Escritos / Medellín-Colombia / Vol. 26, N. 56 / pp. 151-166
enero-junio, 2018 / ISSN 0120-1263 / ISSN: 2390-0032 (en línea)
http://dx.doi.org/10.18566/escr.v26n56.a07
Como citar en MLA:
Tobón Giraldo, Daniel Jerónimo. “Cultura consumista
y políticas de la compasión”. Escritos 26.56 (2018): 151-166.
Cultura consumista
y políticas de la compasión
Consumerist Culture and Politics of Compassion
Cultura consumista e políticas da compaixão
Daniel Jerónimo Tobón Giraldo*
RESUMEN
Este artículo evalúa la idea de G. Lipovetsky y J. Serroy según la cual la modernidad
ha favorecido una ampliación de la compasión. A la luz de las investigaciones sobre
la naturaleza y estructura de la compasión, realizados por M. Nussbaum, y algunos
estudios sobre cultura de consumo, se puede sostener que la compasión efectivamente
se ha generalizado gracias a un conjunto de fenómenos característicos del mundo
actual: la individualización, la globalización, la interconexión informativa y la
extensión del presupuesto democrático de la igualdad jurídica ante la ley. Sin
embargo, el actual sistema económico y social promueve, al mismo tiempo: la
competencia individual despiadada en todos los niveles, la fragmentación selectiva
de la información en unidades mínimas, el aislamiento de los individuos y un temor
paralizante a quedar por fuera del juego económico. Esta situación favorece una
*
Magíster en Filosofia y Candidato a Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la
Universidad Nacional, Sede Medellín. Miembro de los grupos de investigación Teoría
e Historia del Arte en Colombia (Universidad de Antioquia), e Historia, Espacio y
Cultura (Universidad Nacional).
Correo electrónico: danieljeronimo@gmail.com ORCID ID: org/0000-0002-5784-3549
Artículo recibido el 11 enero de 2017 y aprobado para su publicación el 5 diciembre
de 2017.
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compasión poco profunda, que no necesariamente se convierte en acción efectiva,
y, en ciertos casos, bloquea completamente su aparición.
Palabras clave:
Capitalismo, Compasión, Emociones, Política.
ABSTRACT
The article assesses G. Lipovetsky and J. Serroy’s idea according to which modernity
has favored an expansion of compassion. In the light of researches on the nature
and structure of compassion –undertaken by M. Nussbaum– and some studies
on the culture of consumerism, it is possible to argue that compassion has
indeed been generalized due to a group of phenomena characteristic of our time:
individualization, globalization, connectivity, and the expansion of the democratic
principle of equality before the law. However, the current economic and social
system, at the same time, fosters such things as: ruthless individual competition at
every level, selective fragmentation of information in minimal units, isolation of
individuals, and a paralyzing-fear of being left out of the economic game. Such a
situation boosts a poorly deep compassion that not necessarily becomes an effective
action, and that, in a certain way, completely blocks its appearance.
Key Words:
Capitalism, Compassion, Emotions, Politics.
RESUMO
Este artigo estuda a ideia de G. Lipovetsky e J. Serroy segundo a qual a modernidade
favoreceu uma ampliação da compaixão. À luz das pesquisas sobre a natureza e
a estrutura da compaixão, realizadas por M. Nussbaum, e alguns estudos sobre
a cultura de consumo, pode-se argumentar que a compaixão, efetivamente, se
generalizou devido a um conjunto de fenômenos característicos do mundo atual:
a individualização, a globalização, a interconexão informativa e a extensão do
pressuposto democrático da igualdade jurídica diante da lei. No entanto, o atual
sistema econômico e social promove, ao mesmo tempo: a concorrência individual
sem piedade em todos os níveis, a fragmentação seletiva da informação em unidades
mínimas, o isolamento dos indivíduos e um temor paralisante por ficar fora do
jogo econômico. Essa situação favorece uma compaixão pouco profunda, que não
necessariamente se torna ação efetiva, e, em alguns casos, bloqueia completamente
sua aparição.
Palavras-chave
Capitalismo, Compaixão, Emoções, Política.
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G.
Lipovetsky y J. Serroy, en las conclusiones de La estetización del
mundo, se esfuerzan por poner de relieve las dimensiones positivas
del exacerbado individualismo contemporáneo. La más importante,
a sus ojos, es cierta forma de progreso moral que ven en el mundo moderno.
Se trata de lo que podríamos llamar una ampliación de nuestra sensibilidad;
una capacidad cada vez mayor para dolernos por las tragedias de los demás,
por lejanos que se encuentren, y por diferentes que sean de nosotros mismos:
Tocqueville, en unas páginas muy hermosas, resaltó que la «compasión general
por todos los miembros de la especie humana» viene dada por la cultura
individualista democrática, cuyo efecto es crear la participación imaginaria
en los infortunios del prójimo. Esta tendencia prosigue. En una época en
que las imágenes mediáticas difunden a los cuatro vientos el espectáculo
de las desgracias humanas, se genera, en el seno mismo de un universo
caracterizado por un individualismo hipertrofiado, una gran empatía por los
que sufren. Es imposible no conmoverse cuando se presencian los horrores
que sacuden el otro extremo del mundo, horrores cuyas imágenes se reciben
en tiempo real. (348)
Hay, indudablemente, algo verdadero en las palabras de Lipovetsky y Serroy,
que remiten a una experiencia que todos hemos tenido. Los medios de
comunicación pueden ser vistos como prótesis que potencian nuestra capacidad
natural para la empatía y la compasión, que nos permiten –o nos fuerzan a–
extenderla mucho más allá de los límites comunitarios que tradicionalmente
la han restringido. Podemos desayunar con alguna emisión de noticias como
telón de fondo y seguir el día a día de la guerra en Siria y la reconquista a
sangre y fuego de Alepo; un accidente de tren en la India; vagos informes sobre
la extensión del cólera en Haití después del último huracán; un reportaje sobre
las inundaciones en la costa caribe; o el sufrimiento actual de los venezolanos
que intentan pasar la frontera con Colombia en busca de alimentos; o el de los
cubanos que recorren Latinoamérica en su largo viaje hacia el norte; protestas
de manifestantes en Estados Unidos ante los asesinatos de afroamericanos por
parte de la policía; el encarcelamiento de luchadores por los derechos humanos
en China, Turquía, o Rusia; el más reciente naufragio de inmigrantes en el
Mediterráneo. Esa es la materia de la que están hechas las noticias matutinas. Y
a veces, en efecto, se nos atraganta la comida en la garganta, comentamos estos
acontecimientos a lo largo del día, o compartimos un artículo con algunos
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miembros de nuestras redes sociales. Puede que lleguemos a derramar una
lágrima por estos desconocidos, que firmemos una petición en línea o que
hagamos una donación a la ONG pertinente.
Lo más común es que luego sigamos con nuestros asuntos, mientras estas
impresiones van desapareciendo a lo largo del día, convirtiéndose en un leve
malestar de fondo, una inquietud generalizada por el estado del mundo. Esto
ha sido así por lo menos desde la popularización de la prensa en el siglo XVIII
y, sobre todo, desde la invención de la fotografía. La historia reciente está
puntuada por una serie de fotografías que generaron brotes episódicos, pero
intensos, de compasión pública. La imagen de Alan Kurdi realizada por Nilüfer
Demir (2015) es solo uno de los ejemplos más recientes de una tradición que se
remonta, al menos, a las fotografías de la guerra de secesión en Estados Unidos.
A esa misma tradición pertenecen la fotografía del soldado republicano por
Frank Capra, la de una niña huyendo desnuda de un bombardeo con napalm
en Vietnam, la del monje envuelto en llamas en Shangai, las de Omaira en
Armero, las que tomaron los soldados a los presos que torturaban en Abu
Ghraib, o la del hombre que cae de las Torres Gemelas (Sontag).
No hay duda de que realmente ha tenido lugar una ampliación de lo que
Tocqueville llama «compasión general», y esto en conexión con el aumento de
la exposición al sufrimiento de los otros en una sociedad que está, en ciertos
sentidos, cada vez más conectada. Pero no basta con reconocer la existencia
del fenómeno, pues éste hace surgir, inmediatamente, nuevas preguntas:
¿Tiene el origen que Lipovetsky y Serroy le dan? ¿Cómo convive con el tipo
de individualismo característico de la sociedad de consumo? ¿Cuáles son los
efectos de la cultura de consumo y la exposición constante a los medios en las
políticas de la compasión? O, simplemente, ¿se puede compartir el optimismo
de estos autores?
Esta cuestión se puede abordar con provecho a partir de algunos fundamentos
de la psicología y la política de la compasión, y su intersección con los estudios
sobre la cultura de consumidores. Comencemos por considerar las condiciones
necesarias de la compasión, el tipo de relación que debemos establecer con el
otro para que esta sea posible.
M. Nussbaum dedica buena parte de Paisajes del pensamiento a la compasión
y su papel en la vida pública. Allí toma como punto de partida, para sus
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investigaciones, el análisis de esta emoción que ofrece Aristóteles en la Retórica,
cuyo núcleo vale la pena citar por extenso:
[...] un cierto pesar por la aparición de un mal destructivo y penoso en quien
no lo merece, que también cabría esperar que lo padeciera uno mismo o
alguno de nuestros allegados, y ello además cuando se muestra próximo;
porque es claro que el que está a punto de sentir compasión necesariamente
ha de estar en la situación de creer que él mismo o alguno de sus allegados
van a sufrir un mal y un mal como el que se ha dicho en la definición, o
semejante, o muy parecido (1385b 13–19).
Esta definición implica un cierto color afectivo, una valencia negativa en
la escala de dolor y placer. Pero la compasión –ni ninguna emoción– se
reduce únicamente a un grado de dolor o placer, o a un sentimiento de un
cierto estado corporal. Nussbaum, como otros teóricos de las emociones de
orientación cognitiva, se han esforzado por demostrar que las emociones
están constituidas por un conjunto de criterios cognitivos que les dan su
figura y fronteras específicas. En el caso de la compasión tres tipos de juicio
parecen indispensables: un juicio de la magnitud del daño; un juicio de su
merecimiento; y, un juicio de la posibilidad de que un daño como este caiga
sobre mí o sobre los míos. Descomponer la compasión en estos tres criterios
nos ofrece una útil herramienta para reflexionar sobre el significado de su
ampliación en la sociedad contemporánea, sobre sus límites y los riesgos a los
cuales se enfrenta.
1. El juicio de magnitud: la creencia o la evaluación
de que el sufrimiento es grave, no trivial
La compasión surge únicamente en aquellos casos en los que el espectador
juzga que el sufrimiento no solo es intenso, sino que se debe a una pérdida de
algo importante para quien sufre, algo que no puede reemplazar con facilidad.
Este juicio no depende de lo que el sufriente crea o piense respecto al daño
recibido, este bien puede no ser en absoluto consciente de lo que le ha ocurrido
–por ejemplo, si ha muerto o está inconsciente, o simplemente ignora aun lo
que le ha pasado– o puede valorarlo de manera inadecuada –por ejemplo, si
le da excesivo valor a una pérdida que, objetivamente, habría que considerar
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nimia, o, al contrario, si no es capaz de captar las ramificaciones catastróficas
de un acontecimiento, como ocurre frecuentemente con los niños–. Vale la
pena subrayar que esto implica que nos situamos en el punto de vista del
espectador: lo que importa no es tanto el dolor sufrido, sino la evaluación del
daño que realiza el espectador, como demostró convincentemente A. Smith en
su Teoría de los sentimientos morales. Esta distancia entre quien mira y quien
sufre es la estructura básica que determina toda la lógica de la compasión. De
ahí que la importancia de esta emoción para la vida pública es directamente
proporcional a la medida en que la sociedad se pueda definir como una
sociedad de espectadores. Solo podemos compadecernos de los otros si somos
expuestos a su dolor, pero de tal manera que nos diferenciamos de ellos; en la
sociedad moderna esta es una función de los medios de comunicación, que
tienen por tanto un papel central en la determinación de a quiénes y a qué tipo
de dolor se extiende la compasión (Boltanski; Bonilla Vélez).
Lo anterior nos permite esbozar una hipótesis: si en nuestra cultura la compasión
se ha extendido no es solo por un supuesto mejoramiento moral. Una de las
razones principales es que simplemente tenemos una mayor exposición al
sufrimiento del mundo, ya realizada por los medios de comunicación desde el
siglo XIX, y recientemente potenciado por la explosión de la imagen amateur
y personal. La omnipresencia de los teléfonos celulares con cámaras digitales, y
la transformación de las formas de circulación en la web 2.0, han permitido el
registro de horrores que, de otra manera, difícilmente habrían sido creíbles, o
que, en todo caso, no habrían tenido tal impacto emocional. Tal fue el caso del
escándalo suscitado por el reciente vídeo que mostraba a migrantes vendidos
como esclavos en Libia, que contrasta con la indiferencia general frente a la
persistencia –extensamente documentada– de diversas formas de esclavitud
en el mundo.
Pero con esto también se abren nuevas preguntas: ¿Qué dolores son expuestos?
¿Qué dolores permanecen en la sombra, sin que se hable nunca de ellos? ¿Qué
patrones se nos entregan para medir ese dolor? Las respuestas no pueden
ser inocentes, pues lo que está en juego es la geopolítica de las imágenes y
las narraciones, cuya distribución es desigual. No todas las tragedias son
fotogénicas, ni se prestan todas por igual para su exposición en horario prime
time, ni las vidas humanas tienen tampoco el mismo valor en la escala televisiva.
La muerte de doscientas personas en Afganistán no recibe una décima parte de
la atención que la muerte de veinte personas en Inglaterra, simplemente, por el
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diferente peso de ambos países en la producción de contenidos noticiosos (Joye).
Se trata, por tanto, de una desigualdad estructural. Más aun, solo ciertos tipos
de daños se pueden captar a través de una fotografía, de un clip noticioso de
dos minutos o de los doscientos ochenta caracteres de un tweet. En particular,
los daños producidos por formas de opresión que han sido naturalizadas
–como ocurre, por ejemplo, con la discriminación de género, de raza o de
especie, al igual que con ciertas formas de discriminación económica– tienen
que ser sacados a la luz, a través de un proceso normalmente largo y complejo,
que implica el desmonte de prejuicios de larga data, que frecuentemente están
presentes en todo el conjunto de la sociedad. En ocasiones exigen también
la ampliación de nuestra capacidad para ponernos, imaginariamente, en
el lugar de los otros y entender el significado de esas situaciones desde su
punto de vista, es decir, desde nuestra empatía. La ruptura de estas barreras
de la compasión difícilmente puede realizarse a través de las formas breves,
con efecto de choque inmediato, que parecen circular con más efectividad y
naturalidad en el ecosistema mediático contemporáneo.
2. El juicio de merecimiento: la creencia de que la
persona no merece ese sufrimiento, y de que nosotros
no lo hemos causado.
La compasión implica criterios de responsabilidad y culpa: no sentimos
compasión por aquellos que se han ganado su sufrimiento, y sería hipócrita
limitarnos a sentir compasión por aquellos cuyo sufrimiento sabemos que
hemos causado intencionalmente (Nussbaum, Paisajes del pensamiento
354). Desde luego, esto no excluye que alguien más pueda tener la culpa de
lo acontecido, ni tampoco excluye una posible responsabilidad moral del
espectador para aliviar el dolor que contempla. Lo que significa es, más bien
que sentir compasión por alguien implica no considerarlo como agente sino
como paciente de una situación: reconocer que no estaba enteramente en sus
manos evitarla. Con ello, la compasión apunta al necesario reconocimiento
de fragilidad de los seres vivos, la posibilidad, siempre abierta, de que nos
encontremos a merced de fuerzas frente a las cuales nada podemos hacer, así
como a la posibilidad de preocuparnos por los otros, independientemente de
las obligaciones legales y los vínculos previos que tengamos con ellos.
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Sin embargo, y por estas mismas razones, las efusiones colectivas de compasión
no están exentas de problemas. Son particularmente inadecuadas cuando
reemplazan, por así decirlo, a la culpa, y sirven para ocultarla. La culpa tiene un
costo psicológico muy alto, en la medida que implica reconocer ante uno mismo
y ante el otro que se ha actuado mal, a lo que hay que añadir que exige acciones
concretas de reparación del mal causado que también pueden ser, en sí mismas
costosas. La compasión ofrece, en este caso, una salida comparativamente
fácil, pues no trae consigo semejante devaluación del yo. Más aun, dado el
alto valor que se le ha dado en la tradición occidental, especialmente gracias
al cristianismo, se trata de una emoción que eleva el yo: sirve, por así decirlo,
como garantía de la bondad moral de quien la siente. En el peor de los casos,
esta satisfacción puede convertirse en el reemplazo de una verdadera acción
compasiva; como si las lágrimas vertidas por el otro fueran suficientes para
ayudarlo. Desde luego, las lágrimas son mejores que nada: en ciertos casos
realmente no podemos hacer ninguna otra cosa, y esas lágrimas son un gesto
a través del cual salimos del estrecho círculo de nuestros intereses privados, y
forjamos una conexión con los demás; pero eso no significa que la conexión que
crean con los otros sea necesariamente la correcta, ni suficiente en sí misma.
La compasión, por tanto, corre el riesgo de banalizarse, allí donde oculta la
culpa o reemplaza a la acción efectiva. Pero los obstáculos más grandes para
que la compasión cumpla una función en la vida pública se encuentran,
probablemente, en ciertos rasgos del capitalismo individualista y la cultura
consumista, que obstaculizan su aparición en muchos casos en los cuales
podría contribuir a los esfuerzos conjuntos para ayudar a los otros o favorecer la
justicia social. Y es que uno de los mitos fundacionales del capitalismo dice que
el talento y el esfuerzo individual pueden superar todo obstáculo, siendo fuente
y garantía de éxito económico y, en general, de todo lo bueno de la vida. La
pobreza pierde así cualquier posibilidad de ser considerada una catástrofe, algo
que le ocurre a alguien, y se transforma más bien en un castigo merecidamente
ganado –por pereza, indisciplina o falta de talento–: casi se identifica con un
signo del pecado, que autoriza más bien al desprecio que a la ayuda. Se trata de
un mito porque implica un autoengaño respecto a las posibilidades de fracaso
individual en la sociedad capitalista, y la medida en que las fuerzas económicas
pueden cambiar el destino de cualquiera, sobre todo de los muchos que entran
a la partida con desventaja. Defender la compasión implica atacar este mito y,
en el proceso, defender el Estado de bienestar de las múltiples amenazas a las
cuales se encuentra sometido. Como ha mostrado Nussbaum en los capítulos
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9 y 10 de Las emociones políticas, la política de la compasión cumplió un papel
central en la constitución del Estado de bienestar en la sociedad estadounidense
a través del New Deal: la compasión por las víctimas de la crisis financiera
fue orientada de tal manera que acentuaba y hacía sensible que se trataba de
personas comunes, que compartían su destino con el resto del país. Permitió
así comprender la necesidad de una red de protección que hiciera posible cierta
esperanza en el futuro. En palabras de Bauman:
[…] la libertad de elección viene inevitablemente acompañada de incontables
riesgos de fracaso, y para muchas personas esos riesgos resultarán insoportables
por temor a que excedan su capacidad de combatirlos. Para muchas personas,
la libertad de elección seguirá siendo un fantasma elusivo y un sueño lejano
si el miedo a la derrota no es mitigado por una póliza de seguro emitida en
nombre de la comunidad, una póliza en la que puedan confiar en caso de
padecer algún fracaso personal o un terrible golpe del destino. (189)
3. El juicio de las posibilidades parecidas: la creencia
de que hay una semejanza entre las posibilidades
vitales de esa persona que sufre y las del espectador.
Para sentir compasión, debemos ser capaces de reconocer la importancia de
lo que le ocurre al otro, en términos relevantes para mi propia forma de estar
en el mundo, y esto implica el reconocimiento de que un trasfondo común,
de que nuestros cuerpos, y el simple hecho de estar vivos, nos exponen a las
mismas formas básicas de fragilidad; de que en cierto sentido formamos parte
de una comunidad más amplia. La compasión, como todas las emociones, se
remite al yo, pero lo hace de tal manera que lo amplía. Este es su núcleo ético,
y la razón por la cual, aunque probablemente no sea un valor en sí misma,
una vida sin compasión difícilmente podría ser considerada plenamente
humana, y de hecho implicaría un profundo autoengaño.1 Es también la razón
1
En palabras de M. Nussbaum, “[...] cabría afirmar que la compasión y el temor no
son solo instrumentos de una clarificación en y del solo intelecto; reaccionar con
esas pasiones es valioso y, a la vez, un factor de clarificación de lo que somos. Es un
reconocimiento de valores prácticos y, por tanto, de nosotros mismos, no menos
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por la cual la compasión puede ser un potente motor para la acción colectiva.
Ahora bien, esta ampliación de nuestro punto de vista exige un ejercicio de la
imaginación, algo que sobre lo cual A. Smith llamó la atención con particular
claridad, al afirmar que la compasión –a la que él llamaba «simpatía»– no es un
movimiento inmediato, una reacción instintiva ante la expresión física de las
emociones ajenas. Es, más bien, el producto de la reconstrucción imaginaria de
la situación en la que otro se encuentra, y tendría como uno de sus elementos
constituyentes un momento de «aprobación» de la reacción emocional del otro
ante la situación. Es un producto de la imaginación, no del simple contagio
del dolor de otro (Smith; Siraki). Esto implica un cultivo de la imaginación
perspectivística, la educación de nuestra capacidad para ponernos en el
lugar de los otros y entender sus deseos, sus creencias, sus necesidades. Tal
dependencia de la imaginación la hace profundamente sensible a aquello
que nos separa de los demás: “todas las barreras sociales –o de clase, religión,
etnia, género y orientación sexual– se muestran recalcitrantes al ejercicio de
imaginación y esta contumacia obstaculiza la emoción” (Nussbaum, Paisajes
del pensamiento 356). Es una pena que la interpretación de Lipovetsky y Serroy
no tenga en cuenta las perspicaces reflexiones de Tocqueville sobre estos
presupuestos políticos de la compasión:
Cuando en un pueblo todas las jerarquías son prácticamente iguales y todos
los hombres tienen más o menos la misma manera de pensar y de sentir,
cada uno de ellos puede juzgar en un instante las sensaciones de todos los
demás. Echa una ojeada rápida sobre sí mismo y le resulta suficiente. No hay
miseria que no conciba fácilmente y un instinto secreto le descubre así su
alcance. En vano se trate de extranjeros o enemigos: la imaginación los coloca
rápidamente en su sitio. Añade algo personal a su piedad y, si se descuartiza
el cuerpo de un semejante, se hace sufrir como a sí mismo. (714)
Tocqueville traza aquí una distinción entre tipos de sociedades: en una de
ellas la dignidad de los hombres depende de la clase que les corresponde por
nacimiento; en otra –la democrática–, los hombres son formalmente iguales
importante que el reconocimiento y las percepciones del intelecto. En sí, la compasión
y el temor son elementos de la percepción práctica correcta de nuestra situación.” (La
fragilidad del bien 483)
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ante la ley. En esta igualdad formal se funda la posibilidad de extender la
compasión más allá de los distingos de partido. El mismo Tocqueville contrasta
esta extensión de la compasión a los iguales con el tratamiento que se le daba a
los esclavos, que eran vistos casi como otra especie; cuyo dolor, racionalidad y
espiritualidad son tan incomprensibles que se podía poner en duda, incluso, su
existencia, y a quienes en todo caso no se extendía la compasión en un grado
siquiera cercano al de los demás.2
Conocer las desgracias de los otros es una condición necesaria de la ampliación
de la compasión, pero no es en sí misma suficiente. Es fundamental el
reconocimiento de los otros como iguales, pues solo así se abre la posibilidad
de ponerse en el lugar de cualquier otro, y no solo de aquellos que pertenecen al
propio grupo o clase. Para ponerlo en términos cercanos a los de A. Honneth,
el reconocimiento moral y jurídico de los otros suele ser una precondición de
su reconocimiento afectivo.3 Como ha señalado recientemente S. E. Ascheim,
la compasión y la empatía siempre han estado sometidas a límites políticos: se
rigen por cierta diferencia entre nosotros y los otros en términos de género,
raza, tradición u orientación política, y además de las reglas de proximidad y
semejanza en ella operan “marcos narrativos oficiales y políticos, y regímenes
de poder y justificación” (22). Los individuos no están necesariamente
encerrados de por vida en estos marcos narrativos, pero alcanzar un punto de
vista propio dentro de una comunidad y traspasar las fronteras de la empatía
es más bien la excepción -que ha de ser explicada- y no la regla.
Sugerimos, pues, que habría que separarse de Lipovetsky y Serroy en este punto.
Si bien la individualización está ligada a la pérdida de la identidad de clase –y
con ello elimina indirectamente un obstáculo a la compasión–, no es en sí
2
3
S. Buck-Morss ofrece una reconstrucción aterradora e imprescindible de cómo esta
negación de la humanidad compartida fue una estrategia de argumentación clave para
mantener la esclavitud en los siglos XVII y XVIII, incluso en países que ya habían
aceptado la declaración de los derechos del hombre.
Hay que reconocer que el camino puede ser inverso, es decir, del reconocimiento afectivo
a través de la compasión al reconocimiento jurídico. Pero en ese caso la compasión
se enfrenta a grandes dificultades, que generalmente solo pueden ser salvadas por los
recursos más potentes de la ficción narrativa, y está ligada a cambios morales en la
totalidad de la sociedad.
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misma la fuente de la ampliación de la compasión, que se encuentra más bien
en la capacidad de reconocerse igual a los otros en aspectos fundamentales.
Ahora bien, este requisito de la compasión está en conflicto con un componente
estructural de la sociedad de consumo. La intuición de Marx, según la cual el
capitalismo transforma las relaciones entre los hombres al imponerle la forma
de la mercancía, es decir, al mediar todas las relaciones entre personas por el
mercado, se ha mostrado enormemente productiva también para los estudios
sobre el consumo. Y es que, claro está, producción y consumo son dos aspectos
de la misma cosa: el mercado. La mediación de las relaciones humanas por esta
forma no tiende, ciertamente, a unir a los hombres, y facilitar así la compasión,
sino, por el contrario, a separarlos.
Así, T. Veblen sostenía que el desarrollo del instinto de emulación lleva a
la primacía de la comparación envidiosa. La lucha entre los hombres no es
solo una lucha por la supervivencia y el disfrute de los bienes, que terminaría
una vez alcanzado cierto nivel de abundancia; es sobre todo una lucha por la
posesión y exhibición de los bienes que garanticen la estima social, así como la
validez de los logros alcanzados por cada individuo con respecto a la sociedad.
Con ello se supone que el valor comparativo de estos bienes no se refiere a la
utilidad que tengan, sino a su capacidad para diferenciar a su poseedor frente
a los demás; en ellos pone el individuo su propio valor, que siempre exige un
distanciamiento mayor frente a los otros miembros de su grupo (Veblen 71).
En esto coincide con Baudrillard, para quien la diferencia de lo que ocurre en
aquellas sociedades en las que el lugar social está determinado por el rol, la
profesión o el nacimiento; en la sociedad moderna lo importante es la posición
en el sistema de consumo, que crea nuevas diferenciaciones (219-22). El criterio
último de valoración de la persona es la forma de su consumo, la relación que
tiene con cada uno de los objetos en los cuales se pone y se expone a sí mismo,
en el orden de los objetos y las formas de consumo: objetos y experiencias de
consumo constituirían no solo cierta aura de prestigio sino la esencia misma
de la persona social. Para ponerlo en términos de Bataille, la riqueza depende
dialécticamente de la miseria de los otros:
El fin de la actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad
patronal es producir para destinar a los productores obreros a una espantosa
degradación: pues no existe ninguna disyunción posible entre la cualificación
buscada en los modos de gasto propios del patrón, que tienden a elevarlo
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muy por encima de la bajeza humana, y la bajeza misma que es funcional a
esa cualificación (127).
La retórica de Bataille puede ser un tanto tremendista, pero apunta a una
contradicción real de la sociedad contemporánea. Si de un lado la miseria
puede ser objeto de compasión, por el otro puede ser también el correlato
necesario del goce en la propia riqueza.
Es sobre todo Z. Bauman quien se ha interesado en los efectos de la cultura
del consumo sobre el tejido social. Profundizando en el diagnóstico de
Baudrillard, sostiene que el consumo modula las formas de relación con los
demás, y detecta una tendencia
innata de una sociedad de consumidores a infundir en sus miembros la
voluntad de acordar a otras personas el mismo –y no más– respeto que el
que los han entrenado a sentir y mostrar hacia los productos de consumo, es
decir, los objetos destinados a producir una satisfacción instantánea y hasta
incluso poco problemática y sin ataduras (Bauman 165).
Esto, combinado con la exacerbación de la competencia y el imperativo de la
ganancia individual, que es reforzado por todos los medios, hace muy difícil
que se desarrolle, de manera sostenida, el tipo de atención a las desgracias
de los otros que exige la verdadera compasión. El esfuerzo del consumo es
simplemente tan grande que tiende a crear individuos apáticos.
Enfatizando un aspecto de esta misma cuestión, Bauman ha sostenido también
que la cultura de masas tiende a una cierta adiaforización, es decir, una
salida del sujeto por fuera del espacio de las obligaciones morales (Bauman y
Donskis 53). Ya W. Benjamin había señalado como rasgo central del hombre
moderno su posición en medio de la multitud, tal como la ejemplificaba el
flâneur de Baudelaire. Y Simmel, en un texto clásico, constató como este
roce incesante con los demás, y la sobrecarga de estímulos que traía consigo,
obligaba al individuo a mecanismos de protección que lo insensibilizan ante
los demás. Hay un límite para la compasión que podemos sentir si todos los
días nos exponemos a la miseria. Para Simmel, esto lleva incluso a algo más
que la simple indiferencia frente a los otros: promueve una antipatía activa.
El carácter reservado, como forma de protección, tendría, en su centro, una
oculta aversión por el contacto.
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Una última reflexión en este sentido: una sociedad en la que el temor por
la propia existencia se ha extendido no puede ser una sociedad proclive a la
compasión. Aunque la compasión exige la posibilidad del temor, cuando este
nos amenaza desde demasiado cerca ya no hay lugar para la compasión, sino
solo para la lucha por la supervivencia. La transformación del temor en una de
las herramientas políticas más exitosas –como atestigua la reciente campaña
por el plebiscito en Colombia, así como la que llevó a Trump a la presidencia
de Estados Unidos– hace poner en duda que la sociedad capitalista moderna
sea muy proclive a la compasión. Se ha perdido, en parte, la seguridad y la
distancia que garantizan nuestra posición como espectadores, y nos acercamos,
peligrosamente, a convertirnos nosotros mismos en víctimas. Piénsese en las
masas de obreros estadounidenses y europeos que, ante el desmonte progresivo
del Estado de bienestar y amenazados por la pobreza y el desempleo, se
inclinan cada vez más hacia la derecha y hacen un mayor eco de los discursos
xenófobos: ante ellos la apelación a la compasión con los inmigrantes no tiene
ningún efecto. Esta situación no habla en contra de la compasión, sino de la
sociedad en la que vivimos, en la que la tragedia que pende todos los días
sobre nuestras cabezas nos hace incapaces de preocuparnos por el destino de
los demás.
Al seguir el hilo de las preguntas a las que nos llevó la tesis de Lipovetsky y
Serroy nos hemos encontrado con ciertos aspectos de la sociedad de consumo
que efectivamente llevan a la ampliación de la compasión. Por un lado tenemos
la individualización –acompañada por la relativa pérdida de importancia de la
identidad local y de clase–, la globalización, la interconexión informativa y la
extensión del presupuesto democrático de la igualdad jurídica ante la ley. Estas
son condiciones que efectivamente permiten y, en ciertos casos, estimulan una
extensión de la compasión a otros seres humanos que, de otra manera, nos
habrían sido indiferentes. Sin embargo, el mismo sistema económico y social
que ha promovido estos cambios a nivel mundial exige, al mismo tiempo, una
competencia individual despiadada a todos los niveles, una fragmentación
selectiva de la información en unidades mínimas, la separación general del
individuo frente a los demás y un temor paralizante a quedar por fuera del
juego económico. Todos estos fenómenos obstaculizan la profundización de
la compasión y su transformación en acción efectiva. No se puede, por tanto,
compartir el optimismo de quienes creen que el individualismo moderno y
el capitalismo simplemente aumentan de manera automática el ámbito de la
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Cultura consumista y políticas de la compasión
compasión en el mundo, como si se tratara de un afortunado subproducto
del sistema. Por el contrario, si la compasión tiene algún valor ético, si puede
servir a la construcción de una sociedad más justa y de relaciones humanas
más plenas, es necesario protegerla de la tendencia del sistema económico y
social, a oponer los individuos unos a otros en la competencia por los bienes,
y a establecer desigualdades económicas tan grandes que destruyen cualquier
sentido de que compartimos nuestros destino en aspectos fundamentales.
Este esfuerzo requiere imaginación cultural y política. Imaginación cultural
para encontrar aspectos que nos unan a los otros y superar las fronteras de
la empatía. Imaginación política para transformar las condiciones sociales
y económicas que sirven de sustento al miedo, y nos impiden constituir
comunidad con los otros.
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