David Pavón-Cuéllar
El vampiro del capital y su pulsión de muerte:
vigencia de Marx y Freud ante las actuales violencias
estructurales del capitalismo
Resumen: Las actuales violencias
estructurales del capitalismo son abordadas
reflexivamente mediante nociones aportadas por
Marx y Freud. La noción freudiana de pulsión
de muerte permite reinterpretar la metáfora
marxiana del vampiro del capital que absorbe
lo vivo para transmutarlo en más y más dinero
muerto. Esta reinterpretación revela aspectos
insospechados en manifestaciones violentas del
sistema capitalista.
Palabras clave: capitalismo, violencia
estructural, pulsión de muerte, psicoanálisis,
marxismo.
Abstract: The current structural violence
of capitalism is reflexively addressed through
notions provided by Marx and Freud. The
Freudian notion of the death drive allows us to
reinterpret the Marxian metaphor of the vampire
of capital that absorbs the living to transmute
it into more and more dead money. This
reinterpretation reveals unsuspected aspects in
violent manifestations of the capitalist system.
Keywords: capitalism, structural violence,
death drive, psychoanalysis, Marxism.
Introducción
Reflexionaremos aquí sobre las violencias
estructurales del capitalismo. Las abordaremos
reflexivamente con el auxilio de recursos nocionales aportados por Karl Marx y Sigmund Freud.
Estos recursos nos llevarán a profundizar en las
formas en que la naturaleza, la humanidad y la
cultura son violentadas estructuralmente por el
capital.
Después de recordar la definición general
del concepto de “violencia estructural” en Johan
Galtung y su aplicación al capitalismo por Garry
Leech, analizaremos diversas expresiones violentas estructurales del sistema capitalista en sí
mismo y en sus actuales modalidades neoliberal
y neofascista. Nuestro análisis estará centrado en
la noción freudiana de una pulsión de retorno a lo
inanimado. Atribuiremos esta pulsión de muerte
a lo que Marx se representó metafóricamente
como un vampiro del capital que vive de succionar lo vivo y de metabolizarlo al convertirlo
en algo tan inerte como el valor, el dinero y el
capital mismo.
Comprenderemos el obrar del vampiro del
capital a través de Jacques Lacan y de su tesis
de un “goce” de la satisfacción pulsional y de la
posesión por la posesión. Detectaremos este goce
no sólo en la explotación del trabajo enfatizada
por Marx, sino en el consumo que nos consume
y en fenómenos destacados por Freud como la
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desagregación de la comunidad humana, una
desagregación que hoy adopta las formas de
una descomposición individualista neoliberal
en elementos individuales y de una escisión en
clases, razas o naciones como la del compuesto
neofascista de clasismo, racismo y nacionalismo.
La concepción del goce del capital nos permitirá elucidar también la actual devastación de
la naturaleza y la potencial aniquilación de la
humanidad, así como la degradación de la cultura, la exterminación estructural de los pobres del
mundo y fenómenos puntuales como el belicismo
generalizado, la creciente intoxicación de nuestros cuerpos o la desintegración y desvitalización
de nuestra subjetividad en el ámbito digital.
Violencia estructural
El concepto de “violencia estructural” se
le debe al sociólogo noruego Johan Galtung,
quien lo introdujo en 1969 y lo desarrolló en
los siguientes años para atraer la atención hacia
fenómenos dañinos de carácter económico, ideológico, social e institucional en los que no suele
reconocerse el elemento violento. El primer paso
dado por Galtung consistió en redefinir la noción
de “violencia”, entendiéndola ya no sólo de modo
tradicional como la acción perjudicial infligida
voluntariamente por un sujeto sobre otro, sino
como una forma de incidir sobre los seres humanos cuya consecuencia es que “sus realizaciones
somáticas y mentales reales estén por debajo de
sus realizaciones potenciales” (Galtung 1969,
168). Esta nueva noción de violencia, más amplia
y general que la tradicional, es la que permitió
luego detectar y conceptualizar la forma estructural de la violencia.
Tal como es entendida por Galtung, la violencia estructural se distingue de la personal por
desplegarse no como una acción directa de una
persona sobre otra, acción que sería expresable
a través de un enunciado sujeto-verbo-objeto,
sino como algo que está “integrado en la estructura” [built into structure], algo que es de algún
modo ejercido por la estructura, sin que haya
“actores concretos a los que pueda señalarse cuando atacan directamente a otros” (Galtung 1969, 171). Esta distinción básica entre la
violencia estructural y la personal implica otras
distinciones derivadas, algunas de ellas resaltadas por Galtung: la violencia personal suele ser
dinámica, fluctuante y visible para quienes la
sufren, mientras que la estructural tiende a ser
imperceptible, “silenciosa”, lo que se explica en
parte por su carácter generalmente ubicuo, así
como cotidiano, continuo y crónico, “estable y
“estático” (Galtung 1969, 173). La imperceptibilidad empírica de la violencia estructural hace
que deba ser a veces inferida y calculada, como
cuando Galtung y Höivik (1971, 73) la estudian
al medir la reducción de la esperanza de vida,
o “el número de años perdidos”, por causa de
factores sociales vinculados con la desigualdad. Mediciones como ésta permiten contrastar
cuantitativamente la violencia estructural con la
personal, como puede hacerse, por ejemplo, al
comparar los años que se pierden por homicidios
con aquellos que se pierden a causa de muertes
prematuras provocadas por la injusticia en la
sociedad.
Las diversas formas de violencia estructural
serán primeramente clasificadas por Galtung
(1975, 10-11) en tres grandes categorías: pobreza
o “privación de bienes materiales” como alimentos, agua potable, techo, abrigo y atención
médica; represión o “privación de derechos
humanos” como los de tránsito, conciencia,
expresión, confrontación y movilización; y alienación o “privación de necesidades elevadas”
como la realización del potencial propio, el bienestar y la felicidad, la amistad y la pertenencia,
la comprensión de las condiciones de la propia
vida, el acceso a la naturaleza y la experiencia
estética e intelectual. Esta privación de bienes,
derechos y necesidades, que tiene su origen en
una estructura tan material como la del sistema
socioeconómico, puede también justificarse o
legitimarse mediante configuraciones simbólicas
de creencias, ideologías y discursos, como sucede en la “violencia cultural” también estudiada
por Galtung (1990, 297). Es así como las violencias estructurales del feudalismo y del capitalismo han adoptado formas especistas, sexistas,
nacionalistas, clasistas y meritocráticas o “meritistas.” En todos los casos, la estructura se vale
de la cultura para identificar a las víctimas de
su violencia, como los animales y las plantas,
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las mujeres, los extranjeros, los miembros de
clases inferiores, los no-blancos y los paganos o
no-cristianos.
Además de justificar o legitimar la violencia, la cultura puede por sí misma violentar
simbólicamente a los sujetos por el mero hecho
de estigmatizarlos, descalificarlos, desvalorizarlos o inferiorizarlos. Tenemos aquí un tipo
específico de violencia, la violencia cultural o
simbólica en el sentido estricto del término, que
no debe confundirse ni con la violencia directa ni
con la estructural. Galtung y Fischer (2013, 35)
distinguen así tres clases de violencia de acuerdo
a su agente violento: la violencia directa de un
actor determinado, la violencia estructural de la
estructura que “produce daño o causa déficits de
las necesidades humanas básicas” y la violencia
cultural ejercida por la cultura para “legitimar”
la violencia directa y la estructural. Aunque distintas, las tres violencias resultan generalmente
inseparables entre sí: la estructural subyace a la
directa y ambas requieren de su legitimación y
justificación por la cultural.
En la última versión de la teoría de la violencia de Galtung, el principio de análisis estriba
en el supuesto de cuatro necesidades humanas
básicas, a saber, la supervivencia, el bienestar,
la libertad y la identidad. Estas necesidades son
vulneradas por diferentes formas de violencia
estructural: la “explotación” causa miseria y
muerte, afectando así, respectivamente, el bienestar y la supervivencia; la “fragmentación” de
los grupos y su “marginación” impiden que se
movilicen y así reprimen su libertad; la “penetración” ideológica y la “segmentación” de la conciencia provocan la alienación de sus miembros,
lo que implica un daño profundo en su identidad
(Galtung y Fischer 2013, 35-38). El resultado
es una colectividad humana amenazada, empobrecida, pulverizada, segregada, ideologizada y
des-concientizada. Esta colectividad es la estructuralmente violentada: la reprimida, explotada y
alienada.
Violencias estructurales del capital
Conviene volver a la cuestión de lo que aliena, explota y reprime a la colectividad humana.
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¿Qué es lo que ejerce toda esta violencia estructural? Semejante pregunta sería juzgada tautológica por Galtung, pues él considera simplemente,
como ya lo sabemos, que el agente violento es
aquí la propia estructura.
Es precisamente porque la estructura ejerce la violencia que se trata de una violencia
estructural. Esta violencia es de la estructura,
pero la cuestión crucial aquí es qué estructura.
¿Cuál es la entidad estructural que nos explota,
aliena y reprime como colectividad humana? La
pregunta es fácil para quienes la respondemos
en una perspectiva marxista y anticapitalista:
para nosotros, lo que hoy en día opera como
estructura explotadora, alienante y represiva es
principalmente la estructura capitalista, la cual,
por lo mismo, es también lo que nos amenaza,
empobrece, pulveriza, margina, ideologiza y
des-concientiza (Pavón-Cuéllar y Lara Junior
2016; Pavón-Cuéllar 2022a).
Desde luego que el capitalismo no es la única
entidad estructural que ejerce violencia estructural sobre nosotros, pero sí tiende a tornarse omnipresente al subsumir e integrar estructuralmente
en ella las demás estructuras violentas, incluso
aquellas en las que se funda, como la sexistaheteropatriarcal y la racista-colonial. Si el colonialismo y el patriarcado preceden y posibilitan
el capitalismo al sentar algunas de sus condiciones de posibilidad, como la acumulación primitiva planetaria o la división internacional y sexual
del trabajo, luego el sistema capitalista reabsorbe
y subordina las estructuras colonial y heteropatriarcal, transmutándolas en una suerte de subestructuras que son incesantemente emplazadas,
instrumentalizadas, explotadas, mercantilizadas,
capitalizadas. El capital se ha convertido así
actualmente en el principal agente y beneficiario
tanto de relaciones internacionales comerciales
y políticas legadas por el colonialismo como de
relaciones familiares e institucionales transmitidas por el heteropatriarcado.
Las estructuras heteropatriarcal y colonial
van quedando subsumidas en la estructura capitalista y así terminan sirviéndola, formando
parte de ella y dejándose regir por su lógica.
Esta subsunción hace que la violencia estructural del capitalismo vaya englobando las del
heteropatriarcado y la colonialidad, entre ellas
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la explotación, la alienación y la represión de
mujeres, de habitantes del Sur Global y de individuos subalternos feminizados o racializados. Las
violencias estructurales en el mundo son cada
vez más violencias de la estructura capitalista,
la cual, por lo mismo, es cada vez más, por un
lado, la estructura subyacente a las violencias
personales directas en la sociedad, y, por otro
lado, la estructura que se vale de la cultura y de
su violencia como de recursos ideológicos para
legitimarse y justificarse.
Genocidio estructural capitalista:
entre el clasicidio, el ecocidio y el
especicidio
Al utilizar, determinar y reabsorber las
demás estructuras de la sociedad, el capitalismo
puede también canalizar y sumar los potenciales
violentos de estas estructuras en las devastadoras violencias estructurales del capital. Estas
violencias han sido abordadas con las categorías
de Galtung por Garry Leech (2012, 4), quien
las considera “inherentes al sistema capitalista” y responsables de un “genocidio estructural” cuyas principales víctimas son los pobres,
especialmente los habitantes del Sur Global. El
diagnóstico de Leech está fundado en el simple reconocimiento de los millones de pobres
que son inmolados anualmente porque resultan
prescindibles para el capitalismo, prescindibles
como consumidores a causa de su pobreza, pero
también prescindibles como trabajadores y productores debido a los avances tecnológicos por
los que el capital requiere cada vez menos mano
de obra para sostener una producción que no deja
por ello de incrementarse vertiginosamente.
Al impulsar los avances tecnológicos y al
empobrecer a las mayorías populares, el capital
ya está sentando las premisas y la justificación
para el exterminio de los individuos pertenecientes a estas mayorías, pues “la producción de alta
tecnología los vuelve superfluos como productores y la pobreza los excluye como consumidores” (Leech 2012, 40). Digamos que los pobres
y marginales, empobrecidos y marginados por
el propio capital, están ya en la antesala de la
muerte, del espacio de los muertos, de aquellos a
los que el mismo capitalismo deja morir porque
ya no le sirven para nada. La necropolítica, tal
como ha sido concebida por Achille Mbembe
(2006), es aquí el efecto del empobrecimiento y
de la marginación, las cuales, a su vez, resultan
de los avances tecnológicos asociados con la
explotación y la dominación de clase.
Dado que las víctimas del capital pertenecen mayoritariamente a las clases dominadas,
Leech describe el genocidio estructural capitalista como una expresión de lo que Michael
Mann (2005, 17) ha designado con el nombre de
“clasicidio”, entendiéndolo como un “asesinato
intencional en masa de clases sociales enteras”,
un asesinato que sería “distintivo de los izquierdistas.” Leech refuta de algún modo a Mann al
mostrarnos convincentemente que los mayores
clasicidios, los más letales de la historia moderna
de la humanidad, no han sido los perpetrados
por los estalinistas, los maoístas y los jemeres
rojos entre los años 1930 y 1970, sino más bien
los resultantes de la violencia estructural del
capitalismo que extermina de modo cotidiano,
silencioso y discreto, a los millones de pobres
que mueren anualmente de miseria, de hambre
o desnutrición, de enfermedades curables y de
otras causas evitables.
Aunque sea estructural, el genocidio capitalista no es para Leech totalmente impersonal,
siendo perpetrado por el comportamiento uniforme “de una clase (capitalistas, con la complicidad
de los consumidores en gran medida en el Norte
global) contra otra clase (trabajadores, definidos
en términos generales para incluir a los campesinos y a los que sobreviven en el sector informal,
particularmente en el Sur global)” (Leech 2012,
19). Se trata, entonces, de una violencia ejercida
por una clase contra otra. Este carácter clasista
de la violencia no contradice ni excluye su carácter estructural, ya que las clases corresponden a
posiciones en la estructura, posiciones ocupadas
por sujetos en los que no hay nada intrínseco
por lo que deban ser agentes o víctimas de la
violencia.
Las posiciones de violentador y violentado
son tan sólo eso, posiciones, posiciones en la violenta estructura capitalista. Es en esta estructura
en la que radica la violencia, la cual, por ello, es
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una violencia estructural. Es también la estructura la responsable del efecto de su violencia,
del clasicidio o genocidio estructural a los que
se refiere Leech, que no son entonces imputables
a los capitalistas o a los consumidores del Norte
Global y de las élites del Sur Global.
Quizás los privilegiados formen parte de los
ejecutores del genocidio, tal vez incluso puedan
ser vistos como sus beneficiarios, pero no dejan
por ello de operar como simples eslabones o relevos de una violencia estructural que los trasciende. Esta violencia, por lo demás, también daña de
formas diferentes a quienes la ejecutan o creen
beneficiarse de ella, dañándolos al insensibilizarlos, al asalvajarlos, al degradarlos y pervertirlos,
al hacerlos cargar con la culpa de la estructura, al
atraerles venganzas y represalias, al convertirlos
en chivos expiatorios o en víctimas colaterales.
Por si fuera poco, los ejecutores y beneficiarios del capital difícilmente podrían protegerse
contra la cada vez menos improbable extinción
humana que resultaría de la imparable devastación capitalista del planeta. En este caso, al
provocar un ecocidio generalizado, las violencias
estructurales del capitalismo no se traducirán ya
tan sólo en un clasicidio o genocidio, sino en un
auténtico especicidio, asesinato de una especie
entera, la especie humana.
Vampiro del capital
Tanto el ecocidio y el especicidio como el
clasicidio o genocidio selectivo de los pobres del
Sur Global son efectos actuales o potenciales de
las violencias estructurales del sistema capitalista. Son estas violencias las que están exterminando masivamente a una gran parte de los
humanos al hacerlos morir prematuramente. Son
las mismas violencias las que están devastando la
naturaleza y las que amenazan así con aniquilar a
la humanidad entera.
Si el capitalismo tiene efectos estructurales
clasicidas, genocidas, ecocidas y especicidas, no
es tan sólo porque funciona sin preocuparse por
la muerte que provoca, sino porque su funcionamiento es esencialmente mortífero, consistiendo
en una transmutación de lo vivo en más y más
dinero muerto. Lo primero vivo que el sistema
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capitalista devora y transmuta en sí mismo es la
existencia del trabajador, su vida que se reduce
a fuerza de trabajo para ser explotada por el
capital, succionada por él, consumida como
trabajo vivo para producir plusvalía, excedente
de valor, más capital que no es entonces sino
trabajo muerto, sedimentado y acumulado, que
a su vez necesita succionar más vida para mantenerse con vida. Es por este proceso de succión
que Marx (2008, 178-179) comparó al capital con
un vampiro, describiéndolo en un pasaje bien
conocido como “trabajo muerto que no sabe alimentarse, como los vampiros, más que chupando
trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo
vivo chupa.”
La vida humana explotada como trabajo,
como trabajo vivo, es lo que Marx se representa
como la sangre de la que vive un vampiro del
capital que no tiene vida por sí mismo. Esta
metáfora del vampiro es utilizada más de una
vez por Marx y Engels para describir las diversas
facetas concretas del capital, como la industria,
el comercio, la usura, el arriendo y la finanza, tal
como se presentan en la segunda mitad del siglo
XIX. El capital industrial es el que se despliega
en “la industria inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y,
además, sangre de niños” (Marx 1980a, 11). El
capital financiero es, en Europa y Estados Unidos, “el monstruoso vampiro de la deuda nacional, que se pasa de unos hombros a otros, y que
se ha descargado finalmente sobre los de la clase
obrera” (Marx 1980b, 165). El capital usurario,
arrendatario y comercial es el que se pone de
manifiesto en el “parasitismo capitalista” de los
“vampiros que chupan la sangre de los campesinos” rusos (Engels 1894, 412). Ya sean campesinos rusos u obreros europeos y estadounidenses,
los trabajadores mantienen vivo al vampiro del
capital que los explota, que succiona la sangre de
su vida, lo mismo al emplearlos en la industria
que al arrendarles tierras, al darles créditos o al
comprar y revender sus productos.
Como un vampiro, el capital no tiene una
vida que sea de verdad suya. Su vida, como
hemos visto, es fundamentalmente la de los trabajadores a los que explota, pero es también la de
los demás seres vivos naturales a los que devora
como combustibles, materias primas o sustentos
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de mercancías que existen para valorizar el
capital, para mantenerlo con vida, más que para
satisfacer necesidades. Las empresas arrasan los
bosques y vacían los mares de sus peces no para
que nosotros dispongamos de maderas para nuestras casas y de pescados para nuestros platos,
sino simplemente para vendernos esas maderas y
esos pescados y así obtener más y más capital. Es
también por el mismo capital inerte, por él y no
por la vida humana, por lo que se consumen las
existencias de millones de obreros en las inmensas fábricas de China, India o México.
Toda la vida humana, animal y vegetal del
planeta es como un gran torrente de sangre del
que se nutre el vampiro del capital. Es tan sólo
así, al absorber tanta vida, como el capital puede
mantenerse vivo y agitarse para seguir haciendo
lo único que sabe hacer: explotar la existencia
humana y extraer sus demás recursos de la naturaleza, consumir todo lo vivo y así engordar,
aumentar su masa corporal muerta, expandirse
y acumularse cada vez más y entretanto exhalar
gases tóxicos en la atmósfera, orinar venenos en
los ríos y defecar montañas y continentes enteros
de basura. El resultado es que hay cada vez más
contaminación y más capital, cada vez más desechos y más dinero circulando y acumulándose,
en un mundo en el que hay cada vez menos vida,
un mundo agonizante que ha perdido ya más
de la mitad de su tierra fértil, de sus bosques
primarios y de sus poblaciones de vertebrados e
invertebrados.
Violencias mortíferas necesarias,
constantes y esenciales
La destrucción de la vida es el saldo necesario de las violencias estructurales del capitalismo. Quizás estas violencias puedan matar más o
menos en función de factores variables y circunstanciales, pero siempre, de modo tan constante
como esencial, deberán provocar la muerte para
producir algo tan inerte como el capital a costa de
algo tan vivo como la humanidad y la naturaleza.
Tenemos aquí una lógica inherente al vampiro
del capital que es intrínsecamente violenta y que
no puede pasarse por alto al abordar los efectos
letales de la violencia estructural del capitalismo,
sus efectos clasicidas o genocidas, ecocidas y
potencialmente especicidas.
La devastación de la naturaleza y el riesgo
de aniquilación de la vida humana constituyen
eslabones del proceso de producción de capital
y no sólo daños colaterales causados por este
proceso. De igual modo, la muerte masiva prematura de pobres explotados y marginados en el
Sur Global es no sólo una catástrofe accidental,
sino una expresión fiel y un resultado necesario
del proceso de producción, realización, concentración y acumulación del capital. No es posible
realizar, concentrar y acumular el capital en el
Norte Global sin explotar y marginar de él a
quienes lo producen en el Sur Global. Incluso
esta producción es únicamente posible porque
los pobres pierden sus vidas tanto cuando son
explotadas, cuando son devoradas por el vampiro
del capital, como cuando son desechadas, cuando
están marginadas con respecto al producto de la
explotación.
Además de ser tan letal como la explotación,
la marginación es tan indispensable como ella
para la producción de capital. El plusvalor tan
sólo puede producirse al acapararse, al excluirse
de él a quienes consumen sus vidas para producirlo, al no compartirlo con ellos, al marginarlos,
al apartarlos de la riqueza, al sumirlos en la
mayor pobreza, pauperizarlos, descartarlos y así
precipitar su muerte. Se mata rechazando y no
sólo consumiendo las existencias de los pobres.
Es con los dos procesos mortíferos de explotación y marginación de una clase con los que
se paga la riqueza de otra clase. El exceso en
el Norte Global exige la falta, la escasez y la
muerte en el Sur Global. El clasicidio o genocidio
estructural, como lo denominaba Leech, es un
momento esencial del proceso capitalista.
Pulsión de muerte y goce del capital
Como lo hemos visto, el capitalismo es esencialmente mortífero a causa de su impulso constitutivo a transmutar lo vivo en más y más capital
muerto, un impulso que se manifiesta lo mismo
en la consunción de la vida explotada que en su
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exclusión y eliminación al ser marginada con
respecto al fruto de su explotación. Este impulso
es bastante misterioso y plantea diversas interrogantes. ¿Cómo puede ser posible que haya un
impulso que provenga de algo inerte, del capital,
en el que busque reabsorber una energía como la
de los trabajadores? ¿Cómo lo vivo y dinámico
de esta energía puede ser devorado por algo
estático y muerto como el capital? ¿Cómo algo
inanimado como el sistema capitalista puede
animarse con la fuerza de la vida humana, explotándola como fuerza de trabajo, para convertirla
en capital?
¿Cómo representarse el impulso de lo
inanimado a revertir lo animado, a neutralizarlo,
a reconducirlo a lo inanimado? Encontramos
ya una fiel representación de este impulso en
lo que Sigmund Freud (1997, 38) concibe como
una “pulsión de muerte” que tiende a “regresar
a lo inanimado”, a lo “inorgánico”, a “la meta
de la muerte”. No hay nada en Freud que impida
suponer que esta pulsión de muerte subyace al
impulso del capital y consigue satisfacerse a
través de él, a través de la satisfacción misma del
capital, que sería entonces una satisfacción pulsional en la que radicaría una suerte de goce del
capital, dándole aquí al goce el sentido que tiene
para Jacques Lacan sobre la base de su lectura de
Freud (ver Pavón-Cuéllar, 2022b).
El goce del capital cumple cabalmente con
dos aspectos definitorios del concepto lacaniano
de goce. Por un lado, como ya lo hemos dicho,
se trata de una “satisfacción de la pulsión” en “la
destrucción”, en un proceso destructivo de reconducción de lo animado a lo inanimado con el
que no puede satisfacerse más que la pulsión de
muerte en su “dimensión histórica” (ver Lacan,
1986, 247-248). Por otro lado, esta satisfacción
pulsional implica el goce en el sentido más estricto del término, el jurídico, el de la posesión que
se traduce en la posesión por la posesión de la
acumulación capitalista (ver Lacan, 1967).
Desde luego que el capital no es un ser vivo
sensible que pueda gozar por sí mismo, pero es
precisamente por esto que debe explotar a los
sujetos para gozar a través de ellos, a través de su
vida y su sensibilidad, su existencia productiva y
su experiencia receptiva, su fuerza de trabajo y
su necesidad de consumo. Es al atravesar a los
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sujetos atrapados en el sistema capitalista que la
pulsión de muerte puede satisfacerse y convertirse así en el goce del capital, un goce ajeno a
los sujetos, irremediablemente perdido y faltante
para ellos, pero conocido por ellos de modo
negativo cuando se les despoja del plusvalor que
producen o realizan. Este plusvalor es el goce del
capital en el que Marx vislumbró aquello siempre
evasivo que Lacan (2006, 17-19) ha designado
con el nombre de “plus-de-gozar.”
Es verdad que la experiencia del plus-degozar, tal como la concibe Lacan, ocurre de
modo general en la relación del sujeto con un
lenguaje, como sistema simbólico de la cultura,
y no sólo en su vínculo histórico particular con
el sistema capitalista. Sin embargo, como lo ha
sugerido el propio Lacan (2006, 1991), el capitalismo procede como una suerte de condensador
que retiene el goce, acopiándolo y acrecentándolo, multiplicándolo exponencialmente, abultándose con él y haciendo suyo su peso y su poder,
lo que le permite a Marx presentirlo al percibir
sus efectos. Lo que Marx presiente a través de la
acumulación del capital es lo que ocurre fatalmente en la modernidad con aquel goce del Otro
que se traduce en el plus-de-gozar del sujeto y
que Freud logrará descubrir más adelante en los
síntomas de neuróticos y de histéricas.
Lo interesante hoy en día es que el avance
mismo del sistema capitalista, que posibilitó
el presentimiento marxiano del descubrimiento
freudiano, está modificando lo que se presiente
y se descubre, haciendo que lo descubierto por
Freud se disuelva en aquello a través de lo cual
fue presentido por Marx, en el goce del capital
en el que tiende a invertirse y reabsorberse cualquier goce del Otro. Es cada vez más el capital
el que goza de nosotros como de sus objetos al
violentarnos estructuralmente a través de toda
clase de negocios lucrativos.
El belicismo generalizado aporta su goce
al capital de una industria armamentista que no
deja de enriquecerse con el crimen organizado
en países latinoamericanos y con las guerras
en Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Ucrania y
diversos países africanos. Entretanto, el capital
de la industria alimentaria goza de la creciente
intoxicación de nuestros cuerpos y así le permite
al capital de la industria médica gozar también
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cada vez más de efectos de esta intoxicación
como la obesidad, la anemia, la diabetes, el cáncer y los problemas cardiovasculares. Mientras
el capital médico goza de la desintegración y
desvitalización de nuestros cuerpos, el capital de
Silicon Valley está gozando a su modo al desvitalizar y desintegrar nuestras almas que se dejan
devorar por el monstruo digital y estallan en los
innumerables trozos informativos rentabilizados
por las redes sociales, por las agencias publicitarias y por los anunciantes y otros contratantes
del Big Data.
Las diversas cabezas de la hidra capitalista
gozan de lo que imaginamos gozar a través de
los múltiples objetos de consumo con los que
intentamos recobrar el plus-de-gozar. Nunca
recuperamos la causa de nuestro deseo, pero sí
consumimos incesantemente aquello a través
de lo cual se nos consume. Cada mercancía que
adquirimos es como un colmillo del vampiro
del capital, como una aguja que se encaja en
lo que somos para extraer la sangre de nuestra
vida y efectuar su transfusión hacia el sistema
capitalista.
El capital no deja de gozar del plusvalor.
Este suplemento de valor cada vez más la versión moderna de un plus-de-gozar por el que
siempre hemos logrado saber negativamente
algo del goce del Otro. Este goce fue siempre del
Otro, nunca nuestro, pero ahora está cada vez
más necesariamente privatizado por un sistema
económico en el que sólo goza el capital a costa
de la humanidad, mientras que antes al menos
era el bien potencialmente público de un sistema
simbólico de la cultura del que todos podríamos
esperar beneficiarnos de un modo u otro.
Subsunción del Otro y de su goce en el
capitalismo neoliberal y neofascista
El goce del Otro, padecido por cada sujeto a
través del plus-de-gozar, es cada vez más un goce
del capital asociado con la producción y realización del plusvalor. De ahí que las violencias
estructurales en el mundo, como lo habíamos
observado con anterioridad, sean también cada
vez más violencias de la estructura capitalista.
El capitalismo tiende a englobar las violencias
estructurales del Otro porque tiende a privatizar
y acaparar el goce del Otro. Esta privatización y
acaparamiento, que ha llegado a su punto culminante en el neoliberalismo, se explica a su vez
por la creciente subsunción del Otro, del sistema
simbólico de la cultura, en el sistema económico
del capitalismo, un sistema que va eliminando
los obstáculos que se oponían a él y que así opera
de modo cada vez unívoco, absolutizado, totalitario, incondicionado, libre, desregulado.
A medida que nos adentramos en el vacío
neoliberal, el sistema capitalista se presenta cada
vez más como el principal sistema simbólico de
referencia. El malestar en la cultura se va convirtiendo en un malestar en el capitalismo. El
sistema capitalista aparece también cada vez más
como una suerte de macro-sistema que violenta
estructuralmente a los sujetos a través de otros
sistemas, convertidos a veces en subsistemas
del capitalismo, como el racista-colonial o el
sexista-heteropatriarcal a los que nos referimos
con anterioridad.
Ahora, en el momento de goce neofascista
en el que nos encontramos, tenemos un programa
neoliberal extremo en el que vemos al capital
gozar de modo cínico, descarado y obsceno, a
través de sus violencias estructurales exponenciadas por las de múltiples dispositivos ideológicos violentos, entre ellos el heterosexismo, el
machismo, el racismo, el neocolonialismo, el
eurocentrismo, el nacionalismo, el clasismo, el
elitismo, el edadismo, el especismo y diversos
negacionismos y conspiracionismos. Estos dispositivos no sólo agregan sus violencias estructurales a las del capitalismo y así las exacerban,
sino que, además, retomando las categorías de
Galtung, implican violencias culturales que
aportan justificaciones ideológicas para las violencias estructurales. El neofascismo es ideología
y no sólo violencia.
A veces las justificaciones ideológicas de la
ultraderecha neofascista adquieren tintes ultraconservadores que adhieren a una tradición
cultural nacional o regional. Sin embargo, como
es fácil constatarlo, esta defensa demagógica de
una cultura particular suele no ser más que una
simple fachada, una publicidad superficial, una
simulación que sirve tan sólo para disimular el
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EL VAMPIRO DEL CAPITAL Y SU PULSIÓN DE MUERTE...
vacío de la cultura desalojada por el capitalismo
neoliberal y neofascista. El único fondo y contenido “cultural” de los programas de las nuevas
derechas y ultraderechas no es más que el goce
del capital en el que vemos degradarse y disolverse el mundo humano civilizado.
El papel del capital en la disgregación
humana y en la degradación cultural
La civilización también sufre los efectos
corrosivos del capitalismo que busca mercantilizarla, explotarla, rentabilizarla y absorberla por
todos los medios. El capital devora la cultura y
no solamente la naturaleza. La compleja diversidad cualitativa del mundo, una diversidad tanto
natural como cultural, va erosionándose y neutralizándose al entrar en contacto con la simple
variabilidad cuantitativa del cálculo capitalista.
Al final sólo quedan precios y otras cifras,
expresiones de cantidades homogéneas del
mismo dinero, ahí donde antes había la realidad
con sus cualidades heterogéneas. Lo multiforme
y multidimensional cede su lugar a lo uniforme
y unidimensional. Una simple acumulación de
capital es todo lo que se obtiene al capitalizar la
diversidad infinita de la tierra y de la humanidad.
En el capitalismo, como ya lo observó Marx
(2008), el monocorde valor de cambio tiende
a predominar sobre los infinitamente diversos
valores de uso de la naturaleza y de la cultura. La
merma de la diversidad es también lógicamente
una erosión de la complejidad. Esta erosión,
como Freud habría podido observarlo, es el signo
inequívoco de que la pulsión de vida por la que
se guían los desarrollos naturales y culturales, el
impulso erótico hacia “rodeos más y más complicados”, va perdiendo terreno ante la pulsión
de muerte del capital que lo simplifica todo para
llevar hacia lo inanimado por el “camino más
corto”, en “cortocircuito” (Freud 1997a, 38-39).
Digamos que las vías directas del capitalismo, sus rápidos atajos hacia la satisfacción a
través del goce del capital, atraviesan transversalmente y así cortan, desarticulan y destruyen
los prodigiosos laberintos de la naturaleza y de
la cultura. Los tortuosos senderos de animales
111
y humanos van desapareciendo a favor de autopistas, viajes aéreos y transmisión de señales
entre satélites y antenas. El simple intercambio
entre el dinero y las múltiples mercancías existentes, desde las alimenticias y vestimentarias
hasta las sociales y las sexuales, remplazan los
embrollos del trueque y el regateo, el cortejo y
la seducción, la solidaridad y la reciprocidad en
los ecosistemas naturales y en las comunidades
tradicionales humanas. Los bosques primarios y
los viejos huertos, unos y otros igualmente enredados y desbordantes de vida, ceden su lugar a
monocultivos y granjas industriales donde sólo
crece una sola especie a costa de todo lo que
se extermina con herbicidas e insecticidas. El
trabajo automático de los apéndices humanos de
las máquinas en las cadenas de producción va
dejando atrás la creatividad y la agitación de la
vida humana en los talleres artesanales. El barullo, la variedad y la efervescencia de esta vida en
los mercados también se pierde en la monotonía
de los supermercados y de las plataformas de
venta por internet.
La simplicidad repetitiva de lo muerto, del
capital inerte con su goce mortífero, avanza
imparable sobre la diversidad y la complejidad
inherentes a lo vivo. Este avance de la pulsión de
muerte sobre la de vida tiene una de sus mejores
expresiones actuales en un individualismo típicamente neoliberal que sustituye la trama orgánica
vital comunitaria por una suma inerte de individuos, una suma sólo aritmética y no orgánica. El
resultado es aquí también una degradación de la
cultura, pues la cultura, para Freud (1997b, 117),
“es un proceso al servicio de Eros, que quiere
reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una
gran unidad: la humanidad.” Contra la cultura
que sirve a la pulsión de vida y así une a los individuos en la gran comunidad humana, la pulsión
de muerte del capital desgarra la comunidad y la
disgrega, ya sea entre individuos en la sociedad
individualista neoliberal, o bien entre etnias,
pueblos o naciones en los programas neofascistas
de las nuevas ultraderechas.
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Lucha de clases como lucha entre las
pulsiones de vida y de muerte
Como bien lo reconoce Freud (1997b, 118),
la pulsión vital agregativa de la cultura, que “liga
libidinosamente a los seres humanos”, entra en
conflicto con la pulsión disgregativa de muerte
que provoca la “hostilidad de uno contra todos
y de todos contra uno.” ¿Acaso tal hostilidad
anti-cultural no tiene hoy su manifestación más
clara e importante en la despiadada ley de la
selva de la sociedad capitalista que oscila entre el
individualismo neoliberal y la mezcla neofascista
de clasismo, elitismo, nacionalismo, racismo y
xenofobia? Si Freud tiene razón y toda esta hostilidad es efecto de la pulsión de muerte, entonces
confirmamos que la pulsión de muerte obra hoy
principalmente a través del capital, ya que es el
capital el que impone su ley de la selva, el que
motiva la hostilidad en cuestión y el que subyace
a sus actuales expresiones violentas neoliberales
y neofascistas.
El vampiro del capital nos ofrece actualmente la mayor y mejor evidencia, la más palmaria e
incuestionable, de lo designado por el concepto
freudiano de “pulsión de muerte.” Quizás Freud
tan sólo pudiera conceptualizar la pulsión de
muerte al verla operar en el capitalismo con sus
guerras mundiales imperialistas y con sus demás
violencias directas, culturales y estructurales.
Existe incluso la posibilidad de que fueran las
movilizaciones masivas pacifistas, anticapitalistas y específicamente comunistas del primer
tercio del siglo XX las que le revelaran subrepticiamente a Freud, sin que él se percatara de ello,
aquella “lucha” que él mismo vislumbró entre
“Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de
destrucción, tal como se consuma en la especie
humana” (Freud 1997b, 118).
La idea freudiana de una lucha entre las
pulsiones de vida y de muerte parece tener una
de sus más elocuentes expresiones humanas en
lo que se ha conceptualizado como “lucha de clases” en la tradición marxista. Es preciso entender
bien que esta lucha, tal como la entienden Marx
y sus seguidores, es un conflicto no sólo entre
dos grupos humanos, entre los trabajadores y los
capitalistas, sino entre los vectores que unos y
otros encarnan: entre la humanidad que trabaja
y el vampiro del capital que la explota, entre el
trabajo vivo y el trabajo muerto, entre la vida y
la muerte. Los dos vectores, tal como son concebidos en Marx y en el marxismo, corresponden
así a los polos de lo vital y de lo mortífero, pero
también a los impulsos agregativo y disgregativo
que Freud asocia respectivamente a las pulsiones
de vida y de muerte: “empeñada la una en reunir
lo existente en unidades más y más grandes, y
la otra en disolver esas reuniones y en destruir
los productos por ellas generadas” (Freud 1997c,
247-248). Como hemos visto, el capitalismo
tiende irresistiblemente a degradar y disgregar
el sistema simbólico de la cultura, neutralizando
su diversidad y desarticulando su complejidad,
mientras que el movimiento anticapitalista se
presenta hoy en día como la última esperanza de
salvar a la civilización humana y a la humanidad
misma amenazada por la devastación del planeta.
La encarnizada lucha de clases entre la vida
humana y el vampiro del capital aparece como
la versión moderna del conflicto entre “el amor”
y la “discordia” con el que las especulaciones
filosóficas de Empédocles habrían anticipado la
concepción freudiana de las pulsiones de vida y
de muerte (Freud 1997c, 246-247). La contradicción pulsional se evidenciaría también a través
de un conflicto entre la concordia que une y
la violencia que separa. Cuando este conflicto
se politiza, tendríamos una lucha entre, por un
lado, a la izquierda, una opción progresista por el
comunismo y el internacionalismo, por el avance
histórico hacia la unidad cultural orgánica de la
comunidad humana, y, por otro lado, a la derecha, opciones conservadoras y reaccionarias o
regresivas por el capitalismo y por sus frentes
racistas, nacionalistas, clasistas e individualistas,
es decir, por la degradación y disgregación de la
humanidad y de la cultura en capitales, en dinero
y mercancías, y derivativamente en razas, naciones, clases e individuos.
A manera de conclusión
Lo que parece estar en juego en el conflicto
político entre el progresismo y el conservadurismo podría confirmar la fabulosa lectura de Freud
EL VAMPIRO DEL CAPITAL Y SU PULSIÓN DE MUERTE...
por Lev Vygotsky y Aleksandr Luria (1994,
14-16). Gracias a su mirada tan aguzada por el
marxismo como por el psicoanálisis, los aún
jóvenes psicólogos soviéticos fueron más allá del
plano psicológico y descubrieron dos “tendencias
generales” en las pulsiones de muerte y de vida:
una “conservadora-biológica” y otra “progresista-sociológica”, la primera volviéndonos hacia
atrás y la segunda impulsándonos hacia adelante,
“hacia el progreso y la actividad”, en la “tormentosa progresión del proceso histórico.” Es por
estas dos tendencias por las que la historia no
sería un proceso lineal, sino un drama retorcido,
contradictorio y conflictivo, jaloneado entre las
pulsiones opuestas.
La oposición pulsional tendría las más diversas exteriorizaciones violentas en la sociedad
humana. Sin embargo, la mayor parte de las violencias que hoy conocemos, en especial de tipo
estructural, parecen derivar unilateralmente de
aquello que aquí hemos denominado “goce del
capital” y que entendemos como una satisfacción
histórica sin precedentes de lo que Freud conceptualizó como “pulsión de muerte”. La gestión,
canalización, concentración y exacerbación de
esta moción pulsional en su gozosa realización
capitalista, como hemos visto, es la causa de
múltiples violencias estructurales que se están
saldando actualmente con una exterminación de
los más pobres y con una devastación de la naturaleza que podría traducirse en la aniquilación de
la humanidad.
Concebir psicoanalíticamente las violencias
estructurales del capitalismo como un goce del
vampiro del capital, como una satisfacción de la
pulsión de muerte, no implica ninguna justificación, coartada o descarga de responsabilidad
para el sistema capitalista que las inflige sobre el
planeta y la humanidad. No es, como lo temían
algunos freudomarxistas, que los crímenes del
capital se imputen injustamente a la naturaleza
(ver Pavón-Cuéllar, 2022c). Ni siquiera se trata
aquí de un instinto natural, sino de una forma
histórica de satisfacción pulsional atribuible al
sistema capitalista. El capitalismo, personificado por cada capitalista, es el único responsable
de gestionar, canalizar, concentrar y exacerbar
la pulsión de muerte de tal modo que tiene los
113
efectos violentos y mortíferos que hemos examinado en este capítulo.
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David Pavón Cuéllar (david.pavon@umich.
mx) Profesor Investigador Titular en la Facultad
de Psicología de la Universidad Michoacana
de San Nicolás de Hidalgo (Morelia, México).
Doctor en Filosofía por la Universidad de Rouen
(Francia) y Doctor en Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela (España). Entre
sus recientes publicaciones destacan los libros:
Sobre el vacío: puentes entre marxismo y psicoanálisis (Ciudad de México, Paradiso, 2022);
Psicoanálisis y revolución: psicología crítica para
movimientos de liberación (con Ian Parker, Santiago de Chile, Pólvora, 2021); Más allá de la psicología indígena: concepciones mesoamericanas
de la subjetividad (México, Porrúa, 2021); Virus
del capital (Buenos Aires, Docta Ignorancia,
2021); Zapatismo y subjetividad: más allá de la
psicología (Bogotá, Cátedra Libre, 2020); Psicología crítica: definición, antecedentes, historia y
actualidad (México, Itaca, 2019) y Marxism and
Psychoanalysis: In or Against Psychology (Londres, Routledge, 2017).
Recibido: 15 de febrero, 2023.
Aprobado: 22 de febrero, 2023.
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