El dilema de las formas.
Cuvier, Lamarck, Saint-Hilaire
y Simondon.
Guillermo Domínguez Huerta
1. Una biología de la metaestabilidad
La tercera revolución científica del siglo XX sugiere una serie de nuevas pistas para
abordar la aventura de comprender cómo funciona la naturaleza. Podemos citar la
termodinámica de los sistemas alejados del equilibrio, la teoría del caos, las bifurcaciones,
la ruptura de la simetría, los atractores de Lorenz, los fractales, la auto-organización, los
autómatas, pasando por las teorías de sistemas y de la información y hasta las máquinas
de Turing. Un grupo de líneas científicas que sugieren una preponderancia de los
fenómenos deterministas y a la vez una enorme dificultad para predecir la dinámica de los
sistemas. Las formas surgirían en la naturaleza y se transforman en una tormenta infinita
de microprocesos deterministas. Una especie de irreverencia del ser, que galopa sobre la
lógica del antiguo universo mecanicista dejado por Newton hasta empezar a cambiar
tímidamente a principios de siglo XX. Los fenómenos de los que somos testigos
rutinariamente en nuestro mundo nos vienen determinados y son observables de la misma
que se estudiaba desde la visión mecanicista. Nada tiene que ver la nítida órbita de un
cuerpo celeste que el infierno probabilístico que se propone para un orbital de un electrón.
La evolución de una tormenta en el mar del Caribe dista mucho de predecir la variación de
presión de un litro de gas nitrógeno al calentarlo. Al cultivar y estudiar un microorganismo
aislado en el laboratorio, poco se puede conocer sobre el complejo ecosistema que
establecen las comunidades microbianas en un gramo de suelo. La realidad es compleja y
se encuentra abigarrada en un contexto (medio) que resulta al final transitorio, por lo que el
sistema no deja de ser una etapa más. El funcionamiento que se denomina “caos” rige de
una manera lo inerte y la vida. La energía fluye por un sistema propulsando cambios de
estado, diferentes topologías, diferentes regímenes de interacción interna y con el medio.
Una nueva forma de entender el universo que se aleja de la conservación y la
predictibilidad mientras que trae una atmósfera de inestabilidad y dinamicismo.
En este contexto de cambio del paradigma propiciado por la última revolución
científica, nace la filosofía de Gilbert Simondon, discípulo de Canguilhem y de MerleauPonty. Los textos de Simondon, de gran detalle epistemológico y científico-técnico de la
época, nos ofrecen un cuerpo teórico rico y consistente para comprender la naturaleza,
apostando por una “ciencia de las operaciones” (allagmática) que nos sirva para escudriñar
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“la praxis” del ser en un sentido que cae en el campo de la metafísica. Una colección de
ideas que vienen a considerar cómo a través de la transformación que presenciamos en el
ser, podemos apreciar cómo funciona la naturaleza, y más aún, que la naturaleza consiste
en ese conjunto de operaciones. La visión pragmática del ser, una filosofía radicalmente
procesual, como puedan incluirse también las de Bergson y Deleuze.
Cabe mencionar que el auge que está teniendo el interés por su obra desde
principios del siglo XXI es prueba de la importancia que tiene su visión en la nueva era de
la información.
Prolijo en los conocimientos científicos hasta los años 1950 y 1960s, los textos de
Simondon tratan de describir el mundo en términos de energías potenciales de los
sistemas, metaestabilidad, fases, preindividual, individuación, transindividual, umbrales,
comunicación, etc. El autor comienza su libro La individuación a la luz de las nociones de
forma y de información con la declaración de intenciones de escapar de dos líneas
argumentarías para abordar las formas y el funcionamiento de la realidad: (i) el
hilemorfismo aristotélico, por el que la forma existen de manera independiente a la materia,
por lo que lo real surge del encuentro de materia y forma, lo cual conlleva a asumir una
categoría trascendental, y (ii) el monismo sustancialista contemporáneo, que deduce el ser
como basado en sí mismo, inengendrado, constituido y dado, resistente a todo lo que no es
él mismo, que no da cuenta de las transformaciones de forma apropiada. Simondon huye
de estos planteamientos y decide romper con el interés por el cual la realidad a explicar es
el individuo en tanto individuo constituido. ¿Cómo se logra la formación del individuo
(ontogénesis) entonces?
Lo problemático con estas dos visiones es que se asume que la individuación tiene
un principio. Se busca este principio en una realidad que está antes (esquema hilemórfico )
o después (atomismo sustancialista) a la individuación misma. Así, según afirma Simondo n,
el individuo es relativo en dos sentidos: porque no es todo el ser y porque resulta de un
estado del ser en el cual no existía ni como individuo ni como principio de individuación. Por
tanto, la individuación debe concebirse como únicamente “ontogenética” en tanto operación
del ser completo. Lo que vemos en la individuación es en realidad la resolución parcial y
relativa, puramente transitoria, que se manifiesta en un sistema que contiene potenciales y
encierra una cierta incompatibilidad en relación consigo mismo. Es la energía potencial de
un sistema la que lleva a estas realidades relativas a actualizarse en nuevas fases. En su
estructura interna, una fase alberga energía potencial cuya esencia es el conflicto. La
unidad y la identidad no tienen cabida en la individuación simondoniana porque excluye al
ser completo o ser “preindividual”. La unidad y la identidad sólo se pueden aplicar a los
“extremos” de la individuación, que llamamos fases. El ser preindividual es superior a la
unidad. La ontogénesis debe entenderse al devenir del ser en tanto ser que se desdoble y
se desfasa al individuarse. La individuación ocurre como resolución que surge en el seno
de un sistema metaestable rico en potenciales; forma, materia y energía preexisten en el
sistema. El verdadero principio es mediación, suponiendo dualidad original de los órdenes
de magnitud y ausencia inicial de comunicación interactiva entre ellos, luego comunicación
entre órdenes de magnitud y estabilización.
La inabordable riqueza del mundo biológico es un jardín de formas y procesos para
entender la individuación y la metaestabilidad del universo simondoniano. La vida,
entendióndose en el sentido de la biología, es un escenario excelente que fue explotando
intensamente por Simondon para aplicar su metamodelo En el presente texto, se citan
literalmente fragmentos de otras fuentes para relatar muy brevemente algunos puntos de
vista enfrentados en la biología del siglo XIX. Como vamos a ver, el pasado y el futuro de
las formas no se perciben igual según los ojos que las miren. Y pienso que este debate se
podría resumir que se da entre los paradigmas conservadores de la “filosofía del ser” más
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cercana a la tradición positivista y la radical visión que derivan no sólo de Simondon sino
también en cierta forma de Bergson y Deleuze.
Simondon comienza La individuación yendo directamente en la crítica del
pensamiento occidental. Para el hilemorfismo, las cosas son el encuentro de forma
preexistente y materia, lo que lleva a asumir que forma y materia existen
independientemente, por lo que hay que asumir una categorial “trascendental” para la
forma. De forma análoga, Cuvier mira las estrellas de mar y los jabalíes como los “planes
fundamentales” de la naturaleza viva. Un plan ideal divino que da sentido y esculpe la
materia informe e inanimada. De la otra parte, el sustancialismo atomista nos presenta un
mundo de átomos dados fundamentados en sí mismos, que no da cuenta de las
transformaciones intensas que experimentan los sistemas. Pero viene a ser precaria la
visión de un universo simplemente consistente en “agregados de átomos” que no termina
de dar cuenta del potencial de transformación de “los individuos” vivos o inertes. Por su
lado, Saint-Hilaire ve los animales como manifestaciones de un único y fundamental plan
original, pero que sea invertido del exterior al interior o de algunos de sus ejes espaciales.
Como si fuera una materia semifluida, la materia orgánica era capaz de realizar estas
virtuosas metamorfosis, por lo que la transformación era pieza esencial para entender la
vida.
Al fin y al cabo, la filosofía de Simondon se basa en un metamodelo, entendiéndose
como ambicioso modelo que puede aplicarse en varias escalas espacio-temporales del ser.
Y esto no sería posible si no fuese porque Simondon ve el mundo en clave de operaciones.
Para la filosofía de Deleuze y Guattari también hay un lugar esencial para “lo pragmático”
que se manifiesta de forma radical en la idea que de “la unidad esencial es el
agenciamiento”. Detrás de cada cosa, hay una multiplicidad de agenciamientos que dan
cuerpo y función a los individuos y todo esto atravesando un gradiente de fases transitorias.
Ver la naturaleza en su sentido más vasto como puro agenciamiento significa que deje de
tener sentido que las cosas tengan una “esencia”. ¿Qué esencia tiene el individuo cuando
no deja de ser un nudo de agenciamientos? Los nudos de agenciamientos son los estratos
deleuzianos, las fases simondonianas. Los nudos de comunicaciones que establece un
individuo con el medio no nos visualizan la información no tiene aquí un sentido de puro
mensaje sino como una práctica va estrechamente ligada a la “eficacia” en un receptor.
Podríamos decir que es el “sentido” que tiene el individuo en el metamodelo de Simondon,
llegar a ser un nudo de comunicaciones en el que se resuelven transitoriamente
problemáticas de energías potenciales.
El evolucionismo ha puesto de manifiesto sin duda el valor de la transformación.
Darwin propone una evolución fundada en mutación al azar y selección natural para dar
cuenta de la gigantesca biodiversidad. La mutación, sin conexión alguna a la necesidad,
genera la variabilidad y sobre ella se poda o se amplifica. La biología del siglo XXI está a la
búsqueda de más factores más allá de la variación de genes al azar y selección regida por
el ambiente. En su visión más informática y menos mecanista, el biólogo molecular James
Shapiro advierte que el verdadero problema no es aceptar el hecho de la selección natural,
sino convertir la creación en un proceso que no sea de naturaleza azarosa. Aceptar que las
células son máquinas no sólo de lectura, sino también de escritura de información del
medio ambiente (“read-writing machines”). En su tiempo, Lamarck describe la evolución en
términos de “afectos” entre el medio y el individuo vivo que se despachan en la experiencia
y que acaban individuándole (“el hábito hace al órgano”). Saint-Hilaire nos da la percepción
elástica de los seres orgánicos, siendo el único que es capaz de encontrar las instrucciones
para transformar un caballo en un calamar, invirtiendo estratos corporales en distintos ejes.
Darwin relega el potencial de variación de las poblaciones a una fuerza azarosa de
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creación y a un seleccionismo que funciona como fuerza podadora o amplificante, según el
éxito que se tenga en relación con el contexto. Aunque la misma biología molecular que le
dio cuerpo teórico al darwinismo (“teoría sintética de la evolución”) empieza a hablar de
activación de la variabilidad debida a experiencias intensas de las células, de incorporación
de paquetes de información nuevos en el acervo genómico debidas a batallas con virus y
otros elementos genéticos inestables y de la movilización de “realidades” en la rec ámara en
respuesta a cambios del medio. Una biología que ha proclamado la “teoría extendida de la
evolución”, que agencia nuevos fenómenos de suma importancia como la simbiosis, la
plasticidad fenotípica o la teoría de construcción de nichos. La biología empieza a
balbucear en términos “informáticos” en vez de mecanicistas para explicar la vida, sus
formas y sus procesos.
2. Una biología de la conservación: un debate sobre el origen de las
formas en el siglo XIX
En cierta ocasión, llevaron al laboratorio del barón Georges Cuvier, en el Museo de
Historia Natural de París, un gran bloque de piedra de arenisca. Cuvier examinó con gran
cuidado el exterior de la piedra durante un rato, con los fragmentos de hueso que
asomaban. Finalmente se dirigió a la muchedumbre y exclamó “se trata de un tipo de cerdo
muy grande”. Los técnicos se pusieron manos a la obra con martillos y cinceles. Al cabo de
varias horas, ya iba emergiendo el gran esqueleto fósil de un cerdo, que movió a la gente a
dedicar un prolongado aplauso a Cuvier. Una vez más, había respondido a su fama del
mago del osario, y había sido capaz de reconstruir un animal completo a partir de la
observación de un solo hueso.
A George Cuvier se le considera el padre de la anatomía comparada. Fue el primer
naturalista en incluir los fósiles en su clasificación de especies animales. No obstante, no
podía aceptar los hallazgos de fósiles como prueba suficiente de las ideas evolucionistas
propuestas por su colega Jean-Baptiste Lamarck, pues Cuvier era un militante
antievolucionista. Cuvier fue el abanderado del catastrofismo: las series de fósiles en los
estratos geológicos eran el producto de grandes inundaciones globales periódicas
(equivalentes al diluvio universal de Noé), después de las cuales aparecían por la acción
divina nuevas formas de vida. La última creación fue de la que provienen todos los seres
vivos actuales y la propia especie humana. La idea de extinción de criaturas ya resultaba
suficientemente atrevida con una Iglesia que aseguraba que todo animal es un eslabón
más en la gran cadena de la creación (Scala Naturae), que no podía mostrar
interrupciones o huecos, por la propia perfección de la obra de Dios. Los fósiles, por tanto,
eran siempre restos de la creación divina anterior, pero jamás serían producto de la
evolución de los seres vivos, algo todavía demasiado atrevido, incluso para los grandes
naturalistas de principios del siglo XIX.
Jean-Baptiste Lamarck había nacido para la pelea. Era de una familia con una
larga tradición militar, pero al cabo de varios años prestando exitosamente su servicio
como combatiente, cambió el puesto de oficial por un nuevo terreno de combate en la
ciencia. Después de varios años escribiendo almanaques meteorológicos inexactos,
diccionarios de botánica y guías de flores para excursionistas, Lamarck sólo consiguió un
puesto de mantenedor de insectos, crustáceos y gusanos en el jardín botánico real, donde
al menos pudo satisfacer su interés por la historia natural. El trabajo clasificatorio de
Lamarck le llevó a especular las ideas evolucionistas. Lamarck observó una tendencia al
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progreso desde los seres vivos simples a los
que presentan un sistema nervioso más
complejo, en el que el ser humano era la arista
más alta en la escala de sofisticación. Lamarck
es recordado por la idea de que el desarrollo o
la atrofia de los órganos se producía por su
“uso o desuso” y su transmisión a la
descendencia, que heredaría estos “caracteres
adquiridos”. Sin embargo, casi todo el mundo
creía en esto en tiempos de Lamarck (tanto la
gente corriente como muchos científicos),
quien nunca pretendió que se le atribuyera su
invención. Al comparar las ostras fósiles de su
colección con ejemplares modernos, llegó a la
conclusión de que unas habían evolucionado
hasta transformarse en las otras. Las antiguas
especies en realidad no se habrían extinguido,
sino que sólo se habrían modificado hasta convertirse en las actuales. Aunque no propuso
ningún mecanismo de producción del cambio, a Lamarck se le recuerda por varios pasajes
donde afirma que los cuerpos son configurados por su comportamiento habitual, originado
por las necesidades de los animales. Así, las jirafas extienden incesantemente el cuello
durante generaciones hasta alcanzar ramas más altas, y de manera análoga con otros
ejemplos, como las aves zancudas de los barrizales. Estas explicaciones provocaron la
burla de Cuvier. Décadas más tarde, Charles Darwin criticaría despectivamente a
Lamarck por su visión de los árboles o gusanos que “deseaban” adaptarse y progresar.
Según Lamarck, sólo las criaturas más avanzadas tenían “sensibilidad” para satisfacer sus
necesidades y podían esforzarse por hacerlo. Lamarck pensaba que las plantas y los
invertebrados cambiaban debido a sus respuestas fisiológicas inconscientes al medio, y no
por actos de volición. Los seres vivos se han visto forzados necesariamente a evolucionar,
ya que si sólo hubieran sido fijadas en la creación y se mantuvieran estáticas desde
siempre, no podrían sobrevivir a los cambios en el clima, la tierra y el mar de la historia del
planeta. Pero las ideas de Lamarck no enraizaron, y acabó convirtiéndose en un personaje
patético que luchó por sus ideas incluso después de quedarse ciego. Lamarck mantuvo
que las especies de peces ciegos encontrados en las cuevas oscuras habían perdido los
ojos por desuso. En una de sus observaciones más mezquinas, Cuvier ridiculizó con estas
palabras al anciano Lamarck en una ocasión que había defendido sus ideas
evolucionistas: “Quizá – dijo el barón – su propia negativa a usar los ojos para mirar la
naturaleza de manera apropiada ha hecho que dejaran de funcionar”.
En su elegante clasificación, Georges Cuvier estableció cuatro fila (divisiones)
esenciales, inmutables e indivisibles en los que se agrupaban todos los animales:
Vertebrata, Radiata, Articulata y Mollusca. Un caballo, un pájaro, una serpiente, una rana,
un tiburón, así como cualquier fósil de dinosaurio o de mamut se agruparían en el filum
Vertebrata con total rigor. Un pulpo, una babosa o incluso una concha fósil de Ammonites
entraría en el filum Mollusca sin problema. Las estrellas y erizos de mar, las medusas y las
anémonas encajarían perfectamente en el filum Radiata, como cualquier otro animal con
simetría radial vivo o extinto lo haría. Finalmente, el filum Articulata, el mayor de todos,
incluía a una pléyade de insectos, arañas, ciempiés, escorpiones, ácaros, garrapatas,
bogavantes…, etc. Para Cuvier, estos patrones eran irreductibles, era lo mínimo en lo que
se podían agrupar los animales. Cada uno de estos fila estaba aislado de los otros, no
guardaba relaciones con los demás, pues eran los patrones básicos que había usado Dios
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para establecer los planes corporales, a partir de los que se derivaba la inmensa
diversidad anatómica animal.
Geoffroy Saint-Hilaire, un zoólogo joven y advenedizo, se convirtió en Francia en el
más importante defensor de la escuela de la Naturphilosophie de Johann Goethe y Lorenz
Oken. Como sus maestros, creía en una “unidad de tipo” mística que reflejaba las formas
ideales en la naturaleza, defendía una interpretación idealista de la estructura de los
organismos. La teoría de los análogos de Geoffroy había desafiado por completo la idea
de los cuatro fila irreductibles de Cuvier, pues afirmaba que en realidad todos los planes
corporales pertenecían a al mismo tipo. Recurrirá a un concepto que hasta entonces no
había sido tenido en cuenta: la inversión, la negación de los dispositivos. Gracias a ella, el
mismo animal (invertido respecto a su simétrico) se define a la vez por una completa
oposición, pero también por una cierta identidad (las mismas partes situadas de otra
manera). Geoffroy llegó a la conclusión de que tanto un molusco como un artrópodo son,
en esencia, un vertebrado vuelto del revés, donde lo interno se ha vuelto externo. El tubo
digestivo es dorsal o ventral, el tubo nervioso es ventral o dorsal, tiene exoesqueleto o
endoesqueleto…, dependiendo de si era artrópodo o vertebrado, respectivamente.
Realmente daba igual, al final era lo mismo, pero invertido. Por tanto, debía existir un único
plan corporal general, para todos, basado en una cuerpo con un tubo digestivo central a
partir del cual puede transformarse en un artrópodo o un vertebrado. Al criticar la
clasificación de Cuvier, ridiculizó la idea de una vinculación rígida entre estructura y
entorno. Para Geoffroy, las estructuras animales podían cambiar con las transformaciones
ambientales y dar lugar al nacimiento de “monstruos” (formas novedosas, variantes
específicas). Cuvier pensaba en un universo animal en cuatro sectores, dividido en cuatro
geometrías, en cuatro dispositivos mutuamente incompatibles, como si se tratase de los
cuatro elementos, el fuego, el agua, el aire y la tierra. Geoffroy pensaba en un esquema
ideal general, en un cuerpo animal precursor, capaz de sufrir transformaciones
monstruosas y de devenir en todos los planes corporales que existen. Cuvier pensaba en
las cuatro simetrías elegantes que se expresaban desde la creación divina: las especies
animales así diseñadas estarían limitadas
a un entorno determinado, y si
exploraban otros… ¡mala suerte! La
condena era la extinción. Geoffroy
pensaba en la plasticidad de un cuerpo
animal sin disposiciones rígidas de los
órganos, rico en potenciales, capaz
incluso de soportar un reordenamiento
anatómico tan agresivo como la inversión
total. Él no era evolucionista, pero
pensaba que las estructuras de los
animales podían experimentar cambios y
transformaciones. Estaba por tanto, más
cerca de Lamarck que de su común
antagonista y soberano, Cuvier.
En 1830, Geoffroy y Cuvier comenzaron un debate público sobre sus respectivos
puntos de vista en la Academia de las Ciencias. La polémica se concluyó en pleno apogeo
con la inesperada muerte de Cuvier en 1832 a causa del cólera.
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3. La vida y sus transformaciones en la filosofía de Simondon
El individuo no es una unidad, sino una multiplicidad que varía por intensidad. Y
como nos lo ha enseñado Simondon, debemos sustituir el ser estable por el concepto de
metaestabilidad, diferencia de potencial que induce el cambio de fase, a través de la
transducción. El individuo y su medio es resultado de un proceso de individuación. La
cuestión del animal sale transformada de esta teoría de la individuación: las fases
simondonianas son recogidas en grandes diferenciaciones que Gilles Deleuze llama
“estratos” de los cuales los tres más notables son los materiales, orgánicos y psíquicos. En
la “Geología de la moral”, Challenger, después de hablar de la unidad de composición del
estrato bioquímico, realiza el gran elogio a Geoffroy Saint-Hilaire:
Geoffroy había sabido construir, en el siglo XIX, una concepción grandiosa de la
estratificación. Decía que la materia, en el sentido de su máxima divisibilidad, consistía en
partículas decrecientes, en flujos y fluidos elásticos que se desplegaban de forma
irradiante en el espacio […] Así, el estrato orgánico no tenía ninguna materia vital
específica, puesto que la materia era la misma para todos los estratos, pero tenía una
unidad específica de composición, un solo y mismo animal abstracto, una sola y misma
máquina abstracta incluida en el estrato, y presentaba los mismos materiales moleculares,
los mismos elementos o componentes anatómicos de órganos, las mismas conexiones
formales. Lo que no impedía que las formas orgánicas fuesen diferentes entre sí, tanto
como los órganos o las sustancias compuestas, tanto como las moléculas […] Lo
fundamental era el principio de la unidad y de la variedad del estrato; isomorfismo de las
formas sin correspondencia, identidad de los elementos o componentes sin identidad de
las sustancias compuestas.
En 1996, la genética molecular confirmó esta arriesgada hipótesis de Saint-Hilaire
de la “identidad por inversión”: el eje dorso-ventral entre artrópodos y vertebrados está
determinado por un grupo de genes homólogos cuya expresión está invertida entre ambos
grupos.
Por otro lado, las ideas de Lamarck reaparecieron en el siglo pasado de manera
recurrente en estudios sobre genética o sobre embriología. La evolución darwinista es ciega
por lo azaroso de la mutación. Así, según Darwin, el topo escarba porque tiene garras.
Pero según Lamarck, el topo tiene garras porque escarba. Frente a una evolución ciega y
lenta de los seres vivos que propone el neodarwinismo, se opone una escuela marginal
neolamarckista, que invoca una evolución más dirigida y eficiente, que identifica las
mutaciones de los genes como fenómenos demasiado oportunos o demasiado cómplices
de las necesidades, demasiado como para generarse sólo por azar.
Sin embargo, ninguna de las respuestas sobre las garras del topo dan verdadera
cuenta de cómo acontence su evolución. De nuevo nos enfrentamos a la falsa dicotomía
que plantea Simondon entre hilemorfismo (pues el medio da explicación al órgano y
preexiste al órgano) y sustancialismo (las garras preexisten al medio y son generadas por la
variación azarosa de genes, son dadas y preexisten a la necesidad de escarbar). El
individuo vivo no se produce como en la cristalización de la actividad operada en el límite
entre los dominios exterior e interior, sino que su interior es sistema de individuación,
sistema individuante y sistema individuándose. El viviente es en el interior de sí mismo un
nudo de comunicación informativa. Es verdadero “sistema” en el sistema, que comprende
en sí mismo mediación entre dos órdenes de magnitud, del mismo modo que una planta
comunica un orden de magnitud cósmica (luz solar) con un orden de magnitud inframolecular (excitación en la clorofila). El ser vivo avanza de metaestabilidad en
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metaestabilidad, de forma que no es ni sustancia ni parte de lo colectivo. La realidad
colectiva ya está parcialmente contenida en el individuo.
En sus distintas escalas espacio-temporales, hay una dimensión de la individuación
del ser vivo que es la relación entre la interioridad del individuo y su exterioridad y q ue se
base en una situación conflictiva. La individuación que es la vida es concebida como
resolución de una problemática, como descubrimiento en una situación conflictiva, de una
nueva axiomática que se incorpora y se unifica en un sistema que contiene en el individuo
todos los elementos de esa situación. Es preciso partir de la individuación, del ser captado
en su centro según la espacialidad y el devenir, no de un individuo sustancializado frente a
un mundo que le es extraño.
8 de marzo de 2018
BIBLIOGRAFIA
Milner, R. 1995. Diccionario de la Evolución: La Humanidad a la Búsqueda de sus
Orígenes. Editorial. VOX/BIBLIOGRAF 9788471538710.
Simondon, G. 2015 La individuación a la luz de las nociones de forma y de
información Segunda edición. CACTUS 978-987-3831-01-0.
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