ESTUDIOS / ARTICLES
Repensar el don de la paternidad a la luz de
las enseñanzas de san Juan Pablo II, desde la
antropología de Leonardo Polo
Rethinking the Gift of Fatherhood in Light of
the Teachings of Saint John Paul II, from the
Leonardo Polo’s Anthropology
Blanca Castilla de Cortázar
Doctora en Teología y Filosofía
Real Academia de Doctores de España
blancascor@gmail.com
Resumen:
Resumen La paternidad y la defensa de la familia son líneas transversales del pensamiento del Papa
Wojtyla, antes y después de subir al
Pontificado y, también, claves de la
nueva evangelización que promovió: “nueva −afirmaba en Haití−, en
su ardor, nueva en sus métodos,
nueva en su expresión”, para entrar
en una nueva época, dentro del
gran río de la tradición, que respira
a través de los siglos y los espacios.
Este trabajo se propone repensar
esta cuestión a la luz de sus enseñanzas, en el contexto de la cultura
contemporánea, sobre todo desde
el pensamiento de Leonardo Polo,
uno de los pensadores que ha propuesto avances significativos en antropología.
Palabras clave:
clave Paternidad, masculinidad, crisis antropológica, persona, intimidad, estructura esponsal, ontología triádica, amor, familia.
59 (2021), 9-35, ISSN: 1130-8893
Universidad Pontificia de Salamanca
Abstract:
Abstract Fatherhood and the defense of the family are transversal
lines of thought of Karol Pope
Wojtyla (then Pope Jean Paul II).
They are also keys to the new evangelization that he promoted: “new –
as he affirmed in Haiti–, in his ardor, new in its methods, new in its
expression”; necessary to enter in a
new era, within the great river of
tradition, which breathes through
centuries and spaces. This work
aims to rethink this question in the
light of its teachings, in the context
of contemporary culture, especially
from the thought of Leonardo Polo,
one of the thinkers who has proposed significant advances in Anthropology.
Key Words:
Words Paternity, masculinity,
anthropological crisis, person, intimacy, spousal structure, triadic ontology, love, family.
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BLANCA CASTILLA DE CORTÁZAR, Repensar el don de la paternidad a la luz de las enseñanzas…
1. Introducción
Karol Wojtyla reflexionó sobre la paternidad –en el marco de la
creación, de la imagen de Dios, del amor humano y la familia– desde
muy joven. Conservamos textos tempranos, que se publicaron
tiempo después de haber sido escritos: me estoy refiriendo a Consideraciones sobre la paternidad (1964) (Wojtyla, 1982) y el drama Esplendor de paternidad (1979) (Wojtyla, 1990).
Las palabras de san Pablo a los Efesios “del Padre procede toda
paternidad y familia en el cielo y la tierra” resonaron incansablemente en la cabeza y el corazón del Papa Wojtyla, como un ritornello,
de las que obtenía cada vez luces nuevas. Entre ellas quiero destacar
la importancia del contexto triádico en el que sitúa desde el principio
su pensamiento sobre la paternidad y la familia. Recordemos que
como prólogo a Esplendor de paternidad recoge el texto de san Juan:
“Tres son los que testifican en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu
Santo, y los tres son uno solo. Y tres son los que testifican en la tierra:
el espíritu, el agua y la sangre, y los tres son uno solo” (1 Jn., 5, 7-8).
Este planteamiento no ha sido frecuente, pues la paternidad se
ha desarrollado habitualmente solo respecto a la filiación. Para
Juan Pablo II la paternidad, también en Dios, es inseparable de la
familia, que es realidad triádica. De aquí el eco cada vez mayor de
sus palabras en México en el primero de sus viajes apostólicos en
1979: “en su misterio más íntimo –dice el Papa–, Dios no es una soledad sino una familia, puesto que lleva en Sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este Amor, en la familia
divina –afirma–, es el Espíritu Santo” (Juan Pablo II, 1979b, 2, 28-I-79,
AAS 71; citado en Francisco I, 2016, n. 11). Y quince años después, en
la Carta a la Familias: “La familia misma es el gran misterio de Dios”
(Juan Pablo II, 1994a, n. 19).
En el plano humano también será triádico su planteamiento, primero porque la paternidad procede de Dios, y porque no separa
nunca la paternidad de la maternidad consideradas en el mismo
plano, cosa que le llevará a afirmar con fuerza que “la maternidad
implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente, la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano desde «el principio»”
(Juan Pablo II, 1994a, n. 7). Dichas palabras corrigen viejos errores
del pasado, pero sobre todo señalan que el amor y la familia surgen
en la unidad y en comunión de personas, imagen de la unidad trinitaria. Por ello repitió una y otra vez que “a la luz del NT es posible
descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en
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Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino
constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo de
aquel «nosotros» que está formado por el varón y la mujer, creados
a imagen y semejanza divina” (Juan Pablo II, 1994a, n. 6), que trasladan a toda la vida de la colectividad humana la señal de esa dualidad
originaria, que en el amor y en la fecundidad se torna triádica.
2. Tiempos de crisis para la familia
Vivimos tiempos de crisis para la familia. ¿Qué le ha ocurrido a
la sociedad para que la paternidad no sea algo evidente sino una
especie de agujero negro, una figura rechazada, un interrogante
cada vez más problemático? A la sociedad actual le han ocurrido
muchas cosas, todas ellas con una raíz común: la crisis de la genealogía personal y la crisis de la genealogía por amor. Este es el diagnóstico de Pedro Juan Viladrich, un intelectual español, buen conocedor de las cuestiones familiares (Viladrich, 2000).
Cada persona humana, por serlo, tiene como “lo suyo” un origen
personal y la primera identidad humana es la filiación. Por ser personas, de entrada somos hijos de unos padres. Ser “hijo” y ser “padres” no es un nexo meramente biológico. La biología no tiene capacidad para dotar de todo su significado a las nociones de filiación y
paternidad humanas en la que hay un vínculo entre personas, pues
la generación humana tiene un significado personal.
Ser hijo –afirma– es tener origen personal y tenerlo como origen propio
y justo. Esto significa que a la persona humana le pertenece, por ser persona,
traer su origen de otras personas, tener genealogía personal. Esto requiere
que el acto mediante el cual somos engendrados por nuestros padres sea, a
su vez, un acto personal por excelencia y el acto personal por excelencia es
el amor. Genealogía personal y genealogía por amor son la verdad y el bien
más propios en la relación entre la paternidad y la filiación, entre padres e
hijos. Esta verdad y ese bien radicales, mientras están presentes, conservan,
perfeccionan y restauran la normalidad de la relación. Cuando esta verdad
se debilita, se ausenta o es sustituida por la indiferencia, la falsedad, el odio
o la violencia, entre la paternidad y la filiación brotan todas las flores del mal
(Viladrich, 2000).
2.1. Crisis de la paternidad
La crisis familiar comienza por la de la paternidad, que tiene diversas causas y consecuencias. Iremos desde las más evidentes a las
más profundas.
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2.1.1. Ausencia del padre en la familia
Una constatación sociológica es la ausencia del padre en la familia. Es ilustrativo el título del ensayo de Blankenhorn al describir los
EEUU como Fatherless America, a su juicio, el mayor problema de
la sociedad occidental (Blankenhorn, 1995). Es una constante que en
modelo patriarcal de las relaciones familiares, aunque supuestamente al padre se le otorgaba la autoridad dentro de la familia, los
espacios privado y público estaban distribuidos por sexos. Al hombre le correspondía el ámbito público y a la mujer el privado, señala
Elshtain (1993), por lo que desde tiempos inmemoriales sobre ella ha
recaído gran parte de la educación de los hijos, muchas veces en solitario, sin poder compartir esa responsabilidad con su marido,
siempre demasiado ocupado en otras cuestiones extra familiares.
Esta situación se agravó desde la revolución industrial, que separó el ámbito laboral del familiar. La evolución posterior es de todos conocida, cuando las familias casi siempre nucleares, han dejado de albergar diversas generaciones. La incorporación laboral
de la mujer, que en sí es un gran logro, sin la ayuda del padre en la
familia agrava la situación. Los sociólogos advierten diferentes síntomas: la crisis de los vínculos permanentes –las relaciones líquidas
de las que habla Bauman (2003; 2005)– o el desarraigo en el que crecen muchas de las nuevas generaciones.
Ahora bien, conviene no errar el diagnóstico de fondo. Con frecuencia, en una sociedad cambiante como la nuestra, podría parecer que la causa de la confusión acerca de la paternidad –y también
de la maternidad– se explicase por completo en los mismos grandes
y tan rápidos cambios en el modelo socio-económico. Su impacto sería tan poderoso sobre los roles paternos y maternos tradicionales,
que ahora estaríamos ante la desaparición de lo conocido, el tránsito hacia roles todavía en gestación y, por ello, inexperimentados y
desconocidos, con la consiguiente crisis que toda intensa transición
provoca. Ciertamente este dictamen es en parte cierto (Hurtado,
2011), pero no llega a la raíz. Aparte de que la familia siempre ha
estado envuelta en problemas en todas las épocas históricas, hay razones antropológicas más profundas, que pasaremos a señalar.
2.1.2. Disociación entre matrimonio y paternidad y maternidad
Asistimos a la disociación entre conyugalidad y paternidad y maternidad:
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Vivimos un mundo donde hay muchísimos seres humanos que no han
sido engendrados por un padre y una madre unidos por un vínculo de
amor. Es decir por un padre y una madre que, entre sí, son esposos y constituyen una comunidad de vida y de amor, como su forma de ser y de vivirse. Estos miles de seres humanos traen su origen de una relación entre
sus padres en alguna medida pasajera, tanto que en algún momento de la
infancia, quizás incluso antes de nacer, nunca existió o desapareció si alguna pequeña dosis tuvo. Si en nuestro origen, en cuanto hijos, no hay
unión conyugal o ésta se desintegró, la paternidad es experimentada como
un referente suelto, aislado, disociado, quizás en belicosa confrontación
respecto de la maternidad, y viceversa. Esta fractura entre paternidad y
maternidad –muchas veces violenta– atenta directamente contra la genealogía personal y amorosa debida en justicia a todo ser humano, a todo hijo,
por ser persona. Dicho de otro modo: a cada ser humano le cuesta comprenderse como hijo, con una paternidad y una maternidad ignotas, disociadas o confrontadas en conflicto (Viladrich, 2000).
Por tanto, siendo la filiación la primera identidad que humaniza
adecuadamente, la disociación entre ser cónyuges (la unión matrimonial) y ser padres (la procreación y la educación de los hijos en
convivencia amorosa familiar estable) está en la base de la crisis de
la paternidad contemporánea.
2.1.3. Renuncia a ser hijo
Pero hay más. La problemática de la paternidad tiene una causa
aún más profunda que es la renuncia de ser hijo por parte de quienes son o pueden padres. Es una actitud interior de no aceptación
de la propia filiación, respecto a sus padres y más radicalmente del
origen respecto a Dios. Es la temática abordada en Esplendor de paternidad por Wojtyla (1990, pp. 131-134), donde expone el desorden
que el pecado introdujo en la intimidad humana, especialmente de
los varones1, de querer ser independientes, sin deber nada a nadie,
para encerrarse en el aislamiento, en la soledad existencial. Una especie de soberbia que impide aceptar la condición filial, es decir, que
lo que se es, es recibido. Se trata del sueño utópico de una libertad
absoluta, de una emancipación total –que se ha generalizado en la
1
A los universitarios les explicaba, por separado a ellas y a ellos, cómo su intimidad está
dañada diferencialmente. De las dos dimensiones íntimas: la independencia y la capacidad donal, los varones tienen más afectada la primera, que les dificulta la segunda: tienen que aprender a amar de las mujeres, les dice. Sin embargo las chicas lo primero que tienen que cultivar
es una sana independencia personal, una conciencia de su propia dignidad, para hacerse respetar y no perderse en el don. Cfr. Wojtyla (1986). Título original: Rekolekcje - Do Mlodziezy
Akademickiej.
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modernidad–, de una resistencia a aceptar el amor, que en el caso
del hombre es, en primer lugar, aceptación, filiación.
Pretender ser origen (y originario) solo desde sí mismo implica
psicológicamente una patología de autoreferencialidad ontológica.
El oscurecimiento del origen implica un miedo del hombre contemporáneo a soltarse de sí para co-existir con Dios y con los demás. Tal
miedo es una carencia de esperanza, una incapacidad paralizante,
que impide lanzarse hacia delante, porque no hay fundamento, respaldo o soporte (Vargas, 2017; 2019, pp. 70-82). En definitiva, para ser
padre hay que aceptar el propio origen, hay que saber ser hijo.
2.2. Crisis de la masculinidad
Y como ser padre es algo propio del varón −solo el varón puede
ser padre−, la crisis de la paternidad ha desembocado en una crisis
de la masculinidad, que hoy se palpa tanto en los mayores como los
jóvenes, aunque por distintas causas. Entre los síntomas se pueden
enumerar el derrumbe de las estructuras patriarcales, que muchos
seres son engendrados sin vínculos de amor, la proliferación de la
homosexualidad o las disfunciones de género.
2.2.1. Derrumbe de la estructura patriarcal
En los hombres adultos se advierte el desconcierto que les produce la caída del patriarcado, con la desaparición de los roles jerárquicos y de superioridad, o de la distribución por sexo de los ámbitos
privado y público, donde supuestamente se apoyaba su identidad.
La incorporación de la mujer a los estudios superiores y a todos los
ámbitos laborales, donde no raras veces ellas son incluso más competentes, les descoloca con respecto a su propia identidad y su propio valor.
La instauración en la conciencia colectiva de la igualdad de las
personas, sobre todo entre varón y mujer, les hace cuestionarse, a
más de uno, su propia identidad y en qué pueda consistir una forma
“masculina” de ser. ¿Tiene trasfondo biológico?, se preguntan. ¿Son
identificables en distintos contextos históricos y geográficos patrones culturales universales y perennes? ¿Es cierto, como afirman las
ideologías, que todo es cuestión de la educación recibida? ¿Qué sería
lo propio de ser varón y cuál su específica aportación? ¿Es incompatible con ser varón ser sensible, cuidadoso de sí, tierno, expresar sentimientos, no ser violento y brusco, o esos son síntomas de afeminamiento? Son preguntas que no dejan indiferente a nadie.
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Los varones entre los 60 y 70 años fueron educados, como norma
general, para ser fieles en el matrimonio y proveedores de sus hijos.
Sin embargo los que ahora tienen entre 30 y 40 años se encuentran
con la exigencia de ser buenos esposos como amantes, confidentes,
sensibles, co-responsables en las tareas domésticas, buenos educadores de sus hijos. ¿Qué rasgos habría que potenciar socialmente
para que haya varones y mujeres más y mejor definidos, conforme
a su propia identidad?
Y si nos referimos a las generaciones aún más jóvenes nos encontramos con tendencias opuestas: un incremento de comportamientos machistas o una renuncia a la virilidad como algo sospechoso de
ser negativo. En todas las generaciones encontramos desconcierto,
preguntas, falta de identidad, en definitiva, crisis.
2.2.2. Proliferación de la homosexualidad y disfunciones de género
Pero son los más jóvenes los que lo tienen más complicado. Los
problemas de sus padres y la disociación en el origen producen consecuencias negativas muy importantes en la adquisición de identidad y en la maduración de su personalidad, con alteraciones y anomalías del comportamiento.
La paternidad disociada o en conflicto con la maternidad, y viceversa, introducen en la intimidad del hijo, en las edades tan decisivas
de su infancia y adolescencia, la experiencia de que su mismo origen
constituye un conflicto, una fractura, un drama. Ser padre es una
dimensión del ser varón, como ser madre es una dimensión del ser
mujer. Varón y mujer, como padre y madre, son identidades que se
encuentran en su complementariedad, y no en su incomunicación,
fractura o conflicto. Por esta causa la crisis de lo conyugal acaba, al
poco, en causar una profunda crisis de las identidades sexuales. Esta
interacción se retroalimenta sin fin. La crisis de la virilidad afecta a
la crisis de la feminidad, como la de la feminidad induce la de la masculinidad. A su vez, la crisis de las identidades sexuales crea el clima
de la crisis de la figura paterna contra la materna. La crisis de identidades sexuales está, entonces, servida. Y está servida no sólo entre
la generación de los padres fracturados como esposos y padres, sino
sobre todo en la crisis de identidades y roles básicos de la condición
sexual en la próxima generación, en la de sus hijos.
Sin modelos difícilmente pueden entender cuál es la verdad de la
paternidad y la maternidad, la verdad del varón y de la mujer, la
verdad del amor humano. La ambigüedad, la oscuridad, la falta de
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claridad respecto de estas identidades sexuales es el fruto de la crisis
de la genealogía personal y de la genealogía personal y por amor.
Esta crisis es patente en nuestro mundo contemporáneo. Situación que se agrava ante la proliferación del divorcio, las familias monoparentales, la fecundación in vitro o la maternidad subrogada,
donde ni siquiera van a tener oportunidad de conocer a sus padres,
pues pueden llegar a tener hasta cinco progenitores distintos.
2.3. Crisis antropológica
Vivimos en crisis generalizada cuyo marcador es la crisis económica. Entre ellas, la de la familia es mucho más que una crisis ética.
Tras la segunda guerra mundial se firmó la declaración de los derechos humanos, que ha sido un gran avance antropológico y social.
Pero como esos derechos no se fundamentaron, están siendo presa
del relativismo: por ejemplo, hoy se habla del aborto como un derecho, en contradicción con el derecho fundamental a la vida.
A los 50 años del mayo francés de 1968 donde, más allá de su rebelión contra la autoridad, se produjo la llamada revolución sexual,
nos hallamos ante una profunda crisis antropológica, donde la persona fracturada desconoce la relación entre cuerpo, identidad, sexo,
amor, procreación y se promueve la utopía del “neutro”. El mayor
valor en alza es una libertad autónoma y desgajada, sin norte ni
guía, para la que todo está permitido al gusto de los deseos subjetivos. ¿No habrá que replantearse cuál es el sentido de la libertad, un
sentido que permita alcanzar la plenitud y felicidad también de los
demás?
Algunos franceses están planteando que de los tres ideales de la
revolución francesa solo se ha hecho hincapié en la igualdad y en la
libertad y revindican una mayor atención al amor (Ferry, 2012;
2013). ¿No será que sin la fraternidad, sin el amor, tanto la igualdad
como la libertad se desvirtúan y conducen al abismo? ¿No habrá llegado el momento de la fraternidad, de velar por el bien de quienes
amamos y el porvenir de las generaciones futuras?
Ahora bien, la fraternidad no se funda en sí misma. No hay hermanos sin padres comunes: no hay hijo sin padre y madre. En el origen encontramos una relación triádica que apenas ha sido pensada,
por evidente: la tríada padre, madre, hijo, de la que procede la gran
familia humana. Y desde el principio, la díada varón-mujer, creada
por Dios a su imagen y semejanza (Gn., 1, 27). ¿Hasta dónde es importante y radical, para hablar de paternidad y familia, la diferencia
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entre varón y mujer y el carisma peculiar y conjunto que suponen
masculinidad y feminidad?
En definitiva, a nuestra cultura le falta pensar e incorporar el
amor y la responsabilidad respecto al otro. Y en el fondo de la crisis
antropológica se encuentra una crisis de filiación, un oscurecimiento del origen divino y humano, que es don, que es amor.
3. Repensar al hombre
Juan Pablo II detecta que en la era moderna el hombre ha perdido sus raíces más profundas, se ha alejado de la verdad anteriormente alcanzada sobre el hombre y es un desconocido para sí
mismo en cuanto a su dimensión más íntima (Juan Pablo II, 1994a,
nn. 19-20). Y, aunque ya había profundizado, desde la ética, en el
amor y en la responsabilidad, es en el Concilio Vaticano II cuando
advierte con toda claridad que para que la Iglesia pueda hablar con
fuerza a todos los hombres de sus propuestas sociales, se requiere
fundarlas en universales antropológicos.
3.1. Repensar la persona y su intimidad
Eso supone repensar la persona y su intimidad amorosa, porque
sólo la persona es un quién capaz de amar. Siendo cada persona
única e irrepetible es difícil conocer a cada persona y no se puede
pensar a la persona dentro de esquemas generales abstractos, “ni
se puede programar a priori un tipo de relación que valga para todos, sino que cada vez, por así decirlo, hay que volver a descubrirlo
desde el principio” (Juan Pablo II, 2004, p. 68). En el fondo a la persona se la conoce en el trato y cada una es un capítulo aparte, de ahí
que conocer a las personas requiere un método que no se puede
aprender, conocerlas requiere una actitud abierta y atenta, para
acoger a cada una (Juan Pablo II, 2004, p. 69)2.
Sin embargo la filosofía ha de esforzarse por alcanzar un instrumental terminológico que permita captar la individualidad, para poder pensar lo más importante y real, aunque sea intangible. Y la persona, cada persona, es lo más real. Desde ahí se pueden encontrar
unos universales antropológicos, que no son abstractos, pero sirven
para cada persona, como que es digna de respeto, que es dueña de
sí y nadie tiene derecho sobre ella. Por ese camino se podría llegar
a fundamentar la dignidad humana. De ahí su propuesta de
2
Cfr. Juan Pablo II (2006); cfr. Leonardi (2015, pp. 263-277).
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“estudiar la dimensión más íntima del hombre” (Juan Pablo II, 1994a,
n. 19).
3.2. Pensar la diferencia y la identidad masculina y femenina
Entre las cuestiones en las que se precisa avanzar, Juan Pablo II
advierte que es crucial conocer mejor la identidad masculina y femenina. Recurrió para ello al inicio, a la creación, cuando varón y
mujer surgieron de las manos de Dios creados a su imagen, y profundiza en las experiencias originarias, antes del pecado, repensando esta verdad con singular penetración. Para ello tuvo que sortear prejuicios difíciles de desarraigar, reinterpretar pasajes bíblicos en los que la mentalidad “antigua” no deja aflorar con claridad
la “novedad evangélica” y reabrir puertas −ya en germen en la Escritura y en la Patrística−, que han estado cerradas en la tradición
posterior. Lo cierto es que renueva y amplía la teología de la imagen
al resituarla en unas nuevas coordenadas: una antropología personalista que parte de la corporeidad y una concepción de que la
imago Dei es una imago Trinitatis. De ahí se derivan más de diez
propuestas novedosas y clarificadoras. Aquí comentaré, de momento, solamente dos.
La primera, que la diferencia entre varón y mujer no se refiere
sólo al ámbito del obrar, sino sobre todo al ámbito del ser, por lo que
varón y mujer “son complementarios no sólo biológica y psicológicamente sino, sobre todo, desde el punto de vista ontológico” (Juan Pablo II, 1995, n. 7). Ciertamente, más allá de las ideologías, las ciencias
constatan las diferencias biológicas y psicológicas que se manifiestan genéticamente en el cromosoma XX y XY y en la configuración
cerebral, como visualizan las neurociencias. Ahora bien, la diferencia ontológica, ¿en qué consiste y cómo se puede describir? ¿Tendrá
que ver con la dimensión espiritual del ser humano? Juan Pablo II
nos deja la cuestión como un doblón de oro para que lo desentrañemos.
La segunda aportación, verdaderamente novedosa respecto a
desarrollos anteriores que lo negaban3, es que “el hombre se convierte en imagen de Dios −afirma−, no tanto en el momento de la
soledad cuanto en el momento de la comunión. Efectivamente, él es
«desde el principio» no sólo imagen en la que se refleja la soledad de
3
Como es conocido, San Agustín desarrolló la imagen de Dios solo en el interior de cada
persona, dejó al margen de la imagen las relaciones humanas y negó la analogía familiar para
hablar de Dios. Cfr. Agustín de Hipona (1968): De Trinitate, XII, 5, 5, y Tomás de Aquino (2010b):
Summa Theologiae, I, q. 93, a. 6.
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una Persona que rige el mundo, sino también, y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de Personas” (Juan Pablo
II, 1979a).
A la vuelta de los siglos Juan Pablo II vuelve a constatar que la
persona aislada no sólo no agota la imagen trinitaria sino que no
constituye su plenitud. La «unidad de los dos», signo de la comunión
interpersonal, es parte y parte importante de la imago Dei. Esta idea
desarrollada en la Mulieris Dignitatem4 supone un significativo
avance para entender conjuntamente la igualdad y la diferencia entre varón y mujer, cuestión atropellada secularmente, con innumerables consecuencias negativas en todos los órdenes: antes porque
se negaba la igualdad, ahora porque se niega la diferencia. Para
Scola significa una tesis clave, no explorada completamente por la
Teología, “en la que se puede entrever una de las aportaciones más
significativas del Magisterio papal, cuyo alcance abarca todo el
campo de la teología dogmática” que está pidiendo una peculiar ontología para la antropología (Scola, 1997, pp. 65-66; cfr. 2005, pp. 134135).
3.3. Una ontología peculiar para la antropología
El reto, por tanto, está en la ontología, cuestión ardua. Ciertamente
la metafísica desarrollada por los griegos y completada por santo
Tomás con el descubrimiento de que la esencia es potencia con respecto al acto de ser, se ha elaborado reflexionando sobre el cosmos,
y luego, como ciencia segunda se han aplicado esas nociones al hombre. Pero no basta, el ser humano tiene una categoría ontológica y
una peculiar dignidad superior, que proviene de ser espíritu e imagen de Dios y que aún no sabemos explicar filosóficamente. Esta tarea podría tardar décadas, incluso siglos, en ser resuelta, pues la ontología avanza muy lentamente: la última novedad significativa,
aportada por santo Tomás, se remonta al siglo XIII: hace ocho siglos.
Sin embargo, ya hay algún filósofo que tiene propuestas importantes. Me refiero a uno de mis maestros, Leonardo Polo, fallecido recientemente y del que se está incoando el proceso de beatificación.
Él ha propuesto una ampliación de la ontología, elaborando una
4
Juan Pablo II (1994c, n. 7). Cfr. Juan Pablo II (1994a, n. 6): “El «Nosotros» divino constituye
el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo de aquel «nosotros» que está formado por el
varón y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella verdad sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad”.
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antropología enraizada en el ser, que llama Antropología transcendental (Polo, 1999; 2003).
D. Leonardo, como le llamábamos, ha hecho un gran esfuerzo para
profundizar en el acto de ser del hombre –tan real o más que el acto
de ser de la realidad externa−, aplicando a la antropología la distinción tomista ente esencia y acto de ser. Advierte que “esta distinción
real se da en el hombre de una manera mucho más radical y neta
que en cualquier otra criatura. Y para comprender antropológicamente la dualidad esse-essentia en el hombre, es preciso aclarar primero en qué sentido hablamos de esencia humana. Y entiende que
dicha esencia es cuando a la naturaleza se le añaden los hábitos, que
constituyen su perfección más elevada” (Polo, 2018, p. 64), lo que ya
los clásicos denominaron como una segunda naturaleza.
Mientras que la esencia del cosmos está regida por leyes fijas −es
una esencia cerrada, que es lo que es y nada más−, a diferencia de
ella el hombre tiene una esencia abierta −en palabras de Zubiri
(1989, pp. 101-102, 206)−, capaz de crecimiento. Este crecimiento se
explica en primer lugar porque el hombre, a diferencia de los animales, tiene la capacidad de tener. Esa capacidad se refleja en la
esencia humana, tanto en el cuerpo como en la psique, a través de
las destrezas corpóreas y la inmensa gama de hábitos intelectuales
y morales.
Una vez visto qué se entiende por esencia humana, reconoce que
el hombre se distingue del Cosmos tanto en su esencia como en su
acto de ser, porque su acto de ser es libre y su esencia capaz de hábitos (Polo, 2018, pp. 62-65). El hombre es un ser creciente y puede
crecer siempre, porque su acto de ser es espíritu y el espíritu no declina, ni se oscurece tampoco en el atardecer de la vida. El hombre
a diferencia de los otros seres del Cosmos es capaz de tener y, más
profundamente, es capaz de dar (Polo, 1996, pp. 103-135; 2012, pp. 20268), de dar lo que tiene y de dar lo que es.
En esta línea, Polo descubre que el acto de ser humano tiene unas
características transcendentales propias, distintas de las del ser en
general, como son la libertad, la inteligencia en cuanto acto y el
amor, lo que aporta mucha luz para desarrollar la antropología de
la intimidad humana, que es lo que pide Juan Pablo II. Entre otras
cosas porque plantea una ontología del amor. No puedo, sin embargo, detenerme en explicarlos. Sólo me referiré al primero, a su
peculiar noción de persona.
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3.3.1. El acto de ser personal: la coexistencia
El primer transcendental antropológico es su acto de ser, que
cada cual recibe para que sea suyo. Para Polo la persona es justamente su acto de ser, el quien irrepetible, el alguien, en cuanto distinto de su naturaleza y esencia. Esto supone dar un vuelco total a la
definición de Boecio. La persona no es el todo humano, sino su acto
de ser (Castilla de Cortázar, 2013; 2017). Este acto se distingue del
acto de ser del Cosmos (participado por el resto de las substancias
del mismo), en que no es ser a secas sino un ser-con –mit-sein como
comenzó a denominarlo Heidegger– o, mejor aún, un ser-para en
expresión de Lèvinas. El acto de ser humano está abierto desde dentro, tanto a Dios como al otro humano, a su semejante.
Se podría decir que así como los capadocios describieron la persona divina como relación subsistente, de alguna manera la persona
humana también es una subsistencia relacionalmente abierta. Polo
lo llama co-existencia, desarrollando que una persona humana no
puede ser ella sola, como sería pensable para una sustancia (las nómadas de Leibniz). Donde hay una persona hay al menos otra. No se
trata simplemente de que seamos muchos, afirma, sino de que una
persona sola es “un absurdo total” (Polo, 1991, p. 33); no una contradicción, sino un imposible. “Una persona única sería una desgracia
absoluta” (Polo, 2018, p. 55; 2012, p. 167), porque no tendría con quien
comunicarse, ni a quien darse, a quien destinarse (Polo, 1993a, p.
714). En efecto, “no tiene sentido una persona única. Las personas
son irreductibles; pero la irreductibilidad de la persona […] no es aislante” (Polo, 1993b, p. 161). Coexistencia significa que la persona es
de índole dialógica, no monológica. La persona está abierta radicalmente a otras y, en definitiva, está abierta a un Dios personal. De
aquí que la intersubjetividad sea originaria, primordial, indeducible;
toda persona es originaria y constitutivamente co-existente, abierta
y dual, no puede existir sola.
En resumen, la persona no pertenece al plano predicamental
sino transcendental. Es el acto de ser del hombre, entendido como
co-existencia abierta, el primer transcendental antropológico, que a
su vez tiene otras características o propiedades propias de ese peculiar acto de ser (no de su esencia). Polo distingue la inteligencia, la
libertad y el amor (Polo, 1999, pp. 203-245).
3.3.2. Índole dialógica de la persona
Ciertamente la noción de persona se describió inicialmente como
“relación subsistente” o “subsistencia relacional” y así se aplicó a
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Dios5, pero posteriormente, al aplicarla al ser humano, la definición
de Boecio deja de lado el plano transcendental y la relacionalidad
intrínseca de la misma, perdiendo a su vez, en cierto modo, la analogía entre el hombre y Dios. Sin embargo, Polo integra en una sola
noción –co-existencia–, los dos aspectos intrínsecos e inseparables
de la persona.
Polo sostiene que co-existencia no significa que uno primero sea
uno mismo y después se relacione con otros; coexistencia significa
que la persona es de índole dialógica, no monológica. “El hombre,
sin los demás, ¿qué es? Nada. El hombre es un ser personal radicalmente familiar. Por eso, en ese orden de consideración, digo que la
libertad es filial y es destinal. Si no lo fuera, sería inevitable la idea
de degradación ontológica: la persona se encontraría tan sólo con lo
inferior a ella. Si no encuentra lo «igual» a ella, no es persona” (Polo,
1993a, pp. 714-715). Toda persona está estructuralmente abierta al
otro6. Una persona única sería una desgracia dice Polo7, porque no
tendría con quien comunicarse, a quien darse. Todo “yo” requiere al
menos un “tú”. Este es el principio dialógico descubierto por Feuerbach (1989, pp. 147-148; Castilla de Cortázar, 1999, pp. 60-70), que posteriormente divulgó Buber.
La co-existencia se manifiesta no sólo en que la persona se abre
transcendentalmente a Dios. Esto es así. Pero observemos que en la
Creación, en el metafórico pasaje de Génesis, 2, cuando Dios mismo
afirma “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn., 2, 18), el hombre
estaba abierto a la transcendencia divina: paseaba por el jardín del
Edén y Dios le iba diciendo lo que tenía que hacer: dar nombre al
resto de los seres, no comer del árbol de la ciencia, etc.
En la intimidad humana se pueden distinguir dos dimensiones:
una en la que la persona está a solas, frente a Dios y frente al mundo;
y otra de relación con el semejante. A esas dos dimensiones ontológicas de la persona Karol Wojtyla las describe como “momento de
la soledad” (una soledad acompañada, abierta al Creador) y el “momento de la comunión” (la apertura al otro humano, a nivel
Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3 y a. 4.
La relación Yo-Tú de la que hablan los pensadores dialógicos no es constitutiva de las personas. Éstas se “encuentran” y se reconocen como tales, porque constitutivamente tienen ya esa
capacidad.
7
Polo afirma en diversos lugares que “no tiene sentido una persona única. Las personas
son irreductibles; pero la irreductibilidad no significa persona única. […] La irreductibilidad de
la persona no es aislante” (Polo, 1993b, p. 161). Incluso afirma que “una persona única sería una
desgracia absoluta” (Polo, 1993b, p. 167), o “un absurdo total” (Polo, 1991, p. 33). Una persona
requiere pluralidad de personas, al menos otra. Dicho con otras palabras, que “el mónon no
puede ser un transcendental personal. El transcendental personal es la diferencia, el no ser una
sola persona. ¿A quién me doy? ¿Me doy a una idea, me doy al universo?” (Polo, 1993a, p. 714).
5
6
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horizontal)8. Estas son sus palabras:
Atravesando la profundidad de esta soledad originaria surge ahora
el hombre en la dimensión del don recíproco, cuya expresión −que por esto
mismo es expresión de su existencia como persona− es el cuerpo humano
en toda la verdad originaria de su masculinidad y feminidad. El cuerpo,
que expresa la feminidad “para” la masculinidad, y viceversa, la masculinidad “para” la feminidad, manifiesta la reciprocidad y la comunión de las
personas (Juan Pablo II, 1980b, n. 4; 1996, pp. 103-104).
3.3.3. Persona y filiación
Toda persona humana es hijo, hijos en el Hijo9. Pero se pueden
distinguir dos aspectos de la filiación divina: uno antropológico y
otro sobrenatural. La dimensión antropológica constata que todo
hombre, aunque no esté bautizado, es de alguna manera hijo de
Dios. Esta temática forma parte de la antropología de la Creación,
que puede ser desarrollada con argumentos ontológicos, y permiten
referirse in recto a la filiación divina antropológica, en cuanto que
el acto de ser que constituye a la persona humana solo procede de
Dios. Así, cuando Polo habla de filiación se refiere in recto a la filiación divina en el primer sentido y, esto, por convicción filosófica:
No es la paternidad humana la primaria –afirma–, sino la paternidad
creadora de Dios. […] La paternidad del hombre en su sentido más alto corresponde a Dios. Ello comporta, como es claro, que el hombre no es completo hijo de sus padres o que no lo es en todas sus dimensiones, En cualquier hombre su propio carácter espiritual no viene de sus padres humanos sino de Dios (Polo, 1995, p. 322).
Estas palabras de quien ha profundizado filosóficamente en la
creación, se apoyan en la convicción de que la persona es justamente el aspecto espiritual del hombre, que filosóficamente viene a
ser el acto de ser humano, en cuanto distinto a su naturaleza, que es
lo que los padres transmiten: cuerpo y psique. Somos también hijos
de nuestros padres, pero nuestro ser personal no es dado por ellos:
el ser humano es mucho más que un individuo de una especie, pues
la naturaleza psicosomática que cada uno somos, es poseída por un
8
Así se expresa en la hermenéutica bíblica de Génesis dos en la Teología del cuerpo. Cfr.
especialmente las Audiencias 5 y 9 del 10.X.79 y del 14.XI.79 (Juan Pablo II, 1979c; 1979d).
9
“El Señor Jesús, en quien el misterio de Dios uno y trino nos ha sido plenamente revelado,
se manifiesta ante los hombres como Hijo Unigénito del Padre. Asimismo se manifiesta como el
único camino para llegar al Padre (Jn., 14, 8-11). Es necesario que quien quiera encontrar al
Padre crea en el Hijo, pues mediante Él Dios nos «comunica su misma vida, haciéndonos hijos
en el Hijo»” (Juan Pablo II, 1999).
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“alguien” personal, que los padres tienen que descubrir porque para
ellos también es un don. Siendo la persona el acto de ser único e
irrepetible, que pone a cada cual en la existencia, ese don solo puede
proceder directamente de Dios.
La segunda dimensión de la filiación pertenece estrictamente a
la elevación al orden sobrenatural y a la participación en la naturaleza divina por la gracia. Citaremos a san Pablo cuando afirma: “A
los que había elegido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo,
para que Él fuera primogénito de muchos hermanos” (Rom., 8, 28).
Pero no nos extenderemos en esta cuestión, que se trae a colación
para señalar que la filiación es común, parte de la igualdad constitutiva de ambos, varón y mujer.
3.4. Estructura esponsal de la persona
Hasta aquí algunas de las propuestas más significativas de la antropología transcendental de Polo. Ahora es preciso dar un paso
más, pues aunque la persona es radicalmente filial, es algo más que
hijo. Tanto el ser personal como la imagen de Dios en él es algo más
que filiación, pues Dios los creó varón y mujer, en su igualdad en
cuanto personas e hijos, pero también en su diferencia. Y, es preciso
decirlo, ha sido Juan Pablo II el autor que ha repensado esta verdad
con más profundidad. Se trata de otra de sus grandes aportaciones
en esta cuestión, cuando afirma:
El sexo, en cierto sentido es «constitutivo de la persona» (no sólo «atributo de la persona»)” (Juan Pablo II, 1979e, n. 1; 1996, p. 78). “La masculinidad y feminidad, que son como dos «encarnaciones» de la misma soledad
metafísica frente a Dios y al mundo −como dos modos de «ser cuerpo» y a
la vez hombre, que se completan recíprocamente−, como dos dimensiones
complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y al
mismo tiempo como dos conciencias complementarias del significado del
cuerpo10.
Esto quiere decir que la persona, además de ser única e irrepetible11, está marcada por la su condición femenina o masculina, pues
10
Ibídem, pp. 77 y 78.
Hannah Arendt habla en términos sublimes de la unicidad humana: La unicidad hace
aparecer lo nuevo, lo que hasta ahora no era, lo irrepetible. “Lo nuevo siempre aparece en
forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperar de
él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más
esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento
algo singularmente nuevo entra en el mundo. Con respecto a ese alguien que es único cabe
decir verdaderamente que nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, […] entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la
11
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“el sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino
que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto”
(Juan Pablo II, 1980a, n. 5; 1996, p. 141). De aquí que bien se podría
hablar de una distinción entre persona masculina y persona femenina, en cuanto personas (Castilla de Cortázar, 2004)12.
Juan Pablo II denomina a esta característica con el nombre de
esponsal –significado previo y distinto a conyugal− y utiliza los términos esposo y esposa, como sinónimos de varón y mujer. Describe
al varón –el esposo– como “el que ama para ser amado”, y a la mujer
–la esposa− “la que recibe el amor, para amar a su vez” (Juan Pablo
II, 1988, n. 29). Así afirma:
Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su
vez, no expresamos sólo o sobre todo la específica relación esponsal (conyugal) del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho
mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de
modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres. En este contexto amplio y diversificado la mujer representa un valor particular como persona humana y, al mismo tiempo,
como aquella persona concreta, por el hecho de su femineidad. Esto se refiere a todas y cada una de las mujeres, independientemente del contexto
cultural en el que vive cada una y de sus características espirituales, psíquicas y corporales, como, por ejemplo, la edad, la instrucción, la salud, el trabajo, la condición de casada o soltera (Juan Pablo II, 1988, n. 29)13.
3.5. La unidad de los dos: ontología del amor
Adviértase que dicha estructura esponsal de la persona tienen
que ver con el modo de amar. Es ilustrativo que el magisterio considere que la sexualidad humana: “determina la identidad propia de
la persona” y que “esa distinción se ordena no sólo a la generación
sino a la comunión de personas” (Congregación para la Doctrina de
la Fe, 1978, n. 5, p. 53). Se trata de una estructura espiritual de dos
personas que están frente a frente, que posibilita el amor: el dar y el
aceptar, que son distintos, aunque de la misma categoría ontológica,
pues el dar es imposible si no hay aceptar y viceversa. Varón y mujer, ambos dan y ambos aceptan pero en un orden diferente. Un orden que no es temporal, sino ontológico. Juan Pablo II lo denomina
realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único
entre iguales” (Arendt, 1993, p. 200).
12
Julián Marías desde hace ya años utiliza esta terminología desde su Antropología metafísica, 1970, en la que incluye la condición sexuada en un contexto sistemático.
13
Poco antes ha dicho que la vocación a la virginidad o al celibato también es esponsal. Es
decir, cuando se ama, se ama como el varón o la mujer que cada uno es.
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el orden del amor, que existe también en Dios, entre sus personas
(Juan Pablo II, 1988, n. 29). De ahí que sea importante no solo el dos
sino “la unidad de los dos” pues el don, como el amor comienza en la
correspondencia14: cuando yo soy tuyo y tú eres mío. El “mío” es importante en el amor.
Desarrollar esta cuestión requiere también un gran esfuerzo ontológico pues todas las filosofías hasta ahora consideran la unidad
como monolítica, donde parecen incompatibles unidad y pluralidad.
Lo señalaré de nuevo con unas palabras de Polo:
A diferencia de lo que pensaba Platón, la díada tiene valor transcendental, y como tal es una ganancia: es superior al mónon. […] Coexistencia
implica dualidad. Si se admite el prestigio del ser único, desde el monismo,
la dualidad es imperfección. Y hay que derivarla del mónon. Para Plotino
la pluralidad es algo así como la descompresión, o disipación, del uno (Polo,
1993b, p. 161).
Sin embargo, Dios es Uno porque es Trino (Maspero, 2011; 2017)
y el Hombre es Uno porque es Dos y llamado a ser tres (Maspero,
2018): esa pluralidad es una señal imprescindible del Amor. De ahí
que, para explicar el amor, uno de los retos filosóficos es articular
un tipo de unidad que acoja la diferencia, superando el prestigio del
ser único, donde la díada, a diferencia de lo que pensaba Platón, no
sea imperfección sino ganancia. Dualidad, que como decíamos, está
llamada a ser tres.
4. Repensar la familia
Históricamente se constata la falta de reflexión sobre la familia,
interés que surge en el siglo XX. Lévi Strauss la constata como un
universal antropológico, regida por la prohibición del incesto (1967;
1981). Otros autores como Freud inciden en las relaciones familiares
y sus alteraciones y Altusser señala la necesidad de una reflexión al
respecto.
4.1. Índole familiar de la persona
Por su parte L. Polo, señala que:
14
La correspondencia es imprescindible para que el amor exista: “La intención principal
del amante –afirma Tomás de Aquino–, es a su vez ser amado por el amado; pues el esfuerzo
del amante se dirige a atraer al amado a su amor, y si esto no sucede, es necesario que ese amor
se disuelva”; Suma Contra Gentiles, III, cap. 151: “Hoc enim est praecipuum in intentione diligentis, ut a dilecto reametur: ad hoc enim praecipue studium diligentis tendit, ut ad sui amorem
dilectum attrahat; et nisi accidat, oportet dilectionem dissolvi”.
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la consideración de la estructura anatómica del hombre permite advertir que es un ser familiar. La familia es una unidad suficientemente
firme para constituir lo que se llama una institución” (Polo, 1998, p. 74). “La
familia es un sistema suficientemente consistente […] porque se basa en
unos radicales muy fuertes, innatos. […] La sociedad familiar tiene suficiente coherencia […]. Es una institución o sistema de relaciones humanas
suficientemente fundado. Sería absurdo desconocerlo, porque una gran
cantidad de características humanas son inseparables de la familia. […] Repito que la familia es consistente a priori; la sociedad civil no lo es” (Polo,
1998, pp. 95-96). “La familia es de orden ontológico; la sociedad civil es ética
(Polo, 1998, p. 79)15.
De nuevo se manifiesta que la familia, como la diferencia sexuada, se enraíza en lo más profundo del ser del hombre, en su carácter espiritual, personal.
4.2. Dimensión espiritual de la paternidad
Juan Pablo II constata que:
La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda
la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad
de personas unidas en el amor [communio personarum] (Juan Pablo II,
1994a, n. 6).
Por tanto no sólo la filiación , también la paternidad y la maternidad tienen que ver con la imagen de Dios que es espíritu y es Padre,
Hijo y Amor. La verdadera paternidad y maternidad humanas son
espirituales e imagen de Dios:
Para ser plenamente hombres –afirma Ratzinger− necesitamos de un
padre en el verdadero sentido del término: uno responsable frente al otro,
sin dominar al otro sino devolviéndole su libertad; es decir, un amor que
no desea tomar posesión del otro, sino que le quiere en su verdad más íntima, que está en su Creador. […] No es una abstracción que el hombre es
imagen de Dios, […] lo es en su realidad concreta, es decir, en relación: es
imagen en cuanto padre, madre e hijo (Ratzinger, 1979, pp. 29-30).
15
Polo (1998, p. 79): “la familia es ética sin que de ella se desprenda un sistema valorativo;
ella misma es intrínsecamente valorante. La valoración del hijo se incluye en el amor que la
madre le tiene. ¿Es esto un valor ético? Es algo más, también fundamental respecto de la ética,
pero tan inherente al hombre que sólo se pierde si se desnaturaliza. Es natural que la madre
ame al hijo; no hace falta una valoración inventada; la valoración (familiar) es el mismo hilo de
la relación”.
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4.3. Padre, madre, hijo, nombres de persona
Se ha dicho ya que la principal paternidad en el hombre es la de
Dios. Sin embargo, Polo constata que “«padre», «madre», «hijo» son
nombres de persona” (Polo, 2003, pp. 14 y 23). Que ser hijo sea nombre de persona no ofrece dudas, porque hace referencia in recto a
la filiación divina. La dificultad podría aparecer en el caso de los padres, que sólo transmiten la naturaleza. Sin embargo, los padres que
lo engendran por amor no son ajenos a la persona su hijo, a quien
pueden y deben amar como Dios le ama, por sí mismo. De ahí que la
generación humana se llame con propiedad pro-creación: una colaboración con Dios, en la que se renueva el misterio de la creación.
La relación entre los padres y la persona del hijo encierra un
gran misterio, que manifiesta que ser padre o madre es mucho más
que una función. El caso paradigmático es María: ella aporta la naturaleza humana a Cristo, sin embargo es “Madre de Dios”, porque
es madre de la Persona que ha nacido de ella.
4.4. Paternidad y maternidad
No es fácil explicar cuál es la diferencia entre el amor paternal y
maternal, dos modos de amar sobre los que casi todos sabemos si no
nos lo preguntan, pero difíciles de distinguir si tenemos que explicarlos. En ellos se encierra algo intangible que hasta ahora sólo se ha
podido expresar a través del lenguaje simbólico. Karol Wojtyla
aporta una descripción de la maternidad, a través de las palabras
de una madre a su hijo:
No te vayas. Y si te vas, recuerda que permaneces en mí. En mí permanecen todos los que se van. Y todos los que van de paso, hallan en mí un
sitio suyo; no una fugaz parada, sino un lugar estable. En mí vive un amor
más fuerte que la soledad […]. No soy la luz de aquellos a quienes ilumino;
soy más bien la sombra en que reposan. Sombra debe ser una madre para
sus hijos. El padre sabe que está en ellos: quiere estar en ellos y en ellos se
realiza. Yo, en cambio, no sé si estoy en ellos; sólo les siento cuando están
en mí (Wojtyla, 1990, pp. 171-172).
¿Cómo conceptualizar ese modo de amar propio de la madre en
cuanto distinto al del padre? En este sentido el modo de procrear,
aunque no es el único ni el más importante modo de amar, expresa
gráficamente una diferencia entre el modo de amar del varón y de
la mujer. Al engendrar observamos que el varón se abre hacia fuera,
saliendo de él y la mujer lo hace hacia dentro, sin salir de ella. El
varón saliendo de él se entrega a la mujer y su don se queda en ella.
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La mujer ama acogiendo en ella. Su modo de darse es distinto al del
varón y a la vez complementario: acoge al varón, su amor y su don,
que junto al suyo, en ella germinan y fructifican. El amor, que supone
siempre una apertura al otro, no siempre es un salir de sí mismo
porque el amor vive en el propio corazón y eso se evidencia principalmente en el amor de una madre.
Esta descripción expresa algo que ocurre en todas las facetas de
la vida. Sin la mujer, el varón no tendría donde ir: estaría perdido.
Sin el varón, la mujer no tendría a quién acoger: sería como una
casa vacía. Ontológicamente, la mujer, la madre, es como el cañamazo en el que se teje y asienta la comunión interpersonal. Ella es la
que aúna, el centro en torno al cual los demás se encuentran: es sede,
casa, seno. El varón está en la mujer y está en el hijo/a, pero como
fuera de él. También la mujer está en el hijo, pero fundamentalmente
ellos están en ella.
Filosóficamente esta diferencia sólo se puede hacer con preposiciones, que son los términos gramaticales que describen las relaciones. Al varón le correspondería la preposición desde, pues parte de
sí para darse a los demás. A la mujer le correspondería la preposición en: pues se abre dando acogida en sí misma. La persona varón
se podría describir, entonces, como coexistencia-desde, y la mujer
como coexistencia-en.
La persona humana sería, entonces, disyuntamente dos modos de
ser persona, que se abren entre sí de un modo respectivo diferente
y complementario, semejante a las diferencias relacionales de las
personas divinas16.
4.5. La específica responsabilidad del varón
A continuación, y a la vista de su crisis, señalaré dos aspectos propios de la masculinidad expuestos con acierto por Viladrich (2000).
En primer lugar, es responsabilidad del varón, en cuanto hijo, hermano, amigo, esposo y padre, el reconocimiento de la entera mujer
(como hija, hermana, amiga, esposa y madre). Eso supone darle a la
mujer, en sus diversas identidades, lo que es “suyo”, lo que le
16
Es ilustrativo que el Magisterio utilice preposiciones para describir y diferenciar a las
Personas divinas. Así por ejemplo en el Concilio de Constantinopla: “Una sola naturaleza o sustancia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y una sola virtud y potestad, Trinidad Consubstancial, una sola divinidad, adorada en Tres Hipóstasis o Personas. Porque uno solo es Dios y
Padre, de quien todo, y un solo Señor Jesucristo, por quien todo; y un solo Espíritu Santo, en
quien todo”: II Concilio de Constantinopla, a. 553, Dz 213. Repárese que las descripciones fenomenológicas del modo de amar del varón coinciden con la preposición que se aplica a Dios
Padre, y el las de la mujer con Dios Espíritu Santo.
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corresponde en justicia. En ese justo reconocimiento es donde él
forja los distintos aspectos de su identidad masculina.
Ahora bien, si, so pretexto de esposo, padre, hijo o hermano, el
amor del varón es injusto hacia la mujer esposa, madre, hija o hermana, tal amor injusto no es verdadero amor, sino apropiación y
dominio y anulación, fruto de la falsedad, de la codicia y de la violencia. Y el primer y gravísimo resultado de todo ello es la crisis radical
de la feminidad, su colapso, bloqueo, miedo e inseguridad, su rebeldía a ser don. El varón, tiene una especial y propia responsabilidad
de género en no comprender y tratar a la mujer como objeto de codicia sexual, como objeto de prepotencia y violencia, o como género
válido exclusivamente por sus utilidades.
Ser varón es ante todo ser “el que reconoce y acoge a aquella que
es hueso de sus huesos, carne de su carne, seno y regazo personal
del don de la vida de los hijos y, por causa de este acogedor reconocimiento, la ama con lo mejor del amor de sí mismo”. Ahí está condensada la masculinidad.
Ser varón es acoger y reconocer desde lo mejor de sí mismo a la
mujer que el varón alberga dentro. Es el modo masculino de la concepción y alumbramiento. Así como corresponde a la feminidad concebir al hijo, a quien lleva dentro el varón es a la mujer. Este “albergar dentro” el varón a la mujer y de expresar el reconocimiento acogedor, justo y amoroso de la feminidad es precisamente la masculinidad. Este bien podría ser uno de los significados de extraer a la
mujer, a Eva, del íntimo costado o costilla de Adán.
No es la mujer la primera llamada a obtener de sí para sí el reconocimiento de su condición de don. Si se ve impelida a su propia
reivindicación, en la historia colectiva o en su propia vida y hogar,
es porque el varón está fallando su primera responsabilidad masculina. Por tanto, para adquirir una clara identidad masculina es importante identificar y eliminar todas aquellas actitudes y comportamientos de falsificación, dominio y violencia sobre la mujer.
4.6. Significado del consenso como “capitalidad” del varón
Otra peculiaridad del varón en cuanto tal en el servicio de esposo
y padre en la familia se evidencia en el consenso (Viladrich, 2000).
No por razones menores el matrimonio se funda en el consentimiento. Los grandes autores insistieron mucho en que no se trata de
dos voluntades, la del marido y la de la mujer, sino de una sola. En
efecto, es única la voluntad conjunta, la del único nosotros en la que
la dualidad del tú y el yo se ha transformando en unidad de dos. Esta
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es la raíz de la concordia de los esposos en la vida matrimonial.
¿Pero qué es este consenso como modo de convivirse?
Por de pronto, un consenso es elaborar entre dos una única voluntad que ambos considerarán como nuestra. Un consenso requiere un proceso en el tiempo. La unidad no es la coincidencia casual de dos voluntades cuyos contenidos se asemejan. Tampoco es la
imposición por parte de uno de su voluntad al otro, porque esa uniformidad es resultado de la prepotencia de una parte que anula y
no reconoce a la otra. Obtener un consenso verdadero es tiempo, en
tres pasos:
1) El tiempo de expresar la propia posición, comunicándola sin
violencia, con claridad y respeto.
2) El tiempo de conocer la posición de la otra parte, de acogerla
sin coaccionarla, reducirla, falsearla con formas de manipulación o
prepotencia.
3) Una vez son conocidas y respetadas las dos aportaciones viene
el engendrar una única decisión que será reconocida y aceptada por
los dos como la voluntad y decisión nuestra.
Varón y mujer participan igualmente en esa elaboración. No es
propio del varón, el decidir por los dos, ni lo propio de ella obedecer
al marido. La obediencia es una virtud de hijos, no entre esposos.
Cada uno comunica y aporta su voluntad singular, luego los dos engendran aquella que expresa al nosotros único. Eso es consensuar y
esa forma de convivir el orden de las decisiones expresa la esencia
misma del matrimonio.
Pues bien, una especial responsabilidad del varón, como esposo
y padre, es ser garante del método del consenso, que añade una
cuarta dimensión en la forma matrimonial de decidir. Es la dimensión de preservar, proteger y garantizar el consenso, en la que el
varón, esposo y padre, tiene una especial responsabilidad y servicio.
A eso clásicamente se le llamó el cabeza de la familia.
4.7. La paternidad, única defensa eficaz de la maternidad
Por último habría que constatar que, en nuestro tiempo, a través
de los ataques de los grupos de presión que intentan presentar el
aborto como un derecho, la maternidad, último reducto del amor incondicionado, está siendo brutalmente atacada. Pues bien, ante esa
violencia, ataque descarado que hoy sufre la maternidad, la única
defensa eficaz es que el varón descubra y ejerza el significado de su
paternidad (Castilla de Cortázar, 2011, pp. 277-302).
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Epílogo: José de Nazaret, modelo de masculinidad y paternidad
paternidad
Comenzábamos recordando el planteamiento triádico que toma
como punto de partida Juan Pablo II para repensar paternidad y
familia. En este sentido la teología tiene también diversas tareas
pendientes, que aquí no podemos detallar.
En todo caso, podemos contemplar sin problemas una realización plena de la paternidad y de la maternidad en la familia de Nazaret, en María y José. En ella la comunión de personas se realiza a
nivel humano de un modo excelso, lo que le lleva a afirmar a Juan
Pablo II: “Lo que Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la
Sagrada Familia su expresión más alta” (1994a, n. 20).
En la figura de José se manifiesta en su sentido más profundo, el
espiritual, la paternidad como un don inefable. Fue padre de la
misma Persona que Dios Padre, de su Unigénito. Y, en cierto modo,
cada padre podría decir en cierto sentido que su paternidad es también don inefable, porque junto con su mujer también es padre de su
hijo, que sobre todo es hijo de Dios.
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