Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97.
ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X
Niños, monstruos, zombis, escrituras.
Posibilidades de vida en El mundo y Mi
verdadera historia de Juan José Millás
Children, monsters, zombies, writings. Possibilities of life in El
mundo and Mi verdadera historia by Juan José Millás
Sofía Dolzani
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
sofi.dolzani@hotmail.com
Recibido: 19/11/2020. Aceptado: 15/12/2020.
Resumen
Este trabajo se propone indagar en los modos en que la niñez y la escritura se vinculan
en la narrativa de Juan José Millás a partir de su variante zombi. Para ello nos centramos
en el análisis de dos novelas: El mundo y Mi verdadera historia. Sostenemos que la niñez
zombi produce en estas novelas un lugar de agenciamiento que interroga, por un lado,
los regímenes de legibilidad biopolíticos, y genera, por otro, un espacio de enunciación
donde se trazan nuevos marcos de cuidado y afectividad. Este espacio de enunciación
confluye en la realización de la escritura como posibilidad de vida.
Palabras clave: niños; zombis; biopolítica; escritura; Millás
Abstract
This work aims to investigate the ways in which childhood and writing are linked in Juan
José Millás’ narrative from a zombie variant. For this we focus on the analysis of two
novels: El mundo and Mi verdadera historia. We argue that the emergence of a zombie
childhood produces in these novels a place of agency. This place, on the one hand,
interrogates the readability of biopolitical regimes. On the other hand, it generates a
space of enunciation where new frameworks of care and affectivity are drawn. This space
of enunciation converges in the realization of writing as a possibility of life.
Keywords: children; zombies; biopolitics; writing; Millás
Distribuido en acceso abierto: http://revistas.uncu.edu.ar/ojs/index.php/boletingec/
Licencia Internacional Creative Commons 4.0: Reconocimiento, no comercial, sin obras derivadas.
SOFÍA DOLZANI
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Los niños de Millás
En una entrevista para el programa televisivo La Resistencia, en el
marco de la presentación de su último libro –La vida contada por un
Sapiens a un Neandertal–, Juan José Millás y el presentador David
Broncano rememoran con humor su último encuentro en un depósito de
cadáveres de la Universidad Complutense de Madrid. La entrevista abre,
ya en sus primeros segundos, no solo con un comentario sobre los
síntomas y enfermedades que acechan al escritor sino también, con una
enumeración: “¿Te acuerdas qué vimos? –dice Millás– Cuerpos enteros,
medios cuerpos, piernas sueltas, niños, cadáveres”. Ese inventario, ese
cómputo de elementos que se enuncia desprovisto de toda mediación, nos
introduce de lleno y vertiginosamente en una constante cuya recurrencia
permite leer una de las zonas que configuran el universo millaseano: el
interés por la fragmentación, la (des)composición y el problema de los
cuerpos. Sin embargo, dentro de esa lista que se ordena en torno a la
mutilación y lo mortuorio, una pieza desencaja: la palabra niños aparece
como una anomalía en este repertorio de elementos donde el núcleo
común no pareciera cifrarse alrededor de lo etario. Para que la secuencia
adquiera cierta coherencia, a la palabra niños podrían antecederle o
procederle vocablos como “adultos” y/o “ancianos”. En cambio, el léxico
que la rodea en nada se relaciona con las imágenes que, a partir de ciertos
sentidos sedimentados culturalmente, suelen asociarse a la infancia. Por el
contrario, en el mundo de Juan José Millás, los significados hegemónicos
que habitualmente pueden reponerse al hablar de la niñez resultan
tensionados. Los niños son desplazados a otro tipo de campo semántico:
junto a los cadáveres, las piernas sueltas y los fragmentos corporales. En
este sentido, lo proclamado por Millás en el marco de una conversación
que se desenvuelve con soltura, adquiere un carácter contundente y
constituye una antesala al problema que aquí nos proponemos indagar:
qué lugar ocupan la infancia y la niñez en la narrativa millaseana, y qué
preguntas y saberes en torno a los cuerpos y las vidas se circunscriben a
partir de este espacio que pareciera configurarse de forma problemática;
más precisamente, en clave monstruosa.
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Cuando en otra entrevista realizada por el diario Clarín, tras la
publicación de Mi verdadera historia, le preguntan a Millás por el
tratamiento de la infancia en su obra, el escritor responde de modo
inesperado: “La traté en el libro El Mundo, y luego creo que no ha ocupado
tanto lugar” (2017: s/p). Haciendo caso omiso al sitio central que tiene la
presencia de niños en novelas como Cerbero son las sombras (1975), Tonto,
muerto, bastardo e invisible (1995), El orden alfabético (1998), Laura y Julio
(2006), así como en otros textos donde estos ingresan desde un lugar de
borde, lo anunciado por el escritor invita a instalar una serie de
interrogantes. A saber: ¿qué nos dice esta declaración sobre el lugar que
ocupa esta zona de interés? ¿Qué supuestos sobre la infancia y la niñez se
inscriben en tal afirmación? ¿Desde qué lugar la infancia y la niñez emergen
como potencias productivas? ¿Qué cuerpos pueden ser considerados
infantiles y qué tipo de lectura reclaman? La afirmación de Millás, antes
que señalar una falta, pone de manifiesto el carácter singular y disidente
con el que la infancia y la niñez irrumpen en sus novelas desde los
márgenes. Desde un lugar furtivo cuya fuerza demanda claves de lectura
que dejen entrever la configuración de una zona de resistencia, donde lo
infantil va más allá de la delimitación de un período etario.
Un antecedente clave que se plantea en esta línea y que problematiza
parte de lo hasta aquí enunciado es el estudio de Daniela Fumis, Ficciones
de infancia y familia en tres narradores españoles contemporáneos: Juan
José Millás, Eduardo Mendicutti y Manuel Rivas. En dicha investigación, la
irrupción de la infancia es trabajada a partir de una distinción en la que se
diferencia la presencia de niños en el relato y la infancia como operatoria.
Dualidad que permite distinguir la inscripción de la niñez –como la
aparición en el enunciado de personajes niños–, de lo infantil –como la
emergencia de un uso menor de la lengua que posibilita una teorización
sobre la literatura– (2019: 104). Dicha concepción de lo infantil vinculado
a lo menor se asienta en las tesis de Gilles Deleuze (1990) en las que se
sostiene que la definición de “lo menor” estaría dada no tanto por la
constitución de una lengua menor, sino por el uso que una minoría puede
hacer de una lengua mayor (Deleuze en Fumis, 2019: 128). En el caso de la
narrativa de Millás, Mendicutti y Rivas ese uso menor de la lengua que
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surge desde la posición infantil produce un proceso de desterritorialización
del lenguaje que conlleva un “vivir la lengua en posición de extrañeza”. Es
en esa posición de extrañeza donde, de acuerdo con la autora, se cifra “la
contraseña de la infancia en la literatura” (Fumis, 2019: 128).
El desplazamiento que se dibuja en la apuesta crítica de Fumis, donde
lo infantil ya no se corresponde con una delimitación etaria, conlleva
asimismo la desarticulación de cualquier definición ontológica de la
infancia, y permite pensarla en términos de una función que opera al
interior de los textos literarios. Al respecto, en otro de sus trabajos,
sostiene lo siguiente:
[…] la dificultad de acceder a una definición de la infancia por la vía
esencialista puede derivar en la evidencia de que la infancia se concibe en
la literatura más por lo hace que por lo que de sí misma pueda enunciar. La
pregunta por la especificidad es engañosa: si la infancia opera en función
de derribar cualquier totalitarismo de sentido, dicha pregunta resulta
desarticulada. La potencia de la infancia quedaría expuesta en los envíos y
desvíos que discuten lo específico. Si no existen paradigmas de la infancia,
si cada infancia es particular e inespecífica en su particularidad, ese es el
rasgo principal y específico de su trabajo en la literatura: el de permitir
desmontar todo presupuesto. Y en esto residiría su potencia política: la
efectividad al imaginar otros mundos posibles y hacerlos vigentes, pero no
como una realidad otra, sino como formas concebibles de intervenir el
presente (2016: 192).
Si tenemos en cuenta esta línea de razonamiento para acercarnos a las
novelas de Millás que aquí nos interesan, cabe advertir el lugar extraño
desde el que la infancia y la niñez se introducen en esta narrativa. Lo
señalado por Fumis nos advierte, en última instancia, el carácter singular e
inespecífico desde el que se vuelve necesario delinear el abordaje de este
problema: no ya la infancia como un recorte temporal que define un
estadio del cuerpo, sino lo infantil como una posición discursiva capaz
operar de forma desarticuladora sobre los sentidos fijados en la lengua.
Este punto resulta clave en nuestro trabajo porque muestra los modos en
que ese uso menor de la lengua que se erige desde la posición infantil (y
que en las investigaciones de la autora desajusta los sentidos fijados en
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torno al pasado reciente) tensiona los regímenes de poder sobre los que se
fundan los discursos en torno a la administración y delimitación de las
formas de vida. De modo que, entender la infancia como operatoria en el
sentido en que Fumis lo plantea ‒es decir, desde una concepción que se
aleja de cualquier ontología para socavar en los efectos que produce en
tanto operación discursiva‒ nos indica una zona de la narrativa de Millás
que funciona como un punto de fuga y desde la que es posible construir
otros horizontes para la imaginación de la vida. O dicho de otra forma, el
lugar donde irrumpe1 lo infantil en las novelas de Juan José Millás operaría
como emplazamiento desde el cual se configura la emergencia de una
instancia discursiva capaz de desbaratar ciertos sentidos fijados
culturalmente y señalar otras posibilidades.
Sin embargo, esa lengua otra que pareciera desestabilizar los lugares de
poder establecidos no puede pensarse sin aquello que la contiene y la
potencia; es decir, sin un cuerpo. El cuerpo es, en última instancia, el
espacio que posibilita que esa lengua se despliegue. Es la materialidad
desde la cual surgen las posibilidades de decir y desde donde ese decir
puede funcionar en su total performatividad. En este sentido, retomar los
aportes teórico-críticos trabajados por Fumis, pero insistir en un repliegue
hacia la dimensión corporal, hacia ese punto desde el cual mana este uso
menor de la lengua, nos permite estudiar los modos en que en la narrativa
de Millás este espacio que se nombra en términos de resistencia constituye
un lugar de agenciamiento. Intervenir en el presente ‒retomando el
fragmento citado‒ significa, en última instancia, apelar a la dimensión
material del cuerpo para producir un tipo de agenciamiento que involucra
la palabra, y así poder, desde esta doble dimensión, construir un lugar de
posible transformación. Seguimos a Judith Butler cuando se detiene en “la
relación quiásmica que existe entre las formas de performatividad
1 Las irrupciones de infancia son trabajadas Julia Muzzopappa (2017) en sus estudios sobre la narrativa
de Silvina Ocampo. En dicha investigación, la crítica señala la tensión con que la infancia se hacer lugar
en los textos literarios tanto a partir de su relato como de su irrupción. En cruce con la noción de punto
de fuga de Deleuze y Guattari (1988), las irrupciones de infancia se definen como una salida que la
infancia adopta en la escritura, a partir del desconcierto en la narración y la desestabilización del
mundo adulto y los poderes que lo componen (Muzzopappa, 2017: 50).
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lingüística y las formas de performatividad corporal” y señala que “ambas
se superponen, no son distintas y, sin embargo, tampoco son idénticas la
una de la otra” (2015: 16). La segunda se vuelve una condición necesaria
en tanto actúa como soporte para que el acto lingüístico acontezca. La
fuerza de la performatividad corporal reside en su capacidad de deshacerse
de toda individualidad e involucrar un cuerpo en otro (17). Algo sobre lo
que las novelas de Millás no dejarán de volver.
Ahora bien, tener en cuenta estas nociones planteadas por Butler nos
posibilita, por un lado, recuperar las tesis principales de Fumis y corrernos,
de esta forma, de cualquier noción de infancia que insista sobre lo etario,
pero volver, por otro lado, a la materialidad singular de ese lugar de
enunciación desde la cual se dispara este uso menor de la lengua. Lugar
que adquiere en Millás la forma problemática de un cuerpo que es posible
identificar desde la inscripción de la niñez. Una niñez que se configura, no
tanto en la correspondencia con una franja etaria (aunque muchas veces
coincida con ella), sino en un proceso de devenir que atraviesa y produce
desplazamientos en el cuerpo. Un cuerpo en constante transformación y
mutación, donde la niñez aparece no solamente como algo individual y
reconocible desde un sentido unívoco, sino como efecto de los múltiples
lazos afectivos donde ese cuerpo se entrama2. Desde esta perspectiva,
entonces, problematizar la inscripción de la niñez no supone desatender a
los modos en que lo infantil ingresa como fisura en términos de lengua,
sino que, por el contrario, implica volver a mirar ese punto singular desde
el cual dicha lengua se enuncia. Implica advertir y focalizar en la
peculiaridad de esos cuerpos enunciantes que en la narrativa de Millás
provocan, desde su propia materialidad, la desarticulación no solo de los
sentidos fijados en la lengua sino, también, de los que son proyectados
sobre el cuerpo. Sobre un cuerpo que se posiciona en un constante devenir
2 La tradición de la figura del zombi fue desarrollado en el artículo “Niños zombis. Una lectura
biopolítica de Dos mujeres en Praga y Laura y Julio” publicado en la Revista de Estudios de Teoría
Literaria (Dolzani, 2019).
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(Deleuze y Guattari, 1988: 244): devenir niño, devenir monstruo, devenir
zombi.
Tal como adelantamos al comienzo de este artículo recuperando las
palabras de Millás, es en esos límites y tensiones de lo corporal donde la
infancia y la niñez irrumpen como potencia. Entre cadáveres, entre
cuerpos, entre restos y secreciones. Es en esas zonas en las que el cuerpo
exhibe sus excesos orgánicos, su materia biológica vuelta materia
narrativa, donde se constituye el espacio en que en las novelas de Millás la
niñez aflora en su variante singular: su cara monstruosa, o mejor dicho, su
faceta zombi. En este sentido, lo que aquí nos proponemos indagar es el
modo en que la irrupción de una niñez monstruosa, una niñez zombi,
produce, tanto en El mundo (2007) como en Mi verdadera historia (2017),
un lugar de agenciamiento biopolítico que, en un doble movimiento,
interroga por un lado los regímenes de legibilidad que delimitan las escalas
de jerarquización de las vidas, y genera, por otro, un espacio de
enunciación3 que se vale de la ficción para trazar nuevos marcos de
afectividad que modelan otras formas de vida vivibles. En ambas novelas,
este espacio de enunciación confluye en la realización de la escritura como
posibilidad: posibilidad de nombrar desde otro lugar los cuerpos,
posibilidad de construir un espacio de resistencia donde se ponen en juego
otras formas del afecto y del cuidado, otros modos de vinculación. La
singularidad de estas novelas reside en que el espacio de decir provocado
por estas infancias monstruosas desemboca en la concreción de una
escritura que se erige como posibilidad de vida.
Los niños de la biopolítica
La vida vuelta objeto político que se debe proteger y ampliar fue el
efecto al que condujo una transformación en los modos del ejercicio del
poder. De acuerdo con las tesis trabajadas por Foucault en La historia de la
sexualidad. La voluntad de saber, el pasaje del poder soberano a los
3 Entendemos por enunciación “un modo de rearticular relaciones entre palabras y cuerpos” (Giorgi,
2020: 26).
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Estados modernos, supuso la constitución de un biopoder que se afirma
sobre el cuerpo y se proyecta positivamente sobre la vida, buscando
“aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y
regulaciones generales” (2007: 165). Fueron claves, en este punto, una
serie de técnicas de normalización materializadas en diferentes
dispositivos que, lejos de excluir y rechazar, apostaron a un ejercicio
afirmativo del poder, aumentando el control, la regulación, la corrección y
el disciplinamiento de los cuerpos.
Foucault explica que este tipo de poder adoptó dos formas, que lejos
de funcionar de manera excluyente, se articularon a lo largo del siglo XIX
en un complejo engranaje que atraviesa todas las dimensiones de la vida.
Estas dos formas son, por un lado, las disciplinas anotomopolíticas del
cuerpo, que aspiran a la constitución de un “cuerpo máquina”, un cuerpo
útil y fuerte, capaz de ser integrado al sistema económico; y, por otro lado,
una biopolítica de las poblaciones, es decir, “el cuerpo transido en la
mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la
proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración
de la vida y la longevidad” (168). De esta manera, el poder actúa en nombre
de la vida porque de allí en más debe aspirar a su potenciación y desarrollo,
afirmando de esta forma su valor. El valor de una vida útil, regulada,
saludable; de una vida normalizada.
A partir de este biopoder que se expande en todas las esferas de la vida,
crece asimismo la regulación y las tecnologías para definir, clasificar y
jerarquizar los estándares que los cuerpos deben asumir y a los cuales
deben responder. El ejercicio negativo del poder, cuyas formas se
asentaban en la represión, deja paso a toda una serie de dispositivos que
ya no buscan reprimir sino, por el contrario, normalizar. Tal es el modo que
adopta este nuevo poder sobre la vida: el de una regulación minuciosa que
se afirma en el valor y el desarrollo de la vida de los cuerpos de la población
bajo parámetros precisos de capacidad y productividad.
Ya no se trata [sostiene Foucault] de hacer jugar la muerte en el campo de
la soberanía, sino de distribuir lo viviente en un dominio de valor y utilidad.
Un poder semejante debe cualificar, medir, apreciar y jerarquizar, más que
manifestarse en su brillo asesino; no tiene que trazar la línea que separa a
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los súbditos obedientes de los enemigos del soberano; realiza
distribuciones en torno a la norma. No quiero decir que la ley se desdibuje
ni que las instituciones de la justicia tiendan a desaparecer, sino que la ley
funciona siempre como una norma, y que la institución judicial se integra
cada vez más en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc.)
cuyas funciones son sobre todo reguladoras. Una sociedad normalizada fue
el efecto histórico de una tecnología de poder centrada en la vida (2007:
174).
El lugar de los cuerpos que no responden a esta nueva matriz de
normalización es un punto de interés en los estudios foucaulteanos. Ya en
el primer volumen de la Historia de la sexualidad (HS1 de ahora en
adelante), Foucault presenta una serie de tipologías donde se exhiben
ciertos sujetos como peligrosos. El adulto perverso, la mujer histérica, el
niño masturbador y personajes asociados, son puestos en el centro de
atención de una serie de dispositivos que los vuelven objeto de estudio y
corrección. La lectura que Penélope Deustcher (2017) hace de este tomo
de la HS1 problematiza el lugar que la figura de la niñez adquiere junto a la
de la maternidad dentro de las anomalías foucaulteanas. En el capítulo
“Los niños de Foucault” la filósofa señala que tanto la institución familiar
como el lugar de la niñez resultan elementos claves en la actuación del
biopoder, en la medida en que es allí donde se proyecta la posible garantía
de un futuro saludable para las poblaciones (131). En este sentido, ese
punto que pareciera ocupar un interés menor en las derivas de los estudios
foucaulteanos en el marco de la biopolítica, adquiere para Deutscher el
lugar de una problemática que se proyecta hasta el presente a partir de un
cuestionamiento de cierta idea de responsabilidad. Esto es, cómo el
terreno de la niñez aunado al dispositivo familiar alcanza un nivel de
relevancia en la medida en que deviene un terreno de garantía para la
reproducción y la perspectiva de futuro. Así, Deutscher afirma que “la
familia es un espacio de superposición de la vida del niño, su futuridad y el
de la población y la nación, tal como señalan Chow y Foucault; uno de los
sitios donde la vida y la muerte entran ‘en la historia’” (2017: 186).
Ahora bien, si traemos estos estudios a colación no es tanto para
desarrollar cómo la niñez opera al interior del entramado familiar y cómo
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esto resulta un elemento estructural en los modos en que el biopoder
administra las vidas de las poblaciones (punto que nos devolvería a una
idea de la niñez entendida en términos etarios), sino más bien para
destacar que la noción de niñez funciona en la medida en que se inscribe
dentro de la institución familiar. Es decir, aquello que puede ser leído en
términos de un cuerpo niño se define en el interior de una estructura
disciplinaria encargada de cuidar y garantizar el potencial de ese cuerpo en
el desarrollo socioeconómico de las poblaciones. En el envés de esta
afirmación se abren, sin embargo, una serie de cuestionamientos: ¿qué
sucede con aquellos cuerpos que no responden a los parámetros instalados
por este régimen normalizador? ¿Qué lugar ocupan esos cuerpos que se
desfasan de la norma y constituyen un terreno anómalo que resiste a los
mecanismos de corrección? ¿Quiénes se hacen cargo de estos cuerpos?,
¿Es posible pensar otro tipo de ordenamiento que, aun construyendo
formas de cuidado, se alejen de la estructura familiar? ¿Qué sucede con los
cuerpos que no acatan dichas formas y por lo tanto no responden a esta
matriz de reproducción y productividad? ¿Es la literatura un espacio para
la imaginación de otras formas de afectividad?
Tanto en la novela El mundo como en Mi verdadera historia la niñez se
abre paso en su faceta anómala. Aparece, aunque de manera integrada,
actualizando la herencia de las clasificaciones que Foucault (2000) aúna
bajo la figura del anormal: el monstruo humano, el niño masturbador, el
individuo a corregir. Clasificaciones que Foucault distingue a finales del
siglo XVIII pero que a partir del XIX comenzarán a funcionar de forma
complementaria para designar todo cuerpo que presente ciertos rasgos de
“monstruosidad difusa” (65). Sujetos que no acatan las formas de
normalidad impuesta por este tipo de biopoder y que por lo tanto marcan
líneas de desfasaje y de tensión en los regímenes de legibilidad biopolítica.
Estas reflexiones planteadas por Foucault resultan claves, dado que en las
novelas de Millás que aquí nos interesan, los niños presentarán las
relaciones corporales como el espacio en el que se exhibe un tipo de
anormalidad que exige otros marcos conceptuales para volverse legible.
Son niños raros, niños que se ven afectados por síntomas y enfermedades
cuyos efectos producen un fraccionamiento de los cuerpos en clave
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parasitaria. Niños que generan vínculos no solo afectivos sino también
corporales a través del contagio, desplazando una lectura unívoca del
cuerpo. Niños cuya materia orgánica padece de un tipo de infección que
aúna enfermedad y ficción condicionando de una forma particular los
cuerpos. Niños que pueden pensarse en términos monstruosos, pero que,
más precisamente, exigen una lectura en tanto zombis.
La noción de zombi4 desde la que es posible pensar estos niños de Millás
no se encuentra ligada a la construcción que la cultura haitiana ha hecho
de este monstruo, es decir, como un cadáver viviente y sin alma que
regresa a la vida en manos de un vudú. Tampoco responde al arquetipo
diseñado por el cine de George Romero en La noche de los muertos
vivientes (1968). Antes que eso, la figura del zombi que permite un
acercamiento a la monstruosidad de los cuerpos millaseanos es aquella
que, en su última bifurcación, manifiesta la fragilidad del sujeto del
presente. De acuerdo con Sánchez Trigo en “Muertos, infectados,
poseídos: el zombi en el cine español contemporáneo”, el zombi:
Ya no es el cadáver en progresiva descomposición de Romero, sino que el
individuo o, mejor dicho, la persona, es expulsada del cuerpo en forma de
secreciones biológicas: de ahí la sangre vomitada, el pus, los desechos
corporales que pueblan el subgénero actual (Rogers 2008: 129) y que
tienen más que ver con el horror vírico, el horror que supone enfermar, que
con lo postmortem. La evolución que el zombi ha experimentado en la
última década, en fin, desde un cadáver viviente a un individuo
biológicamente infectado, incide en los miedos científicos y tecnológicos
propios de una sociedad altamente tecnificada, y al mismo tiempo
altamente vulnerable a esa tecnología: es el miedo a la enfermedad nonatural, la enfermedad como producto del hombre contra el hombre (2013:
23).
Siguiendo esta línea, la figura del zombi pareciera ampliarse en su
significación y configurar una síntesis en la cual se cifra una torsión de lo
humano hacia un cuerpo monstruoso específico: el cuerpo contaminado,
4 Esta noción fue desarrollada en mayor profundidad en el artículo ya citado: Dolzani (2019).
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el que expulsa la materia que lo compone, el infectado e infeccioso, el
cuerpo contagiado que puede, a su vez, expandirse y contagiar. El nuevo
arquetipo zombi ya no solo dialoga con las posibilidades de vida y muerte
que condicionan los cuerpos sino que, además, escenifica la fragilidad de
la especie, lo lábil de un cuerpo expuesto a aquello que lo puede desarmar.
En otras palabras, el zombi contemporáneo ingresa con todo un imaginario
en torno a la enfermedad y a los modos en que nos vinculamos con ella,
que logra poner de relieve los problemas que atraviesan a las sociedades
del presente y mostrar, de esta forma, los lugares que ocupan esos cuerpos
que no resisten al sistema, que no se adaptan, y por lo tanto, que no
constituyen los cuerpos máquinas funcionales al biopoder de los que
hablaba Foucault. Dejando a un lado su historia de origen en tanto cadáver
viviente, el zombi pasa a ser una de las figuras que permite nombrar
aquellos cuerpos biológicamente infectados que la ciudad aísla por no
responder al régimen de productividad demandado por el modelo
capitalista. No es ya el monstruo subalterno que sale de la tumba, sino el
devenir posible del individuo cuyo cuerpo se presenta desde el exceso.
Exceso de materia, de carne, de secreciones; exceso de potencial virósico
y expansivo. El zombi conserva cierto lugar de sujeto peligroso porque es
capaz de alterar el cuerpo humano y ampliar su territorio, volverse una
plaga. Ya no se concibe únicamente desde la imagen del muerto vivo, sino
que ofrece una bifurcación dentro de lo humano que inscribe en su propia
materialidad los procesos de descomposición que atraviesa la materia
orgánica que nos constituye. Cuerpos enfermos, infectados, que tensionan
un límite respecto de una muerte que, si bien los acecha, es siempre
demora y habilita otro tipo de temporalidad para la vida.
En el caso de las novelas de Millás, lo que importa problematizar es
cómo esta figura ingresa a partir de la relación singular que se teje con la
infancia. Esto es, cómo la potencialidad de este monstruo se resignifica y
opera en función de su emergencia desde la niñez. Puesto que es allí, en
ese punto donde las problemáticas planteadas en torno a la infancia y la
niñez se reinventan en clave zombi, donde la literatura de Millás configura
una zona de resistencia y señala nuevos espacios de agenciamiento
biopolítico. Esto es posible en la medida en que la narrativa de este autor
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deriva en una actualización de este monstruo principalmente en la última
línea planteada. Es decir, en las relaciones que lo zombi traza con el campo
de la enfermedad, la infección, lo vírico y las mutaciones del cuerpo. La
potencia política de este monstruo se erige desde lo performativo de la
materialidad que lo constituye y, en el caso de las novelas mencionadas,
este tipo de performatividad corporal se trama con ese espacio de decir
que la infancia provoca. Es en la confluencia entre la singularidad del
cuerpo zombi y ese uso menor de la lengua al que la infancia da lugar,
donde puede leerse la emergencia de una niñez zombi en esta narrativa.
Puesto que, si estos cuerpos en tanto monstruos desafían los límites de
variación y corporización, en tanto niños lo que hacen es ofrecer la
posibilidad de construir un espacio de decir cuya producción discursiva
posibilita otros marcos de legibilidad biopolítica. Tal espacio de
enunciación recuperaría elementos propios de la ficción ‒como lo son el
extrañamiento, la invención, la imaginación, la fantasía, la lectura (Premat,
2016) ‒ y configuraría, por lo tanto, otro orden de poder y de saber, siendo,
además, este rasgo condicionante del cuerpo enfermo. En otras palabras,
si la niñez zombi genera, tanto en El mundo como en Mi verdadera historia,
otros marcos de legibilidad biopolítica para los cuerpos, es porque su
inscripción se produce en tanto terreno de productividad ficcional. La
producción de ficción, se condice, en este sentido, con un rasgo que no
puede leerse como ajeno a la materialidad del cuerpo zombi, sino que
forma parte de las infecciones que afectan a dichos cuerpos. Forma parte
de las infecciones que acechan a este monstruo porque, al igual que su
materia orgánica, actúa como uno más de los elementos que posibilitan la
parasitación y el esparcimiento, en la medida en que permite expandirse,
infectar, agrupar otros cuerpos. De esta manera, el niño zombi de las
novelas que aquí nos interesan no responde solamente a un cuerpo
biológicamente infectado sino también ficcionalmente infectado, siendo
esa doble condición la que habilita, por un lado, la expansión del propio
cuerpo, y por otro, la posibilidad de nombrar aquello que acontece. Y es en
ese acto de nombrar, en esa capacidad de decir que se entreteje desde la
ficción que mana de estos cuerpos, donde se genera otro tipo de saber y
se traman otros modos de vinculación.
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Saberes, infecciones, ensamblajes
La novela El mundo, publicada en 2007 y galardonada con el Premio
Planeta, narra un relato donde se recuperan escenas de la infancia y la
niñez que impactaron de manera decisiva en la formación del narrador
Juanjo Millás y posibilitaron el devenir de su carrera profesional como
escritor. Se encuentra compuesta por cuatro partes y un epílogo que
apuestan a la construcción autoficcional del narrador y a los envíos hacia
diversos títulos y elementos de la firma Millás. En el marco de nuestra
lectura, una de las figuras que sintetiza los problemas aquí planteados es
la del Vitaminas. Personaje que toma protagonismo en el segundo capítulo
del libro y que adquiere gran relevancia en la medida en que se presenta
como un cuerpo que tensiona las escalas con que el biopoder define los
parámetros valorativos de la vida. El Vitaminas es un niño amigo y vecino
de la infancia de Juanjo Millás, cuyo cuerpo posee una particularidad: es un
niño sujeto a una enfermedad que le impide crecer; es decir, es un niño
condenado a ser niño hasta la muerte. Pero además, la figura del Vitaminas
no solo importa porque se encuentra conformada por un cuerpo pareciera
resistir y coercer cualquier probabilidad de desarrollo, sino porque
condensa la imposibilidad de toda perspectiva de futuro. El Vitaminas,
nombre irónico para un cuerpo donde la enfermedad reduce sobremanera
la potencialidad vital, encarna el lugar de un sujeto poco redituable; del
cuerpo que, aunque posiblemente dócil, no responde a lo esperable en
tanto su capacidad y productividad se encuentra limitada desde el
comienzo:
Un chico de mi calle tenía una enfermedad del corazón que le impedía ir al
colegio […]. Nunca montó en bicicleta, pero a veces decía que de mayor
sería ciclista. Su deseo, si tenemos en cuenta que se ahogaba al menor
esfuerzo, resultaba un poco trágico. Pese a la crueldad del mote, El
Vitaminas gozaba del respeto, cuando no de la indiferencia, de los chicos
de la calle: sabíamos que cualquier alteración podía matarlo. Componían su
reino, además de la bicicleta, un sillón de mimbre con un par de
almohadones en los que permanecía sentado la mayor parte del verano, y
los tres o cuatro metros cuadrados que se extendían alrededor del sillón.
Según mi madre, las personas que sufrían la enfermedad del Vitaminas
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morían al hacer el desarrollo. Dado su horizonte vital, no valía la pena hacer
ninguna inversión en él, por eso no iba al colegio (Millás, 2007:43-44).
El reino del Vitaminas se arma a partir de una serie de elementos que
indican el lugar que su cuerpo ocupa: el de un deseo irrealizable que
conduce a la muerte, y el de un saber que demarca su territorio. El
territorio del Vitaminas se deslinda en esos metros cuadrados que le
otorgan no solo el poder de la observación, sino también el de la escritura:
“El Vitaminas tenía también un cuaderno en el que apuntaba los
movimientos de los vecinos” (44). La escritura ingresa, de esta forma, como
una herramienta de la que es poseedora el cuerpo enfermo, como un saber
que detenta el cuerpo asido por una marca que lo diferencia del resto. Un
saber que no se obtiene de la institución escolar sino que pareciera formar
parte de la condición que define su cuerpo. Desde su territorio, entonces,
El Vitaminas observa y escribe.
Ese territorio que marca el punto de vista del cuerpo enfermo no se
reduce solamente a unos metros cuadrados como pareciera indicarnos el
narrador, sino que se amplía a otros espacios desde los que el saber es
posible de compartirse: el sótano. El sótano, el subsuelo, eso que está más
cercano a la tierra y también al entierro, constituye el espacio de
intercambio donde el Vitaminas trastoca los lugares asignados y hace valer
su saber. Es que si para los adultos ya no vale como cuerpo mercancía y,
por lo tanto, no merece ser un cuerpo en el que se apueste, Juanjo llegará
a transgredir los límites de la ley del padre robando monedas que le
permitan pagar por el saber que el Vitaminas porta: el de su mirada sobre
la calle. Como algo que se ofrece, aunque no de forma gratuita, el
Vitaminas indica lo que seguidamente devendrá una revelación:
–Mirá –dijo.
Miré y vi una perspectiva lineal de mi calle, pues en la zona donde se
encontraba la tienda la acera se ensanchaba, de forma que el edificio
formaba un extraño recodo. Me pareció una tontería, al menos durante los
primeros minutos, pasado los cuales tuve una auténtica visión. Era mi calle,
sí, pero observada desde aquel lugar y a ras del suelo poseía calidades
hiperreales, o subreales, quizás oníricas. Entonces no disponía de estas
palabras para calificar aquella particularidad, pero sentí que me encontraba
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en el interior de un sueño en el que podía apreciar con increíble nitidez cada
uno de los elementos que la componían, como si se tratara de una maqueta
(48).
La calle que se observa desde el sótano del Vitaminas adquiere una
intensidad hiperreal al desplazar el foco cotidiano y producir un efecto de
extrañamiento en la mirada de quien observa. Un tipo de mirada a la que
Juanjo ya no podrá resistirse: “Lo vi todo y cogí tal adicción a verlo desde
el sótano que el Vitaminas comenzó a cobrarme, diez céntimos al principio;
veinte, cuando comprendió que ya no podría vivir sin ver la calle” (2007:
50). El intercambio económico se produce, no tanto por lo que pareciera
ser la reiteración de la entrada al subsuelo, sino más bien por aquello que
el Vitaminas busca legar a su compañero: un saber sobre los
condicionamientos del cuerpo enfermo y sus modos de resistencia. O dicho
de otra forma, lo que el Vitaminas muestra a Juanjo es cómo mira un
cuerpo enfermo y desde qué lugares ese cuerpo produce un saber que
posibilita un desplazamiento de los marcos que hegemónicamente lo han
ubicado en una escala de disvalor. Y ese saber, que en principio se muestra
bajo la forma de la mirada, tiene que ver con la capacidad de producción
ficcional, con ofrecer una serie de herramientas que posibilitarán decir el
mundo desde otro lado, desde ese lugar alternativo que en la narrativa de
Millás ocupa la ficción, o en otras palabras, la literatura. Este tipo de saber,
sin embargo, no se comparte gratuitamente sino que se paga con el
cuerpo, con la infección del propio cuerpo. La enfermedad del niño zombi
se enlaza de manera simultánea con la capacidad de ficcionalizar, siendo la
ficción una más de las infecciones que padecen estos cuerpos. Y en este
sentido, los niños zombis millaseanos no son solo cuerpos biológicamente
infectados, sino también ficcionalmente infectados. La ficción se convierte
en parte de la infección que posibilita al niño zombi expandirse en nuevos
cuerpos y construir otros marcos de legibilidad biopolítica. El Vitaminas,
entonces, infecta a Juanjo, y en esa infección lo contagia con este saber
que le permitirá, de ahora en más, intervenir la realidad para modificarla.
Y así lo hará, al menos, al poner una coma que transforma el sentido de
una frase con la que María José, la hermana del Vitaminas, lo mortifica en
un rechazo amoroso. Así lo hará, también, al instalar una variación en el
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significado de la muerte, alegando que la misma no es más que un
desplazamiento al interior de la vida, una mudanza a otro barrio de la
ciudad: al Barrio de los muertos. La visita de ambos niños al Barrio de los
muertos será definitiva en el proceso de devenir que atraviesan ambos
niños. Si, por un lado, en El Vitaminas el efecto será una acentuación de los
síntomas de su enfermedad, por otro lado Juanjo, luego de la aventura,
deberá resguardarse varios días tras presentar un cuadro de fiebre. Un tipo
de fiebre, de allí en más, lo acompañará el resto de la vida porque no será
solo el cuerpo el afectado por la enfermedad, sino también la realidad
(2007: 65).
La siguiente vez que ambos niños se encuentren, infectados ya corporal
y ficcionalmente, se asombrarán por los efectos que sus cuerpos han
atravesado y el proceso de deshumanización que ambos han sufrido: “[el
Vitaminas] al observar mi transformación corporal aseguró que parecía un
niño araña. Él, por el contrario, había engordado de una forma rara.
Cuando más tarde se lo comenté a mi madre, me dijo que no estaba gordo,
sino hinchado” (Millás, 2007: 70). La deformación de ambos niños tras la
enfermedad acentuada en la visita al Barrio de los muertos no hace más
que afirmar su carácter monstruoso, el lugar exacerbado desde el cual se
lee el cuerpo zombi. Es que el zombi se define, como sostiene Fernández
Gonzalo, “no tanto porque se acerque a la muerte sino porque se enlaza
con la desmesura del cuerpo” (2011: 84). Se entiende, entonces, que lo que
Juanjo ve en el Vitaminas como un engordamiento extraño, es en realidad
el exceso de una materia que busca desarrollarse y sobrepasar sus propios
límites. Es todo aquello interno que busca salirse de sí mismo en un
desborde corporal que sobrepasa la vida del Vitaminas, puesto que
“Aquella noche falleció el Vitaminas. Quizás su cuerpo había intentado
desarrollarse un poco y su corazón había estallado” (Millás, 2007: 76).
El exceso de cuerpos no es algo presente solamente en El Mundo. Diez
años más tarde, con la publicación de Mi verdadera historia, este eje
constituye el centro de la matriz narrativa. En esta novela narrada
nuevamente en primera persona, nos encontramos una vez más con el
problema que relaciona la infancia, la escritura y los desmanes del cuerpo.
Todo está de nuevo allí: la enfermedad, la fragmentación, lo muerto-vivo,
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la desmesura. Toda una serie de elementos que se organizan, tal como
señalamos al comienzo de este artículo, alrededor del cuerpo niño. Mi
verdadera historia narra el pasaje de la infancia a la adolescencia de un
sujeto que, tras un suceso traumático en el que una imprudencia produce
un accidente cuyas víctimas resultan fatales, se transforma en escritor
como forma de tramitar lo ocurrido. Ese proceso se encuentra
condicionado por un evento en particular: el noviazgo que el niño narrador
establece con Irene, la única superviviente del accidente.
Al igual que en El mundo, y que en gran parte de las novelas de Millás,
los vínculos que estructuran la trama y que movilizan la narración se
organizan en pares: Juanjo y El Vitaminas; el niño narrador e Irene. En
ambos casos dichas relaciones están signadas por la potenciación del
desborde corporal. Es decir, por el incremento de esos cuerpos que desde
un comienzo se presentan de forma monstruosa. Si tal como señalaba
Foucault, los cuerpos anómalos son objeto de múltiples discursos puesto
que marcan una fisura en los parámetros de normalidad y se erigen como
núcleo de una serie de tecnologías basadas en la corrección, es porque
representan un peligro para la sociedad en la que habitan (2000: 294). En
Mi verdadera historia, este lugar del sujeto peligroso es ocupado por el
niño narrador que ya de entrada hace visibles no solo los rasgos de su
monstruosidad, sino también la amenaza que constituye su presencia para
la población. Tras la salida de la escuela, y en un intento de suicidio que no
se concreta, arroja una canica desde un puente causando un accidente
donde fallece además de toda la familia de Irene, el mismo niño: “Olvidaos
de suicidaros porque ya estáis muertos y huid de la escena del crimen
sofocándoos porque no respiráis y asfixiándoos porque respiráis
demasiado” (Millás 2017: 12). Muerto y no muerto al mismo tiempo, el
accidente acelera el proceso de devenir del niño zombi y provoca la
expulsión de la materia orgánica del cuerpo: “Llegué a casa sin cuerpo. O
mejor, con un cuerpo blando, casi líquido, hasta los dientes parecían
flexibles. Me había meado y hecho caca mientras corría con mis piernas de
fieltro y respiraba con mis pulmones de paño y observaba la realidad con
mis ojos de gelatina” (14). Las secreciones rebasan el cuerpo y se liberan
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en formas de residuos. Sacan a la luz eso pútrido de la materia orgánica
para hacerla visible. Esa es una de sus cualidades en tanto zombi.
La puesta en escena de los desechos corporales, del cuerpo vuelto
desecho, no es algo novedoso de esta novela, sino que se encuentra en los
inicios de la obra de Millás con el personaje de Jacinto, muerto en el
armario en Cerbero son las sombras. En tal caso, sin embargo, los procesos
de putrefacción contaminan a tal punto el cuerpo enfermo, que el
desarrollo culmina en la descomposición de la vida. Aquí por el contrario,
la vida continúa aunque de forma desarticulada, como los cuerpos. Si en
principio el narrador es sometido a procesos de evacuación, el encuentro
que vivirá tiempo más tarde con Irene expondrá el desajuste al que ambos
cuerpos están sujetos. Lo fragmentario del zombi se hace así su lugar, como
también sus habilidades de contagio:
Os diré de qué modo era coja y fea la niña, de la que aún no sabía ni
como se llamaba. Era coja porque unas de sus piernas, la izquierda, tardaba
un poco más que la otra en reaccionar, como si tuviera que pensárselo dos
veces. Era coja porque esa pierna presentaba una suerte de rigidez que no
era natural en las piernas comunes. Era coja porque se esforzaba en no
parecerlo de la misma manera que el cobarde exhibe su valor de cartón
piedra. Era coja por asimétrica, por desigual, por disímil. Y era fea, quizá,
pienso, no sé, porque el lado derecho de su rostro, desde la sien hasta el
maxilar inferior, estaba recorrido por una cicatriz que evocaba la grieta de
una puerta que no encaja en su marco. Daba la impresión de que su cara se
pudiera abrir para acceder a la calavera. […]
Un día tropecé literalmente con ella. Nos dimos bruces al doblar una
esquina y ella se cayó al suelo, y yo, en vez de ayudarla a levantarse, salí
corriendo como si pudiera trasmitirme la lepra, la lepra de su rostro (Millás,
2017: 41-43).
La desarticulación, lo defectuoso, lo parcial del cuerpo, sus heridas, sus
cicatrices, sus faltantes; el cuerpo de Irene no se arma sobre la base de una
totalidad sino que se compone de partes que no encajan, que muestran
sus fallas, sus fisuras. El desajuste se vuelve exposición y causa temor. ¿A
qué? No al cuerpo en sí mismo, sino a la semejanza, al contagio. Las
habilidades de la niña entran en escena para dar lugar a un miedo a algo
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que entre monstruos resultará inevitable: la expansión, los cruces, los
ensamblajes corporales. Luego de ese encuentro furtivo ambos niños
comenzarán a salir y eso que en principio se anunciaba desde el temor dará
paso a un tipo de placer que se funda en la exploración de las partes que
componen el cuerpo monstruoso: sus miembros tanto orgánicos como
artificiales. Es que en el cuerpo de Irene se aúnan el organismo y la
máquina, las extremidades y las prótesis, los tejidos y el titanio. En este
sentido, si el niño narrador puede leerse en clave zombi, la figura de Irene
pareciera ir un poco más allá y sumar elementos que no son del orden de
la naturaleza, sino de la tecnología. La prótesis que sustituye su pierna
faltante se añade a la complejidad de la composición de ese cuerpo hecho
de partes y acentúa, a su vez, los modos en que ambos niños se entrelazan:
“vivimos una unión tan delirante que no sé muy bien qué miembros
pertenecen a mi cuerpo y qué miembros al suyo” (77).
Posibilidades de vida
Los vínculos que se traman entre Irene y el niño narrador suponen la
salida a nuevas formas de relación y actúan como resistencia frente a todo
intento de normalización. Lo que se afirma, en estos casos, es el lugar de la
rareza. El espacio en que la monstruosidad, lo raro de estos niños, se erige
como posibilidad de continuar la vida, desbaratando otros discursos que
hicieron de esos cuerpos un punto de corrección y disvalor. Estos otros
discursos tienen que ver, sobre todo, con los correspondientes al aparato
médico. Al igual que con El Vitaminas, la peculiaridad de los niños de Mi
verdadera historia se asienta en la enfermedad: si el cuerpo de Irene
resulta de un ensamblaje entre materia corporal y tecnología, el narrador
padecerá, según un diagnóstico, “trastornos de crecimiento” (2017: 33). La
enfermedad, las patologías, las afecciones, son nuevamente el centro que
condiciona el cuerpo de estos niños y posibilitan el armado de otros lazos
afectivos que ya no son construidos desde lo filial, sino desde el entramado
que sus propios cuerpos potencian. Es que lo filial, la familia, lejos está de
conformar un espacio de cuidado para estos cuerpos cuyas formas no se
adaptan a los regímenes de normalidad y de proyección de un futuro
saludable. Más bien constituyen un defecto, una falla, una anomalía en los
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parámetros que rigen la sociedad normalizada: “¡Estás enfermo, hijo,
enfermo, enfermo, enfermo!” (94) dice la madre del narrador. De esta
manera, la enfermedad del niño zombi lo expulsa de la familia, en tanto
esta ha sido el aparato que ha tratado de disciplinar y corregir el cuerpo
monstruoso, y ha arribado a un lugar de fracaso. Solo queda, entonces,
enfatizar en las potencias del cuerpo para construir otros lazos afectivos
que ya no se rigen desde lo filial sino desde el contagio. Desde la expansión
provocada por la figura del zombi y sus infecciones. Allí reside la fuerza de
estos monstruos. En ese modo de vinculación singular que se trama desde
la particularidad de estos cuerpos. Al respecto, Deleuze y Guattari
recuperan el contagio como forma que posibilita las relaciones que se
producen en el proceso de devenir, donde los modos de vinculación se
amplían en función de un cuerpo que traza otro tipo de afinidades que ya
no responden al orden filial:
[…] nosotros oponemos epidemia a filiación, contagio a herencia, el
poblamiento por contagio a la reproducción sexual. Las bandas humanas y
animales proliferan con los contagios, las epidemias, los campos de batalla,
las catástrofes. […] La propagación por epidemia, por contagio, no tiene
nada que ver con la filiación por herencia, incluso si los dos temas se
mezclan y tienen necesidad el uno del otro. La diferencia es que el contagio,
la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos: por
ejemplo un hombre, un animal y una bacteria, una molécula, un
microorganismo (1988: 247-248).
Bacterias, animales, microbios, fragmentos corporales, secreciones,
residuos, afecciones e infecciones. Todos elementos que forman parte del
proceso de devenir de estos niños monstruosos y que permiten su
expansión en el espacio de lo viviente vehiculizando, a su vez, otro tipo de
afectos y de cuidados. Es allí donde se produce un espacio de resistencia
biopolítica para estos cuerpos.
Ahora bien, si las formas de resistencia se erigen desde la singularidad
de estos cuerpos monstruosos, tanto en El mundo como en Mi verdadera
historia, se produce un proceso de agenciamiento que involucra la palabra,
o más precisamente, la escritura. En ambas novelas, los niños zombis
portan un saber que se trasforma en empoderamiento cuando se
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materializa en la escritura. Una escritura que acompaña el proceso de
devenir y que permite dar forma y poner en palabras aquello que ocurre
con los cuerpos, como así también construir horizontes de vida que ya no
se rigen de acuerdo a los parámetros de valor establecidos por el biopoder.
Más aún, si en tanto enfermos, monstruos, incorregibles, estos cuerpos no
se adaptan a las matrices de productividad y utilidad que los vuelven
funcionales al sistema biopolítico hegemónico, la escritura se convierte en
el espacio que vuelve posible otro tipo de vida vivible. En este sentido, el
aprendizaje de la escritura5 desarrollado en ambas novelas no se vincula
solamente con la conformación y consolidación del escritor sino que,
asimismo, manifiesta otro tipo de devenires al que la escritura da lugar.
Coincidimos con Deleuze y Guattari cuando afirman que “escribir está
atravesado por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino
devenires-ratón, devenires-insecto, devenires-lobo, etcétera” (1988:246).
A lo que podría sumarse devenires monstruosos, devenires zombis. De esta
manera, la escritura que funciona como modo de poner en palabras lo que
acontece y de crear, desde ese lugar, nuevos marcos de legibilidad
biopolítica, forma parte del proceso de devenir que atraviesan estos
cuerpos y genera un tipo singular de agenciamiento. Un agenciamiento que
supone tomar ese saber que los cuerpos enfermos portan y convertirlo en
un espacio de poder a partir de la palabra. Eso es lo que sucede en los
procesos de infección y contagio entre Juanjo y El Vitaminas. Eso es lo que
sucede, también, entre el niño narrador e Irene.
Cuando El Vitaminas comparte con Juanjo su saber, no solo ofrece una
mirada sobre la calle, ‒“o sea, el mundo” (Millás 2007: 105) ‒, sino que
brinda también herramientas para intervenirlo. Para intervenirlo desde la
ficción, desde la literatura, o mejor dicho, desde la escritura. Intervención
que no está exenta de las tensiones que los cuerpos de estos niños zombis
atraviesan:
5 El problema del aprendizaje de la escritura en la narrativa millaseana es abordado por Germán
Prósperi en su estudio Juan José Millás. Escenas de metaficción. En dicho trabajo, la lectura de El mundo
se plantea como la ficcionalización de las escenas primeras que impactaron del manera decisiva en el
proceso de aprendizaje de la escritura y posibilitaron su oficio de novelista (2013: 271).
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Estar muerto era en mi situación un consuelo, pues cómo soportar vivo, no
ya aquel rechazo, sino aquella humillación. Tú no eres interesante para mí
[…]. Quizá [María José] había dicho: ‘tú no eres interesante, para mí”. La
coma entre el “interesante” y el “para” venía a significar que podía ser
interesante para otros, incluso para el mundo en general […]. Quizá al
colocar aquella coma perpetré un acto fundacional, quizá me hice escritor
en ese instante. Tal vez descubrimos la literatura en un mismo acto de
fallecer (2007: 141-142).
La literatura, sin embargo, se ha descubierto mucho antes; no en el acto
de fallecer, no en la mortificación amorosa, sino en la infección del cuerpo
que posibilitó ver la calle desde otro lugar. O dicho de otra forma, la
literatura y su materialización en la escritura se descubren en un proceso
de devenir zombi a través de la infección y el contagio, y en la posibilidad
de generar desde allí otras zonas de potenciación para los cuerpos, otros
marcos de legibilidad que posibiliten su agenciamiento: “Un agenciamiento
es precisamente ese aumento de dimensiones en una multiplicidad que
cambia de naturaleza a medida que aumenta sus conexiones” (Deleuze y
Guattari, 1988: 14). Lo que cambia, aquí, es el cuerpo. El cuerpo y sus
relaciones. El cuerpo y sus valoraciones. El cuerpo y sus posibilidades de
vida. La escritura deviene, así, en el espacio vital que permite continuar la
vida desde otro lugar, ampliar sus posibilidades.
En este sentido, lo que se configura en estas novelas de Millás es un
entramado donde la infancia, el cuerpo monstruoso, infectado, hacen de
su condición para la escritura un lugar de posibilidad. Un lugar al que, por
un lado, el cuerpo enfermo de la infancia pareciera estar condenado, pero
que, al mismo tiempo, constituye la proyección de un espacio habitable
para esos cuerpos, la ocasión donde la vida se vuelve vivible. La escritura
deviene, así, utopía de salud. Si el niño enfermo es el que no vale, el que
no responde a lo esperado, el que no se adapta a los parámetros de
productividad que rigen la administración de la vida, si las infecciones que
padece atentan contra los regímenes de lo familiar y por lo tanto lo
excluyen de las lógicas de cuidado, si los espacios afectivos solo pueden
construirse a partir de la parasitación y el contagio, del encuentro y
ensamblaje entre cuerpos monstruosos y la puesta en palabras de todo
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ello, la escritura ofrecerá la materialización de otro marco de proyección
para la vida. Para una vida donde otro tipo de comunidades afectivas es
posible. Es que como afirma Deleuze:
[…] la salud como literatura, como escritura, consiste inventar un pueblo
que falta. Es propia de la función fabuladora inventar un pueblo. […]
Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta
creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir, de una
posibilidad de vida” (1993: 17).
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Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97.
ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X