
que uno morirá» . Por el contrario, la existencia auténtica tiene la valentía de
experimentar la angustia al considerar anticipatoriamente la propia muerte. Para
Heidegger, la aceptación positiva —en primera persona— de la futura propia
aniquilación hace de verdad libre al hombre, y constituye la consumación de la
apertura ontológica de su ser. En este estado «el ser-ahí toma animosamente
31
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34
Ibídem, § 53. Poco antes, Heidegger afirmaba: «La muerte es una posibilidad de ser que ha
de tomar sobre sí en cada caso el ser-ahí mismo. [...] En esta posibilidad le va al ser-ahí su
ser-en-el-mundo absolutamente. Su muerte es la posibilidad del ya-no-poder-ser-ahí [...] Así
inminentemente para sí mismo, son rotas en él todas las referencias a otro ser-ahí. [...] En
cuanto poder-ser no puede el ser-ahí rebasar la posibilidad de la muerte. La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del ser-ahí. Así se desemboza la muerte como la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable» [Ibídem, § 50].
«El ser-para-la-muerte es en esencia angustia» [Ibídem, § 53].
Ibídem, § 51.
Ibídem, § 51.
21
sobre sí su destino y emprende, resueltamente, su camino. Ni la huida, ni la
desesperación, sino una heroica y desnuda fidelidad a sí mismo» .
35
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Siguiendo las pasos de Nietzsche, el hombre heideggeriano está condenado a
inventarse un sentido para el vacío existencial de su vida, en medio de la
contingencia y finitud de todo lo terreno, pero sin caer en la tentación de
refugiarse en la seguridad que ofrece la fe en en algo trascendente (Dios, vida
futura, etc.). Por otra parte, la vida auténtica que Heidegger preconiza, reducida
a la mera aceptación heroica de la propia finitud, no reside en la búsqueda y en
la realización del bien, porque la valencia moral de la conciencia humana carece
de importancia desde la perspectiva de la aniquilación total. En efecto, cuando la
trascendencia desaparece del horizonte que da sentido a la vida, la conciencia del
bien y del mal —como puntos de referencia normativos exteriores a la propia
existencia— pierde toda relevancia en el proceso de toma de decisiones de la
acción humana.
4 Más allá de Nietzsche y Heidegger
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En vida de su autor, el pensamiento nietzscheano casi no hizo mella en el mundo
cultural y académico. Sin embargo, después de la muerte de Nietzsche, acaecida
al alba del siglo XX, en Alemania hubo una explosión de interés por su obra,
tanto en el ámbito literario-poético , como por parte de representantes de la
naciente psicología experimental . En terreno filosófico, el influjo de Nietzsche
se hizo sentir en la llamada “filosofía de la vida” de Georg Simmel (1858–1918),
y en el existencialismo de Karl Jaspers (1883–1969). Sin embargo, fue
determinante para que Nietzsche encontrase el lugar que ocupa en la historia del
pensamiento occidental, la apropiación que Martin Heidegger hizo del
pensamiento y del talante nietzscheanos en su obra capital Ser y tiempo. Más
tarde, en los años sesenta, Heidegger publicó Nietzsche : su personal
interpretación del proyecto filosófico nietzscheano, en la que muestra la
coherencia y profundidad de la reflexión que se esconde detrás del estilo
aforismático y fragmentario de ese autor. Con la edición crítica de los escritos de
Nietzsche, el libro de Heidegger abrió las puertas a la asimilación de la obra de
Nietzsche por parte de una nueva generación de pensadores, especialmente en
ámbito cultural francés e italiano. Ahora trataremos de algunos de ellos.
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EUSEBI COLOMER, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, cit., vol. III, p. 531. Cfr.
MARTIN HEIDEGGER, Ser y tiempo, § 53, in fine.
Entre los literatos más conocidos que recibieron un influjo importante del pensamiento de
Nietzsche se encuentran el poeta Stephan George (1868–1933), el novelista Thomas Mann
(1875–1955) y el ensayista Ernst Jünger (1895–1998).
P. ej., Ludwig Klages (1872–1956) y Sigmund Freud (1856–1939).
MARTIN HEIDEGGER, Nietzsche (2 vols.), G. Neske, Pfullingen 1961.
22
4.1 Michel Foucault
4.1.1 Vida y obras
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Foucault nació en la ciudad de Poitiers (Francia) el 15 de junio de 1926. Su
padre era un conocido cirujano de la ciudad. Durante los años de la Segunda
Guerra mundial, estudió el bachillerato en París. En 1946 ingresó en la Escuela
Normal Superior, en donde asistió a las clases del filósofo existencialista
Maurice Merleau-Ponty (1908–1961). De gran capacidad y brillantez intelectual,
se licenció en filosofía en 1948, en psicología en 1950 y en 1952 consiguió un
diploma en psicopatología. Sin embargo, ya por aquellos años comenzó a
mostrar señales de desequilibrio psicológico. Los problemas mentales que sufría
—tuvo que recibir tratamiento psiquiátrico— le llevaron a interesarse por el
problema de la locura. Entre 1954 y 1958 enseñó francés en la universidad de
Uppsala (Suecia). En 1958 se traslada a Varsovia para dirigir el centro cultural
francés. Sin embargo, su comportamiento homosexual provocó un escándalo que
le obligó a abandonar Polonia. Reside en Hamburgo hasta el curso 1960–1,
cuando se establece en París, en donde lleva a término sus investigaciones acerca
de la locura, que presenta como tesis doctoral en La Sorbona. La obra será
publicada en 1961 con el título Locura y sinrazón. Historia de la locura en la
época clásica (Folie et déraison - Histoire de la folie à l’âge classique).
Esta obra dio a Michel Foucault una cierta notoriedad en ambientes
académicos. En 1963 publicó El nacimiento de la clínica: una arqueología de la
mirada médica (Naissance de la clinique - une archéologie du regard médical),
que presenta un estudio de los orígenes de la medicina y de sus métodos. Tres
años más tarde, el interés que en Foucault habían despertado el lenguaje y la
interpretación se cristalizan en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las
ciencias humanas (Les mots et les choses - une archéologie des sciences
humaines). En 1969 pasó a formar parte del prestigioso Collège de France, en
donde ocupó la cátedra de historia de los sistemas de pensamiento. Ese mismo
año ve la luz Arqueología del saber (L’archéologie du savoir). Esta última obra
y Las palabras y las cosas son sus escritos de carácter más filosófico. A partir de
los años setenta, también desarrolló una intensa actividad política. Además, dio
frecuentes cursos fuera de Francia, especialmente en los Estados Unidos.
Promovió la defensa de los derechos de los grupos marginados, entre ellos de los
homosexuales, y fue uno de los miembros fundadores del Groupe d’information
sur les prisons. Sus últimas grandes obras son Vigilar y castigar (Surveiller et
punir, 1975), y su Historia de la sexualidad en tres volúmenes (Histoire de la
sexualité: La volonté du savoir, 1976; L’usage des plaisirs, 1979; y Le souici de
soi, 1984). Una de las primeras víctimas ilustres del SIDA, Foucault murió en
París el 25 de junio de 1984.
Michel Foucault es un pensador complejo y paradójico, y con frecuencia,
contradictorio. En él influyen casi todas las corrientes filosóficas o científicas en
boga en los años 40 y 50 del siglo XX: la fenomenología de Husserl y
23
Heidegger, el nihilismo nietzscheano, el historicismo, el psicoanálisis freudiano,
el marxismo, el existencialismo de Sartre, el estructuralismo, etc. Cada uno de
los influjos que conforman su obra requerirían una labor de análisis y crítica
específica: el historicismo materialista, el positivismo, las filosofías de la
sospecha (Marx, Nietzsche, Freud), el logocentrismo de corte heideggeriano, etc.
En estas páginas esbozaremos someramente sólo algunos aspectos de su
pensamiento: aquellos que han tenido una difusión mayor por tratar temas de
actualidad social y cultural. Entre otros, dejaremos de lado intencionalmente los
análisis epistemológicos del representacionismo moderno que Foucault
desarrolla en Las palabras y las cosas .
39
4.1.2 Genealogía y arqueología del saber
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Los estudios histórico-críticos que Foucault llevó a cabo acerca de la locura, del
origen de la medicina, de los métodos de represión del crimen, etc., tienen como
objetivo poner en evidencia la pretensión de las ciencias sociales de hacer pasar
criterios éticos o políticos contingentes, que pertenecen a la visión del mundo de
una sociedad o de un momento histórico concretos, como verdades científicas
acerca de la naturaleza del hombre. Para poder llevar a cabo este proyecto,
Foucault desarrolla un método que podríamos llamar “arquelógico-genético” de
análisis de las fuentes históricas.
Para Foucault, las verdaderas leyes que conforman y limitan el saber en un
determinado ámbito social, o durante un periodo histórico concreto, no son los
sistemas lógico-científicos y conceptuales codificados conscientemente, sino un
conjunto de reglas o criterios que actúan a nivel subconsciente en la psique de
los individuos, que Foucault llama a priori históricos. Por eso, si se quiere
desentrañar las pautas que regulan el conocimiento, es necesario llevar a cabo
una labor de investigación “arqueológica” del saber, que sea capaz de excavar
por debajo de las ideas que se transmiten en las fuentes históricas, para
“desenterrar” los estratos subconscientes que las fundamentan y explican. De
esta manera, Foucault pretende demostrar la intrínseca contingencia de todo
estilo de pensar, haciendo ver que, con modalidades y razonamientos distintos,
en otras épocas se ha encontrado una solución eficaz a los mismos problemas
que ahora. Por otra parte, Foucault apela a la contingencia misma para explicar
el origen o “genealogía” de los sistemas del saber, es decir, por qué a lo largo de
la historia se ha pasado de un modo de pensar a otro distinto. Su clave de
interpretación de las manifestaciones culturales y prácticas sociales es la
convicción nietzscheana que el deseo de saber es inseparable de la voluntad de
poder. Además, Foucault comparte con Nietzsche la concepción perspectivista
del conocimiento, que hace imposible hablar de la verdad. Si el mundo carece de
sentido único, es posible interpretarlo en infinitos modos: no existe una
interpretación verdadera o definitiva del mundo . Por otra parte, la negación de
40
39
40
Quien esté interesado en los problemas relacionados con el representacionismo, puede consultar ALEJANDRO LLANO , El enigma de la representación, Síntesis, Madrid 1999.
«Contra el positivismo, que se detiene ante el fenómeno “sólo hay hechos”, yo diría: no, pre-
24
un sentido trascendente para la realidad lo lleva a afirmar que la sucesión
histórica de visiones del mundo y de paradigmas científicos no obedece a un
designio racional, o a una mecánica necesaria del progreso, sino que es el
resultado de la conjunción casual de circunstancias contingentes, que podrían
haber sido distintas, produciendo a su vez resultados diversos.
Como ejemplo de aplicación de su arqueología del saber podríamos poner su
obra Locura y sinrazón (1961), en la cual Foucault analiza el concepto de locura
elaborado por la ciencia psiquiátrica del siglo XIX, que la considera una
enfermedad mental. Como todas las enfermedades, la locura requiere un
tratamiento médico. Para este autor, el hecho de convertir la locura en una
enfermedad no representa un progreso real respecto a los modos anteriores de
comprender este fenómeno . Por el contrario, el tratamiento médico de la locura
es simplemente la tentativa de controlar posibles amenazas a las convenciones
morales en vigor en la sociedad burguesa, encubierta bajo la apariencia de un
descubrimiento científico incontrovertible. Catorce años más tarde, en Vigilar y
castigar (1975), Foucault aplica el método arqueológico-genealógico al estudio
del desarrollo histórico del sistema carcelario moderno, que a diferencia de los
sistemas penales anteriores, no busca la venganza a través de la tortura o la
muerte, sino la reforma del infractor de la ley. Sin embargo, más allá de la
aparente buena voluntad que encierra este modo “más humano” o racional de
afrontar el crimen, la nueva forma de castigo del criminal ha superado el ámbito
penal y se ha convertido, sin que haya habido una mente única que haya dirigido
su desarrollo, en el vehículo de un más efectivo control —es decir, de ejercicio
del poder— sobre la entera sociedad.
De esta manera, los análisis de Foucault en Vigilar y castigar intentan
mostrar cómo distintas técnicas e instituciones —que fueron desarrolladas con
propósitos diversísimos y, a veces, aparentemente benéficos o inofensivos— han
convergido en la creación del sistema disciplinario moderno. Para este autor, la
cárcel es el modelo inconsciente en el que se inspiran otras estructuras sociales
de gran importancia, como son los hospitales, los centros laborales (fábricas,
oficinas, etc.) y el sistema educativo. Más tarde, Foucault aplica en su Historia
de la sexualidad estas mismas técnicas de análisis a las llamadas modernas
“ciencias de la sexualidad”, para iluminar su relación íntima con las estructuras
de control social.
41
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4.1.3 Saber es poder: las técnicas de control social
El ciudadano occidental contemporáneo se encuentra sujeto a medidas de control
en todos los momentos y ámbitos de su vida, que Foucault reconduce a tres
41
cisamente no hay hechos, sólo interpretaciones» [FRIEDRICH NIETZSCHE, Sämtliche Werke —
Kritische Studienausgabe B. 12. Deutscher Taschenbuch Verlag & Walter de Gruyter, Berlin
1988, p. 315].
Por ejemplo, la visión antigua y medieval-renacentista de la locura como contacto con fuerzas demoniacas (posesiones diabólicas) o cósmicas (el lunático), o la consideración ilustrada
de la locura como el abandono del uso de la razón (el demente).
25
tipologías distintas: la observación jerárquica, el juicio normalizador y los
exámenes.
La observación jerárquica
Es experiencia común que la simple observación de las personas nos da un
cierto control sobre ellas. Ni siquiera es necesario que haya siempre un vigilante
activo, pues frecuentemente basta la posibilidad actual de ser observado para que
las personas se retraigan de comportamientos que la sociedad considera ilícitos o
inconvenientes. A esto sirve, por ejemplo, el uso de videocámaras en sitios
públicos (calles, estadios, comercios, oficinas, etc).
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El juicio normalizador
Los exámenes
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El objetivo principal del sistema disciplinar moderno es corregir en los
individuos y comunidades las desviaciones de las normas o praxis establecidas.
Se subentiende que todos los individuos están obligados a cumplir con los
estándares. La autoridad no juzga si un comportamiento o práctica concreta es
justa o buena, o está permitida por la ley, sino si ésta es “normal” o “anormal”.
Es evidente cómo los estándares con valor legal han invadido casi todos los
ámbitos de la vida en las sociedades occidentales avanzadas: la práctica de la
medicina, los procesos industriales, la producción y comercialización de
productos, los programas educativos, etc.
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En sentido estricto, el examen es una combinación de las dos técnicas
anteriores, pero Foucault lo considera aparte porque en él se manifiesta de modo
especial la íntima relación entre saber (conocimiento) y poder (control). Por
medio de los exámenes, por una parte se obtienen datos sobre el grado de
adecuación del individuo a determinados estándares, y se controla su conducta,
pues la información obtenida permite indicar las medidas necesarias para que
dicho individuo se conforme a la normativa vigente o para continuar el iter
formativo previsto. Este esquema se aplica tanto en el sistema escolástico como
en el ámbito médico, laboral, fiscal, etc. Por otra parte, los resultados de los
exámenes, archivados y acumulados en el tiempo (historial académico, historia
clínica, expediente penal, registros fiscales, etc.), acrecientan la información
disponible sobre el individuo, y con ella, el control sobre él. Para Foucault, la
finalidad del poder no puede ser separada de la finalidad del saber: al conocer,
controlamos, y al controlar, sabemos .
42
4.1.4 Observaciones críticas
No se puede negar la agudeza de muchos de los análisis de las instituciones
42
Cfr. GARY GUTTING, Michel Foucault, en Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2003
Edition), EDWARD N. ZALTA (ed.), <http://plato.stanford.edu/archives/fall2003/entries/foucault/>.
26
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modernas que Foucault lleva a cabo, así como la puesta en evidencia de la
omnipresencia de las estructuras de control y de uniformización de los
individuos en la sociedad occidental. Sin embargo, Michel Foucault cae en una
evidente falta de rigor en el modo de llevar a cabo las investigaciones históricas,
acomodando las fuentes e interpretándolas parcial e unilateralmente para
justificar sus teorías. Por esta razón, prestigiosos especialistas en los ámbitos a
los que Foucault se ha dedicado han manifestado serias reservas metodológicas
al respecto de la validez de sus conclusiones. Sin embargo, las perplejidades que
suscita su pensamiento tienen un carácter más elemental y profundo. En efecto,
independientemente de las críticas a nivel científico, «Foucault cae en la
contradicción que atenaza a todos los que profesan algún tipo de escepticismo o
relativismo, y en concreto a todos los postmodernos, pues por un lado procura
ser objetivo y documentar sus tesis, pero por otro desprecia la verdad objetiva.
Es así como Foucault queda apresado en un dilema: si está diciendo la verdad
acerca de la imposibilidad de la verdad objetiva, entonces toda verdad es
sospechosa, en cuyo caso la verdad de Foucault no puede abogar por su propia
verdad. Si Foucault piensa que la verdad y la razón son simples efectos del
poder, y que no hay fundamento, sino sólo discurso, aparato, instituciones, etc.,
¿cómo pretende entonces que sus teorías sean aceptadas como verdaderas?,
¿cómo es que la historia no es verdad pero Foucault sí lo es? » .
43
4.2 Jacques Derrida
4.2.1 Vida y obras
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Jacques Derrida nació en El-Biar, Argelia, en 1930, en el seno de una familia
judía sefardita de clase media-baja. Por su origen, durante la infancia fue objeto
de discriminación en la escuela. Estudió filosofía en París, en la École Normale
Supérieure. De 1960 a 1964 enseña “Filosofía general y lógica” en La Sorbona.
Desde 1964 hasta 1984, a instancias de Jean Hyppolite (1907–1968) y Louis
Althusser (1918–1990), trabaja como profesor ayudante en la École Normale
Supérieure. En 1972 fue nombrado profesor visitante de la Johns Hopkins
University, y dos años más tarde, de la universidad de Yale. En 1983 ayudó a
fundar el Collège International de Philosophie y se convirtió en su primer
director. A partir de 1984 dirigió la École des Hautes Études en Sciences
Sociales en París. Derrida murió de cáncer de páncreas en esa ciudad el 8 de
octubre de 2004.
El pensamiento de Derrida es sofisticado y con frecuencia críptico, con un
vocabulario y unos marcos de referencia que evolucionaban constantemente. Sin
embargo, no obstante su complejidad conceptual, el deconstruccionismo
derridiano ha ejercido una grande fascinación en algunos sectores de las
Humanidades, sobre todo en los departamentos de Literatura de universidades
43
AMALIA QUEVEDO, De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari,
Lyotard, Baudrillard, EUNSA, Pamplona 2001, p. 106.
27
estadounidenses . Al mismo tiempo, la obra de este pensador francés ha
generado encendidas polémicas en el mundo universitario entre sus seguidores y
detractores. La decisión de otorgar a Derrida un doctorado honoris causa causó
una ola de protestas de tal magnitud en el claustro académico de la Universidad
de Cambridge en 1992, que las autoridades se vieron obligadas a someterlo a una
votación. Entre sus innumerables escritos cabe destacar De la gramatología (De
la grammatologie), donde analiza la filosofía del lenguaje de Lévy-Strauss y
Rousseau; La escritura y la diferencia (L’Écriture et la différence), una
colección de brillantes ensayos, en los que, en oposición al logocentrismo,
desarrolla su nueva concepción de la escritura, en la que ésta deja de ser el
sustituto del habla; La voz y el fenómeno (La Voix et le Phénomène), sobre el
signo en Husserl. Las tres obras fueron publicadas en 1967.
44
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4.2.2 La deconstrucción
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Como ya se ha explicado, Martin Heidegger denunciaba la reducción que había
sido llevada a cabo en el seno del pensamiento occidental del ser a la mera
presencia, es decir, al aparecer del ente, olvidando sin embargo aquello que no
“aparece”, pero que hace posible dicha presencia. Así, ante la díada conceptual
presencia-ausencia, la metafísica privilegia al primero de los dos términos: la
presencia. De manera análoga, Derrida sostiene que la historia de la razón
metafísica se podría resumir en la constante tarea del pensamiento de jerarquizar
y crear un orden de subordinación en los diversos dualismos que encuentra a su
paso (p. ej. presencia-ausencia, simple-complejo, substancial-accidental, bienmal, habla-escritura, hombre-mujer, etc.), privilegiando en cada pareja de
opuestos uno de los términos en detrimento del otro. Así, desde Platón hasta
nuestros días, los metafísicos han concebido el bien antes y por encima del mal,
lo positivo antes de lo negativo, lo simple precediendo a lo complejo, etc.,
eliminando de esta manera la conflictividad de los opuestos.
En sus escritos, Derrida pretende “de-construir” estas jerarquías metafísicas
por medio de la inicial inversión de los términos. Sin embargo, el objetivo de la
deconstrucción no es establecer una nueva jerarquía de verdades metafísicas que
sustituya a la anterior, ni desenmascarar errores lógicos en los razonamientos
tradicionales mediante la aplicación de técnicas analíticas a los textos
filosóficos. Por el contrario, la técnica deconstructiva apunta a sacar a la luz los
significados subyacentes, que se esconden en lo oculto —en lo que no está
dicho, en los espacios vacíos de la argumentación— para poder desmantelar las
categorías filosóficas tradicionales. Derrida concibe la deconstrucción más como
una técnica literaria que como una doctrina filosófica. Es una modalidad de
acercamiento al texto para subvertir su sentido más obvio, negándole la
44
En la década de los ochenta, «mientras que los académicos franceses se habían cansado de
buscar un sentido a su filosofía [de Derrida], cada vez más profesores estadounidenses de literatura abrazaban sus ideas. Armados con un léxico impenetrable completamente nuevo, y
sin necesidad de dominar una tradición de pensamiento rigurosa, conseguían presentarse
como críticos en materias sociales, políticas y filosóficas» [The Economist, 23 de octubre
2004, p. 85].
28
pretensión de verdad. Este procedimiento, que a primera vista parece tener
intenciones meramente destructivas, produce nuevos significados, que se
esconden en las incongruencias del texto, en lo no-dicho, enriqueciendo su
contenido. La técnica deconstructiva no pretende alcanzar la verdad, sino liberar
la multiplicidad de sentidos del texto.
4.2.3 El habla y la escritura
Bo
En De la gramatología, Derrida pone en evidencia la contraposición que se ha
dado a lo largo de la historia entre la palabra hablada y la palabra escrita. Para
este autor, en la cultura occidental se ha considerado la palabra hablada como la
realidad originaria respecto a la escritura, porque la palabra escrita es símbolo de
la palabra hablada, en la que a su vez se manifiestan de modo simbólico las ideas
con las cuales la mente humana expresa su comprensión del ser de la realidad.
Para Derrida, el logocentrismo de la tradición filosófica de Occidente es la
consecuencia de este modo de concebir la relación entre el habla y la escritura.
Sin embargo, Derrida considera una pretensión infundada del pensamiento
metafísico que el lenguaje sea capaz de expresar el ser. A lo más, el habla apunta
confusamente hacia el ser, pues entre el ser y el lenguaje hay una di-ferencia
(différance ). La différance pone en evidencia que la verdad contenida en el ser
no puede ser expresada por el lenguaje. En el habla contemplamos sólo una
huella o traza del ser.
Por otra parte, tampoco el texto escrito es una expresión fiel de la verdad del
ser. El texto no presenta el ser, sino que es solamente una huella o traza de su
ausencia. Pertenece a la naturaleza misma del texto la “indecidibilidad”, es decir,
el hecho de que en todo escrito hay una serie de puntos ambiguos y equívocos
que hacen imposible que éste posea un significado estable, ya sea determinado
por su autor o por un intérprete privilegiado. El significado de un texto no puede
ser capturado definitivamente por ninguno de sus lectores. Ni siquiera el autor
del texto posee la clave de interpretación. Toda tentativa de comprensión del
texto se construye a su vez sobre otro conjunto de signos, aportado por el
intérprete, que a su vez constituye un nuevo texto. Para Derrida, en efecto, la
acción de significar de un signo apunta siempre a otro signo, y en esta cadena
infinita de signos no es posible remontarse a un objeto —originariamente
significado— que la trascienda. Lo significado nunca podrá estar completamente
presente . Por otra parte, la différance que existe entre el ser y los signos que
quieren significarlo, apunta también a la temporalidad o historicidad del saber .
El contenido inmediato (el “ser”) que el autor de un texto ha querido expresar se
pierde con el tiempo. El texto llega a nosotros sin su contenido original: su ser
45
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Para subrayar la primacía de lo escrito sobre el habla, Derrida acuña el término différance,
que en francés suena igual que différence (diferencia). En efecto, sólo es posible distinguir un
término del otro si se acude a la escritura.
Cfr. JACK REYNOLDS, Jacques Derrida, en Internet Encyclopaedia of Philosophy, JAMES
FIESER — BRADLEY DOWDEN (eds.), 2005, <http://www.iep.utm.edu/d/derrida.htm>.
En efecto, el verbo diferir también puede indicar una distancia temporal. Baste pensar por
ejemplo a una transmisión televisiva o radiofónica “en diferido”.
29
está ausente, del mismo modo que su autor. El lector que recibe el texto debe
encontrar en él un sentido o significado nuevo, sin pretender que sea el
significado querido por el autor originario.
4.2.4 Observaciones críticas
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El estilo de Derrida es extremadamente difícil, pues se separa radicalmente de
las formas académicas, siendo consecuente con los principios del
deconstruccionismo que postula. En un modo un poco simplista, se podría
resumir el proyecto decostruccionista como una tentativa de poner en evidencia
o “desmontar” los esfuerzos de la metafísica para resolver en la unidad el
dualismo que estructura el pensamiento y la realidad.
Sin embargo, si Derrida está en lo correcto, todo intento de fijar un sentido o
significado estable del ser, es decir, conocer la verdad, está condenado al fracaso:
no es posible alcanzar el ser, pues sólo conservamos las huellas de su ausencia.
Por eso, esta estructura de re-envíos y referencias no sólo afecta al habla o a la
escritura —o más en general, a la semiótica—, sino que el “politeísmo” del
sentido del ser es una característica originaria de la totalidad en la que vivimos.
La deconstrucción implica descomposición, y sólo se des-compone algo que
ya tiene una estructura. El lector o el auditorio de estas ideas tiene una forma
mental (y moral y humana), y tiene que estar consciente de que la desestructuración que el pensamiento derridiano propone tiene pretensiones de
universalidad. Lo que aquí se pone en juego no son meros argumentos, sino la
personalísima estructura del pensamiento. Si se aceptan los presupuestos de
fondo de este modo de razonar, al final resulta imposible cualquier idea o
conocimiento: sus premisas son autodestructivas.
Ante la obra de Derrida no tiene sentido tomar postura, pues éste descalifica
todas las armas que sus contrarios podrían utilizar para desautorizar su
pensamiento. En efecto, «Derrida es un imposible que no puede ser propiamente
seguido, ni tampoco contestado; no se le puede aceptar ni rechazar. La postura
derridiana, siempre en el margen, resiste a toda crítica lo mismo que a cualquier
intento de apropiación. Palabras como verdadero o falso rebotan en ese margen
inexpugnable e inhabitable a la vez, y se vuelven contra nosotros mismos» .
Quizá, la respuesta ante este absurdo sea simplemente callar y pasar de largo .
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4.3 Richard Rorty
4.3.1 Vida y obras
Richard Rorty nació en New York en 1931. Estudió filosofía en la Universidad
de Chicago (1946–1952), donde obtuvo el Master of Arts con una tesis sobre la
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AMALIA QUEVEDO, De Foucault a Derrida, cit., p. 269.
Se puede encontrar una reflexión interesante sobre la futilidad de nuestras tentativas de diálogo con Derrida en LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT, ¿Puede un nihilista debatir filosóficamente? en «Ixtus» 54 (2005), pp. 84–94.
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noción de potencialidad. Después de defender la tesis doctoral y hacer dos años
de servicio militar, fue contratado por el Wellesley College (1958–1961), y de
ahí pasó a la Universidad de Princeton, donde permaneció hasta 1982. En ese
año se trasladó a la Universidad de Virginia, y en 1998 pasó al Departamento de
literatura comparada de la Universidad de Stanford, en donde actualmente
enseña.
Su pensamiento filosófico presenta una peculiar combinación de elementos
que provienen de la filosofía analítica, del pragmatismo y de la vertiente más
relativista de la hermenéutica. Sus obras más importantes son: La filosofía y el
espejo de la naturaleza (Philosophy and the Mirror of Nature, 1979), obra en la
que principalmente se basa esta presentación del pensamiento de Rorty;
Consecuencias del pragmatismo (Consequences of Pragmatism, 1982);
Contingencia, ironía y solidaridad (Contingency, Irony, and Solidarity, 1989);
Objetividad, relativismo y verdad (Objectivity, Relativism, and Truth:
Philosophical Papers, Volume 1, 1991); Ensayos sobre Heidegger y otros
pensadores contemporáneos (Essays on Heidegger and Others: Philosophical
Papers, Volume 2, 1991); Verdad y progreso (Truth and Progress: Philosophical
Papers, Volume 3, 1998).
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4.3.2 De la filosofía analítica al pragmatismo hermenéutico
Aunque el autor en cierta forma reniega de sus orígenes analíticos, que marcaban
la pauta en muchos departamentos de filosofía de Estados Unidos en la
posguerra, su manera de escribir, sus metáforas y ejemplos y el modo de
sacarles partido, muestran una aguda capacidad de crítica del lenguaje, típica de
la filosofía analítica.
Una de las influencias más acusadas en su pensamiento es la de Willard Van
Orman Quine (1908–2000), cuya filosofía está basada en una sofisticada
negación lógico-metafísica del principio de no contradicción . Según Quine, la
realidad es una especie de espiral continua, a la cual aplicamos determinaciones
desde nuestro punto de vista y a partir de nuestros intereses, con la ilusión de que
esta fijación subjetiva es algo permanente y que pertenece a la realidad. Aunque
la crítica de Rorty no es tan radical como la de Quine, su posición ante las
filosofías que pretenden fundar científicamente (“fundacionalismo”) sus bases
expositivas participan de ella. Por otra parte, el influjo del pragmatismo,
asimilado a través de las obras de John Dewey (1859–1952) y Charles S. Peirce
(1839-1914), se manifiesta en su actitud antimetafísica y en su marcada
tendencia a remitirse a los progresos de la ciencia, la cultura, etc. como logros
siempre relativos y contingentes. En cambio, la huella que el encuentro de Rorty
con la hermenéutica ha dejado en su pensamiento se ve sobre todo en la
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Véase como botón de muestra la historia de los “antipodeanos” en La filosofía y el espejo de
la naturaleza.
Cfr. FERNANDO INCIARTE , Tiempo, sustancia, lenguaje, Eunsa, Pamplona 2004, pp. 35–50.
Una valoración de Inciarte sobre la propuesta filosófica de Rorty se encuentra en las pp. 212–
219 de la obra apenas citada.
31
elegancia para presentar los elementos positivos del diálogo, así como en la
capacidad para asimilar los argumentos de otros autores o instancias filosóficas,
étnicas y culturales, siempre con el presupuesto explícito de que no hay
posiciones absolutas con respecto a la verdad o la objetividad del conocimiento .
Rorty no rechaza ser calificado de historicista como término que resume su
posición relativista. Ese historicismo se puede aplicar tanto a la filosofía, como a
las ciencias particulares, a los desarrollos culturales, la moral, etc. Respecto a
esta última, Rorty afirma que el uso del lenguaje para describir lo bueno y lo
malo no es nunca definitivo . El intelectual debe ser consciente de que su
vocabulario moral no es la última palabra: puede haber siempre descripciones
alternativas .
Sin embargo, el relativismo que impregna las obras de este pensador
norteamericano encuentra su origen último en el pensamiento de Nietzsche,
aunque sus escritos se alejen del tono desgarrado que caracteriza al filósofo
alemán. Spaemann califica esta postura rortiana como “nihilismo banal”, para
diferenciarlo del “nihilismo heroico” de Nietzsche . En efecto, la ironía
desempeña para Rorty un papel mitigador o atenuante de las conclusiones
extremas a las que podrían llevarlo sus propios razonamientos. Rorty afirma que
es importante para cualquier pensador mantener una actitud de despego ante la
realidad, y ante los propios límites personales, para poder minimizar los efectos
negativos del escepticismo y del nihilismo. Por eso, todo intelectual debe ser
capaz de asumir con una especie de “buen humor” irónico estos
condicionamientos, para no obstruir las posibilidades de progreso comunicativo
que ofrece el diálogo permanente.
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4.3.3 Crítica del conocimiento y de la filosofía institucionalizada
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En La filosofía y el espejo de la naturaleza, Rorty plantea una crítica radical a la
filosofía como se ha desarrollado en los siglos XVII y XVIII. Con cierta razón,
el autor afirma que las pretensiones de fundar la certeza del conocimiento a la
manera de Descartes, es decir, como un edificio sin fisuras, llegó al colmo en la
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Rorty presenta directamente en un marco relativista la conciencia del valor de los contextos
para relativizar las propias posiciones. Sin embargo, ésta y otras intuiciones de la hermenéutica filosófica son positivas y no dependen necesariamente del contexto frecuentemente relativista en el que han nacido. Algunos desarrollos interesantes de estas nociones se encuentran,
por ejemplo, en las obras de Alasdair MacIntyre y Charles Taylor, que a su vez critican expresamente la posición relativista de Rorty. A partir del análisis del lenguaje poético George
Steiner formula atinadas críticas al relativismo lingüístico contemporáneo, mucho más radical
que el escepticismo “tradicional” (Cfr. la bibliografía incluida al final de estas páginas).
Además de su filiación analítica, sus ideas sobre el habla se asocian a la teoría wittgenstei niana de los juegos del lenguaje. Cfr. ANA MARTA GONZÁLEZ , Ética y moral, «Anuario filosófico», XXXIII (2000), pp. 821; 826–828.
Cfr. RICHARD RORTY, Contingency, Irony, and Solidarity, p. 734. Se puede encontrar una exposición crítica de estas consideraciones en ALASDAIR MACINTYRE, Dependent Rational
Animals, Open Court, Chicago 1999, pp. 151–4.
Cfr. ANA MARTA GONZÁLEZ, Ética y moral, cit. p. 826. La autora también hace referencia a
las críticas de Taylor a Rorty en La ética de la autenticidad.
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32
consagración kantiana de la filosofía como ciencia rigurosa y necesaria. Rorty
hace notar que el proyecto de institución de la filosofía como algo firme y
definitivo, sin darse cuenta de que cualquier lenguaje que se utilice para referirse
a la realidad es producto de un contexto variable, vincula todo discurso
filosófico a posiciones más o menos pasajeras. Así, el desarrollo del pensamiento
con esas premisas se vuelve estéril, porque el uso de los lenguajes filosóficos
elaborados sin tener en cuenta su finitud y contingencia es siempre abstracto e
ilusorio. Para Rorty, el último intento de establecer una filosofía racionalmente
fundada ha sido la filosofía analítica, en la que él mismo fue educado . Por el
contrario, insiste Rorty, hay que superar el prejuicio de que la filosofía necesita
el preámbulo de una teoría del conocimiento.
Rorty afirma que, por lo menos a partir de Platón, la mente como “espejo de
la naturaleza” es una creencia que surca la historia de la filosofía. Se piensa que
hay una simetría entre una realidad objetiva, externa a la mente, que se refleja en
esta misma mente como en un espejo. A partir de esa creencia se crea un
lenguaje filosófico de objetos y sujetos fijos, sin advertir que no hay
demostración posible de esta seguridad en la fundación de nuestro conocimiento.
La posición de Rorty no consiste en negar todo tipo de aplicación a las nociones
de verdad, objetividad, etc., sino en insistir en que las posibles aplicaciones son
siempre contextuales y ligadas a nuestros intereses, y por lo tanto nunca
aplicables universalmente. Rorty extiende, como muchos otros, la noción de
“inconmensurabilidad” desarrollada en el campo de la filosofía de la ciencia a
cualquier tipo de conocimiento: las distintas teorías o visiones del mundo
(Weltanschauungen) son incomparables (inconmensurables) entre sí, en el
sentido de que una no es derivable de la otra —hay una neta discontinuidad entre
ellas— y cada una es un producto histórico prácticamente independiente . A la
inconmensurabilidad de las teorías, Rorty suma la atractiva sentencia de Lessing,
quien afirmaba que prefería permanecer en la situación del buscador eterno de la
verdad, antes que poseerla, incluso si Dios le diera a escoger entre las dos
posibilidades.
La ciencia, como la filosofía, será fructífera en la medida en que ofrezca
elementos que conduzcan a la participación y a la “democratización” del
conocimiento. Su carácter contingente y dependiente de los elementos culturales
es tan válido como el de cualquier otro tipo de saber, aunque sus resultados
prácticos sean más patentes. En este sentido, para Rorty el papel del filósofo no
debe ser sistemático, como pretendían los modernos, sino “edificante”, es decir,
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A la luz de los análisis de La filosofía y el espejo de la naturaleza, cabría añadir a la lista de
autores que han inspirado su pensamiento, las dos series de interlocutores que Rorty cita allí
explícitamente: por una parte —como antagonistas—, Descartes, Locke y Kant; por otra —
como apoyo para sus razonamientos—, Wittgenstein, Heidegger y Dewey.
Esta reductiva lectura de la historia de la ciencia se inspira en La estructura de las revoluciones científicas (1962), de Thomas S. Kuhn. Este autor afirma que las distancias entre los distintos marcos en los que se ha desarrollado la ciencia a lo largo de la historia son en cierta
forma infranqueables, pues las distintas teorías se basan en paradigmas o modelos científicos
radicalmente distintos.
33
debe ser capaz de inspirar proyectos vitales en los estudiantes, siguiendo la pista
de la citada propuesta nietzscheano-heideggeriana —y también sartriana— de
“ser creadores de sí mismos”. Para fomentar estos programas de vida, quien
ostenta una cátedra debe ser reaccionario e irónico, debe ser capaz de discutir y
de mantener un ambiente dialógico.
En el campo de la filosofía social, la posición de Rorty implica la convicción
de que todas las estructuras políticas son circunstanciales, ligadas a evoluciones
históricas contingentes. En este marco, se descubren las ventajas de la
democracia, que permite mantener abiertos los canales de intercambio y
comunicación . La solidaridad y el empeño por evitar o disminuir el sufrimiento
son algunos de los pocos elementos permanentes de su propuesta política, que se
no somete a su crítica sistemática.
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4.3.4 Naturaleza humana y naturalismo
4.4 Gianni Vattimo
4.4.1 Vida y obras
do
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No obstante el relativismo casi total de la propuesta rortiana —pues, como se ha
visto, la democracia y la solidaridad no son negociables—, se puede encontrar
un elemento irremovible en su concepción del mundo: la naturaleza es una y
única, y el ser humano es uno más entre los seres que la pueblan. El refinamiento
del actuar humano, que se manifiesta en los intercambios del juego de ajedrez o
en la danza, no tienen una raíz distinta a la del comportamiento animal. A este
respecto, resulta paradójico que, a pesar de su afinidad con la interpretación
contingentista de las teorías científicas, Rorty presente un evolucionismo
neodarwinista cerrado a la trascendencia como el presupuesto indiscutible de
cualquier explicación de la naturaleza y del hombre mismo.
r
Gianni Vattimo nació en 1936 en Turín (Italia). Estudió filosofía en la
universidad de su ciudad natal, en donde fue discípulo de Luigi Pareyson (1918–
1991). A inicios de los años sesenta, asistió a cursos impartidos por Hans-Georg
Gadamer (1900–2002) y Karl Löwith (1897–1973) en la universidad de
Heidelberg. Desde 1964 enseña en la facultad de filosofía y letras de la
universidad de Turín. En los primeros años de su actividad académica se dedicó
sobre todo al estudio de la estética y de la poética, publicando en 1961 el ensayo
El concepto de hacer en Aristóteles, y en 1967, Poesía y ontología. Por otra
parte, Vattimo es un reconocido estudioso de la filosofía alemana de los dos
últimos siglos, a la que ha dedicado varias monografías. Entre ellas, sobresalen
Ser, historia y lenguaje en Heidegger (1963); Schleiermacher, filósofo de la
58
Esta manera de entender la democracia lleva a muy distintos autores a otorgarle una posición
absolutamente preponderante: más importante que una posible verdad, es el mantenimiento
de las condiciones de participación de “todos” en la discusión. Alejandro Llano plantea una
crítica muy valiosa al respecto en La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002, pp. 139–159, que
se encontraba ya en su obra Humanismo cívico (1999).
34
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interpretación (1968); Introducción a Heidegger (1971); El sujeto y la máscara:
Nietzsche y el problema de la liberación (1974) e Introducción a Nietzsche
(1984), Diálogo con Nietzsche: ensayos 1961–2000 (2000).
A partir de 1980, con la publicación de Las aventuras de la diferencia:
pensar después de Nietzsche y Heidegger, Vattimo expone su peculiar postura
filosófica: el pensamiento débil. El nombre proviene del título de una obra
escrita junto con Pierpaolo Rovatti, El pensamiento débil (Il pensiero debole,
1983), en la que propone su visión de la postmodernidad como el paso de un
modo de pensar “fuerte”, es decir, monolítico y unitario, dominador, y por tanto
autoritario, a una constelación de pensamiento fragmentaria o múltiple, es decir,
“débil”, como condición de posibilidad de la democracia y de la libertad.
En su ya larga carrera académica, Gianni Vattimo ha sido profesor visitante
en algunas universidades estadounidenses, director de la Rivista di Estetica y
editor del anuario filosófico Filosofia. Homosexual militante, en los últimos
años ha desarrollado una intensa actividad política en partidos de izquierda,
ocupándose —entre otros temas— de la discriminación sexual. Fue diputado en
el parlamento europeo del 1999 al 2004.
4.4.2 La metafísica como forma de violencia
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Vattimo encuentra el fundamento y la fuente de inspiración principal de su
pensamiento en las filosofías de tres autores: Nietzsche, Heidegger y Gadamer.
De Nietzsche toma la clave de lectura de la cultura contemporánea: la “muerte
de Dios”, en cuanto desaparición del horizonte cultural contemporáneo de
cualquier referencia a un fundamento trascendente de la realidad, y por lo tanto,
la pérdida de sentido del pensamiento metafísico, con sus contraposiciones de
ser y aparecer, fenómeno y noúmeno, realismo e idealismo, etc. Por otra parte,
Vattimo hace suyo el espíritu de la ontología heideggeriana, que abandona la
idea del ser como fundamento de la realidad, reduciéndolo a mero “evento”, es
decir, al manifestarse de los entes. Vattimo ve en Heidegger un paso definitivo
en el camino de secularización de la filosofía, en cuanto proceso de
inmanentización de la misma. Finalmente, también se apropia de las reflexiones
de la hermenéutica de Gadamer respecto a revalorización de la tradición, y al
carácter lingüístico e interpretativo del acceso humano a la realidad, pero
acentuando aún más el carácter relativista de la hermenéutica filosófica. En los
últimos años, Vattimo ha descrito su propio pensamiento más como una
hermenéutica de la diferencia que como pensamiento débil.
En la misma línea que Nietzsche y Heidegger, Gianni Vattimo considera que
la filosofía —amor a la sabiduría— ha sido desde sus inicios una manifestación
del deseo perenne del hombre de poseer un conocimiento verdadero —es decir,
estable y definitivo— de la realidad, que le pueda servir como criterio y
fundamento de su actuar. La historia del pensamiento occidental nos presenta el
resultado de esta tentativa: una variopinta galería de visiones del mundo y de
sistemas filosófico-teológicos que, contraponiéndose y combatiéndose entre sí,
se suceden unos a otros sin que ninguno de ellos logre la victoria definitiva sobre
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los demás. Los grandes sistemas del Idealismo que la Modernidad ha generado
en su búsqueda de un fundamentum inconcussum de la razón, representan en este
sentido los últimos e infructuosos esfuerzos de la cultura occidental por encerrar
el sentido del ser y de la existencia humana dentro de un sistema de reglas
racionales. La apoteosis y caída del Idealismo es la última etapa del camino que
en los inicios de la cultura occidental emprendió la filosofía platónicoaristotélica, y a la vez la demostración palpable de la esterilidad de la búsqueda
de la verdad.
Para buena parte del pensamiento postmoderno, todos los esfuerzos
desplegados por la metafísica para demostrar la verdad universal e inmutable de
los principios que regulan la realidad han sido fallidos: el ideal de la certeza
absoluta, de un saber acerca del mundo completamente fundamentado en la
razón, se revela como un mito más que ha servido para tranquilizar a una
humanidad inmadura. Más aún, sostiene Vattimo, la historia misma muestra que
la búsqueda de la verdad sólo ha producido sistemas de pensamiento,
movimientos religiosos e ideologías que han generado fanatismo y violencia,
pero que al final no alcanzan ninguna verdad estable.
De esta manera, la filosofía ha llegado al final de su aventura metafísica.
Según este filósofo turinés, actualmente no es posible proponer un pensamiento
que pretenda fundamentarse sobre un determinado saber verdadero de lo que es
Dios, el hombre y el mundo. Por el contrario, si ahora queremos orientar nuestra
comprensión del mundo, hay que partir de la escucha atenta, y de la
interrogación abierta y sin prejuicios, de todo el patrimonio cultural, lingüístico e
histórico de la humanidad entera. La tarea actual de la filosofía ya no consiste en
el preguntarse sobre la verdad, sino en sacar, a la luz de las diversas tradiciones
culturales, las últimas consecuencias de la actual crisis del paradigma de la
Modernidad .
Vattimo está convencido de que todo pensamiento que cree fundamentarse en
una verdad única y definitiva, es decir, todo pensamiento “fuerte”, se manifiesta
siempre como forma de violencia. Esto es así porque, al ofrecer un principio
monolítico de sentido al cual todos tienen que referirse en último término, toda
expresión “fuerte” de la razón intenta imponerse siempre sobre las demás,
excluyendo de hecho la posibilidad de lo alternativo, de la diferencia. Según
Vattimo y otros pensadores postmodernos como Gilles Deleuze y Jacques
Derrida, el dominio despótico de una única forma de pensamiento homogeneiza
la variedad poliédrica de lo real, y niega la igual dignidad de los distintos modos
legítimos de interpretarla que se derivan de las diferencias que componen la
realidad. Siguiendo a Nietzsche, Vattimo ve en la rigidez del pensamiento fuerte
la medida que la razón, temerosa de una realidad caótica e imprevisible, aplica
para crear un orden e intentar someterla. Al crear una jerarquía de los distintos
aspectos de la realidad, en la cual unos son buenos y otros malos, o unos mejores
y otros peores, la razón “fuerte” se convierte en un instrumento ideológico, cuya
59
Véase, p. ej. su colección de ensayos La fine della Modernità. Nichilismo ed ermeneutica
nella cultura postmoderna (Garzanti, Milano 1985).
36
finalidad última es el dominio. Este dominio es una forma de violencia arbitraria,
que uniformiza todo, limitando la energía vital del hombre y cortando las alas de
su libertad y espontaneidad.
4.4.3 El pensamiento débil
De este cuestionable diagnóstico histórico-especulativo parte la tentativa de
Gianni Vattimo de fundar de nuevo la filosofía: el pensamiento débil. Para
Vattimo, la razón jamás será capaz de fundamentar de verdad ninguna certeza y
ningún sentido fuerte y definitivo, porque no existe un ser inmutable al cual
poder apelar en última instancia, sino que la razón tiene que ser concebida como
“depotenciada”, elástica, abierta a la multiplicidad cambiante de las reglas y de
las relaciones que estructuran las innumerables manifestaciones de lo real . Si la
“verdad” es que no ha existido jamás una verdad absoluta, el camino del
filosofar que el pensamiento debe emprender ahora, no es una nueva búsqueda
de la verdad absoluta, sino más bien un esfuerzo de la razón para adecuarse al
hecho de la coexistencia y simultaneidad de diversas “verdades”, que son
relativas todas entre sí, sin que una resulte superior a las demás.
Hasta ahora, el pensamiento fuerte ha pretendido explicar en modo cierto e
incontrovertible una verdad fundamental y única a la cual todos se tienen que
adecuar. El pensamiento débil, por el contrario, advierte la pluralidad de sentidos
contingentes que la realidad asume, y les deja convivir uno al lado del otro. De
esta manera, la razón “debilitada” o “depotenciada” no pretende imponer sus
condiciones, sino que se adecúa suavemente al incesante mutar de la realidad,
aceptando la pluralidad de puntos de vista, sin imponer ninguno de ellos. El
depotenciamiento de la razón postmoderna se fundamenta en la aceptación del
eterno fluir heracliteano como la ley que rige el funcionamiento del mundo: el
cambio continuo no puede imponer nada inmutable, salvo el hecho de cambiar
continuamente. Este depotenciamiento de la razón implica a su vez la general
debilitación de las estructuras filosóficas, éticas y sociales que se han basado
hasta ahora sobre una concepción “fuerte” de la razón.
Por otro lado, la razón depotenciada que propone Vattimo no es
jerarquizante. Para ella, cada aspecto de la realidad, por su carácter propio y
distinto de los demás, es independiente y no forma parte de una jerarquía de
seres, sino que cada punto de vista, cada tradición cultural, toda expresión de la
vida humana goza a fin de cuentas de los mismos derechos y del mismo estatuto
esencial. Para el pensamiento débil, por lo tanto, no existe entre las variadas
manifestaciones de la existencia humana ningún tipo de jerarquía cualitativa:
todo aspecto de la realidad es por sí mismo genuino, y no hay ninguna
manifestación de lo humano que sea más auténtica que otra. En pocas palabras,
lo que el hombre es, se expresa en un conjunto de diferencias que son
alternativas e irreducibles entre sí, y que se encuentran unas al mismo nivel que
las otras, gozando todas de igual dignidad. No existe ningún sentido unitario que
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Cfr. p. ej. GIANNI VATTIMO , Le avventure della differenza. Che cosa significa pensare dopo
Nietzsche ed Heidegger, Garzanti, Milano 1980, pp. 5–11.
37
pueda englobar las diferencias, disolviéndolas dentro de sí.
4.4.4 Consecuencias ético-sociales del pensamiento débil
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A nivel ético-político, la actuación del pensamiento débil tiene consecuencias
relevantes. La razón depotenciada no sólo mide con el mismo rasero todas las
manifestaciones de lo humano, eliminando toda posición de privilegio, haciendo
imposible que alguna de ellas pueda erigirse como regla o ley para juzgar a las
demás, sino que también se empeña en reconocer y fomentar la diversidad a
nivel socio-político como medio para lograr el progreso social. Las exigencias de
las minorías, ya se trate de grupos raciales o culturales, en cuanto
manifestaciones de la propia identidad —o sea, de su “diferencia” o diversidad
— son legítimas, respetables y dignas de la misma atención por parte de las
autoridades políticas y de las estructuras sociales. Para Vattimo, la evolución de
la cultura en la postmodernidad se debe mover hacia el respeto y tolerancia de la
diversidad o diferencia, eliminando toda sombra de subordinación entre razas,
clases, culturas o formas de vida. A este fin se dirigen las luchas de los
movimientos civiles: contra el racismo, por la emancipación de la mujer, por los
derechos de los homosexuales, etc.
Sin embargo, el pensamiento débil no pretende el abandono de la propia
identidad cultural. Vattimo reconoce el valor indispensable de la tradición para la
formación de la cultura. Solamente insiste en que no puede dominar una
tradición sobre las otras, sino que debe haber diálogo y apertura entre las
tradiciones culturales. Basta dar una mirada a historia de la humanidad para ver
reflejada en ella la multiplicidad irreducible de tradiciones culturales, cuya
riqueza y fecundidad produce modos siempre nuevos de experimentar y vivir la
realidad. En este sentido, Vattimo se separa —como en general el pensamiento
postmoderno— de cualquier tipo de juicio de valor acerca de las tradiciones
culturales y su historia. El modo correcto de aproximarse a ellas es el diálogo, no
la aprobación o la condena.
Estas premisas filosófico-antropológicas tienen como consecuencia que no
puede existir ningún punto de vista ético-moral privilegiado. Desear imponer los
propios criterios morales como si gozasen un carácter universal sería una
manifestación más de dominio y de violencia sobre realidades distintas de la
propia, produciéndose una recaída en el pensamiento fuerte. Por ello, no será
posible extirpar completamente la violencia hasta que no sea eliminado el último
vestigio del pensamiento fuerte o ideológico, dejando paso a una realidad social
compuesta de un conjunto no-estructurado de “culturas débiles”. Vattimo
sostiene que en nuestras sociedades contemporáneas la tan deseada liberación de
la violencia se podrá alcanzar sólo si la ética civil es fruto del diálogo abierto y
sin prejuicios entre las distintas posturas morales de quienes componen el tejido
social, y no de rígidas verdades dogmáticas —lo mismo da que sean impuestas
por una mayoría o minoría—, a las cuales hay que obedecer ciegamente. Cada
forma ética es expresión legítima de la existencia humana, pero solamente es
válida dentro de los horizontes de la tradición que la origina. De este modo,
38
Vattimo propugna una especie de “regionalismo” ético, en el que la realidad se
configura como una multiplicidad de éticas regionales, todas legítimas y todas
respetables, que dialogan y conviven civilmente en recíproco respeto .
61
4.4.5 Observaciones críticas
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En el pensamiento débil de Gianni Vattimo encontramos una lúcida teorización y
aplicación positiva del nihilismo nietzscheano a la situación de crisis de la
sociedad occidental del final del milenio. Esta operación por parte del filósofo
turinés carece de sentido negativo: si, al final del camino que emprendió la
cultura occidental, el nihilismo es la situación en la que se encuentra el hombre
postmoderno después del hundimiento de toda certeza y de toda verdad última,
no es posible emitir un juicio ético sobre él. El nihilismo no tiene que ser
combatido o superado, sino asumido como el propio destino hasta sus últimas
consecuencias. Este hecho implica que el hombre contemporáneo tiene que
habituarse a convivir con la ausencia de sentido último o trascendente de la
existencia, viviendo sin neurosis una situación en la que no existen garantías ni
certezas absolutas. Quien todavía añora las seguridades perdidas, se encuentra
incómodo en esta situación existencial, porque no es suficientemente nihilista. El
nihilismo que Vattimo propugna no es, sin embargo, un nihilismo fuerte, que
pretenda crear nuevos absolutos encima de los escombros de la metafísica
occidental.
Del mismo modo que Nietzsche, Vattimo vive hasta sus últimas
consecuencias la experiencia de la disolución del ser como fuente de sentido, sin
añoranza de las antiguas certezas y sin el deseo de crearse unas nuevas. Y, como
Nietzsche, Vattimo nos pone frente a un falso dilema: o la aceptación de la
existencia del Dios de la tradición judeocristiana, o la afirmación del ser y de la
libertad auténticos del hombre.
5 Consideraciones conclusivas
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Resulta innegable el valor positivo y el progreso que ha representado para la
cultura contemporánea la crítica de las ideologías, el énfasis en la libertad de
expresión, en la promoción de los derechos de la mujer, y en general de las
minorías, en la apertura a la creatividad en distintos campos del saber, la defensa
de concepciones de la política donde se tiene en cuenta la participación y el
consenso, etc. En sí mismas, estas reivindicaciones de la Modernidad y de la
Postmodernidad son muy positivas, y pueden ser fundamentadas sólidamente
sobre una visión trascendente del hombre, en la que haya espacio para la Dios y
la verdad.
Del mismo modo, es un hecho innegable que el pensamiento de los cuatro
autores que hemos tratado en el último apartado promueve esos valores. Sin
embargo, resultaría engañoso fijarnos sólo en esos perfiles positivos. Su visión
de fondo de la realidad, que niega la posibilidad de darle un sentido que
61
Cfr. GIANNI VATTIMO , La società trasparente, Garzanti, Milano 1989, pp. 7–20.
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trascienda lo meramente terreno, compromete gravemente las conclusiones a las
que llegan acerca del bien del hombre y de la sociedad. En efecto, las posturas
ético-políticas que estos autores defienden se fundamentan de facto en la
negación de una verdad que tenga valor universal, y de toda apertura del hombre
a Dios y a un destino que va más allá del horizonte mundano. El nihilismo de
fondo que impregna las ideas que propugnan hace sumamente difícil presentar
en modo constructivo su pensamiento. De ahí que la exposición tenga un
acentuado carácter crítico y pueda parecer demasiado unilateral.
Sería una ingenuidad ignorar que, en buena medida, somos lo que leemos y
meditamos. En ello no están en juego simples teorías, sino el modo mismo de
mirar el mundo y de afrontar la vida y el destino eterno. La confrontación con
formas de pensamiento cuyas tesis de fondo ponen en entredicho el sentido
trascendente de la vida humana, es una experiencia que deja huella y da forma a
la propia personalidad. Para responder al desafío que plantea el nihilismo
contemporáneo se requiere un empeño serio y continuo por fundamentar
intelectualmente las propias convicciones. Sin embargo, no basta armarse de
argumentos racionales, porque habitualmente los autores de dichas obras
rechazan toda discusión que pretenda establecerse en términos de verdad. El
nihilismo no es una doctrina racional, sino una actitud ante la vida. Por eso, el
mejor “antídoto” es una actitud vital “fuerte”, fundada sobre una sólida
formación intelectual y humana.
6 Bibliografía
do
6.1 Obras de carácter general sobre la Modernidad, la
Postmodernidad y el nihilismo
r
1. JESÚS BALLESTEROS, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos,
Madrid 1989.
2. EUSEBI COLOMER, El pensamiento alemán de Kant a Heidegger, 3 vols.,
Herder, Barcelona 1986–1990.
3. MARIANO FAZIO — DANIEL GAMARRA, Historia de la filosofía III.
Filosofía moderna, Palabra, Madrid 2002.
4. MARIANO FAZIO — FRANCISCO FERNÁNDEZ LABASTIDA, Historia de la
filosofía IV. Filosofía contemporánea, Palabra, Madrid 2004.
5. PETER KOSLOWSKI, La cultura postmoderna: conseguenze socio-culturali
dello sviluppo tecnico, Vita e pensiero, Milano 1991.
6. ALEJANDRO LLANO, La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe, Madrid 1989.
7. ALEJANDRO LLANO, Humanismo cívico, Ariel, Barcelona 1999.
8. ALEJANDRO LLANO, La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002.
9. ALASDAIR MACINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987.
10. ALASDAIR MACINTYRE, Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid
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rra
Bo
1992.
11.ALASDAIR MACINTYRE, Animales racionales y dependientes: por qué los
seres humanos necesitamos las virtudes, Paidós Ibérica, Barcelona 2001.
12. JOSÉ MARÍA ORTIZ (coord.), Veinte claves para la nueva era, Rialp,
Madrid 1992.
13. AMALIA QUEVEDO, De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por
Deleuze y Guattari, Lyotard, Baudrillard, EUNSA, Pamplona 2001.
14. JOSEPH RASSAM, Michel Foucault: Las palabras y las cosas, EMESA,
Madrid 1978.
15. LUIS ROMERA OÑATE, Finitud y trascendencia. La existencia humana
ante la religión, Cuadernos de Anuario Filosófico. Serie Universitaria, Nº
167, Pamplona 2004.
16. GEORGE STEINER, Presencias reales, Destino, Barcelona 1991.
17. CHARLES TAYLOR, Fuentes del yo — La construcción de la identidad
moderna, Paidós, Barcelona 1996.
18. CHARLES TAYLOR, La ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1997.
19. FRANCO VOLPI, Il nichilismo, Laterza, Roma-Bari 2005.
6.2 Artículos de revistas, voces de enciclopedia, etc.
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do
1. JAUME AURELL — PABLO VÁZQUEZ, Los guiños del postmodernismo,
«Nuestro Tiempo», No. 616 (octubre 2005), pp. 17–31.
2. RAFAEL ALVIRA, Dialéctica de la modernidad, «Anuario filosófico»
XIX/2 (1986), pp. 9–24.
3. GIUSEPPE DE ROSA S.I., Il relativismo moderno, «La Civiltà Cattolica»,
2005 III (quaderno 3726, 17 settembre 2005), pp. 455–468.
4. ANA MARTA GONZÁLEZ, Ética y moral, «Anuario filosófico», XXXIII
(2000), pp. 797–832.
5. GARY GUTTING, Michel Foucault, en Stanford Encyclopedia of
Philosophy (Fall 2003 Edition), EDWARD N. ZALTA (ed.)
<http://plato.stanford.edu/archives/fall2003/entries/foucault/>.
6. LUIS XAVIER LÓPEZ FARJEAT, ¿Puede un nihilista debatir
filosóficamente? en «Ixtus» 54 (2005), pp. 84–94.
7. JACK REYNOLDS, Jacques Derrida, en Internet Encyclopaedia of
Philosophy, JAMES FIESER — BRADLEY DOWDEN (eds.), 2005
<http://www.iep.utm.edu/d/derrida.htm>.
8. ROBERT SPAEMANN, Lo que el hombre piensa de sí mismo depende de que
exista Dios o no. Entrevista a Robert Spaemann, «Nuestro Tiempo», No.
613–614 (julio-agosto 2005).
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