Voces femeninas
en la guerra de
independencia
de Cuba: Lila
de Luáces y
Eva Adán de
Rodríguez
Jorge Camacho
Recebido em: 20 de setembro de 2019
Aceito em: 19 de dezembro de 2019
Jorge Camacho es Profesor Titular e investigador de Literatura
Comparada, Español y Estudios
Latinoamericanos en la University
of South Carolina, Columbia. Es
autor de 5 monografías y 8 volúmenes, todos con textos inéditos
de José Martí, Rubén Darío y
Mercedes Matamoros. Su último
libro es La angustia de Eros: Sexualidad y violencia en la literatura
cubana (Almenara, 2019).
Contato: camachoj@mailbox.
sc.edu
Estados Unidos
Caracol, São Paulo, N. 20, jul./dez. 2020
Vária
PALABRAS CLAVE:
mujeres; guerra;
independencia; Cuba;
Estados Unidos.
Resumen: Durante la primera guerra de independencia de Cuba, que
comenzó en 1868 y duró diez años, aparecieron en la isla y los
Estados Unidos varias narraciones que hablaban del conflicto bélico.
Una de estas narraciones fue escrita por Lila Waring de Luáces,
una norteamericana casada con un cubano. En este ensayo discuto
ese texto y lo comparo con otro, aparecido después de la guerra,
escrito por otra sobreviviente en la isla. En ellos destaco las formas de
representar la violencia y el Yo en estas narraciones, así como lo más
importante: el archivo de hechos que van creando como contrapeso
a la historia oficial del poder español en Cuba.
KEYWORDS: women; war;
independence; Cuba; United
States.
Abstract: During the first war of independence in Cuba, which
started in 1868 and lasted ten years, a number of narrative texts
appeared in Cuba and the United States detailing the conflict. One
of these texts was written by an American: Lila Waring de Luáces,
who was married to a Cuban. In this article I discuss this testimony
and I compare it with another one published in Cuba after the war,
also written by another female survivor. I discuss the way violence
and the one’s self is represented in these narrations, and most
importantly how they build an archive of deeds to criticize Spain’s
official (hi)story of the Cuban conflict.
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A partir de la publicación en 1966 de Biografía de un Cimarrón de Miguel
Barnet, numerosos ensayos han tratado de definir el género de testimonio en
Latinoamérica. Un género llamado “sin arte” que tradicionalmente habla de
intimidad y compromiso político, dándole voz a aquellos que no la tienen.
Así el antiguo esclavo, la guerrillera o la mujer indígena ocuparon el lugar
central de estas discusiones. No extraña entonces que para John Beverley
la característica principal del testimonio en Latinoamérica sea precisamente
su marginalidad, su lugar descentrado, alejado de la metrópoli imperial
como fue el caso del Inca Garcilaso de la Vega, o el cimarrón de Barnet. En
particular, dice Beverley, el testimonio sirve de vehículo para sujetos como
el niño, la mujer, la indígena o el proletario, que han sido excluidos de las
representaciones autorizadas “when it is a question of speaking and writing
for themselves rather than being spoken” (2004, 93).
En este ensayo discutiré dos textos escritos por mujeres que pertenecían a la
clase esclavista en Cuba. Las dos narran vivencias de finales del siglo XIX que
tienen que ver con la guerra. Una de ellas era norteamericana y la otra, aunque
nació en Cuba, adoptó la ciudadanía del mismo país cuando se exilió en los
Estados Unidos. Una de estas narraciones está escrita en inglés, y fue traducida
por José Martí. Sin embargo, hasta el presente se desconocía el original, ya
que no se había podido localizar el periódico de donde la tomó el cubano.1 El
1
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Para más detalles véase las Obras Completas. Edición crítica, vol. 21, donde a pie de la traducción
de Martí en ese volumen los editores escriben: “No se ha podido hallar el texto en inglés. En el
ángulo superior izquierdo: “De The Times./de New York” (436).
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otro testimonio de la guerra fue publicado en Cuba en 1935 y fue escrito por
Eva Adán de Rodríguez.
Estos dos textos, además de ser escritos por mujeres, comparten otra
característica fundamental: el servir de resistencia al poder colonial en la
isla, ya que ambas participaron en el conflicto bélico del lado de los cubanos y su escritura era parte de una experiencia colectiva, no autorizada, que
narra desde el punto de vista de la víctima los estragos y las injusticias que
provocaron los enfrentamientos.
Desafortunadamente, ninguno de los nombres de estas mujeres ni sus
testimonios han formado parte del canon o de las discusiones de la representación de la guerra. Sus nombres no aparecen en diccionarios ni en
monografías de la isla o de los Estados Unidos, a pesar de que representan
sus vivencias y son un ejemplo de los sacrificios por los que pasaron las
cubanas a partir del momento en que los criollos le declararon la guerra a
la metrópoli. Son recordatorios del sufrimiento que tuvieron que atravesar,
la pérdida de vidas y la miseria en que vivieron miles de familias en los
montes. Su escritura hay que verla como un “recordatorio” y una forma de
construir un archivo de agravios. Por esta razón, en lo que sigue, me gustaría
explicar con más detalles el contexto socio-histórico en que se originaron, su
lugar de enunciación, y su relación con otros textos que también hablan del
conflicto, pero que fueron escritos por hombres. Analizaré cómo el género
informa su escritura y daré a conocer el texto perdido de Luáces.
Hojas de Recuerdos, de Eva Adán de Rodríguez, se publicó en 1935 con una
introducción de Dr. Gonzalo Aróstegui, y un epílogo del periodista Miguel
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de Marcos (1894-1954) quien, por la casualidad, vivía en un apartamento
ubicado debajo del de Eva Adán en La Habana, y le pidió que escribiera sus
memorias después de saber que había conocido algunos de los héroes más
famosos del alzamiento. Eva Adán estaba casada además con Alejandro Rodríguez Velazco (1852-1915), quien fue general de división del Ejército Libertador
durante la guerra de 1868 y después del triunfo republicano se convirtió en el
primer alcalde de La Habana. Su cercanía al poder anticolonial por tanto era
importante, igual que lo fue para Eliza H. Waring de Luáces, quien se casó
con el coronel del Ejército Libertador, y también médico, Emilio Lorenzo
Luáces (1842-1910). Las dos mujeres vivían en la provincia de Camagüey al
inicio de la contienda y tenían una posición privilegiada al menos hasta que
comenzaron las hostilidades y tuvieron que escapar a los Estados Unidos.
Eliza Waring y Lorenzo Luáces se conocieron y se casaron en Nueva York
en 1863. Lorenzo y su hermano, Antonio, habían ido a los Estados Unidos
a estudiar Medicina y durante la Guerra de Secesión en los Estados Unidos
(1861-1865), Antonio se enroló en el Ejército del Norte donde llegó a obtener
los grados de coronel. Más tarde, Antonio se incorporó al Ejército Libertador
en Cuba, hasta que fue tomado prisionero en 1875 y juzgado a muerte en
consejo de guerra por los españoles. Después de contraer matrimonio en los
Estados Unidos, Lorenzo y Eliza Waring se fueron a vivir a Cuba, donde
la familia Luáces tenía uno de los ingenios más importantes de Camagüey,
El Oriente, famoso por su belleza y su importancia en la región.
Tal es así que el cura español Antonio Perpiñá habla de El Oriente en su
libro El Camagüey, viajes pintorescos por el interior de Cuba y por sus costas
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(1889), y resalta su belleza y el buen trato de su dueño. De acuerdo con Perpiñá,
El Oriente tenía alrededor de 200 esclavos africanos cuando lo visitó en la
década de 1860. Tenía el estilo de un chalet suizo e iluminado por las noches
con lámparas chinas parecía una casa de hadas (1889, 88). Al comienzo de la
guerra, no obstante, El Oriente se convirtió en un lugar de reunión para jefes
revolucionarios como Ignacio Agramonte (1841–1873) y el General Donato
Mármol (1843-1870), y por eso, poco después Liza Waring y su esposo tuvieron que abandonar su propiedad, y se unieron a las tropas independentistas
en la manigua: Lorenzo en calidad de médico y Liza sirviendo de enfermera
en los hospitales de sangre que se construían en el monte.
Figura 1 – Conuco y bohío de los negros esclavos en el ingenio El Oriente, propiedad de la familia
Luáces. Fuente: El Camagüey, viajes pintorescos por el interior de Cuba y por sus costas (1889),
de Antonio Perpiñá.
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Por esta razón, tanto Liza Waring como Eva Adán de Rodríguez proveerán al lector de una perspectiva muy diferente a la que brindan los textos
que fueron producidos por hombres y que lucharon en la guerra. No nos
hablan de su participación en los combates porque las mujeres en su inmensa
mayoría no participaban en los conflictos bélicos, sino que permanecían en
los ranchos cerca de los campamentos curando los heridos, remendando sus
ropas y apoyando a sus maridos. Su posición, condicionada por el género,
nos da una visión de la guerra que se origina desde los lados, desde la
retaguardia o los espacios liberados u ocultos adonde no habían llegado
todavía las tropas peninsulares, lo cual no quiere decir que escaparan de las
represalias o no sufrieran castigo si eran halladas en estos hospitales y se les
consideraba enemigas de España. Por eso, como dejan explícito los textos
de estas mujeres, cualquier civil que simpatizara con los mambises podía ser
juzgado y en más de una ocasión, Liza Waring narra cómo familias enteras
fueron asesinadas por una simple sospecha.
En el caso del testimonio de Eva Adán de Rodríguez, su condición social
pasa incluso a ocupar un primer plano ya que repetidas veces contrasta su
vida en la manigua y su vida antes en Puerto Príncipe, la ciudad principal de
Camagüey, donde su familia vivía antes de estallar la guerra. Como afirma
casi al inicio del texto, su familia tuvo que dejar la ciudad tan pronto los
soldados españoles instalaron cañones en las torres del templo de la Merced
en Puerto Príncipe, para proteger la ciudad de los ataques de los rebeldes.
El templo estaba al lado de su casa. En aquellos momentos, Eva Adán era
todavía una adolescente, y dado la fortuna de sus padres, estos pensaban
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enviarla a estudiar a Florencia, Italia. En cambio, toda la familia tuvo que
abandonar la ciudad y refugiarse en su finca, la cual pronto tuvieron que
abandonar también y trasladarse a una choza en el monte.
Por consiguiente, la narración de Eva Adán está marcada por un “antes
y un después” que ilustra el cambio identitario por el que pasaron los protagonistas de estas narraciones, y coincide con la forma en que los criollos
independentistas se vieron a sí mismos después de estallar el conflicto. “Antes”
vivían una vida llena de confort y “después” no les quedó otro remedio que
sobrevivir en la pobreza y el hambre, pero motivados por el amor a la patria.
Este discurso será el que mantendrá la reserva de patriotismo en obras de
teatro como “El grito de Yara”, de Luis García Pérez, y novelas proindependentistas como Vía crucis, de Emilio Bacardí (Camacho, 2018, 51-52). En
estas narraciones, las mujeres abandonan también sus hogares y se marchan
a la manigua con sus esposos o sufren una vida de miseria en la ciudad.
Como apunta Eva Adán en su narración, el propio Máximo Gómez, jefe
del Ejército Libertador, le había dicho una vez que era una “aristócrata”,
alguien que había gozado antes de la guerra de un estatus social mucho más
alto que la mayoría de los hombres y mujeres que lucharon a su lado. Pero
ese estatus, como vemos en el libro, rápidamente cambia cuando su familia
se ve obligada a huir al monte y los españoles confiscan sus propiedades por
simpatizar con los rebeldes. De modo que, de acuerdo con un comentario
irónico que le hizo su hermana en el lugar donde se encontraban ocultas,
cuando vivían en la “opulencia” usaban agujas ordinarias, “y hoy que carecemos de todo, las tenemos de oro” (1935, 60). La ironía en el comentario de
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la hermana residía en el hecho de que en la manigua, por no tener ninguno
de los utensilios que tenían en la ciudad, tenían que ser creativas y usar
cualquier objeto para ayudarse, por eso utilizaban sus broches de oro para
remendar sus ropas. En su narración por consiguiente estamos en presencia
de un doble desplazamiento: el sujeto ocupa un lugar que no le corresponde
al cambiar su vida por la de una persona común. Asimismo, los objetos
que usa de la otra vida sirven para hacer algo más para lo cual no estaban
diseñados originalmente. En ambos casos el movimiento se inscribe como
una contradicción con el lugar, como una especie de anatopismo (del prefijo
ana-, que significa contra, y topos que significa lugar) en que el sujeto y sus
objetos aparecen desplazados, sin el prestigio, el dinero o la función que
ocupaban en la vida anterior. En todo caso, la visión se origina desde un
espacio marcado por la clase social que pierde en importancia material al
mismo tiempo que suple esa disminución con el patriotismo.
Así, en la narración de Eva Adán sobresalen los recuerdos personales, las
memorias de su familia en las fincas y chozas del monte donde se refugiaron y
en estos recuerdos siempre está presente la idea que su lugar está en otra parte,
que su vida es otra y que hasta las ropas que lleva puestas no son las que debería
tener. De esta forma, sus recuerdos funcionan como lugares distópicos, en que
se mezclan su identidad aristocrática y su vocación de patriota. Uno de estos
recuerdos aparece cuando rememora que después que los españoles habían
asaltado su casa y roto todos los muebles lo que más le angustió fue encontrar
los espejos rotos “porque deseaba conocerme transformada de niña en mujer”
(1935, 34). La falta de espejos hacía imposible que se reconociera. Un año
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después, cuando las tropas españolas finalmente las toman prisioneras y las
transportan a la ciudad con sus padres, Eva Adán logra verse en un espejo y dice:
Imposible describir la impresión y el malestar que experimenté al
contemplarme de cuerpo entero en aquellos grandes espejos, ¡tan pobre y
ridículamente vestida!... //Como era una niña cuando salí al campo y en se
tiempo había crecido y desarrollado más, no tenía ropa que me sirviera y la
incomunicación con los pueblos impedía abastecernos con lo más necesario,
se habían aprovechado para mis trajes aquellas colchas de saraza de vivos
colores que se usaban en el campo para camas y cortinas, cuyos dibujos
eran flores, pájaros, frutas, etc. etc. La pinta del que yo llevaba ese día era
de berenjenas; los zapatos hechos en la manigua con piel de jutia, sin figura
ni tamaño (1935, 40-41).
Por consiguiente, como en el caso anterior en que Eva Adán habla de las
dificultades que tenían para encontrar agujas en el campo, aquí reconstruye
sus memorias a partir del contraste que producían las ropas hechas con
retazos de telas que entonces solo se usaban para cortinas y camas. De esta
visión surge la inconformidad, la visión “ridícula” que juzga su apariencia
por los valores aristocráticos que aprendió de niña antes de huir. El mismo
gesto aparece cuando Eva Adán ve entre los mambises que llega a su casa
Félix Aguirre, harapiento, vestido con ropas que le habían hecho de un viejo
forro de catre y desde el primer momento se fija “en unos preciosos botones
de nácar que se destacaban en aquel sucio y raído uniforme” (1935, 57). Una
y otra vez, por tanto, la mirada de la adolescente se fija en el contrate que
se establece entre dos objetos encontrados en el mismo lugar, que chocaban
entre sí por su origen o su valor. En otras palabras, son objetos que estaban
en el lugar que no les pertenecía, igual que estaba ella en el monte rodeada
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de malezas y objetos en desuso. No extraña entonces que para un sujeto
poco acostumbrado a sobrevivir en la manigua todo lo que pudiera hacerse
con objetos y partes de animales que no fueran las acostumbradas, causara
asombro. Según Eva Adán en aquellos momentos:
La necesidad aguzaba las ideas y despertaba las habilidades; se rehacían
los cepillos de dientes con crines de caballos, de los rabos de las jutías se
hacían dedales; y Lecondia, una de mis hermanas conservaba uno que era
una perfección. Al faltarles agujas, utilizaba los alfileres de sus prendedores
de oro. (1935, 59)
La narración de Eva Adán regresa por tanto una y otra vez sobre la experiencia del “Yo” que tiene que abandonar su lugar de origen, sus costumbres
y adaptarse a otra vida, ya sea en el monte o en el exilio. Ese cambio la
obliga a vestirse diferente y aprender habilidades que no eran propias de su
época como curar a los heridos o dedicarse a confeccionar cartuchos para
las armas que utilizaban los independentistas. Por eso, afirma que a pesar
de que a las niñas de su tiempo se les enseñaba a coser y hacer bordados,
nunca aprendió “las labores propias de mi edad y condición”, esto es, a
bordar, coser y tejer (1935, 65).
En el caso de la narración de Eliza Waring las marcas sociales son menos
evidentes. Sobre todo, porque “Lila”, que era como la llamaban sus amigos
y como firma en el periódico norteamericano, no habla de su vida íntima
como lo hace Eva Adán. Su texto habla de la guerra y de los crímenes con un
conocimiento vivencial que Rodríguez no tiene. Habla con más emoción y
ansiedad de lo ocurrido, tal vez porque a diferencia de Eva Adán, Lila escribe
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su narración en el mismo momento en que sucedía la guerra, no treinta y
dos años después de lograda la independencia. Además, Liza, a diferencia de
Eva Adán, era ya una mujer adulta en el momento en que estalla el conflicto.
Tuvo que tomar decisiones por ella misma y huir con su esposo a la manigua. En tal sentido, su memoria es un testimonio contrario a la violencia
de los soldados españoles contra los civiles y un recordatorio constante de
la posibilidad de ser sorprendidos en la manigua a cualquier hora del día
por ellos. En su caso, además, la narración se publicó en varios periódicos
estadounidenses mientras acontecía la guerra, y por eso su testimonio se
convirtió en un arma de lucha y en un alegato contra el gobierno español.
En efecto, una vez que logra escapar de Cuba y llegar a los Estados Unidos,
Lila dio a la imprenta una carta con el título “Extraordinary narrative of Mrs.
Lila Waring de Luáces” en cuya introducción los editores la califican como
una prueba del trato inhumano que daban las autoridades españolas a los
cubanos en la isla y subrayan además su capacidad de testigo al afirmar que
residía en Cuba cuando estalló la guerra y que junto con su esposo estuvo
a cargo por dos años de los hospitales de los insurgentes.
Así, de acuerdo con el editor del New York Tribune, Lila logró llegar a los
Estados Unidos en 1870, dos años después de comenzar la guerra, pero se
había refrenado de publicar esta carta, dado la posible repercusión que podía
tener en su esposo que todavía permanecía en Cuba. De todas formas, el
periódico publica esta carta en la cual Eliza Waring describe con detalle las
“atrocidades” que cometían los soldados españoles en Cuba, especialmente
contra los civiles que creían que simpatizaban con los rebeldes.
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Figura 2 – New York Tribune.
En su carta-testimonio, Luáces habla de mujeres y hombres que son
asesinados sin excusa y de cuerpos que son despedazados, desmembrados
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y quemados vivos como ocurre con las mujeres, los hombres y los niños de
las familias De Mola y Molina. Los hombres de estas familias, dice Luáces,
fueron apresados y encontrados más tarde tan ferozmente mutilados que fue
difícil reconocer sus cuerpos. “Los genitales y las orejas de los tres habían
sido cortados y el cuerpo del pequeño niño había sido tan macheteado a
pedazos que solamente pudo ser identificado por su ropa” (1871, 4). La
violencia de la letra en este testimonio era un reflejo de la lucha desigual y
asimétrica que ocurría en la isla. Busca crear empatía en el lector recurriendo a la narración de casos extremos como el de la familia De Mola, cuya
muerte aconteció después de que Lila había abandonado Cuba, pero aun
así logra insertarla en su texto.
Por eso es importante señalar que a pesar de que Lila de Luáces vivió
en Cuba durante la guerra, y estuvo casada con uno de los principales jefes
en Camagüey, no todo lo que cuenta en su carta fueron acontecimientos
que ella misma vio. Es decir, no siempre habla con la voz del testigo. De
hecho, Luáces tampoco reclama la posición de observador o de víctima. Su
testimonio toma la forma de un recuento de crueldades que los españoles
cometen contra los cubanos. Incluso, sabemos que Lila habla de algo que
conoció de forma directa por la introducción al artículo que escribió el editor del New York Tribune, de lo contrario no hubiéramos sabido del lugar
central que ocupa en la guerra.
Podríamos preguntarnos entonces ¿Por qué Lila de Luáces no habla de
ella misma en esta narración? ¿Por qué deja fuera los detalles personales?
Posiblemente, podríamos respondernos, para poner todo el énfasis en los que
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sí sufrieron directamente la violencia, con lo cual su narración se enfocaría
en los hechos, y dejaría fuera lo subjetivo, el Yo que escribe esta narración.
En tal sentido, estamos en presencia de un texto muy diferente al de Evan
Adán, donde el Yo ocupa el primer plano. Por eso, Lila recurre a un lenguaje
expositivo, se enfoca más en el “dónde”, “cómo” y “cuándo” que en el “yo”
que, como sugiere Georg Misch en History of Autobiography in Antiquity, está
en el centro de toda autobiografía (80). Su vida y cualquier trauma personal
por el que pasó, parece decirnos, no es el tema de esta narración. Después
de todo, Lila pudo escapar de la isla y regresar a los Estados Unidos, algo
que no pudieron hacer muchas familias cubanas que no tenían su dinero,
ni la ciudadanía que les permitía la protección de su país. Su único interés
son las víctimas del conflicto que en su mayoría son inocentes, mujeres y
niños con lo cual se demuestra todo el horror de la guerra. Podríamos decir
entonces que al igual que otras narraciones famosas que deja la violencia
al descubierto, como la del Padre Bartolomé de las Casas en La Brevísima
relación de la destrucción de las Indias (1552), la de Lila de Luáces reproduce
un discurso factual, demostrativo, acusador, que se apoya en otras voces
ajenas para defender a las víctimas. En el caso de Las Casas, los indígenas,
y en el caso de Lila de Luáces, los cubanos. No es extraño entonces que ese
estilo directo, tan similar a como lo hiciera un fiscal ante un juez, recurra
a datos precisos, dé el nombre de las víctimas, el día y la hora exacta en
que fueron asesinadas. Así, Lila comienza su carta al editor del New York
Tribune con la siguiente frase: “On the 8th of April, 1869, the family of
Manuel A. Acosta was in a hut hidden in the woods on the banks of the
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river Cauto in Cuba” cuando los soldados españoles llegaron y mataron a
todos los hombres (1871, 4).
Su estilo es conciso y directo. Le provee al lector con datos específicos
de cómo sucedieron estos crímenes e intenta no inmiscuir un punto de
vista ajeno a la narración, dejando afuera todo aquello que no era necesario
como las descripciones del paisaje o los elementos poéticos que podrían
darle belleza al texto. De este modo, con estos elementos Lila escribe una
contra-memoria, en el sentido que Michel Foucault le da a este concepto, que
se opondría a las historias tradicionales y, en este caso, a cualquier historia
que podían escribir los españoles (153-54). Con estas memorias en la mano,
Lila como todos los revolucionarios intenta preservar un tipo especial de
conocimiento, como diría Bruce James Smith en Politics & Remembrance,
“the knowledge of the free people” (1985, 21).
De esta forma, su narración, al igual que las obras de teatro y poemas
que publicaron los independentistas durante la guerra, sirve para engrosar
las causas por las cuales los cubanos se alzaban en armas. Pertenecen al archivo anticolonial con el cual los revolucionarios podían reclamar también la
simpatía de los norteamericanos: el país del cual esperaban el reconocimiento de la beligerancia e incluso la posibilidad de anexión para escapar de
España.2 Esta función del testimonio como archivo, por tanto, se refuerza
en el texto cuando Luáces menciona las cartas que recibió de las víctimas
y los testimonios que escuchó de sus labios, detallando algunas de estas
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Para una discusión más amplia sobre la importancia del archivo en las culturas occidentales véase
lo que dice Aleida Assmann en Cultural Memory and Western Civilization.
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crueldades. Son cartas que, como dice, habían mandado al departamento
de la guerra donde estaban los rebeldes junto con ella y su esposo.
Dos de las cartas que cita fueron escritas por Narciso Tamayo, vecino de
Sierra Maestra, en el Oriente de Cuba, y Salvador Cuevas, de la provincia de
Villa Clara, en los meses de abril y enero de 1870. Luáces reproduce ambas
cartas en su texto lo cual muestra el interés en dejar que hable el otro y
hacer ver la violencia de forma directa (1871, 4). Consciente, entonces, del
poder del archivo, de la letra impresa y del testimonio de la víctima, Luáces
traduce y transcribe estas misivas, agrega comentarios e información que
refuerzan el mensaje, por lo cual su testimonio funciona sobre una bolsa
que guarda en su interior otras voces que no son las suyas, otros testimonios
a través de los cuales puede decir la verdad, ya que son una prueba directa
del conflicto, calificando las acciones de los soldados de “atrocidades” y a
los españoles de “salvajes” (1871, 4).
Con esto quiero decir que al publicar este testimonio en la prensa estadounidense, la joven norteamericana no solo buscaba solidarizar al público
con la causa de los criollos, sino que también construyó una subjetividad
muy diferente, inclusiva, transnacional y distinta a la de otras mujeres en la
época, que no escribían en los diarios, y mucho menos participaban en el
conflicto. De hecho, uno de los elementos más importantes de la guerra de
Cuba es la construcción del género femenino de una forma radicalmente
diferente a como se pensaba antes de 1868, ya que según la cultura patriarcal
de la época, las mujeres debían permanecer en sus casas, cuidar a sus hijos y
al esposo. No se suponía que sostuvieran ideas políticas, y mucho menos que
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las defendieran en los campos de batalla. De ahí que los textos de la guerra
que hablan de las mujeres se diferencien tanto cuando se trata de reflejar sus
acciones, ya que para los españoles las mujeres que se unían a los mambises
en los montes eran promiscuas e indecentes, y los revolucionarios que se lo
permitían eran tildados de ladrones, borrachos e inmorales. Los periódicos
satíricos de la época como El Moro Muza y Don Junípero las increpaban todo
el tiempo, con rimas que hacían énfasis en su inmoralidad. Así el primero
decía de las mujeres que se alzaban con los maridos en el monte en 1869:
Los que hoy libertad proclaman
Son bien libertinos seres,
A juzgar por las mujeres
Que su ardor bélico inflaman.
Las señoras se llaman.
Es ya pública opinión,
Que, con gran satisfacción,
En cueros van tentadoras,
Y si eso hacen las señoras,
¿Qué harán los que no lo son? (1869, 64)
En otra de las caricaturas que le hiciera el mismo periódico pro-español al
principal líder del movimiento revolucionario, Carlos Manuel de Céspedes,
este aparece con dos mujeres del brazo y dos niños a cada lado. La caricatura
se titula “Céspedes inmoral y bígamo” (1870, 301) y aducía posiblemente al
hecho de que, a pesar de estar casado, Céspedes tenía relaciones sexuales con
otra mujer del lugar.3 En realidad muchos mambises lo hicieron, y esto era
3
Para un comentario sobre las relaciones extramatrimoniales de Carlos Manuel de Céspedes,
considerado el Padre de la Patria en Cuba, véase el libro de Abel Sierra Madero Del otro lado del
espejo: La sexualidad en la construcción de la nación cubana, especialmente las páginas 64-65.
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una forma de atacarlos en los periódicos y rebajar su condición moral ante
la vista de los lectores. Por eso, la acusación contra Céspedes se extendía a
todos los hombres y mujeres que participaron en la guerra del lado de los
revolucionarios, por lo cual al defender a los cubanos y descubrir el editor
que ella también vivió en el monte junto con ellos, Luáces iba en contra de
esa narrativa que las demonizaba y las convertía en seres execrables.
Figura 3
No es extraño entonces que Luáces termine su testimonio señalando la
violencia de los españoles contra las mujeres que ayudaban a los mambises y
que citara un caso en particular: el de la hija de los Morels, a la que ordenaron
desnudarse delante de los oficiales españoles. Si la retórica de la guerra en
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contra de los revolucionarios construía mujeres “indecentes”, el testimonio
de Lila de Luáces dejaba al descubierto que eran las mismas autoridades
españolas las que abusaban de su poder, las que tenían en menos a las cubanas y las que usaban esta estrategia para autorizar la violencia contra ellas.
Sin embargo, el caso de violencia más extrema que narra la joven norteamericana y que ocupa el centro de su narración es la historia de la familia
De Mola, que fue asaltada y asesinada casi en su totalidad el 6 de enero de
1871. Para aquel entonces, Luáces ya estaba en los Estados Unidos y aun así
logró recoger esta anécdota en su carta gracias a que consiguió hablar, dice,
con el único sobreviviente de la matanza, el niño Melchor Loret de Mola.
El asesinato de la familia De Mola había ocurrido ese año en la misma
provincia de Camagüey, donde residían los Luáces y la familia de Eva Adán,
y tan pronto como sucedió se acusó al ejército español y en particular al
destacamento de Acosta por el crimen. Según cuenta el propio Melchor
de Mola años después, Acosta defendió su inocencia y el gobierno español
conspiró para no aplicarle un castigo a los soldados. Por tanto, la historia
que cuenta Lila de Luáces en su carta era verdadera y fue uno de los hechos
de sangre más importantes y traumáticos del conflicto que duró diez años,
y junto con el fusilamiento de los estudiantes de Medicina ese mismo año,
galvanizó la opinión popular de los cubanos en contra de los peninsulares.
Según Lila, ella tuvo conocimiento del caso por el mismo niño: “it is taken
from the lips of the little son of Mercedes whom the Spaniards had left
for dead” (se tomó de los labios del pequeño niño de Mercedes a quienes
los españoles habían dejado por muerto” traducción nuestra) (1871, 4). El
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hecho no terminaría tampoco allí, ya que años después, en 1893, el propio
Melchor escribirá su testimonio de lo que sucedió esa noche en el rancho de
su familia en Episodio de la Guerra de Cuba: El 6 de enero de 1871 (1893).
Coincidentemente, dos años después de publicarse este libro, volvió a estallar
la guerra, esta vez dirigida y organizada por José Martí en los Estados Unidos, y después de triunfar los republicanos, el único testigo de la matanza
se suicidó. ¿Cómo describe entonces este acontecimiento Luáces en su carta?
Luáces se enfoca nuevamente en la violencia contra las mujeres, inocentes,
que un día son asaltadas por dos soldados españoles en su rancho que recorrían las cercanías del lugar en busca de revolucionarios. Al encontrarlas solas
con sus hijos, exigen que les den su dinero y dada la negativa de las mujeres a
entregárselo, estos machetean a todos y le preden candela a la casa. Vale citar
in extenso esta parte del pasaje. Dice Lila, en la carta traducida por Martí:
Mientras tanto, otro de los malvados había tendido a Juana en el suelo.—Y
entonces, excitados como los tigres por el aroma de la sangre, no hubo más
que demonios que asesinaban y ángeles e inocentes que morían.—Un golpe
que le dividió la cabeza arrojó a Mercedes a tierra, y allí, luchando en su
desesperada agonía, fue como tantos han sido, rabiosamente despedazada.
Montón informe, masa sanguinolenta fue hallado su mísero cadáver.—El
pobre niño se envolvió con los pedazos de la que fue madre adorada suya,
y la ceguedad de los chacales les hizo ver en el niño herido otro nuevo
cadáver.—Juana murió con toda la terrible rapidez que Mercedes había
muerto.—Y aquellas furias destrozaron los cuerpos de cuatro niños más.—Y
cuando al día siguiente, consiguieron encontrar seis cadáveres,—faltaba en
ellos la cabeza de una niña de cuatro años— ¡trofeo quizás de la heroicidad de
aquellas hienas!—¡Oh! pero aquellos españoles habían adivinado la manera
de ser más que tigre feroz, más que hiena aun.—Habían adivinado que
se podía prender fuego a una choza donde hubiese una niña viva de dos
años.—Y prendieron fuego, —y celebraban con carcajadas los lamentos
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de muerte del ángel—y la niña se quemó.—¡Oh!—Se quemó.—El niño
que me cuenta esto, dice y lo dice siempre: //—Mi hermanita estaba vivita
quemada (2008, 446).
Me interesa subrayar aquí varios aspectos. El primero es la forma en
que aparece reflejada la violencia de los soldados contra las mujeres y los
niños indefensos, ya que fue un rasgo característico de las narraciones de
los cubanos llamar la atención sobre este tipo de comportamiento por parte
de los españoles y las guerrillas que los apoyaban. Tanto en la narración
de Melchor de Mola como en la de Lila no hay respeto ni caridad por las
víctimas. Los soldados ni siquiera están movidos por un ideal patriótico,
sino que solo les interesa el dinero que tienen las familias criollas ricas que
habían huido al monte con lo poco que les quedaba. De esto se deriva que
si las cubanas morían por un ideal alto y patriótico, los españoles mataban
por conseguir riqueza, y no importaba que tuvieran que robar y matar
para lograrlo.
Más importante aún es notar en el fragmento citado que aquí, como en
ningún otro lugar de la carta, aparece muy claramente el lenguaje literario
como soporte de la narración. En este fragmento, los españoles se convierten en animales, en fieras sangrientas más motivados por el instinto que
por su capacidad racional o emocional. Son “tigres”, “hienas” y “chacales”
excitados por “el aroma de la sangre” mientras que los niños son “ángeles”,
cuyos cuerpos estos hombres-animales destrozan “rabiosamente.” Estas
metáforas ordenan pues el texto, y se unen a otro tropo literario, la ironía,
ya que en medio de su descripción de la misma escena, el hablante afirma
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que la cabeza de la niña de cuatro años había servido de “¡trofeo quizás de
la heroicidad de aquellas hienas!”.
Claro está: la heroicidad y el crimen son conceptos antagónicos que no
pueden reconciliarse, al menos que entendamos que el hablante las utiliza
para resaltar la idea de la violencia extrema que se había cometido, y el gusto
con que los soldados lo hicieron. Al hacerlo, el hablante deja implícito que
es imposible recompensar con un galardón una acción de este tipo, y que
solamente para personas que habían perdido su humanidad era posible ver
en ello un honor. En ambos casos, por tanto, la literatura se convierte en
un vehículo que amplifica las acciones, le agrega un sentido moral, las juzga
desde una posición que ya no es la del discurso fáctico, literal y certero y nos
permite definir un “ellos” contra un “nosotros” que sirve de base legitimante
al discurso patriótico y nacionalista en ambos extremos.
Aclaro ahora que he citado la narración de Lila Waring de Luáces a partir
de la traducción al español que hizo José Martí de este texto cuando vino
a vivir a los Estados Unidos, pero si comparamos ambos podemos ver que,
a pesar de que Lila utiliza imágenes animales para describir las acciones de
los soldados, el traductor agrega giros lingüísticos que le imprimen aún más
fuerza a la escena. Por ejemplo, De Luáces utiliza frases como “sinvergüenza
infernal” (infernal scoundrel), demonios (“fiends”) (1871, 4) y dice que estos
actuaron “como tigres enloquecidos por la sangre de sus víctimas” (“maddened
like tigers by the blood of their victims”) (4). Sin embargo, Martí repite estos
adjetivos, cambia la perspectiva de la locución, agrega signos de exclamación,
y enfatiza la ironía ya que donde dice en el texto original: “It is said that it
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was carried off on the point a bayonet as a trophy” (1871, 4) Martí escribe: “Y
cuando al día siguiente, consiguieron encontrar seis cadáveres,–faltaba en
ellos la cabeza de una niña de cuatro años– ¡trofeo quizás de la heroicidad
de aquellas hienas!–”. Nótese, por tanto, como la frase impersonal “se dice
que fue llevada [la cabeza] en la punta de la bayoneta como trofeo” se vuelve
una locución exclamativa, llena de fuerza acusatoria.
Para resumir y concluir entonces, es importante prestar atención a los
textos de la guerra producidos por mujeres. Ningún libro o artículo ha
analizado hasta ahora la forma en que las mujeres, ya sean cubanas o norteamericanas, participan en el conflicto contando sus vivencias, criticando a
las autoridades españolas e insertándose ellas mismas en la Historia nacional.
La ausencia de estos textos es de esperarse porque en la época no se suponía
que las mujeres participaran de los debates políticos, que acompañaran a sus
maridos en la guerra o incluso que fueran a la escuela. Solo se les exigía que
cuidaran a sus hijos y a sus esposos, de modo que las mujeres que no eran
de la clase alta o que no habían recibido una educación fuera de Cuba, no
tenían acceso a la esfera pública a través de la letra, no formaban parte de la
república de las letras en un país donde ellas eran doblemente marginadas,
por el poder colonial español y por el sistema patriarcal. De ahí que los
textos que hablan de su experiencia sean tan pocos.
En el caso de Cuba hasta ahora solamente se han encontrado los
dos que he discutido en este ensayo en el que he subrayado las diferencias
de clase que aparecen reflejadas, el uso de un lenguaje acusatorio, directo y
emotivo para referirse la vida personal en el caso de Rodríguez, y los críme509
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nes de los soldados españoles en el caso de Luáces. A diferencia entonces de
los testimonios que hemos venido a conocer en el siglo XX, estas otras narraciones no fueron escritas por mujeres indígenas, iletradas o que pertenecían a la clase baja de la sociedad. No eran proletarias tampoco. Los textos
escritos por mujeres que hablan de la guerra de Cuba provienen de mujeres
que pertenecieron antes a la clase alta, que tenían esclavos y plantaciones, y
una educación esmerada que les permitió de forma excepcional participar
en el debate. No son tampoco autobiografías en el sentido clásico de la
palabra porque en estas narraciones no se cuenta una vida, sino el pasaje o
la experiencia de esa vida que es más importante. Eso sí, son narraciones
abiertamente políticas que toman partido con los independentistas y por
eso se convierten en memorias alternativas con las cuales fundar un nuevo
discurso anticolonial y una nueva nación.
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