Nunca llevo reloj. Cuando era pequeña no podía vivir sin él. Sería para asegurarme de que, efectivamente, el tiempo pasaba en los momentos de aburrimiento. Recuerdo mirar las horas en verano, en el pueblo, en Portugal, y sentir que estaba atrapada en un bucle temporal. La verdad que era horrible: el sonido de la chicharra, la radio en portugués (que no preguntéis la razón pero me levanta dolor de cabeza inmediato), las maris en las escaleras de la casa del pueblo gritando sus gracias y desgracias y un porrillo de niños franceses (hijos de la gente del pueblo que emigró a Francia, que fueron casi todos los de la quinta de mi padre) chillando improperios y corriendo descalzos como salvajes por los adoquines tapizados del rastro inevitable de las vacas. Yo tenía mucho calor para eso y pisar zamburguesas de vaca no era una cosa que me entusiasmara, aunque alguna vez pisé algún que otro ejemplar hasta su núcleo vital (y consecuentemente me moría del asco). Los veranos en Portugal no eran ni para la bicicleta. No sé cuántos libros leía en un mes. De vez en cuando pasaban cosas y en el revuelo sí que estaba yo metiendo las narices. Una vez llegaron un burro y un caballo de un pueblo cercano que habían escapado. Lo que ellos no sabían es que fue peor el remedio que la enfermedad. ¡Todos los niños a montar el burro! (yo incluída, por supuesto, a ver si para una cosa que pasaba me la iba a perder). Aquel verano fue lo mejor que me pasó. Otras veces lo más emocionante del día era bajar al abrevadero de la plaza, que también era fuente para los humanos, acercarme al caño a beber, caerme de bruces en el agua roñosa y salir de allí con la dignidad mellada. No era la única, siempre había alguien que se caía a la bica (que así llaman a la fuente-pilón) y entonces el comité perpetuo de la plaza se reía de ti (y tú con ellos) porque en el fondo era lo mejor que les iba a pasar, también, en el día.
Pero pasaron los años y de repente el reloj dejó de ser algo útil. Ya no hacía falta. Todo el mundo lleva uno y tiene sus rutinas. Ése es mi reloj, la rutina ajena. Sé que son las 7 de la mañana cuando una pareja baja por la plaza con un cochecito de bebé camino de la escuela infantil, sé que son las 8 y cinco cuando una furgoneta maniobra para girar la calle. Y así durante todo el día. Así que ya no me hace falta el reloj. Además, creo que pocas cosas hay que odie más que el sudorcillo de las correas en las muñecas en verano. A esto hay que sumarle que, inexplicablemente, hay relojes por todas partes. Debe de ser por la misma razón que lo llevaba yo, para ver cuánto tiempo de tedio resta al momento.
¡Menuda chapa! y todo para decir que cuando estoy enredando en la cocina el tiempo no es lento, pasa veloz. Voy a hacerme mirar un poco el tema de las introducciones eternas porque veo que os han salido canas leyéndome y luego no quiero tener que pagar peluqueras.
La receta que dejo hoy por aquí es algo que le saca a uno de un apuro en un periquete. No tiene nada de complicado pero sí mucho sabor por las especias y los trigueros.
Para 2 raciones:
300 g de tofu (duro o blando)
vinagre, agua y una cucharada sopera de
Ras el Hanout para la marinada
300 g de espárragos trigueros
200 g de guisantes
200 g de tomate natural triturado
aceite de oliva
sal
Cortamos el tofu en cubos y lo colocamos en un recipiente. Echamos vinagre como hasta la mitad de los cubitos de tofu y terminamos de taparlos con agua. Agregamos la cucharada de Ras el Hanout, removemos y dejamos reposar al menos una hora. Cuanto más tiempo más profunda será la marinada. Yo la suelo dejar toda la noche en la nevera.
Echamos aceite en una sartén y añadimos el tomate natural. Cuando haya reducido un poco echamos los espárragos cortados y los guisantes. Salamos. Dejamos unos 8 minutos y agregamos el tofu con toda la marinada. Cocinamos unos 10-15 minutos más hasta que se haya reducido el líquido y los espárragos estén al dente. Retiramos, servimos y ¡a comer!