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Niños, monstruos, zombis, escrituras. Posibilidades de vida en El mundo y Mi verdadera historia de Juan José Millás

2020, Boletín GEC: Teorías Literarias y prácticas críticas

Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X Niños, monstruos, zombis, escrituras. Posibilidades de vida en El mundo y Mi verdadera historia de Juan José Millás Children, monsters, zombies, writings. Possibilities of life in El mundo and Mi verdadera historia by Juan José Millás Sofía Dolzani Universidad Nacional del Litoral, Argentina sofi.dolzani@hotmail.com Recibido: 19/11/2020. Aceptado: 15/12/2020. Resumen Este trabajo se propone indagar en los modos en que la niñez y la escritura se vinculan en la narrativa de Juan José Millás a partir de su variante zombi. Para ello nos centramos en el análisis de dos novelas: El mundo y Mi verdadera historia. Sostenemos que la niñez zombi produce en estas novelas un lugar de agenciamiento que interroga, por un lado, los regímenes de legibilidad biopolíticos, y genera, por otro, un espacio de enunciación donde se trazan nuevos marcos de cuidado y afectividad. Este espacio de enunciación confluye en la realización de la escritura como posibilidad de vida. Palabras clave: niños; zombis; biopolítica; escritura; Millás Abstract This work aims to investigate the ways in which childhood and writing are linked in Juan José Millás’ narrative from a zombie variant. For this we focus on the analysis of two novels: El mundo and Mi verdadera historia. We argue that the emergence of a zombie childhood produces in these novels a place of agency. This place, on the one hand, interrogates the readability of biopolitical regimes. On the other hand, it generates a space of enunciation where new frameworks of care and affectivity are drawn. This space of enunciation converges in the realization of writing as a possibility of life. Keywords: children; zombies; biopolitics; writing; Millás Distribuido en acceso abierto: http://revistas.uncu.edu.ar/ojs/index.php/boletingec/ Licencia Internacional Creative Commons 4.0: Reconocimiento, no comercial, sin obras derivadas. SOFÍA DOLZANI 74 Los niños de Millás En una entrevista para el programa televisivo La Resistencia, en el marco de la presentación de su último libro –La vida contada por un Sapiens a un Neandertal–, Juan José Millás y el presentador David Broncano rememoran con humor su último encuentro en un depósito de cadáveres de la Universidad Complutense de Madrid. La entrevista abre, ya en sus primeros segundos, no solo con un comentario sobre los síntomas y enfermedades que acechan al escritor sino también, con una enumeración: “¿Te acuerdas qué vimos? –dice Millás– Cuerpos enteros, medios cuerpos, piernas sueltas, niños, cadáveres”. Ese inventario, ese cómputo de elementos que se enuncia desprovisto de toda mediación, nos introduce de lleno y vertiginosamente en una constante cuya recurrencia permite leer una de las zonas que configuran el universo millaseano: el interés por la fragmentación, la (des)composición y el problema de los cuerpos. Sin embargo, dentro de esa lista que se ordena en torno a la mutilación y lo mortuorio, una pieza desencaja: la palabra niños aparece como una anomalía en este repertorio de elementos donde el núcleo común no pareciera cifrarse alrededor de lo etario. Para que la secuencia adquiera cierta coherencia, a la palabra niños podrían antecederle o procederle vocablos como “adultos” y/o “ancianos”. En cambio, el léxico que la rodea en nada se relaciona con las imágenes que, a partir de ciertos sentidos sedimentados culturalmente, suelen asociarse a la infancia. Por el contrario, en el mundo de Juan José Millás, los significados hegemónicos que habitualmente pueden reponerse al hablar de la niñez resultan tensionados. Los niños son desplazados a otro tipo de campo semántico: junto a los cadáveres, las piernas sueltas y los fragmentos corporales. En este sentido, lo proclamado por Millás en el marco de una conversación que se desenvuelve con soltura, adquiere un carácter contundente y constituye una antesala al problema que aquí nos proponemos indagar: qué lugar ocupan la infancia y la niñez en la narrativa millaseana, y qué preguntas y saberes en torno a los cuerpos y las vidas se circunscriben a partir de este espacio que pareciera configurarse de forma problemática; más precisamente, en clave monstruosa. Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 75 Cuando en otra entrevista realizada por el diario Clarín, tras la publicación de Mi verdadera historia, le preguntan a Millás por el tratamiento de la infancia en su obra, el escritor responde de modo inesperado: “La traté en el libro El Mundo, y luego creo que no ha ocupado tanto lugar” (2017: s/p). Haciendo caso omiso al sitio central que tiene la presencia de niños en novelas como Cerbero son las sombras (1975), Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995), El orden alfabético (1998), Laura y Julio (2006), así como en otros textos donde estos ingresan desde un lugar de borde, lo anunciado por el escritor invita a instalar una serie de interrogantes. A saber: ¿qué nos dice esta declaración sobre el lugar que ocupa esta zona de interés? ¿Qué supuestos sobre la infancia y la niñez se inscriben en tal afirmación? ¿Desde qué lugar la infancia y la niñez emergen como potencias productivas? ¿Qué cuerpos pueden ser considerados infantiles y qué tipo de lectura reclaman? La afirmación de Millás, antes que señalar una falta, pone de manifiesto el carácter singular y disidente con el que la infancia y la niñez irrumpen en sus novelas desde los márgenes. Desde un lugar furtivo cuya fuerza demanda claves de lectura que dejen entrever la configuración de una zona de resistencia, donde lo infantil va más allá de la delimitación de un período etario. Un antecedente clave que se plantea en esta línea y que problematiza parte de lo hasta aquí enunciado es el estudio de Daniela Fumis, Ficciones de infancia y familia en tres narradores españoles contemporáneos: Juan José Millás, Eduardo Mendicutti y Manuel Rivas. En dicha investigación, la irrupción de la infancia es trabajada a partir de una distinción en la que se diferencia la presencia de niños en el relato y la infancia como operatoria. Dualidad que permite distinguir la inscripción de la niñez –como la aparición en el enunciado de personajes niños–, de lo infantil –como la emergencia de un uso menor de la lengua que posibilita una teorización sobre la literatura– (2019: 104). Dicha concepción de lo infantil vinculado a lo menor se asienta en las tesis de Gilles Deleuze (1990) en las que se sostiene que la definición de “lo menor” estaría dada no tanto por la constitución de una lengua menor, sino por el uso que una minoría puede hacer de una lengua mayor (Deleuze en Fumis, 2019: 128). En el caso de la narrativa de Millás, Mendicutti y Rivas ese uso menor de la lengua que Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 76 SOFÍA DOLZANI surge desde la posición infantil produce un proceso de desterritorialización del lenguaje que conlleva un “vivir la lengua en posición de extrañeza”. Es en esa posición de extrañeza donde, de acuerdo con la autora, se cifra “la contraseña de la infancia en la literatura” (Fumis, 2019: 128). El desplazamiento que se dibuja en la apuesta crítica de Fumis, donde lo infantil ya no se corresponde con una delimitación etaria, conlleva asimismo la desarticulación de cualquier definición ontológica de la infancia, y permite pensarla en términos de una función que opera al interior de los textos literarios. Al respecto, en otro de sus trabajos, sostiene lo siguiente: […] la dificultad de acceder a una definición de la infancia por la vía esencialista puede derivar en la evidencia de que la infancia se concibe en la literatura más por lo hace que por lo que de sí misma pueda enunciar. La pregunta por la especificidad es engañosa: si la infancia opera en función de derribar cualquier totalitarismo de sentido, dicha pregunta resulta desarticulada. La potencia de la infancia quedaría expuesta en los envíos y desvíos que discuten lo específico. Si no existen paradigmas de la infancia, si cada infancia es particular e inespecífica en su particularidad, ese es el rasgo principal y específico de su trabajo en la literatura: el de permitir desmontar todo presupuesto. Y en esto residiría su potencia política: la efectividad al imaginar otros mundos posibles y hacerlos vigentes, pero no como una realidad otra, sino como formas concebibles de intervenir el presente (2016: 192). Si tenemos en cuenta esta línea de razonamiento para acercarnos a las novelas de Millás que aquí nos interesan, cabe advertir el lugar extraño desde el que la infancia y la niñez se introducen en esta narrativa. Lo señalado por Fumis nos advierte, en última instancia, el carácter singular e inespecífico desde el que se vuelve necesario delinear el abordaje de este problema: no ya la infancia como un recorte temporal que define un estadio del cuerpo, sino lo infantil como una posición discursiva capaz operar de forma desarticuladora sobre los sentidos fijados en la lengua. Este punto resulta clave en nuestro trabajo porque muestra los modos en que ese uso menor de la lengua que se erige desde la posición infantil (y que en las investigaciones de la autora desajusta los sentidos fijados en Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 77 torno al pasado reciente) tensiona los regímenes de poder sobre los que se fundan los discursos en torno a la administración y delimitación de las formas de vida. De modo que, entender la infancia como operatoria en el sentido en que Fumis lo plantea ‒es decir, desde una concepción que se aleja de cualquier ontología para socavar en los efectos que produce en tanto operación discursiva‒ nos indica una zona de la narrativa de Millás que funciona como un punto de fuga y desde la que es posible construir otros horizontes para la imaginación de la vida. O dicho de otra forma, el lugar donde irrumpe1 lo infantil en las novelas de Juan José Millás operaría como emplazamiento desde el cual se configura la emergencia de una instancia discursiva capaz de desbaratar ciertos sentidos fijados culturalmente y señalar otras posibilidades. Sin embargo, esa lengua otra que pareciera desestabilizar los lugares de poder establecidos no puede pensarse sin aquello que la contiene y la potencia; es decir, sin un cuerpo. El cuerpo es, en última instancia, el espacio que posibilita que esa lengua se despliegue. Es la materialidad desde la cual surgen las posibilidades de decir y desde donde ese decir puede funcionar en su total performatividad. En este sentido, retomar los aportes teórico-críticos trabajados por Fumis, pero insistir en un repliegue hacia la dimensión corporal, hacia ese punto desde el cual mana este uso menor de la lengua, nos permite estudiar los modos en que en la narrativa de Millás este espacio que se nombra en términos de resistencia constituye un lugar de agenciamiento. Intervenir en el presente ‒retomando el fragmento citado‒ significa, en última instancia, apelar a la dimensión material del cuerpo para producir un tipo de agenciamiento que involucra la palabra, y así poder, desde esta doble dimensión, construir un lugar de posible transformación. Seguimos a Judith Butler cuando se detiene en “la relación quiásmica que existe entre las formas de performatividad 1 Las irrupciones de infancia son trabajadas Julia Muzzopappa (2017) en sus estudios sobre la narrativa de Silvina Ocampo. En dicha investigación, la crítica señala la tensión con que la infancia se hacer lugar en los textos literarios tanto a partir de su relato como de su irrupción. En cruce con la noción de punto de fuga de Deleuze y Guattari (1988), las irrupciones de infancia se definen como una salida que la infancia adopta en la escritura, a partir del desconcierto en la narración y la desestabilización del mundo adulto y los poderes que lo componen (Muzzopappa, 2017: 50). Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 78 SOFÍA DOLZANI lingüística y las formas de performatividad corporal” y señala que “ambas se superponen, no son distintas y, sin embargo, tampoco son idénticas la una de la otra” (2015: 16). La segunda se vuelve una condición necesaria en tanto actúa como soporte para que el acto lingüístico acontezca. La fuerza de la performatividad corporal reside en su capacidad de deshacerse de toda individualidad e involucrar un cuerpo en otro (17). Algo sobre lo que las novelas de Millás no dejarán de volver. Ahora bien, tener en cuenta estas nociones planteadas por Butler nos posibilita, por un lado, recuperar las tesis principales de Fumis y corrernos, de esta forma, de cualquier noción de infancia que insista sobre lo etario, pero volver, por otro lado, a la materialidad singular de ese lugar de enunciación desde la cual se dispara este uso menor de la lengua. Lugar que adquiere en Millás la forma problemática de un cuerpo que es posible identificar desde la inscripción de la niñez. Una niñez que se configura, no tanto en la correspondencia con una franja etaria (aunque muchas veces coincida con ella), sino en un proceso de devenir que atraviesa y produce desplazamientos en el cuerpo. Un cuerpo en constante transformación y mutación, donde la niñez aparece no solamente como algo individual y reconocible desde un sentido unívoco, sino como efecto de los múltiples lazos afectivos donde ese cuerpo se entrama2. Desde esta perspectiva, entonces, problematizar la inscripción de la niñez no supone desatender a los modos en que lo infantil ingresa como fisura en términos de lengua, sino que, por el contrario, implica volver a mirar ese punto singular desde el cual dicha lengua se enuncia. Implica advertir y focalizar en la peculiaridad de esos cuerpos enunciantes que en la narrativa de Millás provocan, desde su propia materialidad, la desarticulación no solo de los sentidos fijados en la lengua sino, también, de los que son proyectados sobre el cuerpo. Sobre un cuerpo que se posiciona en un constante devenir 2 La tradición de la figura del zombi fue desarrollado en el artículo “Niños zombis. Una lectura biopolítica de Dos mujeres en Praga y Laura y Julio” publicado en la Revista de Estudios de Teoría Literaria (Dolzani, 2019). Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 79 (Deleuze y Guattari, 1988: 244): devenir niño, devenir monstruo, devenir zombi. Tal como adelantamos al comienzo de este artículo recuperando las palabras de Millás, es en esos límites y tensiones de lo corporal donde la infancia y la niñez irrumpen como potencia. Entre cadáveres, entre cuerpos, entre restos y secreciones. Es en esas zonas en las que el cuerpo exhibe sus excesos orgánicos, su materia biológica vuelta materia narrativa, donde se constituye el espacio en que en las novelas de Millás la niñez aflora en su variante singular: su cara monstruosa, o mejor dicho, su faceta zombi. En este sentido, lo que aquí nos proponemos indagar es el modo en que la irrupción de una niñez monstruosa, una niñez zombi, produce, tanto en El mundo (2007) como en Mi verdadera historia (2017), un lugar de agenciamiento biopolítico que, en un doble movimiento, interroga por un lado los regímenes de legibilidad que delimitan las escalas de jerarquización de las vidas, y genera, por otro, un espacio de enunciación3 que se vale de la ficción para trazar nuevos marcos de afectividad que modelan otras formas de vida vivibles. En ambas novelas, este espacio de enunciación confluye en la realización de la escritura como posibilidad: posibilidad de nombrar desde otro lugar los cuerpos, posibilidad de construir un espacio de resistencia donde se ponen en juego otras formas del afecto y del cuidado, otros modos de vinculación. La singularidad de estas novelas reside en que el espacio de decir provocado por estas infancias monstruosas desemboca en la concreción de una escritura que se erige como posibilidad de vida. Los niños de la biopolítica La vida vuelta objeto político que se debe proteger y ampliar fue el efecto al que condujo una transformación en los modos del ejercicio del poder. De acuerdo con las tesis trabajadas por Foucault en La historia de la sexualidad. La voluntad de saber, el pasaje del poder soberano a los 3 Entendemos por enunciación “un modo de rearticular relaciones entre palabras y cuerpos” (Giorgi, 2020: 26). Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 80 SOFÍA DOLZANI Estados modernos, supuso la constitución de un biopoder que se afirma sobre el cuerpo y se proyecta positivamente sobre la vida, buscando “aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales” (2007: 165). Fueron claves, en este punto, una serie de técnicas de normalización materializadas en diferentes dispositivos que, lejos de excluir y rechazar, apostaron a un ejercicio afirmativo del poder, aumentando el control, la regulación, la corrección y el disciplinamiento de los cuerpos. Foucault explica que este tipo de poder adoptó dos formas, que lejos de funcionar de manera excluyente, se articularon a lo largo del siglo XIX en un complejo engranaje que atraviesa todas las dimensiones de la vida. Estas dos formas son, por un lado, las disciplinas anotomopolíticas del cuerpo, que aspiran a la constitución de un “cuerpo máquina”, un cuerpo útil y fuerte, capaz de ser integrado al sistema económico; y, por otro lado, una biopolítica de las poblaciones, es decir, “el cuerpo transido en la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad” (168). De esta manera, el poder actúa en nombre de la vida porque de allí en más debe aspirar a su potenciación y desarrollo, afirmando de esta forma su valor. El valor de una vida útil, regulada, saludable; de una vida normalizada. A partir de este biopoder que se expande en todas las esferas de la vida, crece asimismo la regulación y las tecnologías para definir, clasificar y jerarquizar los estándares que los cuerpos deben asumir y a los cuales deben responder. El ejercicio negativo del poder, cuyas formas se asentaban en la represión, deja paso a toda una serie de dispositivos que ya no buscan reprimir sino, por el contrario, normalizar. Tal es el modo que adopta este nuevo poder sobre la vida: el de una regulación minuciosa que se afirma en el valor y el desarrollo de la vida de los cuerpos de la población bajo parámetros precisos de capacidad y productividad. Ya no se trata [sostiene Foucault] de hacer jugar la muerte en el campo de la soberanía, sino de distribuir lo viviente en un dominio de valor y utilidad. Un poder semejante debe cualificar, medir, apreciar y jerarquizar, más que manifestarse en su brillo asesino; no tiene que trazar la línea que separa a Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 81 los súbditos obedientes de los enemigos del soberano; realiza distribuciones en torno a la norma. No quiero decir que la ley se desdibuje ni que las instituciones de la justicia tiendan a desaparecer, sino que la ley funciona siempre como una norma, y que la institución judicial se integra cada vez más en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas funciones son sobre todo reguladoras. Una sociedad normalizada fue el efecto histórico de una tecnología de poder centrada en la vida (2007: 174). El lugar de los cuerpos que no responden a esta nueva matriz de normalización es un punto de interés en los estudios foucaulteanos. Ya en el primer volumen de la Historia de la sexualidad (HS1 de ahora en adelante), Foucault presenta una serie de tipologías donde se exhiben ciertos sujetos como peligrosos. El adulto perverso, la mujer histérica, el niño masturbador y personajes asociados, son puestos en el centro de atención de una serie de dispositivos que los vuelven objeto de estudio y corrección. La lectura que Penélope Deustcher (2017) hace de este tomo de la HS1 problematiza el lugar que la figura de la niñez adquiere junto a la de la maternidad dentro de las anomalías foucaulteanas. En el capítulo “Los niños de Foucault” la filósofa señala que tanto la institución familiar como el lugar de la niñez resultan elementos claves en la actuación del biopoder, en la medida en que es allí donde se proyecta la posible garantía de un futuro saludable para las poblaciones (131). En este sentido, ese punto que pareciera ocupar un interés menor en las derivas de los estudios foucaulteanos en el marco de la biopolítica, adquiere para Deutscher el lugar de una problemática que se proyecta hasta el presente a partir de un cuestionamiento de cierta idea de responsabilidad. Esto es, cómo el terreno de la niñez aunado al dispositivo familiar alcanza un nivel de relevancia en la medida en que deviene un terreno de garantía para la reproducción y la perspectiva de futuro. Así, Deutscher afirma que “la familia es un espacio de superposición de la vida del niño, su futuridad y el de la población y la nación, tal como señalan Chow y Foucault; uno de los sitios donde la vida y la muerte entran ‘en la historia’” (2017: 186). Ahora bien, si traemos estos estudios a colación no es tanto para desarrollar cómo la niñez opera al interior del entramado familiar y cómo Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 82 SOFÍA DOLZANI esto resulta un elemento estructural en los modos en que el biopoder administra las vidas de las poblaciones (punto que nos devolvería a una idea de la niñez entendida en términos etarios), sino más bien para destacar que la noción de niñez funciona en la medida en que se inscribe dentro de la institución familiar. Es decir, aquello que puede ser leído en términos de un cuerpo niño se define en el interior de una estructura disciplinaria encargada de cuidar y garantizar el potencial de ese cuerpo en el desarrollo socioeconómico de las poblaciones. En el envés de esta afirmación se abren, sin embargo, una serie de cuestionamientos: ¿qué sucede con aquellos cuerpos que no responden a los parámetros instalados por este régimen normalizador? ¿Qué lugar ocupan esos cuerpos que se desfasan de la norma y constituyen un terreno anómalo que resiste a los mecanismos de corrección? ¿Quiénes se hacen cargo de estos cuerpos?, ¿Es posible pensar otro tipo de ordenamiento que, aun construyendo formas de cuidado, se alejen de la estructura familiar? ¿Qué sucede con los cuerpos que no acatan dichas formas y por lo tanto no responden a esta matriz de reproducción y productividad? ¿Es la literatura un espacio para la imaginación de otras formas de afectividad? Tanto en la novela El mundo como en Mi verdadera historia la niñez se abre paso en su faceta anómala. Aparece, aunque de manera integrada, actualizando la herencia de las clasificaciones que Foucault (2000) aúna bajo la figura del anormal: el monstruo humano, el niño masturbador, el individuo a corregir. Clasificaciones que Foucault distingue a finales del siglo XVIII pero que a partir del XIX comenzarán a funcionar de forma complementaria para designar todo cuerpo que presente ciertos rasgos de “monstruosidad difusa” (65). Sujetos que no acatan las formas de normalidad impuesta por este tipo de biopoder y que por lo tanto marcan líneas de desfasaje y de tensión en los regímenes de legibilidad biopolítica. Estas reflexiones planteadas por Foucault resultan claves, dado que en las novelas de Millás que aquí nos interesan, los niños presentarán las relaciones corporales como el espacio en el que se exhibe un tipo de anormalidad que exige otros marcos conceptuales para volverse legible. Son niños raros, niños que se ven afectados por síntomas y enfermedades cuyos efectos producen un fraccionamiento de los cuerpos en clave Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 83 parasitaria. Niños que generan vínculos no solo afectivos sino también corporales a través del contagio, desplazando una lectura unívoca del cuerpo. Niños cuya materia orgánica padece de un tipo de infección que aúna enfermedad y ficción condicionando de una forma particular los cuerpos. Niños que pueden pensarse en términos monstruosos, pero que, más precisamente, exigen una lectura en tanto zombis. La noción de zombi4 desde la que es posible pensar estos niños de Millás no se encuentra ligada a la construcción que la cultura haitiana ha hecho de este monstruo, es decir, como un cadáver viviente y sin alma que regresa a la vida en manos de un vudú. Tampoco responde al arquetipo diseñado por el cine de George Romero en La noche de los muertos vivientes (1968). Antes que eso, la figura del zombi que permite un acercamiento a la monstruosidad de los cuerpos millaseanos es aquella que, en su última bifurcación, manifiesta la fragilidad del sujeto del presente. De acuerdo con Sánchez Trigo en “Muertos, infectados, poseídos: el zombi en el cine español contemporáneo”, el zombi: Ya no es el cadáver en progresiva descomposición de Romero, sino que el individuo o, mejor dicho, la persona, es expulsada del cuerpo en forma de secreciones biológicas: de ahí la sangre vomitada, el pus, los desechos corporales que pueblan el subgénero actual (Rogers 2008: 129) y que tienen más que ver con el horror vírico, el horror que supone enfermar, que con lo postmortem. La evolución que el zombi ha experimentado en la última década, en fin, desde un cadáver viviente a un individuo biológicamente infectado, incide en los miedos científicos y tecnológicos propios de una sociedad altamente tecnificada, y al mismo tiempo altamente vulnerable a esa tecnología: es el miedo a la enfermedad nonatural, la enfermedad como producto del hombre contra el hombre (2013: 23). Siguiendo esta línea, la figura del zombi pareciera ampliarse en su significación y configurar una síntesis en la cual se cifra una torsión de lo humano hacia un cuerpo monstruoso específico: el cuerpo contaminado, 4 Esta noción fue desarrollada en mayor profundidad en el artículo ya citado: Dolzani (2019). Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 84 SOFÍA DOLZANI el que expulsa la materia que lo compone, el infectado e infeccioso, el cuerpo contagiado que puede, a su vez, expandirse y contagiar. El nuevo arquetipo zombi ya no solo dialoga con las posibilidades de vida y muerte que condicionan los cuerpos sino que, además, escenifica la fragilidad de la especie, lo lábil de un cuerpo expuesto a aquello que lo puede desarmar. En otras palabras, el zombi contemporáneo ingresa con todo un imaginario en torno a la enfermedad y a los modos en que nos vinculamos con ella, que logra poner de relieve los problemas que atraviesan a las sociedades del presente y mostrar, de esta forma, los lugares que ocupan esos cuerpos que no resisten al sistema, que no se adaptan, y por lo tanto, que no constituyen los cuerpos máquinas funcionales al biopoder de los que hablaba Foucault. Dejando a un lado su historia de origen en tanto cadáver viviente, el zombi pasa a ser una de las figuras que permite nombrar aquellos cuerpos biológicamente infectados que la ciudad aísla por no responder al régimen de productividad demandado por el modelo capitalista. No es ya el monstruo subalterno que sale de la tumba, sino el devenir posible del individuo cuyo cuerpo se presenta desde el exceso. Exceso de materia, de carne, de secreciones; exceso de potencial virósico y expansivo. El zombi conserva cierto lugar de sujeto peligroso porque es capaz de alterar el cuerpo humano y ampliar su territorio, volverse una plaga. Ya no se concibe únicamente desde la imagen del muerto vivo, sino que ofrece una bifurcación dentro de lo humano que inscribe en su propia materialidad los procesos de descomposición que atraviesa la materia orgánica que nos constituye. Cuerpos enfermos, infectados, que tensionan un límite respecto de una muerte que, si bien los acecha, es siempre demora y habilita otro tipo de temporalidad para la vida. En el caso de las novelas de Millás, lo que importa problematizar es cómo esta figura ingresa a partir de la relación singular que se teje con la infancia. Esto es, cómo la potencialidad de este monstruo se resignifica y opera en función de su emergencia desde la niñez. Puesto que es allí, en ese punto donde las problemáticas planteadas en torno a la infancia y la niñez se reinventan en clave zombi, donde la literatura de Millás configura una zona de resistencia y señala nuevos espacios de agenciamiento biopolítico. Esto es posible en la medida en que la narrativa de este autor Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 85 deriva en una actualización de este monstruo principalmente en la última línea planteada. Es decir, en las relaciones que lo zombi traza con el campo de la enfermedad, la infección, lo vírico y las mutaciones del cuerpo. La potencia política de este monstruo se erige desde lo performativo de la materialidad que lo constituye y, en el caso de las novelas mencionadas, este tipo de performatividad corporal se trama con ese espacio de decir que la infancia provoca. Es en la confluencia entre la singularidad del cuerpo zombi y ese uso menor de la lengua al que la infancia da lugar, donde puede leerse la emergencia de una niñez zombi en esta narrativa. Puesto que, si estos cuerpos en tanto monstruos desafían los límites de variación y corporización, en tanto niños lo que hacen es ofrecer la posibilidad de construir un espacio de decir cuya producción discursiva posibilita otros marcos de legibilidad biopolítica. Tal espacio de enunciación recuperaría elementos propios de la ficción ‒como lo son el extrañamiento, la invención, la imaginación, la fantasía, la lectura (Premat, 2016) ‒ y configuraría, por lo tanto, otro orden de poder y de saber, siendo, además, este rasgo condicionante del cuerpo enfermo. En otras palabras, si la niñez zombi genera, tanto en El mundo como en Mi verdadera historia, otros marcos de legibilidad biopolítica para los cuerpos, es porque su inscripción se produce en tanto terreno de productividad ficcional. La producción de ficción, se condice, en este sentido, con un rasgo que no puede leerse como ajeno a la materialidad del cuerpo zombi, sino que forma parte de las infecciones que afectan a dichos cuerpos. Forma parte de las infecciones que acechan a este monstruo porque, al igual que su materia orgánica, actúa como uno más de los elementos que posibilitan la parasitación y el esparcimiento, en la medida en que permite expandirse, infectar, agrupar otros cuerpos. De esta manera, el niño zombi de las novelas que aquí nos interesan no responde solamente a un cuerpo biológicamente infectado sino también ficcionalmente infectado, siendo esa doble condición la que habilita, por un lado, la expansión del propio cuerpo, y por otro, la posibilidad de nombrar aquello que acontece. Y es en ese acto de nombrar, en esa capacidad de decir que se entreteje desde la ficción que mana de estos cuerpos, donde se genera otro tipo de saber y se traman otros modos de vinculación. Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 86 SOFÍA DOLZANI Saberes, infecciones, ensamblajes La novela El mundo, publicada en 2007 y galardonada con el Premio Planeta, narra un relato donde se recuperan escenas de la infancia y la niñez que impactaron de manera decisiva en la formación del narrador Juanjo Millás y posibilitaron el devenir de su carrera profesional como escritor. Se encuentra compuesta por cuatro partes y un epílogo que apuestan a la construcción autoficcional del narrador y a los envíos hacia diversos títulos y elementos de la firma Millás. En el marco de nuestra lectura, una de las figuras que sintetiza los problemas aquí planteados es la del Vitaminas. Personaje que toma protagonismo en el segundo capítulo del libro y que adquiere gran relevancia en la medida en que se presenta como un cuerpo que tensiona las escalas con que el biopoder define los parámetros valorativos de la vida. El Vitaminas es un niño amigo y vecino de la infancia de Juanjo Millás, cuyo cuerpo posee una particularidad: es un niño sujeto a una enfermedad que le impide crecer; es decir, es un niño condenado a ser niño hasta la muerte. Pero además, la figura del Vitaminas no solo importa porque se encuentra conformada por un cuerpo pareciera resistir y coercer cualquier probabilidad de desarrollo, sino porque condensa la imposibilidad de toda perspectiva de futuro. El Vitaminas, nombre irónico para un cuerpo donde la enfermedad reduce sobremanera la potencialidad vital, encarna el lugar de un sujeto poco redituable; del cuerpo que, aunque posiblemente dócil, no responde a lo esperable en tanto su capacidad y productividad se encuentra limitada desde el comienzo: Un chico de mi calle tenía una enfermedad del corazón que le impedía ir al colegio […]. Nunca montó en bicicleta, pero a veces decía que de mayor sería ciclista. Su deseo, si tenemos en cuenta que se ahogaba al menor esfuerzo, resultaba un poco trágico. Pese a la crueldad del mote, El Vitaminas gozaba del respeto, cuando no de la indiferencia, de los chicos de la calle: sabíamos que cualquier alteración podía matarlo. Componían su reino, además de la bicicleta, un sillón de mimbre con un par de almohadones en los que permanecía sentado la mayor parte del verano, y los tres o cuatro metros cuadrados que se extendían alrededor del sillón. Según mi madre, las personas que sufrían la enfermedad del Vitaminas Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 87 morían al hacer el desarrollo. Dado su horizonte vital, no valía la pena hacer ninguna inversión en él, por eso no iba al colegio (Millás, 2007:43-44). El reino del Vitaminas se arma a partir de una serie de elementos que indican el lugar que su cuerpo ocupa: el de un deseo irrealizable que conduce a la muerte, y el de un saber que demarca su territorio. El territorio del Vitaminas se deslinda en esos metros cuadrados que le otorgan no solo el poder de la observación, sino también el de la escritura: “El Vitaminas tenía también un cuaderno en el que apuntaba los movimientos de los vecinos” (44). La escritura ingresa, de esta forma, como una herramienta de la que es poseedora el cuerpo enfermo, como un saber que detenta el cuerpo asido por una marca que lo diferencia del resto. Un saber que no se obtiene de la institución escolar sino que pareciera formar parte de la condición que define su cuerpo. Desde su territorio, entonces, El Vitaminas observa y escribe. Ese territorio que marca el punto de vista del cuerpo enfermo no se reduce solamente a unos metros cuadrados como pareciera indicarnos el narrador, sino que se amplía a otros espacios desde los que el saber es posible de compartirse: el sótano. El sótano, el subsuelo, eso que está más cercano a la tierra y también al entierro, constituye el espacio de intercambio donde el Vitaminas trastoca los lugares asignados y hace valer su saber. Es que si para los adultos ya no vale como cuerpo mercancía y, por lo tanto, no merece ser un cuerpo en el que se apueste, Juanjo llegará a transgredir los límites de la ley del padre robando monedas que le permitan pagar por el saber que el Vitaminas porta: el de su mirada sobre la calle. Como algo que se ofrece, aunque no de forma gratuita, el Vitaminas indica lo que seguidamente devendrá una revelación: –Mirá –dijo. Miré y vi una perspectiva lineal de mi calle, pues en la zona donde se encontraba la tienda la acera se ensanchaba, de forma que el edificio formaba un extraño recodo. Me pareció una tontería, al menos durante los primeros minutos, pasado los cuales tuve una auténtica visión. Era mi calle, sí, pero observada desde aquel lugar y a ras del suelo poseía calidades hiperreales, o subreales, quizás oníricas. Entonces no disponía de estas palabras para calificar aquella particularidad, pero sentí que me encontraba Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 88 SOFÍA DOLZANI en el interior de un sueño en el que podía apreciar con increíble nitidez cada uno de los elementos que la componían, como si se tratara de una maqueta (48). La calle que se observa desde el sótano del Vitaminas adquiere una intensidad hiperreal al desplazar el foco cotidiano y producir un efecto de extrañamiento en la mirada de quien observa. Un tipo de mirada a la que Juanjo ya no podrá resistirse: “Lo vi todo y cogí tal adicción a verlo desde el sótano que el Vitaminas comenzó a cobrarme, diez céntimos al principio; veinte, cuando comprendió que ya no podría vivir sin ver la calle” (2007: 50). El intercambio económico se produce, no tanto por lo que pareciera ser la reiteración de la entrada al subsuelo, sino más bien por aquello que el Vitaminas busca legar a su compañero: un saber sobre los condicionamientos del cuerpo enfermo y sus modos de resistencia. O dicho de otra forma, lo que el Vitaminas muestra a Juanjo es cómo mira un cuerpo enfermo y desde qué lugares ese cuerpo produce un saber que posibilita un desplazamiento de los marcos que hegemónicamente lo han ubicado en una escala de disvalor. Y ese saber, que en principio se muestra bajo la forma de la mirada, tiene que ver con la capacidad de producción ficcional, con ofrecer una serie de herramientas que posibilitarán decir el mundo desde otro lado, desde ese lugar alternativo que en la narrativa de Millás ocupa la ficción, o en otras palabras, la literatura. Este tipo de saber, sin embargo, no se comparte gratuitamente sino que se paga con el cuerpo, con la infección del propio cuerpo. La enfermedad del niño zombi se enlaza de manera simultánea con la capacidad de ficcionalizar, siendo la ficción una más de las infecciones que padecen estos cuerpos. Y en este sentido, los niños zombis millaseanos no son solo cuerpos biológicamente infectados, sino también ficcionalmente infectados. La ficción se convierte en parte de la infección que posibilita al niño zombi expandirse en nuevos cuerpos y construir otros marcos de legibilidad biopolítica. El Vitaminas, entonces, infecta a Juanjo, y en esa infección lo contagia con este saber que le permitirá, de ahora en más, intervenir la realidad para modificarla. Y así lo hará, al menos, al poner una coma que transforma el sentido de una frase con la que María José, la hermana del Vitaminas, lo mortifica en un rechazo amoroso. Así lo hará, también, al instalar una variación en el Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 89 significado de la muerte, alegando que la misma no es más que un desplazamiento al interior de la vida, una mudanza a otro barrio de la ciudad: al Barrio de los muertos. La visita de ambos niños al Barrio de los muertos será definitiva en el proceso de devenir que atraviesan ambos niños. Si, por un lado, en El Vitaminas el efecto será una acentuación de los síntomas de su enfermedad, por otro lado Juanjo, luego de la aventura, deberá resguardarse varios días tras presentar un cuadro de fiebre. Un tipo de fiebre, de allí en más, lo acompañará el resto de la vida porque no será solo el cuerpo el afectado por la enfermedad, sino también la realidad (2007: 65). La siguiente vez que ambos niños se encuentren, infectados ya corporal y ficcionalmente, se asombrarán por los efectos que sus cuerpos han atravesado y el proceso de deshumanización que ambos han sufrido: “[el Vitaminas] al observar mi transformación corporal aseguró que parecía un niño araña. Él, por el contrario, había engordado de una forma rara. Cuando más tarde se lo comenté a mi madre, me dijo que no estaba gordo, sino hinchado” (Millás, 2007: 70). La deformación de ambos niños tras la enfermedad acentuada en la visita al Barrio de los muertos no hace más que afirmar su carácter monstruoso, el lugar exacerbado desde el cual se lee el cuerpo zombi. Es que el zombi se define, como sostiene Fernández Gonzalo, “no tanto porque se acerque a la muerte sino porque se enlaza con la desmesura del cuerpo” (2011: 84). Se entiende, entonces, que lo que Juanjo ve en el Vitaminas como un engordamiento extraño, es en realidad el exceso de una materia que busca desarrollarse y sobrepasar sus propios límites. Es todo aquello interno que busca salirse de sí mismo en un desborde corporal que sobrepasa la vida del Vitaminas, puesto que “Aquella noche falleció el Vitaminas. Quizás su cuerpo había intentado desarrollarse un poco y su corazón había estallado” (Millás, 2007: 76). El exceso de cuerpos no es algo presente solamente en El Mundo. Diez años más tarde, con la publicación de Mi verdadera historia, este eje constituye el centro de la matriz narrativa. En esta novela narrada nuevamente en primera persona, nos encontramos una vez más con el problema que relaciona la infancia, la escritura y los desmanes del cuerpo. Todo está de nuevo allí: la enfermedad, la fragmentación, lo muerto-vivo, Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 90 SOFÍA DOLZANI la desmesura. Toda una serie de elementos que se organizan, tal como señalamos al comienzo de este artículo, alrededor del cuerpo niño. Mi verdadera historia narra el pasaje de la infancia a la adolescencia de un sujeto que, tras un suceso traumático en el que una imprudencia produce un accidente cuyas víctimas resultan fatales, se transforma en escritor como forma de tramitar lo ocurrido. Ese proceso se encuentra condicionado por un evento en particular: el noviazgo que el niño narrador establece con Irene, la única superviviente del accidente. Al igual que en El mundo, y que en gran parte de las novelas de Millás, los vínculos que estructuran la trama y que movilizan la narración se organizan en pares: Juanjo y El Vitaminas; el niño narrador e Irene. En ambos casos dichas relaciones están signadas por la potenciación del desborde corporal. Es decir, por el incremento de esos cuerpos que desde un comienzo se presentan de forma monstruosa. Si tal como señalaba Foucault, los cuerpos anómalos son objeto de múltiples discursos puesto que marcan una fisura en los parámetros de normalidad y se erigen como núcleo de una serie de tecnologías basadas en la corrección, es porque representan un peligro para la sociedad en la que habitan (2000: 294). En Mi verdadera historia, este lugar del sujeto peligroso es ocupado por el niño narrador que ya de entrada hace visibles no solo los rasgos de su monstruosidad, sino también la amenaza que constituye su presencia para la población. Tras la salida de la escuela, y en un intento de suicidio que no se concreta, arroja una canica desde un puente causando un accidente donde fallece además de toda la familia de Irene, el mismo niño: “Olvidaos de suicidaros porque ya estáis muertos y huid de la escena del crimen sofocándoos porque no respiráis y asfixiándoos porque respiráis demasiado” (Millás 2017: 12). Muerto y no muerto al mismo tiempo, el accidente acelera el proceso de devenir del niño zombi y provoca la expulsión de la materia orgánica del cuerpo: “Llegué a casa sin cuerpo. O mejor, con un cuerpo blando, casi líquido, hasta los dientes parecían flexibles. Me había meado y hecho caca mientras corría con mis piernas de fieltro y respiraba con mis pulmones de paño y observaba la realidad con mis ojos de gelatina” (14). Las secreciones rebasan el cuerpo y se liberan Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 91 en formas de residuos. Sacan a la luz eso pútrido de la materia orgánica para hacerla visible. Esa es una de sus cualidades en tanto zombi. La puesta en escena de los desechos corporales, del cuerpo vuelto desecho, no es algo novedoso de esta novela, sino que se encuentra en los inicios de la obra de Millás con el personaje de Jacinto, muerto en el armario en Cerbero son las sombras. En tal caso, sin embargo, los procesos de putrefacción contaminan a tal punto el cuerpo enfermo, que el desarrollo culmina en la descomposición de la vida. Aquí por el contrario, la vida continúa aunque de forma desarticulada, como los cuerpos. Si en principio el narrador es sometido a procesos de evacuación, el encuentro que vivirá tiempo más tarde con Irene expondrá el desajuste al que ambos cuerpos están sujetos. Lo fragmentario del zombi se hace así su lugar, como también sus habilidades de contagio: Os diré de qué modo era coja y fea la niña, de la que aún no sabía ni como se llamaba. Era coja porque unas de sus piernas, la izquierda, tardaba un poco más que la otra en reaccionar, como si tuviera que pensárselo dos veces. Era coja porque esa pierna presentaba una suerte de rigidez que no era natural en las piernas comunes. Era coja porque se esforzaba en no parecerlo de la misma manera que el cobarde exhibe su valor de cartón piedra. Era coja por asimétrica, por desigual, por disímil. Y era fea, quizá, pienso, no sé, porque el lado derecho de su rostro, desde la sien hasta el maxilar inferior, estaba recorrido por una cicatriz que evocaba la grieta de una puerta que no encaja en su marco. Daba la impresión de que su cara se pudiera abrir para acceder a la calavera. […] Un día tropecé literalmente con ella. Nos dimos bruces al doblar una esquina y ella se cayó al suelo, y yo, en vez de ayudarla a levantarse, salí corriendo como si pudiera trasmitirme la lepra, la lepra de su rostro (Millás, 2017: 41-43). La desarticulación, lo defectuoso, lo parcial del cuerpo, sus heridas, sus cicatrices, sus faltantes; el cuerpo de Irene no se arma sobre la base de una totalidad sino que se compone de partes que no encajan, que muestran sus fallas, sus fisuras. El desajuste se vuelve exposición y causa temor. ¿A qué? No al cuerpo en sí mismo, sino a la semejanza, al contagio. Las habilidades de la niña entran en escena para dar lugar a un miedo a algo Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X SOFÍA DOLZANI 92 que entre monstruos resultará inevitable: la expansión, los cruces, los ensamblajes corporales. Luego de ese encuentro furtivo ambos niños comenzarán a salir y eso que en principio se anunciaba desde el temor dará paso a un tipo de placer que se funda en la exploración de las partes que componen el cuerpo monstruoso: sus miembros tanto orgánicos como artificiales. Es que en el cuerpo de Irene se aúnan el organismo y la máquina, las extremidades y las prótesis, los tejidos y el titanio. En este sentido, si el niño narrador puede leerse en clave zombi, la figura de Irene pareciera ir un poco más allá y sumar elementos que no son del orden de la naturaleza, sino de la tecnología. La prótesis que sustituye su pierna faltante se añade a la complejidad de la composición de ese cuerpo hecho de partes y acentúa, a su vez, los modos en que ambos niños se entrelazan: “vivimos una unión tan delirante que no sé muy bien qué miembros pertenecen a mi cuerpo y qué miembros al suyo” (77). Posibilidades de vida Los vínculos que se traman entre Irene y el niño narrador suponen la salida a nuevas formas de relación y actúan como resistencia frente a todo intento de normalización. Lo que se afirma, en estos casos, es el lugar de la rareza. El espacio en que la monstruosidad, lo raro de estos niños, se erige como posibilidad de continuar la vida, desbaratando otros discursos que hicieron de esos cuerpos un punto de corrección y disvalor. Estos otros discursos tienen que ver, sobre todo, con los correspondientes al aparato médico. Al igual que con El Vitaminas, la peculiaridad de los niños de Mi verdadera historia se asienta en la enfermedad: si el cuerpo de Irene resulta de un ensamblaje entre materia corporal y tecnología, el narrador padecerá, según un diagnóstico, “trastornos de crecimiento” (2017: 33). La enfermedad, las patologías, las afecciones, son nuevamente el centro que condiciona el cuerpo de estos niños y posibilitan el armado de otros lazos afectivos que ya no son construidos desde lo filial, sino desde el entramado que sus propios cuerpos potencian. Es que lo filial, la familia, lejos está de conformar un espacio de cuidado para estos cuerpos cuyas formas no se adaptan a los regímenes de normalidad y de proyección de un futuro saludable. Más bien constituyen un defecto, una falla, una anomalía en los Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 93 parámetros que rigen la sociedad normalizada: “¡Estás enfermo, hijo, enfermo, enfermo, enfermo!” (94) dice la madre del narrador. De esta manera, la enfermedad del niño zombi lo expulsa de la familia, en tanto esta ha sido el aparato que ha tratado de disciplinar y corregir el cuerpo monstruoso, y ha arribado a un lugar de fracaso. Solo queda, entonces, enfatizar en las potencias del cuerpo para construir otros lazos afectivos que ya no se rigen desde lo filial sino desde el contagio. Desde la expansión provocada por la figura del zombi y sus infecciones. Allí reside la fuerza de estos monstruos. En ese modo de vinculación singular que se trama desde la particularidad de estos cuerpos. Al respecto, Deleuze y Guattari recuperan el contagio como forma que posibilita las relaciones que se producen en el proceso de devenir, donde los modos de vinculación se amplían en función de un cuerpo que traza otro tipo de afinidades que ya no responden al orden filial: […] nosotros oponemos epidemia a filiación, contagio a herencia, el poblamiento por contagio a la reproducción sexual. Las bandas humanas y animales proliferan con los contagios, las epidemias, los campos de batalla, las catástrofes. […] La propagación por epidemia, por contagio, no tiene nada que ver con la filiación por herencia, incluso si los dos temas se mezclan y tienen necesidad el uno del otro. La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos: por ejemplo un hombre, un animal y una bacteria, una molécula, un microorganismo (1988: 247-248). Bacterias, animales, microbios, fragmentos corporales, secreciones, residuos, afecciones e infecciones. Todos elementos que forman parte del proceso de devenir de estos niños monstruosos y que permiten su expansión en el espacio de lo viviente vehiculizando, a su vez, otro tipo de afectos y de cuidados. Es allí donde se produce un espacio de resistencia biopolítica para estos cuerpos. Ahora bien, si las formas de resistencia se erigen desde la singularidad de estos cuerpos monstruosos, tanto en El mundo como en Mi verdadera historia, se produce un proceso de agenciamiento que involucra la palabra, o más precisamente, la escritura. En ambas novelas, los niños zombis portan un saber que se trasforma en empoderamiento cuando se Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X 94 SOFÍA DOLZANI materializa en la escritura. Una escritura que acompaña el proceso de devenir y que permite dar forma y poner en palabras aquello que ocurre con los cuerpos, como así también construir horizontes de vida que ya no se rigen de acuerdo a los parámetros de valor establecidos por el biopoder. Más aún, si en tanto enfermos, monstruos, incorregibles, estos cuerpos no se adaptan a las matrices de productividad y utilidad que los vuelven funcionales al sistema biopolítico hegemónico, la escritura se convierte en el espacio que vuelve posible otro tipo de vida vivible. En este sentido, el aprendizaje de la escritura5 desarrollado en ambas novelas no se vincula solamente con la conformación y consolidación del escritor sino que, asimismo, manifiesta otro tipo de devenires al que la escritura da lugar. Coincidimos con Deleuze y Guattari cuando afirman que “escribir está atravesado por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino devenires-ratón, devenires-insecto, devenires-lobo, etcétera” (1988:246). A lo que podría sumarse devenires monstruosos, devenires zombis. De esta manera, la escritura que funciona como modo de poner en palabras lo que acontece y de crear, desde ese lugar, nuevos marcos de legibilidad biopolítica, forma parte del proceso de devenir que atraviesan estos cuerpos y genera un tipo singular de agenciamiento. Un agenciamiento que supone tomar ese saber que los cuerpos enfermos portan y convertirlo en un espacio de poder a partir de la palabra. Eso es lo que sucede en los procesos de infección y contagio entre Juanjo y El Vitaminas. Eso es lo que sucede, también, entre el niño narrador e Irene. Cuando El Vitaminas comparte con Juanjo su saber, no solo ofrece una mirada sobre la calle, ‒“o sea, el mundo” (Millás 2007: 105) ‒, sino que brinda también herramientas para intervenirlo. Para intervenirlo desde la ficción, desde la literatura, o mejor dicho, desde la escritura. Intervención que no está exenta de las tensiones que los cuerpos de estos niños zombis atraviesan: 5 El problema del aprendizaje de la escritura en la narrativa millaseana es abordado por Germán Prósperi en su estudio Juan José Millás. Escenas de metaficción. En dicho trabajo, la lectura de El mundo se plantea como la ficcionalización de las escenas primeras que impactaron del manera decisiva en el proceso de aprendizaje de la escritura y posibilitaron su oficio de novelista (2013: 271). Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X NIÑOS, MONSTRUOS, ZOMBIS, ESCRITURAS... 95 Estar muerto era en mi situación un consuelo, pues cómo soportar vivo, no ya aquel rechazo, sino aquella humillación. Tú no eres interesante para mí […]. Quizá [María José] había dicho: ‘tú no eres interesante, para mí”. La coma entre el “interesante” y el “para” venía a significar que podía ser interesante para otros, incluso para el mundo en general […]. Quizá al colocar aquella coma perpetré un acto fundacional, quizá me hice escritor en ese instante. Tal vez descubrimos la literatura en un mismo acto de fallecer (2007: 141-142). La literatura, sin embargo, se ha descubierto mucho antes; no en el acto de fallecer, no en la mortificación amorosa, sino en la infección del cuerpo que posibilitó ver la calle desde otro lugar. O dicho de otra forma, la literatura y su materialización en la escritura se descubren en un proceso de devenir zombi a través de la infección y el contagio, y en la posibilidad de generar desde allí otras zonas de potenciación para los cuerpos, otros marcos de legibilidad que posibiliten su agenciamiento: “Un agenciamiento es precisamente ese aumento de dimensiones en una multiplicidad que cambia de naturaleza a medida que aumenta sus conexiones” (Deleuze y Guattari, 1988: 14). Lo que cambia, aquí, es el cuerpo. El cuerpo y sus relaciones. El cuerpo y sus valoraciones. El cuerpo y sus posibilidades de vida. La escritura deviene, así, en el espacio vital que permite continuar la vida desde otro lugar, ampliar sus posibilidades. En este sentido, lo que se configura en estas novelas de Millás es un entramado donde la infancia, el cuerpo monstruoso, infectado, hacen de su condición para la escritura un lugar de posibilidad. Un lugar al que, por un lado, el cuerpo enfermo de la infancia pareciera estar condenado, pero que, al mismo tiempo, constituye la proyección de un espacio habitable para esos cuerpos, la ocasión donde la vida se vuelve vivible. La escritura deviene, así, utopía de salud. Si el niño enfermo es el que no vale, el que no responde a lo esperado, el que no se adapta a los parámetros de productividad que rigen la administración de la vida, si las infecciones que padece atentan contra los regímenes de lo familiar y por lo tanto lo excluyen de las lógicas de cuidado, si los espacios afectivos solo pueden construirse a partir de la parasitación y el contagio, del encuentro y ensamblaje entre cuerpos monstruosos y la puesta en palabras de todo Boletín GEC (2020), julio-diciembre, núm.26, págs. 73-97. ISSN 1515-6117 eISSN 2618-334X SOFÍA DOLZANI 96 ello, la escritura ofrecerá la materialización de otro marco de proyección para la vida. Para una vida donde otro tipo de comunidades afectivas es posible. Es que como afirma Deleuze: […] la salud como literatura, como escritura, consiste inventar un pueblo que falta. Es propia de la función fabuladora inventar un pueblo. […] Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir, de una posibilidad de vida” (1993: 17). Referencias bibliográficas Álvarez, Mercedes (2017). “La apariencia de algo que no se puede nombrar”. Revista Ñ, 20 oct. Disponible en: https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/apariencia-puedenombrar_0_HJ2T9JdaW.html. Broncano, David (2020). La Resistencia. Entrevista a Juan Luis Arsuaga y Juan José Millás. Entrevista para el programa La Resistencia, de Movistar+. Youtube.com, 8 oct. https://www.youtube.com/watch?v=509kUoRxDSo Butler, Judith (2015). Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires: Paidós. Deleuze, Gilles (1993). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama. Deleuze, Gilles y Felix Guattari (1988). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos. Deutscher, Penélope (2017). Crítica de la razón reproductiva. Los futuros de Foucault. 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