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SUGAR BLUES
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SUGAR BLUES
WILLIAM DUFTY

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PRESENTACIÓN
Cuando en Febrero de 1987 le escribí a mi amigo Bill Dufty para preguntarle donde conseguir nuevas
copias de Sugar Blues en castellano para distribuir, no pensé que él me autorizara que las hiciera yo
mismo. Me aboqué a leer la edición española del Sugar Blues que nunca había leído (siempre prefiero leer
— si puedo — los libros en su idioma original). Me encontré con un Chernobyl literario. Le informé a BiIl
los errores garrafales que contenía dicha edición y entonces decidimos empezar de fojas cero.
Y si el resultado con seguridad no conformaría a un Borges o un Madariaga tiene, por lo menos, el texto
completo del libro de Dufty y una revisión minuciosa (20 leídas después de su paso por la Composer).
Dufty escribió este libro hace un poco más de 13 años, y es notable cómo en este período de tiempo
aumentó considerablemente el interés por la alimentación integral, disminuyendo el afán por la carne y
los productos enlatados y “quimicalizados” Y aunque todo ese interés está un tanto desvirtuado por los
“comerciantes de lo natural’’ hubo un cambio. La proliferación de plantas nucleares de energía ha sufrido
una cierta desaceleración en los países ricos. (En los Estados Unidos no se han encargado nuevas plantas
nucleares desde 1978). No tanto así en los subdesarrollados donde, evidentemente la corrupción política
las sigue propiciando. Argentina y Brasil están protagonizando una “carrera nuclear” que podría causar
risa si no fuera tan trágica la inacabable serie de infiltraciones radiactivas, desperfectos, pérdidas y
posibilidades de fusión tipo Chernobyl que en general se ocultan al público. De vez en cuando algo se
infiltra en los medios, pero son innumerables los hechos ocultados.
Este año, un artículo en el London Times de Mayo de 1987, traía una información dada por un
investigador designado por la Organización Mundial de la Salud, para estudiar posibles incidencias de
SIDA en África, Haití y Brasil causadas por vacunas antivariólicas distribuidas por dicha Organización
en forma masiva. El investigador confirmó esos temores y la Organización Mundial de la Salud le solicitó
enterrara el informe. En esa circunstancia, este investigador, cuyo nombre desea mantener secreto, se
dirigió al prestigioso London Times, que por supuesto confirmó su autoridad, y este periódico publicó lo
noticia (ver detalles en “Vida Macrobiótica” — C. M. M. — Nº 4). De todo esto se desprende que todas
las vacunas podrían transmitir enfermedades como el SIDA — algo para estudiar y ciertamente algo que
debería producir una pausa en los programas de vacunación obligatoria de diferentes Ministerios de Salud
del Tercer Mundo (Argentina y Uruguay entre otros).
Volviendo al tema de la toma de conciencia popular sobre la vida natural, es interesante confirmar que
sigue siendo muy poco lo que se habla de la nocividad del azúcar. Y no es porque mucha gente no lo sepa,
sino porque es enorme el interés comercial por el azúcar.
Quisiera agregar algo más al libro de Dufty, que ciertamente no ha perdido actualidad, aunque en esta
época las cosas se precipitan a un ritmo creciente, y así como esa noticia del London Times, hay otra
noticia sumamente importante y referida al tabaco. Recién en 1980 el público de los países desarrollados
sabe que el tabaco contiene asombrosas cantidades de radiación ¡y que la persona que fuma 1 paquete y
medio por día, recibe una dosis de radiación ionizante equivalente a 300 radiografías de pecho anuales!
Esto se debe a un fertilizante usado en las plantaciones de tabaco que contiene uranio. Este uranio se
descompone en radio y luego en polonio 210.
Y así, cada día nos vamos enterando de estas cosas que las autoridades tratan de ocultar. Mientras
consigno estas palabras se está ocultando la gravedad del accidente nuclear de Goiana, en Brasil, con una
liberación de cesio 137, con una vida radiactiva de 600 años.
El azúcar refinada es un factor debilitante para nuestro organismo que unido a una mala alimentación,
los antibióticos, las vacunas y la radiación ionizante, nos predispone a sufrir todo tipo de desequilibrios.
Por tal motivo, libros como el Sugar Blues constituyen avisos que son de suma importancia para nuestra
salud y la salud del Planeta. Dufty no habla del SIDA, porque hace 73 años no se conocía. El azúcar
refinada es un factor debilitante que afecta nuestro poder auto-inmunizante.

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Presentación
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Mauricio Waroquiers
Punta Ballena
30/10/1987.
“William Dufty, acreedor de muchos premios de periodismo, ha puesto en blanco y negro la
filosofía dietética de su gloriosa guru-mujer, Gloria Swanson, en SUGAR BLUES . . . Este libro es
un recuento entretenido de cómo la raza humana vive bajo la “Marca de Caín del Azúcar”.
Mary Daniels, The Chicago Tribune
“Soberbio y estremecedor”.
Shirley Eder, The Detroit Free Press
“El lector que quiere sentirse mejor, tener mejor aspecto y gozar más de la vida — y por
supuesto si sólo está buscando un buen libro — se sentirá ciertamente atraído por el SUGAR
BLUES”.
PubIishers Weekly
“Pocas veces se han ofrecido informaciones científicas de una forma tan entretenida. William
Dufty lo ha realizado gloriosamente. Escribe con convicción . . . plasmando una investigación
profunda con su propia experiencia personal. Es una historia fascinante que podrán gozar aún
los más escépticos. El SUGAR BLUES se convertirá en un clásico en lo que respecta a la
dietética”.
Health Foods Retailing
AZUCAR: Sacarosa refinada, C12H22O11, producida por un proceso químico múltiple del jugo de
caña de azúcar o de la remolacha y en el que se ha eliminado toda la fibra y las proteínas, las
cuales forman el 90 por ciento del total de la planta natural.
BLUES (o melancolía): Un estado depresivo o melancólico que produce temor, malestar físico y
ansiedad (expresado a menudo líricamente como una crónica autobiográfica de desastres
personales).
SUGAR BLUES: Múltiples sufrimientos físicos y mentales causados por el consumo humano de
sacarosa refinada, comúnmente llamada azúcar.

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Érase una vez, un hombre apegado sin remedio a la sacarosa (C12H22O11) enfrentado con un
desafío inolvidable entre Gloria Swanson y un terrón de azúcar.
Me habían convocado para una rueda de prensa, a la hora del almuerzo, en la oficina de un
procurador neoyorquino en la Quinta Avenida. Todo marchaba bien cuando entré. La señorita
Swanson, más alerta y consciente que cualquier otra persona presente, sacó el bolso apoyado en
la silla a su lado y me dejó sitio. Nunca la había visto antes fuera de la pantalla. No esperaba
encontrarla allí, ni estaba preparado para verla en absoluto.
Un camarero nos trajo la merienda: tostadas de centeno con pastrami, pan integral con
salchichón, jarritas de cartón con café, y una bandeja de terrones de azúcar. Mis colegas de
varios periódicos neoyorquinos continuaban discutiendo mientras las raciones se distribuían.
Desenvolví mi sandwich, destapé la jarrita de café y tomé un terrón de azúcar. Estaba
desenvolviéndolo cuando escuché un susurro autoritario.
“Esto es veneno. No lo quiero en mi casa, y menos en mi cuerpo “.
Me aparté del precipicio y la miré. Se ampliaron sus inmensos ojos azules, sus grandes dientes
blancos resplandecían en aquel mordisco detrás de su sonrisa. Ella era Carrie Nation
enfrentándose al diabólico aguardiente, William Jennings Bryan, enarbolando la Cruz de Oro,
Moisés con una costilla de cerdo en su plato. Como un niño atrapado con las manos en el tarro
de mermelada, dejé caer el terrón de azúcar. Me di cuenta que frente a la señorita Swanson no
quedaban residuos. No compartía nuestra merienda. Había traído su propia comida, una cosa
madurada al aire, sin contaminar. Me ofreció un poco. Nunca había probado algo tan rico en mi
vida. Y se lo dije.
Por supuesto, todos habíamos oído hablar de las leyendas acerca del exótico régimen
alimenticio de la Swanson. Se habían escrito poemas sobre su aspecto desafiante a la edad.
Viéndola de cerca, cara a cara, era imposible dudar de que lo que hacía era correcto.
“Acostumbraba a ponerme lívida cuando veía a la gente comer veneno” — murmuró —. “Pero he
aprendido que cada uno tiene que descubrirlo por sí mismo por el camino difícil. Ahora puedo verlos
comer vidrio picado en mi presencia sin inmutarme. ¡Adelante!” — me dijo, desafiándome a mezclar
azúcar con mi café —. “Coma su blanca azúcar, mátese y vea si me importa”
Nuevamente brilló el mordisco tras su sonrisa. Me tuvo fascinado durante días enteros. Cada
vez que alcanzaba las pinzas para azúcar, me detenía y pensaba en su precepto. Uno nunca se
sabe atrapado por el anzuelo hasta que deciden sus sesos dejar de hacer algo; entonces uno
descubre que su cabeza no dirige las cosas. Descubrí que era adicto al azúcar, y mucho. Quería
deshacerme de mi hábito pero no sabía cómo. Lo había tenido durante muchos años.
Probablemente había sido atrapado muy joven, porque mis recuerdos más antiguos sobre las
comidas en casa con la familia eran como una especie de purgatorio de carne y papas, que debía
atravesar si deseaba llegar al cielo: un postre dulce.
Mi abuela siempre tenía en la despensa una bolsa con cincuenta kilos de buen azúcar de
remolacha de Michigan, con un generoso cucharón encima.
Cuando, durante la prohibición, yo le traía diente de león, lo lavaba y lo dejaba en remojo, luego
lo rociaba con limón y azúcar — para acelerar su fermentación — y de esta forma producía un
vino. Recuerdo cómo espolvoreaba con azúcar las tartas de manzana y de cerezas, los pastelitos
y tortas fritas y los enormes recipientes donde hervía duraznos y ciruelas cuando preparaba las

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conservas en otoño. Se ponía azúcar en la salsa de tomate y en toda clase de pickles, tanto
dulces como agrios. Cuando volvíamos a la escuela, la señora Moulton, nuestra vecina y
dedicada cocinera, nos ofrecía pan recién salido del horno untado con manteca y espolvoreado
con azúcar negra.
Es posible recordar, aunque difícil de creer, cómo era la vida en una localidad del Medio Este
hace cincuenta años, una vida que ya no volverá. La familia controlaba continuamente lo que
los niños introducían en sus estómagos. Teníamos poco que objetar. Nuestros padres eran
nuestros protectores. Todos sabíamos lo que nos permitirían o no. La posibilidad de esconder
una hamburguesa o una coca-cola, era igual que la de robar un banco o faltar a misa el
domingo.
En el pueblo sólo había un restaurante. Antes había sido un bar. Si me dirigía a un mercado
local con una moneda para comprar algo comestible, el dueño llamaría a mi padre en su oficina
y al llegar a casa me hablarían de ello. Los tres mercados tenían mostradores con caramelos, y
en la farmacia de la esquina daban refrescos. Los helados se comían el domingo y se elaboraban
en casa. En ocasiones especiales los encargaban en el drugstore y los repartían a la carrera. El
hielo seco y los congeladores eran algo para el año 2.001.
El desayuno, almuerzo y cena se comían en casa — con la señora Moulton como guardián — o
no se comían. No había forma de abrir la heladera sin su presencia vigilante. Entonces nos
habíamos convertido en la primera familia de la ciudad con heladera. Los cubitos de hielo
hechos en casa eran un invento más asombroso y misterioso que la radio. El sótano empezó a
caer en desuso. Las conservas fueron pronto substituidas por alimentos comprados en el
mercado.
Los refrescos, la coca-cola y otras bebidas similares simplemente no existían para nosotros. En
casa había ginger ale de Canadá Dry, pero esto formaba parte de la reserva de mi padre desde
la época de la prohibición, que los mayores mezclaban con los alcoholes contrabandeados de
Canadá. Fue años más tarde, yo tenía ocho, cuando un visitante del mundo exterior introdujo la
decadente idea de hacer flotar un helado en ese mejunje. Podríamos haber conocido tales cosas
antes si se nos hubiese permitido ver esas películas corruptas. Pero estaban más allá de la
empalizada, del otro lado de las vías del tren. Los copos de azúcar y otros dulces vendidos en
las ferias estaban tan prohibidos como las películas. “Te harán daño’ nos decían. Cuando
observábamos a otros niños comiéndolos sin que sufrieran convulsiones llamábamos la
atención a nuestros padres al respecto, pero tal evidencia pseudocientífica nunca dio resultado.
Cometí mis pecados iniciales durante nuestro primer verano en Crystal Lake. Comparada con la
ciudad en que vivíamos, Crystal Lake era Babilonia o Las Vegas. Tenía un casino en medio del
lago, donde la gente bailaba al anochecer al son de una banda que afirmaba (escrito sobre su
autocar y en la parte delantera de su batería) ser de Hollywood. Había una cancha de golf y
otras de tenis y lanchas veloces, indios vendiendo cestos hechos a mano a los turistas de fin de
semana, chicas que fumaban cigarrillos, chicos que iban a nadar por la noche sin camiseta, y
estaciones de servicio donde había escaparates con botellas tecnicolores de agua azucarada en
hielo: naranja, cereza, fresa, limón, y algo que se llamaba Green River. Nunca había probado esas
cosas en mi pueblo. Pero una de color violeta oscuro con sabor a uva, me inició en el camino
que lleva a la perdición. La afición a la uva pop sería algo que no podría controlar. Empecé a
sentir un parentesco secreto con los borrachos de la ciudad.
Recuerdo la primera vez que robé dinero del monedero de mi madre mientras ella dormía.
Solamente le quité una moneda. Sólo una moneda por vez. Si no tenía una moneda de 25

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centavos, no me atrevía a tomar una de diez. Yo suponía que dos botellas podían ser una
sobredosis. Mis encías tomarían un color morado delator o mis dientes podrían empezar a
disolverse. De alguna forma, sabía cuánta tentación podía resistir; me cuidaba de no estropearlo
todo.
Pasamos los veranos en Crystal Lake hasta que tuve doce o trece años. En esa época ganaba 75
dólares a la semana durante la temporada de invierno — una fortuna de ensueño en aquellos
días — como niño prodigio pianista de jazz en la radio. Pero no podía extender un solo cheque
en el kiosko de la esquina. Cuando se descontroló mi afición veraniega por la uva pop, tuve que
empezar a mentir, engañar y robar para continuar gozándola.
El día en que mi voz empezó a cambiar fue el principio del fin de mi carrera radiofónica. Si mi
voz dejaba de sonar infantil, no había ya nada notable en la forma en que tocaba el piano. La
pubertad trajo otros terrores. Mi cara, cuello y espalda explotaron con horribles granos. Al
principio creí que era la lepra e hice algunas novenas. Nunca había notado cosa parecida en
otros chicos mayores. Quizá podía pasar por alto sus defectos, pero no los míos. Me daba
vergüenza llevar los trajes de baño sin camiseta que se estaban poniendo de moda. La
enfermera de la familia me recomendó Noxzema. La lavandera de casa se estremeció al ver que
no resultaba.
Ahora sé que estaba pagando por mis pecados. Si a alguien se le hubiese ocurrido indicármelo
en ese momento, quizá me hubiera ahorrado años de agonía. ¿Pero, quién conocía mi hábito
secreto al azúcar? ¿Quién debía haberlo adivinado? ¿Dónde estaba el médico de casa?
Nuestra pequeña ciudad tenía uno, pero no era el doctor Marcus Welby. El médico vivía en
nuestra misma calle, frente a casa; y el pueblo entero se horrorizaba ante la posibilidad de una
emergencia en un momento en que no hubiera nadie más a mano que el doctor Hudson. Porque
el doctor Hudson era un drogadicto. Estas cosas se decían de otros, nunca de él. La gente del
pueblo simplemente decía: “iPobre señora Hudson!” El buen doctor a veces rondaba por el
pueblo como un zombie. Tenía detrás de su casa un bungalow que utilizaba como oficina. Al
anochecer, los niños acostumbraban a subir sigilosamente hasta sus ventanas para espiarle y ver
cómo yacía en su sillón de cuero negro con los estimulantes al lado, completamente
inconsciente.
Cuando se producía un accidente en el pueblo, bomberos voluntarios rompían la puerta de la
oficina del doctor, lo empapaban de agua y le vigilaban mientras ponía un torniquete en el
brazo de algún granjero atrapado por una cosechadora y luego llevaban a la víctima
rápidamente hasta la ciudad más próxima. Si algunos, como nosotros, se lo podían permitir,
pedían visita al doctor del pueblo más cercano por teléfono.
Así pues, ninguno de nosotros visitaba al médico hasta estar bien enfermo. Me enviaban al
dentista dos veces al año, cuando esto se puso de moda. El dentista relacionaba las caries con las
sobredosis de dulces. Pero nunca oía un médico decir una palabra al respecto.
Los más veteranos, como mi abuelita, hablaban de excesos de comida: “Esto te pondrá malo”,
significaba dolor de estómago, peligro de vomitar y cosas por el estilo. ¿Cómo podía yo
relacionar mis problemas de la piel con mis vicios secretos? Empecé a notar que muchos chicos
de mi edad tenían problemas de piel similares a los míos, aunque no todos. Entonces
comenzaron a correr rumores secretos de que mi aflicción podía ser causada por una
masturbación excesiva.
Tenía un amigo cuyo hermano estudiaba en un seminario católico en Chicago, estudiando para
ser cura. Era una gran autoridad en leyes canónicas y sexo. Hizo correr el rumor de que en la

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arquidiócesis de Chicago la masturbación era sólo un pecado venial. Si se realizaba en
Michigan, era mortal. En Illinois uno podía efectuar un show solitario por la noche, lavarse los
pantalones por la mañana en el surtidor, y correr a comulgar.
Me dio por ahogar mis penas en leches malteadas, que había descubierto en la escuela
secundaria. Por entonces nos habíamos trasladado a una gran ciudad y tenía que recorrer varios
kilómetros para ir a la escuela central. Me daban diez centavos diarios para el autobús, cinco de
ida y cinco de vuelta. Me negaba a llevar nada tan poco elegante como bocadillos caseros y fruta
en una canasta. La crisis de 1929 nos afectaba y la cosa estaba difícil para todos. Un drugstore del
centro de la ciudad con precios reducidos, estaba promoviendo una medida gigante de
chocolate malteado por diez centavos. Durante dos años caminé varios kilómetros cada mañana
y otros tantos por la noche, en todo tipo de tiempo, sólo para despilfarrar los diez centavos y
tragarme cinco malteadas por semana. Mis problemas cutáneos fueron de mal en peor.
Recuerdo cuánto me mortificaba tomar una ducha en el gimnasio de la escuela. Entonces los
rumores de que el acné podía ser causado por la represión sexual. Se me dijo que las almas
libres no tenían ese tipo de problemas. Deseaba zambullirme en el pecado aunque más por ver
si así desaparecían mis granos que por pasión. Poner a una chica en dificultades o atrapar
enfermedades venéreas, eran temores que hubiera aceptado gustoso si pudiese andar sin
vergüenza en el patio juvenil con una piel aterciopelada.
En nuestra escuela secundaria nadie fumaba. Los cigarrillos eran demasiado caros, diez
centavos el paquete y vagamente considerados poco viriles. Muchos chicos vivían con la visión
del automóvil Ford que heredarían al graduarse si se abstenían de fumar. Mientras tanto,
fumábamos cosas que no se tenían en cuenta, como barba de choclo seca, viña seca e incluso
algo que los mejicanos llamaban marijuana. Pero todo me sentaba mal. Me sentía mucho más
eufórico con un licuado de banana. Nunca se nos ocurrió que aquel potingue mejicano se
comerciaría pocas décadas más tarde como la cerveza.
En los años veinte era tan rico que nunca llevaba un centavo. En los treinta — pasando
exámenes escolares financiados con algún trabajo en horas libres — era tan pobre que llevaba
puesto todo lo que tenía para que la gente lo viera. Recuerdo haber pasado hambre con mucha
elegancia, paseando con el estómago vacío pero con un traje de franela inglés a rayas, un cuello
duro al estilo Duque de Kent y una camisa que contrastaba.
La Facultad era un desastre completo, una especie de condena aburrida que uno debía cumplir.
Para pasar el tiempo, escogí el periodismo como materia. Entonces descubrí que las compañías
de cigarrillos virtualmente subvencionaban las universidades con su publicidad. Algunas de las
chicas más guapas del campus trabajaban para las compañías de tabaco como propagandistas
de cigarrillos, ofreciéndolos gratis, mas instrucciones para inhalarlos como hacían Constance
Bennet y Bette Davis en las películas. Yo fumaba los cigarrillos regalados, pero nunca desarrollé
el hábito de comprarlos. Entre un dulce y un Lucky Strike, siempre elegía el primero.
Una de las cosas más aburridas que teníamos que aguantar era la asignatura llamada educación
física. Nos hacían nadar o trotar o jugar voleibol o levantar pesas durante cierta cantidad de
horas cada semana. Nos observaban, marcaban nuestra tarjeta y nada más. A fin de curso
debíamos pasar un rápido examen físico. Si uno preguntaba al joven doctor sobre algo que le
preocupaba, éste tenía buen cuidado de no meterse en el terreno de la sociedad médica local.
“Visita a tu médico de cabecera para esto”, decía. Su tarea era descubrir hernias latentes y pies de
atleta.

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Durante las vacaciones de verano, recorrí a dedo miles de kilómetros, viviendo de pepsi-colas
de aquellas botellas grandes y económicas que daban por cinco centavos. Sólo fue al visitar el
Sur por primera vez que una chica me hizo probar algo llamado dope. Se servía en mucho hielo
picado, con condimento de vainilla, jarabe y soda. En el norte se llamaba Coca-Cola. En el sur, el
uso común conservaba los tonos de sus orígenes nativos como un remedio para la jaqueca.
Tras sufrir dos años de Universidad, por fin la dejé. En esos días se necesitaba coraje para
enfrentarse a la vida sin título universitario. Pero podía olerme otra guerra incipiente. Sentía
que mi elección verdadera estaba entre la penitenciaría y los campos de Flandres.
En el verano de 1965 conocí a un maestro oriental, un filósofo japonés que acababa de pasar
varias semanas en Saigón. “Si de verdad quieren conquistar a los norvietnamitas — me dijo — sólo
debe darles la ración del ejército norteamericano: azúcar, dulces y Coca-Cola. Esto los destruirá más
rápidamente que las bombas “.
Sabía de qué me estaba hablando. Cuando me reclutaron en 1942, algo parecido me había
sucedido a mí. La comida militar había sido decretada desde algún lugar en los altos mandos.
Éramos, como a toda madre se le había asegurado, las tropas mejor alimentadas de toda la
Historia humana. Pero la comida militar me ponía los pelos de punta, desde el principio. No
podía aguantarla, de manera que mañana, tarde y noche rondaba por la oficina de correos,
esperando paquetes. Durante dos años duró la orgía de leches malteadas, café azucarado,
pasteles, chocolate, caramelos y Coca-Cola. Luego de muchos meses de esa dieta contraje unas
hemorroides sangrientas espectaculares que me produjeron un terrible susto. Siempre había
asociado esta horrenda enfermedad con la edad avanzada y aquí me tenían, con hemorroides a
los veinte años. De todas formas, ya nada importaba demasiado; me habían destinado a los
campos de Flandres, donde todo estaba perdido.
Mi primera experiencia adulta con el sistema médico norteamericano fue con su pintoresca
medicina militar. A su debido tiempo mi cuerpo fue embarcado para el extranjero. Cuando nos
dirigíamos a Gran Bretaña, me paseaba por la cubierta superior del sombrío SS Mauritania, con
una carabina al hombro y un pesado gabán militar empapado de rocío del Atlántico. Dos horas
de guardia y dos de descanso. Cuando atracamos en Liverpool, tenía una perfecta pulmonía
ambulante. El médico me tomó la temperatura y me ordenó reincorporarme al servicio. Así
seguí durante seis días. Finalmente, al séptimo día, el termómetro señaló la temperatura
deseada. ¡Sonaron las campanas, rostros me miraron con compasión. Me pusieron en una
camilla y la ambulancia salió disparada hacia el hospital británico más cercano! Terapia
intensiva, cámara de oxígeno, y enormes dosis de aquella droga milagrosa de esos tiempos:
sulfanilamida. Entonces era tan nueva esta droga que me sacaban muestras de sangre cada hora
para asegurarse de que no me estaban matando. Caí en un estado de coma delicioso y allí me
quedé durante varios días. Maravillosas enfermeras perfumadas me cambiaban las sábanas con
regularidad, me pinchaban para sacarme sangre y me bañaban amorosamente. Encantadoras
damas de la alta clase británica me consolaban con lilas. El capellán estaba agazapado en el
vestíbulo exterior. Empecé a creer que jamás llegaría a los campos de Flandres. El esfuerzo
parecía inútil. Faltaba poco para el día “D”.
Pero una mañana desperté sudado y consciente. Vi un plato de gelatina de pata de vaca encima
de mi mesita de noche y sentí una erección. iEl ejército me había fregado! Me habían vencido,
condenado a vivir un poco más según las conveniencias del gobierno.
La primera vez que me arrastré por el pasillo para que me pesaran, las enfermeras se quedaron
sin aliento al ver la balanza. Según el reglamento militar, un enfermo no podía ser dado de alta
hasta alcanzar el mismo peso que tenía al ingresar. Si uno pasaba más de veintiocho días en el

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hospital, se le enviaba a un centro de recuperación donde los cuerpos eran almacenados
esperando a que fuese solicitado uno con tus medidas, peso y clasificación.. Mi antiguo
regimiento no era un Shangri-la, pero prefería la muerte a ser destinado a un centro de
recuperación. ¿Podría aumentar 6 kilos en seis días? Cada día pasaban por el hospital unos
canillitas repartiendo malas noticias. Cada día compraba tres periódicos, pagando siempre con
un billete de libra. Las pesadas monedas que recibía en cambio, me las fui pegando al diafragma
y a la ingle con cinta adhesiva. El día “D” subí a la balanza triunfalmente. Mi peso había
alcanzado el que tenía al ingresar en el hospital. Horas más tarde ya estaba con mi unidad,
dirigiéndome a los campos de Flandres. Mis compañeros me ayudaron y protegieron,
devolviéndome a la vida trayéndome la consabida ración militar — aún estaba demasiado débil
para ir al refectorio.
Con el tiempo, me despacharon en tren a Glasgow, en barco a Argel y luego en camión a Orán,
en el Mediterráneo. Tras tres semanas en el desierto, me encontraba como nuevo. Mis únicas
diversiones las constituían el océano y la cerveza argelina. Después de los desembarcos en el sur
de Francia, me enviaron para que me uniera al Primer Ejército Francés: árabes, senegaleses,
goums, sikhs, vietnamitas, con oficiales y suboficiales franceses. Vivíamos de la tierra, nada de
raciones refinadas ni lujo. Algunos iban provistos de ollas y cazuelas, patos y gansos, ovejas y
cabras, esposas y amantes. Durante meses enteros no cobré mi paga. Nunca más pisé un centro
de racionamiento.
Tuve que robar ropa y zapatos. La mayoría de los nativos con quienes vivíamos no habían
probado azúcar durante años. Todo se conseguía en el mercado negro. Vivíamos de carne de
caballo, conejo, ardillas, pan negro francés y cualquier otra cosa que pudiésemos liberar. El
invierno en los Vosgos fue brutal e interminable, pero en ninguna ocasión me resfrié. No estuve
enfermo ni un solo día durante los dieciocho meses que pasé con estos compañeros en Francia y
Alemania.
¿Fui lo suficientemente listo para comprender este experimento controlado de nutrición, en el
cual me encontré envuelto por azar? Me hubiese ahorrado años de esfuerzos inútiles, pero fui
un completo idiota, sin medio seso, ni el instinto de sobrevivir que poseían los piojos debajo de
mi casco.
Al regresar a Estados Unidos, me dediqué a la glotonería: tarta a la mode, pasteles de crema
batida, leches malteadas en grandes cantidades, chocolate y pepsis. Azúcar, . . . azúcar. . .
azúcar.
Al cabo de unas semanas estaba derrumbado, padeciendo una extraña enfermedad tras otra.
Mis hemorroides florecieron. Cada día mi fiebre subía y bajaba. Una serie de análisis reveló los
nombres de mis enfermedades: mononucleosis infecciosa, malaria atípica, hepatitis, herpes,
dermatosis exótica, infecciones en el oído y enfermedades oculares. Cuando me quedé por fin
sin dinero, descubrí en la Administración de Veteranos las maravillas de la medicina
socializada. Me hice socio fundador de la Cruz Azul y del Escudo Azul. Me inscribí en una de
las primeras planificaciones médicas. Durante más de quince años, me sometí a un ajetreo sin
fin de visitas médicas, hospitales, diagnósticos, tratamientos, análisis y más análisis, drogas y
más drogas. Mientras duró todo aquel galimatías, no recuerdo a un solo médico (de las docenas
que me trataron) que mostrase la más mínima curiosidad por lo que yo bebía y comía.
Inevitablemente, llegó el día en que las drogas dejaron de ser efectivas. Las jaquecas no
desaparecían. Durante diez días no pude trabajar, dormir, comer, ni moverme. Ingresé en el
Hospital de la Administración de Veteranos en Manhattan como un caso de emergencia. No

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podía aguantar más aquel dolor. Me revisaron de pies a cabeza: cantidades de análisis y un
chequeo más completo que nunca. Cuando toda esta maquinaria se expresó, un joven médico
me lo tradujo. Ningún cáncer, ningún tumor cerebral, nada de esto y nada de lo otro. Es más,
sonreía amablemente. Era un espécimen perfecto, normal en todos los aspectos para mi edad.
Incrédulamente balbuceé:
- “¿Y qué hago con los dolores de cabeza?”
A lo que el médico contestó:
- “Si no desaparecen dentro de una semana o dos, vuelva cuando quiera”.
“¿ Una semana o dos?” Estaba dispuesto a afrontar lo peor, y esto ya había llegado. No podía
soportar ni una sola hora más. Llamé a un amigo cuyo padre había sido un médico muy
famoso. Este amigo tenía contactos con un extravagante médico de sociedad en Park Avenue.
Con una enorme jeringa inyectaron algo muy fresco dentro de mi nariz. Me dormí un rato y por
primera vez después de muchos días, me sentí aliviado. Conocía lo suficiente sobre las drogas
para saber que aquello que me habían hecho inhalar era cocaína. “Bueno,” pensé, ‘así empiezan
los drogadictos”.
Mi amigo me dio una dieta. Esto me pareció algo raro, pero decidí complacerle. No conocía
ningún otro sitio donde pudiese conseguir cocaína. Me prohibió el tabaco y el café, y me sugirió
que tomase harina de avena para desayunar, arroz para el almuerzo y más arroz y pollo para la
cena. Su diagnóstico fue: hipotensión postural (mala circulación de la sangre). También me
recetó baños calientes por la mañana y por la noche, y calistenia al mediodía. Intenté dejar el
café y el tabaco, pero el esfuerzo me impidió trabajar. Mi día había empezado siempre con café,
enormes tazas con azúcar y crema. Quizá tomaba cuatro o cinco tazas antes del medio día. Ya
sin apetito para el almuerzo, terminaba con una pepsi. Al llegar la hora de cenar era tal el
atontamiento producido por el azúcar, que lo único que podía despertar mi apetito era pato a la
china o langosta asada. Intenté seguir el régimen que me habían recetado y noté un alivio
temporario. Luego volvía a saciarme hasta que retornaban los dolores de cabeza. Entonces
intentaba seguir el régimen de nuevo. Iba aprendiendo, aunque en ese tiempo milo comprendía.
Una noche, leí de una sola tirada un pequeño librito que decía simplemente que el enfermo es el
único culpable por su enfermedad. El dolor es el último aviso. Uno mismo sabe mejor que nadie
si ha estado abusando de su cuerpo. El azúcar es veneno, decía el libro, es más mortal que el
opio y más peligroso que la contaminación radiactiva de una explosión nuclear.
Las sombras del recuerdo de Gloria Swanson y el terrón de azúcar. ¿No me había dicho ella que
todos teníamos que descubrirlo por cuenta propia, por el camino difícil? Todo lo que arriesgaba
perder eran mis dolores. Empecé la mañana siguiente con una firme resolución. Tiré todo el
azúcar de la cocina. Luego tiré todo lo que contenía azúcar: copos, fruta enlatada, sopas y pan.
Como nunca había leído bien los rótulos, me chocó ver lo pronto que se vaciaron las estanterías
y la heladera. Empecé a comer sólo cereales integrales y legumbres.
En unas cuarenta y ocho horas, me encontré en un estado agonizante, embargado por náuseas y
una jaqueca agobiante. Si el dolor era un mensaje, éste resultaba un mensaje muy largo,
complicado e intenso, pero en código. Tardé horas en descifrarlo. Conocía lo suficiente sobre
drogadictos para reconocer con reluctancia mi parentesco con ellos. Estaba descargando de
golpe la cosa de que hablaban con tanto terror. Después de todo, la heroína no es más que una
substancia química. Se extrae el jugo de la adormidera y por refinación se elabora el opio y
luego la morfina, que es convertida finalmente en heroína. El azúcar no es otra cosa que una
substancia química. Se extrae el jugo de la caña o de la remolacha para refinarlo y convertirlo en

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melaza; tras una nueva refinación se produce el azúcar negra, y finalmente los extraños cristales
blancos. No es extraño que los traficantes de drogas diluyan heroína pura con azúcar de leche
— lactosa — para que sus paquetes de papel transparente resulten más atractivos. Me estaba
sacando de encima toda clase de productos químicos: azúcar, aspirina, cocaína, cafeína, clorina,
fluorina, sodio, glutamato monosódico, y todos los demás horrores multisílabos listados en letra
pequeña en las etiquetas de los envases que acababa de tirar a la basura.
Lo pasé verdaderamente mal durante veinticuatro horas, pero la mañana siguiente fue como
una revelación. Me dormí agotado, sudado y tembloroso. Al amanecer sentí como si hubiese
renacido. Los cereales integrales y los vegetales me sabían como enviados por los dioses.
Los próximos días me proporcionaron una sucesión de maravillas. Mi trasero y mis encías
dejaron de sangrar. La piel se me limpió poco a poco hasta adquirir una textura totalmente
distinta cuando me lavaba. Descubrí los huesos en las manos y los pies antes enterrados bajo
capas de grasa. Saltaba de la cama a unas horas inauditas de la mañana, lleno de vitalidad. Mi
cabeza parecía funcionar de nuevo. Ya no tenía problemas. Mis camisas me quedaron grandes.
Mis zapatos también. Una mañana, al afeitarme, descubrí que tenía una mandíbula.
Abreviando un poco la feliz historia, adelgacé 15 kilos en cinco meses y el resultado final fue un
cuerpo nuevo, una cabeza nueva y una nueva vida.
Un día quemé la cartilla de la Cruz Azul. En aquel entonces observé una foto de Gloria
Swanson que apareció en el New York Times. Me puse a escribirle una carta inmediatamente.
“Tenía razón — le dije — “ya lo creo que tenía razón. Entonces no me había dado cuenta, pero ahora ya
lo he comprendido”.
Eso ocurrió en los años 60. Desde entonces no tomo azúcar. No volví a acercarme a un médico,
hospital, pastilla, inyección, en todo este tiempo. Ni siquiera he tenido que tomar una aspirina.
Ahora, cuando veo a alguien desenvolver un terrón de azúcar, me crispo como Gloria Swanson
en aquella rueda de prensa. Siento ansias de llevar a un rincón a los que veo tomando azúcar y
explicarles lo fácil que resulta perder el Sugar Blues.
Considérate atrapado. ¿Qué es todo lo que puedes perder? SUGAR BLUES (la dulce melancolía o
los blues del azúcar).
Todos cantan el Sugar Blues.
Soy tan desgraciado, me siento tan mal. Quisiera tumbarme y morir.
Puedes decirme lo que quieras
pero estoy totalmente confundido.
Tengo la dulce, dulce melancolía.
¡Más Azúcar!
Tengo el dulce, dulce Sugar Blues.
La canción “Blues del Azúcar” (Sugar Blues) fue publicada en 1923, el año en que millones de
diabéticos empezaron a inyectarse la última droga milagrosa descubierta: la insulina.
En 1923 también tuvo su apogeo la Prohibición. Cuando se ilegalizaron las bebidas alcohólicas,
el consumo del azúcar se disparó. El país entero se comportó como un grupo de alcohólicos
arrestados, pasado una velada en la A.A. (Alcohólicos Anónimos); incapaces de sacar las manos
del tarro de dulce. A veces los abstemios eran los más adictos al azúcar, jurando que el alcohol
jamás tocaría sus labios, mientras consumían cantidades de azúcar que producía alcohol en sus
barrigas.
Como otras calamidades vinculadas a la experiencia de los blues negros — ginebra, cocaína,
morfina y heroína — daba la casualidad que el azúcar también era blanca. La letra de la canción

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Sugar Blues (Blues del azúcar) demuestra astutamente la polaridad antagónica de la experiencia
humana con una substancia blanca, dulce y a la vez peligrosa: atracción, repulsión, el sentido
arraigado de la melancolía que quiere y no quiere, que se aleja y se acerca, el sentimiento de no
poder apartarse de ella. La sabiduría natural del cuerpo nos dice que es mala, sin embargo uno
lo desea con todas sus fuerzas.
Sugar Blues empezó con una canción que celebraba una condición humana completamente
personal. Cincuenta años más tarde merece convertirse en el nombre universal para una plaga
adictiva a nivel planetario.
Los poetas — especialmente los que escriben canciones — a menudo predicen lo que los
médicos y científicos detectarán más tarde, poniendo denominaciones adecuadas a malestares
globales.
No he logrado descubrir o revelar en las páginas siguientes todo lo que siempre quería saber
sobre el azúcar pero que temía encontrar. Sin embargo, he aprendido lo suficiente para llegar a
la conclusión de que lo que se entiende como Historia Médica necesita ser arrasado y revisado a
fondo.
Dentro del orden eterno del universo, el azúcar refinada por el Hombre juega su papel como
todas las cosas. Quizá los promotores del azúcar son nuestros depredadores, conduciéndonos a
la tentación, distribuyendo una especie de dulce pesticida humano que deslumbra a los ávidos
por una Dolce Vita haciéndolos caer en una forma de autodestrucción, aporcando el jardín
humano, seleccionando, según la ley natural, al más adaptado para sobrevivir, mientras el resto
perece en otro diluvio bíblico .— esta vez no de agua, sino de colas y pepsis y otros refrescos —
purificando la raza humana para una nueva era.
“En general, el científico profesional se preocupa muy raramente por la Historia”, dice el doctor
François Jacob, el ganador del premio Nobel y autor de The Logic of Life: a History of Heredity
(The New York Times, 11 de abril de 1974) ‘y no estaba de acuerdo con la forma en que enseñaban la
Historia de la biología. En cada informe, cada científico escribe lo que han enseñado sus predecesores, y así
sucesivamente, resultando una Historia lineal, que trata de ir del error a la verdad. Pero no es así”. No
cabe duda.

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La nostalgia es tan vieja como Adán. Cuando nos cuesta demasiado ganar el pan con el sudor
de nuestra frente, tendemos — como Adán — a añorar los buenos viejos tiempos. La noción de
un pasado bucólico paradisíaco aparece en la mitología de todos los pueblos del mundo. Como
todos los mitos universales, es algo que se esconde profundamente en la memoria de la raza
humana; el Paraíso Perdido del libro del Génesis, la Edad Dorada del Taoísmo y del Budismo.
Quizá el paraíso terrenal era algo más que un trozo de tierra en Medio—Oriente; quizá en un
tiempo había abarcado gran parte del planeta, desde las islas de Polinesia hasta el Shangri-la del
Tíbet.
Es imposible dejar de soñar cómo debía de haber sido. La Biblia nos ofrece algunas claves.
Primeramente, nada de sudor. El Hombre vivía naturalmente de la abundante naturaleza.
Segundo, no había ciudades. La palabra civilización significaba nada más y nada menos que el
arte de vivir en la ciudad. En los buenos viejos tiempos nada había de esto. Tercero, ninguna
enfermedad. El Hombre bíblico disfrutaba de una vida increíblemente larga, comparada con la
del actual. No sólo los mapas anatómicos orientales muy antiguos nos informan de los
meridianos de acupuntura, sino también en el Oeste son los que llamamos lunares, los puntos
oscuros que aparecen en el cuerpo al nacer o más tarde. Una marca bajo el ojo derecho de un
hombre, situada a las cuatro clavadas o a las ocho clavadas bajo el ojo izquierdo de una mujer,
indicaba la probabilidad catastrófica de muerte y enfermedad. Cuando se hicieron estos mapas del
cuerpo, hace miles de años, la muerte natural — sólo dormirse sin volverse a despertar — era la
forma corriente de morir. Por último, pero no menos importante, el azúcar refinada (la sacarosa)
no formaba parte de la dieta humana.
El hombre comía almendras, castañas, nueces y pistacho; manzanas, higos y uvas, aceitunas y
moras; cebada, trigo y mijo; pepinos, melones, algarrobas y menta; cebollas, anís, ajo y puerros;
lentejas y hojas de mostaza; leche y miel, y una multitud de bienes orgánicos. Todos éstos
rebosaban de azúcares naturales (incluso el jengibre), pero no de azúcar refinada por el
Hombre.
(El redescubrimiento del jengibre en nuestros tiempos coincide con el redescubrimiento de
China y de la acupuntura. Las revistas y los periódicos llamaban muchas veces al jengibre uno
hierba de la China roja. Pocos recuerdan que nuestros abuelos habían aprendido sus propiedades
mágicas gracias a los indios norteamericanos que lo usaban — junto con el cerebro de ardillas
para curar las heridas de bala en el Viejo Oeste).
Desde tiempos del Jardín del Edén, a través de miles de años, lo que llamamos azúcar era
desconocido para el Hombre. Este evolucionó y sobrevivió sin azúcar. Ninguno de los libros
antiguos lo menciona: la Ley Mosaica, el Código de Manu, el I Ching, el Clásico de Medicina
Interna del Emperador Amarillo, el Nuevo Testamento, el Corán.
Los profetas nos dicen unas cuantas cosas sobre la caña de azúcar en la antigüedad: era un lujo
raro, importado de tierras lejanas y muy caro. Qué hacían con el azúcar aparte de ofrecerla
como sacrificio, es algo que sólo puede ser objeto de conjeturas. El lejano país de donde llegaba
la caña de azúcar puede muy bien haber sido la India. Los mitos y leyendas de Polinesia hablan
mucho de la caña de azúcar. Hay evidencias de que la China exigía tributo de la India en forma
de caña de azúcar. Parece pues que la caña de azúcar crecía naturalmente y provenía de los
países tropicales. Si otros países fuera del cinturón tropical intentaban cultivarla, aparentemente
tenían muy poco éxito. Un pasaje del Atharva-Veda está dedicado al dulcificante: “Os he
coronado con un brote de caña de azúcar para que no os volváis contra mí”. En la antigua India, las

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vacas sagradas posiblemente comían caña de azúcar. Los hindúes la cultivaban en sus huertos y
empezaron a masticarla debido a su sabor dulce. La caña de azúcar “era cultivada con gran
cuidado por trabajadores y madura la pican en morteros, recogiendo el jugo en una vasija hasta que
adquiere su forma de nieve o sal blanca” La melaza se comía con chapatis o con potaje. Alrededor
de una década más tarde empezaron a extraer el jugo de la caña de azúcar bebiéndolo como los
indios americanos que hacían cortes en los arces para extraer jarabe. La sidra de manzana o el
ponche de dátil deben beberse frescos como también debe beberse fresco el jugo de la caña de
azúcar, tan frágil como la sidra que no debe fermentar. (*)
Los griegos desconocían el azúcar. Cuando Nearchus, almirante de Alejandro Magno, navegó
Indus abajo para explorar las Indias Orientales en el año 325 A.C., la describió como una especie
de miel que crecía en cañas. Los soldados de Alejandro Magno notaron que los nativos del valle
del Indus tomaban el jugo de la caña de azúcar como una bebida fermentada. En otras crónicas
griegas y romanas es comparada continuamente con los productos de la dieta básica de la
época: miel y sal. A veces se la llamaba sal india o miel sin abejas y se importaban pequeñas
cantidades a un enorme costo. Herodoto llamaba a este producto miel manufacturada y Plinio
miel de caña. Como la miel, se usaba como medicina. No fue hasta la época de Nerón que un
escritor le puso el nombre latino : saccharum. Dioscorides la describía como una “especie de miel
sólida que se llama saccharum, y que se encuentra en cañas en la India y en la Arabia Felix; tiene la
consistencia de la sal y es crujiente”.
A la escuela de medicina y farmacología de la Universidad de Djondisapour, orgullo del
Imperio Persa, se atribuye la investigación y desarrollo de un proceso para solidificar y refinar
el jugo de la caña conservándolo sin fermentación. Se posibilitó su transporte y comercio. Esto
ocurrió poco después del año 600 de nuestra era, cuando los persas empezaron a cultivar caña
de azúcar por su cuenta. La China T’Ang importaba panes de miel petrificada de Bokhara, donde
la purificación del líquido y su mezcla con leche, contribuían a blanquear este lujo imperial. En
la época, un trocito de saccharum era considerado una rara y costosa droga milagrosa muy
apreciada en tiempos de plagas o pestilencias.
Mientras el nombre latino medieval para un trozo médico de esta preciosa substancia fue
substituido más tarde en Occidente por un sucedáneo del azúcar, la palabra original en
sánscrito para esta substancia continuó siempre relacionada con sal india, sobreviviendo su
transición a través de las lenguas del Imperio Arabe y de las lenguas latinas. El sánscrito khanda
se convirtió en la palabra inglesa candy, (caramelo).
El Imperio persa llegó a su apogeo y se desmoronó, como todos los imperios. Cuando los
ejércitos del Islam lo conquistaron uno de los trofeos de la victoria fue el secreto para procesar
la caña de azúcar y convertirla en medicina. El Wernher von Braun de Bagdad puede haberla
llevado a la Meca. Poco tiempo después los árabes se dedicaron al negocio del saccharurn.
Cuando Mahoma enfermó con fiebres y murió, su Califa o sucesor emprendió, con la fe que
mueve montañas, la conquista del mundo entero con un ejército de unos pocos miles de árabes
Con campañas militares que pueden contarse entre las más brillantes de toda la Historia
mundial, estuvo cerca de lograrlo. En 125 años, el Islam se había extendido desde el río Indo
hasta el Atlántico y España, desde Cachemira hasta el Alto Egipto. El califa conquistador
marchó sobre Jerusalén con una bolsa de cebada, otra de dátiles y una bota de piel con agua. Se
pueden leer historias de uno de sus sucesores, Ommayyad Caliph Walid II, que se burlaba del
Corán, llevaba vestidos extravagantes, comía cerdo, bebía vino, descuidaba sus rezos y
(*)
Reay Tannahili, “Food in History” (Alimentos en la Historia).

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desarrolló el gusto por bebidas azucaradas. La salsa de los sarracenos se convirtió en la pausa
que refresca. Los ejércitos árabes de ocupación trajeron granos de arroz desde Persia y trozos de
caña de azúcar que los persas habían encontrado en la India — era más práctico plantar la caña
de azúcar joven que importar el producto terminado.
Muy pronto, el Islam sufrió muchas nuevas enfermedades y se vio obligado a separar la ciencia
de la religión. Se hicieron grandes progresos en medicina y cirugía. Usaban anestesia; iniciaron
la ciencia de la química, se descubrió el concepto del número cero; se redescubrió el álgebra, se
avanzó en astronomía; se descubrió el alcohol, produjeron una artesanía fantástica usando
metal y textiles, vidrio, cerámicas y cueros; manufacturaron p4pel como lo hacían en China. De
todas sus contribuciones a la civilización occidental, quizás el papel y el azúcar serían las que
eventualmente produjeron el mayor impacto.
Uno se siente tentado de imaginar, por lo que se deduce de los informes que han dejado testigos
y que se han encontrado más tarde, qué papel tuvo el azúcar en el declive del imperio islámico.
En el Corán, el libro sagrado de Mahoma, no se menciona el azúcar. Pero los herederos del
profeta son probablemente los primeros conquistadores en la Historia que han producido
azúcar suficiente para abastecer tanto a la corte como a las tropas con dulces y bebidas
azucaradas. Un temprano observador europeo atribuye a la extensión del consumo de azúcar
entre los guerreros del desierto árabe la causa de la disminución de su ímpetu. Leonhard
Rauwolf es el botánico alemán que dio su nombre a la rauwolfia serpentina. Los derivados de la
planta se usan aún hoy como sedantes y tranquilizantes. Rauwolf viajó por las tierras del Sultán
a través de Libia y Trípoli. Sus diarios, publicados en 1573, contienen una inteligencia militar
incalculable:
“Los turcos y los moros cortaban una pieza tras otra de azúcar, masticándolas y comiéndolas
abiertamente en todas partes y en la calle sin pudor. . . de esta forma se acostumbran a la glotonería y
dejan de ser los intrépidos guerreros del pasado.
Rauwolf consideraba la dependencia al azúcar entre los ejércitos del sultán, de forma muy
parecida a la de los observadores modernos al descubrir que las fuerzas norteamericanas en
Asia eran adictas a la heroína y la marihuana. “Los turcos se consumen con su glotonería y ya no son
libres ni valerosos para luchar contra sus enemigos como en otras épocas”. Esta puede ser la primera
advertencia escrita de la comunidad científica sobre el abuso del azúcar y las consecuencias
observadas. La palabra científico no se acuñó hasta 1840; el tubo de ensayos y el laboratorio
quedaban aún muy lejos; pero Rauwolf parece haber tenido suficiente intuición para considerar
a los seres humanos en conjunto con su medio ambiente con una Historia y no como una letanía
de síntomas rotulados. (*)
En el apogeo del Islam, el azúcar se convirtió en un asunto político muy potente. Muchos
hombres venderían su misma alma para obtenerlo. La misma suerte que redujo el vigor de los
conquistadores árabes afligiría luego a sus adversarios cristianos. En la marcha para rescatar los
Santos Lugares de las garras del sultán, los cruzados adquirieron pronto el gusto por la salsa de
los sarracenos. Algunos de ellos preferían languidecer en la tierra infiel mientras pudiesen
obtener su ración de jugo de caña fermentado y sus dulces. Los gobernantes europeos
descubrieron que sus embajadores en la corte egipcia se estaban corrompiendo con el hábito del
(*)
“Journals of Leonhard Rauwolf”. Una colección de viajes curiosos en dos volúmenes. El primero contiene el itinerario del doctor Leonhard
Rauwolf en los países orientales: Siria, Palestina en los Santos Lugares, Armenia, Mesopotamia, Asiria, Caldea, etc. Traducido del holandés
antiguo al inglés por Nicholas Staphorst. Londres, S.Smith y B.Walford, 1963. Publicado por John Ray (1627-1 705). Segunda edición. Londres,
S. Smith y B. Walford, 1705. (El lector observará que el nombre del autor arriba mencionado se escribe con una y con dos efes. Este texto
sigue a los trabajos de referencia más importantes, Rauwolf).

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azúcar y eran conquistados con sobornos de costosas especias y azúcar. Muchos tuvieron que
ser retirados.
La última Gran Cruzada terminó en 1204. Pocos años después, el Cuarto Concilio Luterano se
reunía en Roma para planear una Cruzada contra los herejes y los judíos. Luego, en 1306, el
Papa Clemente V — exiliado en Avignon — recibía un llamamiento para renovar las Cruzadas
de los viejos buenos tiempos. Copias de este llamamiento llegaron a los reyes de Francia,
Inglaterra y Sicilia. Este temprano papel diplomático bosquejaba una estrategia sureña con
ayuda del azúcar para vencer a los astutos sarracenos.
“En el país del sultán, el azúcar crece en grandes cantidades y de ésta los sultanes obtienen grandes
ingresos e impuestos. Si los cristianos pudiesen hacerse con estas tierras, se haría mucho daño al sultán y
al mismo tiempo el Cristianismo estaría totalmente abastecido desde Chipre. También se cultiva azúcar en
Morea, Malta y Sicilia y crecería también en otras tierras cristianas si se cultivase. La Cristiandad no se
vería perjudicada.”
Ante aviesas afirmaciones de este tipo, la Cristiandad dio un gran mordisco al fruto prohibido.
Siguieron siete siglos en los cuales florecieron los siete pecados mortales a lo largo y ancho de
los siete mares, dejando su huella de esclavitud, genocidio y crimen organizado.
El historiador británico NoeI Deerr dice llanamente: “Al contar la Historia de la esclavitud, no es
exagerado calcular que se comerciaron 20 millones de africanos, de los cuales dos tercias se pagaron con
azúcar”. (*)
En la primera etapa de la carrera europea por el azúcar, los portugueses iban a la cabeza. Los
sarracenos habían introducido el cultivo de caña de azúcar en la península ibérica durante su
ocupación. Pronto hubo grandes plantaciones de caña en Valencia y Granada. Enrique el
Navegante de Portugal hizo explorar la costa occidental de África en busca de campos de
azúcar fuera del dominio árabe. No encontraron los campos de caña de azúcar que buscaban,
pero descubrieron abundantes cuerpos negros aclimatados a la esclavitud en las zonas
tropicales donde florecía la caña. En 1444 los portugueses llevaron 235 negros de Lagos a
Sevilla, donde se vendieron como esclavos. Esto sólo era el principio.
Diez años más tarde, convencieron al Papa que bendijera el tráfico de esclavos. La autoridad
papal llegó a incluir el ataque, subyugación y la esclavitud de sarracenos, paganos y otros enemigos de
Cristo. La ostensible exposición razonada del Cristianismo en esas tierras extranjeras era la
misma que justificaba la caza de herejes y judíos en casa: salvar sus almas. El hecho de que el
sudor de las frentes negras podía hacer crecer las nuevas plantaciones de caña de azúcar en
Madeira y las islas Canarias era un beneficio extra providencial para el imperio portugués.
Durante siglos, las sagradas escrituras fueron sistemáticamente falseadas para proporcionar
solaz y justificación a los negreros cristianos y a los comerciantes de azúcar. En su profético
escrito Cane, el poeta americano negro Jean Toomer escribió en 1923: “El pecado que pesa sobre los
blancos.., es que hicieron mentir la Biblia “.
Para el reino de Portugal, el azúcar y la trata de esclavos fueron dos caras de una misma
moneda. En 1456, Portugal controlaba el comercio europeo del azúcar. Sin embargo, poco
faltaba para que fuera el turno de España. Cuando los árabes fueron expulsados de España,
dejaron tras suyo plantaciones de caña en Granada y Andalucía.
En su segundo viaje al Nuevo Mundo en 1493, Cristóbal Colón se llevó algunos trozos de caña
de azúcar, tal como la reina Isabel le había sugerido. En el libro que escribió durante este viaje,
(*)
NoeI Deerr, ‘4The History of Sugar” (Historia del Azúcar).

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Pedro Mártir asegura que los exploradores encontraron caña de azúcar creciendo en las islas de
la Española. Colón envió dos cargas de indígenas para trabajar en las plantaciones de azúcar de
España. La reina Isabel ordenó que fueran reintegrados a sus islas. Luego de morir la reina, el
rey Fernando consintió en reclutar en 1510 el primer gran contingente de esclavos negros
necesarios para la floreciente industria azucarera española.
En esta época los portugueses ya estaban cultivando en Brasil caña de azúcar cosechada por
esclavos. Un elemento de su estrategia azucarera era ingenioso. Mientras otros países europeos
estaban quemando judíos y herejes y brujas, los portugueses vaciaron sus cárceles de criminales
condenados y los enviaron a colonizar sus posesiones en el Nuevo Mundo. Alentaban a los
convictos a cruzarse con mujeres esclavas paganas y producir así una raza híbrida que pudiese
sobrevivir en las plantaciones tropicales de azúcar.
Los mercaderes holandeses aparecieron en escena alrededor del 1500. Su pericia naval les
permitió dedicarse a realizar expediciones marinas más económicas — para compensar su
atraso en entrar a ese mercado se pusieron a vender esclavos a crédito. Los holandeses pronto
construyeron una refinería de azúcar en Amberes. La caña de azúcar en bruto se embarcaba
desde Lisboa, las Islas Canarias, Brasil, España y la Costa de Marfil para ser procesada en
Amberes. El azúcar se exportaba al Báltico, Alemania e Inglaterra. En 1560, Carlos V de España
había construido los esplendorosos palacios en Madrid y Toledo con los impuestos del comercio
del azúcar. Ningún otro producto ha influenciado tan profundamente la Historia del mundo
occidental como lo ha hecho el azúcar. Fue el motor oculto tras gran parte de la Historia
temprana del Nuevo Mundo. Los imperios portugués y español crecieron bruscamente en
opulencia y poder. En forma similar a la decadencia árabe, también decayeron rápidamente los
portugueses y españoles. Hasta qué punto esa declinación era biológica — causada por el alto
consumo de azúcar en la corte — sólo puede ser objeto de conjeturas. Sin embargo, el imperio
británico estaba listo para ampliar el negocio. Al principio, la reina Isabel I se resistió a
institucionalizar la esclavitud en las colonias inglesas calificándola de “detestable’ algo que, sin
duda, “atraería la venganza del cielo” en su reino. En 1588, ya había superado sus escrúpulos
sentimentales. La reina produjo una carta real en la que se reconocía a la Compañía de
Empresas Reales de Inglaterra en África el monopolio estatal de la trata de esclavos en África
Occidental.
En las Indias Occidentales, los españoles, siguiendo la huella de Colón, habían exterminado a
los nativos y traído esclavos africanos para hacerles cultivar sus plantaciones de azúcar. En
1515, monjes españoles ofrecieron 500 pesos en oro como préstamo para todo el que quisiera
construir un ingenio azucarero. A su debido tiempo, la flota británica llegaría para expulsar a
los españoles. Los esclavos escaparon a las montañas para iniciar una guerra de guerrillas. La
corona británica anexó las islas con un tratado formal y el monopolio instaló capataces en las
plantaciones de azúcar, encargándose del tráfico de esclavos. Con el jugo fermentado de la caña
de azúcar en crudo se hizo ron. Los primeros promotores del ron llevaron su aguardiente a
Nueva York y Nueva Inglaterra, ofreciéndolo a los indios norteamericanos al cambio de
preciadas pieles. Ron por valor de un penique compraba pieles por valor de muchas libras, las
pieles a su vez podían venderse en Europa por una pequeña fortuna. En sus viajes hacia el
Oeste, la compañía de aventureros reales visitaba la costa occidental de África para obtener
esclavos; éstos se transportaban a las Indias Occidentales y eran vendidos a los dueños de las
plantaciones para que cultivaran más caña para fabricar más azúcar, melaza y ron. Azúcar y
pieles para Europa. Ron para los indios americanos. Melaza para las colonias norteamericanas
(el comercio triangular continuaría hasta que la tierra en Barbados y otras islas británicas se
agotó, desgastó y derrochó. No crecerían otras cosechas).

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Hacia el año 1660, el comercio del azúcar se había vuelto tan provechoso que los ingleses
estaban dispuestos a hacer la guerra para mantener su control. Las actas de navegación de 1660
tenían como meta prevenir el transporte de azúcar, tabaco o cualquier otro producto de las
colonias de Norte América a otro puerto fuera de Inglaterra, Irlanda o posesiones británicas. Las
colonias querían ser libres para comerciar con todas las potencias europeas. La Madre Inglaterra
quería proteger sus ingresos y mantener su lucrativo monopolio naval. Contaba con la Flota
Real. Las colonias no tenían armas, por lo tanto Britania gobernaba las olas . . . y controlaba el
comercio del azúcar. Más tarde, en la década de 1860, la palabra azúcar había pasado a la
lengua inglesa como sinónimo de dinero.
Aunque algunos historiadores norteamericanos sostienen que fueron los impuestos británicos
sobre el té el detonante de la Guerra de la Independencia, otros señalan el Molasses Act de 1733,
que imponía fuertes impuestos sobre el azúcar, la melaza que llegaba de otras tierras que no
fueran las islas azucareras británicas del Caribe. Los trusts navieros de Nueva Inglaterra se
vieron obligados a participar en el tráfico lucrativo de esclavos, melaza y ron. Embarcaban un
cargamento de ron hacia la costa africana para canjearlo por negros, que llevaban a las Indias
Occidentales para venderlos a los ávidos británicos de las plantaciones. Allí obtenían un
cargamento de melaza que transportaban a su país para ser destilada y hacer ron, que se vendía
a sus clientes locales, grandes bebedores. Mucho antes del Boston Tea Party, el consumo anual de
ron en las colonias norteamericanas se estimaba en casi 16 litros por cabeza. El Motasses Act de
1733 suponía una seria amenaza no sólo para el comercio colonial norteamericano sino también
por su sed por el demonio ron.
“No llega un tonel de azúcar a Europa sin manchas de sangre. Ante la miseria de estos esclavos, toda
persona con sentimientos debería renunciar a estas mercancías y rehusar al placer que proporciona algo
que sólo se puede comprar con las lágrimas y muerte de innumerables criaturas desgraciadas”.
Esto escribió el filósofo francés Claude Adrien Helvetius a mediados del siglo dieciocho,
cuando Francia se había situado en las primeras filas del comercio del azúcar. La Sorbona lo
condenó; los curas convencieron a la Corte de que tenía la cabeza llena de ideas peligrosas; se
retractó — en parte para salvar su pellejo — y su libro quemado por el verdugo. Sus denuncias
contra la esclavitud atrajeron el interés de toda Europa por sus ideas. Dijo en público lo que
muchos pensaban en secreto.
El estigma de la esclavitud estaba presente en el azúcar en todas partes, pero más
particularmente en Inglaterra. Por doquier, el azúcar se había vuelto una fuente de riqueza
pública e importancia nacional. Gracias a los impuestos y tarifas sobre el azúcar, el gobierno
continuaba participando del crimen organizado. Los dueños de las plantaciones, los
comerciantes y las compañías navieras amasaban fabulosas fortunas; y la única preocupación
de la realeza europea era cómo obtener su tajada.
Sólo pasaron tres siglos antes de que la conciencia europea llegase a un punto en el que se
formó la primera Anti-Saccharite Society (Sociedad contra el Azúcar), en 1792. Muy pronto el
boicot británico contra el azúcar se extendió por toda Europa. Las compañías británicas de las
Indias Orientales (The British East Indian Companies) — ya metidas hasta las orejas en el
comercio del opio — explotaron el tema de la esclavitud como campaña de propaganda, usando
el boicot del azúcar para practicar una alta moral unilateral.
Azúcar de las Indias Orientales no cultivado por esclavos era su eslogan en el siglo XVIII. “B.
Henderson China Warehouse Rye Lane Peckham, respetuosamente informa a los Amigos de África que
tiene a la venta un surtido de cubas de azúcar rotuladas con letras doradas: ‘el azúcar de las Indias
Orientales no está hecho por esclavos’.” En letras más finas, había unas frases con garra: Una

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familia que consume 2 1/2 kilos de azúcar por semana, usando azúcar de las Indias Orientales en lugar de
las Indias Occidentales durante 21 meses, evitará la esclavitud o la muerte de una criatura humana. Ocho
familias de este tipo en diecinueve años y medio evitarán la esclavitud o muerte de cien”.
El gobierno de su majestad, con su interés invertido tanto en la esclavitud como en el azúcar,
hablaba con orgullo de su imperio. Gran Bretaña era el centro de la industria azucarera de todo
el mundo. “El goce, gloria y grandeza de Inglaterra se debe más al azúcar que a cualquier otro artículo,
sin exceptuar la lana” decía Sir Dalby Thomas. “La imposibilidad de pasarse de esclavos en las Indias
Occidentales prevendrá siempre la anulación de su tráfico. La necesidad, la absoluta necesidad de
continuar debe ser, ya que no hay otra, su excusa” indica otra eminente figura política de la época. (*)
En poco tiempo, el imperio británico quedó totalmente dependiente del azúcar. En otros
imperios, la rara medicina sólo había logrado convertirse en un lujo costoso. Gran Bretaña, sin
embargo, fue hasta el final. El deseo se había vuelto necesidad. El azúcar y la esclavitud eran
indivisibles. Por lo tanto, se defendieron en conjunto.
Cuando las Indias Occidentales británicas estuvieron plagadas de revueltas de esclavos, que
sobrepasaban en número a los colonos, éstos aterrorizados pidieron protección a la Corona. “No
podemos permitir a las colonias revisar o impedir en ningún grado un tráfico tan provechoso para esta
nación” se dijo en el Parlamento. “La trata de negros y las consecuencias naturales que esto originó
pueden estimarse justamente como una fuente inagotable de riqueza y de poder naval para esta nación”
dijo otro de los pilares del imperio británico.
Cuando fue introducida en Gran Bretaña, el azúcar tenía un precio prohibitivo, era un lujo
cortesano, cuyo precio podía compararse a las drogas más caras que hay en el mercado
actualmente. A 25 dólares el medio kilo de azúcar, equivalía al salario de todo un año de un
obrero. Alrededor del año 1300, según informes sobrevivientes, unas cuantas raciones de azúcar
representaban alrededor de un tercio del presupuesto insumido en una magnífica fiesta de
funerales. A mediados del siglo dieciséis, en el reinado de Isabel I, el precio había bajado a la
mitad. En 1662, Gran Bretaña estaba importando 8 millones de kilos de azúcar al año. El costo se
había reducido a un chelín por medio kilo (equivalente a 3 docenas de huevos). Dos décadas
más tarde disminuyó el precio a la mitad. Para el año 1700, las Islas Británicas consumían 10
millones de kilos. En 1800, importaban 80 millones de kilos anuales. En el lapso de un siglo, el
consumo de azúcar se había multiplicado por ocho. Cien años después, los británicos gastaban
en azúcar la mitad de lo que les costaba el pan. Treinta y seis kilos por persona al año, y seguía
aumentando.
Napoleón Bonaparte dejó su huella en la Historia del azúcar tanto como productor como
consumidor. Cansados de ser robados por los mercaderes venecianos en épocas anteriores, los
franceses se metieron en el negocio de la refinación azucarera a gran escala. Alrededor de 1700,
el azúcar refinada representaba la principal fuente de exportaciones francesas. Su industria
azucarera prosperó hasta la época de las guerras napoleónicas. Cuando Gran Bretaña impuso
un bloqueo naval, las refinerías francesas se quedaron sin fuentes de abastecimiento de materia
prima. El precio del azúcar disparó; los bombones eran demasiado caros para cualquiera que no
perteneciese a la Corte. Los ejércitos napoleónicos — como los batallones del Islam — se vieron
obligados a hacer abstinencia de dulces hasta haber conquistado gran parte de Europa
continental. Entonces Napoleón devolvió el golpe. En 1747, el científico alemán Franz Carl
Achard estuvo experimentando en Berlín con una especie de chiviría llegado de Italia”. Según se
cree, se originaba en Babilonia. La labor de Achard continuó bajo el amparo de Federico
(*)
L.A. Stronq, “The Story of Sugar” (La Historia del Azúcar).

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Guillermo III de Prusia. Sin embargo, algunos científicos franceses — presionados por el
bloqueo y por el emperador — iniciaron un intenso programa de investigación.
Benjamín Delessert encontró la forma de procesar la remolacha de la baja Babilonia para
convertirla en un nuevo tipo de pan de azúcar, en Plassy en 1812. Napoleón le concedió la
Legión de Honor y ordenó que se plantasen remolachas azucareras por todas partes en Francia,
construyéndose una factoría imperial para su refinación: se concedieron subvenciones a las
escuelas para que ofrecieran cursos sobre el tratamiento de la remolacha; salieron 500
licenciados para las refinerías azucares. Tan solo después de un año, Napoleón había alcanzado
la gran proeza hercúlea de producir 4 millones de kilos de azúcar de remolacha francesa.
Cuando los ejércitos napoleónicos partieron para Moscú, tenían aseguradas sus raciones de
azúcar. Lo mismo que los moros, su debilidad les obligó a retroceder al llegar al frío. El gran
ejército francés no pudo resistir en un clima desacostumbrado ante unos ejércitos compuestos
por gente atrasada que aún no había tomado su té con azúcar.
Después de que Napoleón venciera el bloqueo azucarero británico, los cuáqueros en Gran
Bretaña iniciaron el cultivo de remolacha como una medida contra la esclavitud. La industria de
la caña de azúcar lo consideró una actividad subversiva y solicitó que los cuáqueros fueran
expulsados. La mayor parte de la remolacha azucarera de Gran Bretaña servía de alimento
vacuno y no fue hasta que otra guerra mundial hiciera disminuir su poderío naval, que la
industria británica reiniciara el uso de la remolacha azucarera.
Los franceses fueron los primeros en abolir legalmente la trata de esclavos en 1807. No fue hasta
un cuarto de siglo más tarde cuando las agitaciones lograron que se proclamase la
emancipación de las colonias británicas en 1833. Esto significaba que la esclavitud se ilegalizaba
salvo en la tierra de la libertad, los Estados Unidos de Norteamérica. Los azucareros británicos
en Barbados y Jamaica se arruinaron; los que tenían esclavos fueron indemnizados por el
gobierno británico con importes que oscilaban entre los 75 y 399 dólares por cabeza. En 1846, las
tarifas de protección bajaron, los negros descontentos se alzaron contra sus dueños y se trajeron
inmigrantes de las Indias Orientales para que dirigieran lo que quedaba del anterior poderoso
negocio internacional azucarero. Pero, la tecnología norteamericana vigilaba entre bastidores en
espera de recoger los restos. Una tríada de invenciones a principios del siglo XIX preparó la
escena para la gran entrada de Estados Unidos en el negocio del azúcar: James Watt había
perfeccionado su máquina a vapor; Figuier había completado un método para hacer carbón con
hueso animal y Howard había fabricado la olla a presión. Sin embargo siempre hubo algún tipo
de esclavitud vinculado a la producción de azúcar. La industria del azúcar fue el modelo para
otros negocios agrícolas futuros. La remolacha azucarera debía ser plantada, aporcada y
recortada a mano. El cultivo de la caña de azúcar requeriría una durísima labor bajo el fuerte sol
de los trópicos. La plantación y siega de la caña de azúcar no podía mecanizarse. Debía hacerse
a mano. La mayoría de las manos eran negras.
Apenas se habían librado los Estados Unidos de la dominación colonial británica, cuando
empezó a practicar su propio colonialismo económico al por mayor en Cuba. Cuba se convirtió
en el ejemplo clásico de un país económicamente pobre, dependiente de otro país más grande.
La mejor tierra cubana — luego de agotarse la de las islas británicas — se usó para proveer
materia prima a Norteamérica para sus gigantescas y complicadas refinerías. Hasta la época de
la olla a presión, del vapor y del carbón animal, no existía aún el azúcar blanca refinada
comercial que se usa hoy. En los procesos primitivos de refinación se producía azúcar marrón
clara. Se necesitarían los huesos de animales y esas refinerías gigantes para obtener cristales de
un blanco puro.

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Al principio, en Norteamérica, los azucareros trabajaban por su cuenta. No existía la
intervención gubernamental. Aún no se habían creado las leyes para controlar la pureza de los
alimentos y de los fármacos. Aún no había nacido el Departamento de Agricultura. Antes de la
Guerra Civil, una división de la oficina del U.S. Patent Commissioner se encargaba de todos los
asuntos y problemas agrícolas. El azúcar de caña fue uno de los últimos productos que se
introdujo en Estados Unidos continental. Una pequeña cantidad se cultivaba en Luisiana con la
labor esclava. Los padres fundadores de América no mostraron más interés en el negocio del
azúcar del que había mostrado su último represor George III de Inglaterra. Lo consideraban
meramente como una fuente segura de impuesto a los réditos. El diminuto presupuesto del
gobierno federal aumentó notablemente gracias al impuesto al consumo (una de cuyas
imposiciones causó la Rebelión del Whisky) y recargos a la importación. Cuba era una colonia
azucarera vecina. Aproximadamente, el 90 por ciento del azúcar de los Estados Unidos procedía
de Cuba. Los recargos de importación, de casi 1 centavo por kilo de azúcar cruda de Cuba para
las refinerías americanas, constituían el 20 por ciento de los ingresos totales del gobierno federal
como derechos aduaneros.
Pronto los norteamericanos sobrepasaron a los británicos y virtualmente a todas las demás
naciones en la fiesta del azúcar. Los Estados Unidos han consumido una quinta parte de la
producción mundial de azúcar cada año, excepto un solo año, desde la Guerra Civil. En 1893,
Norte América estaba consumiendo más azúcar del que el mundo entero produjo en 1865. En
1920, en la época del noble experimento de prohibir el alcohol en Estados Unidos, la cantidad de
azúcar que se consumía se había duplicado. A través de guerra y paz, depresión y prosperidad,
sequías e inundaciones, el consumo de azúcar en América ha crecido firmemente. No es
probable que jamás haya habido un desafío más drástico para el cuerpo humano en toda la
Historia del Hombre.
De una manera extraña, el rastro de la amapola ha tenido cierto paralelo histórico con el de la
marca de Caín de la caña. Ambas comenzaron a usarse como medicina; y las dos han terminado
usadas por placer sensorio productor de hábito. El tráfico de opio, como el comercio del azúcar,
parece haber empezado en Persia. Ambos fueron descubiertos e introducidos a lo largo y ancho
del imperio árabe. Sólo pocos siglos después, ambos productos pasaron del uso médico a ser
substancias meramente utilizadas para obtener placer. El opio empezó a fumarse en China en el
siglo diecisiete. Los portugueses fueron los primeros occidentales que comercializaron ambas
mercancías. Luego se encargaron los ingleses.
Un antiguo emperador de la China previó — al descubrirse el alcohol — que causaría grandes
perjuicios entre sus súbditos, pero no prohibió su uso. En 1760, sin embargo, las autoridades
imperiales chinas se vieron obligadas a prohibir e legalizar el comercio del opio y el hábito de
fumarlo. La prohibición, como siempre, empeoró la situación. Los británicos prefirieron iniciar
las guerras del Opio contra China antes de permitir cualquier interferencia en su lucrativo
comercio con ese narcótico. La Royal East India monopolizaba el cultivo del opio en las Indias
Orientales, de igual manera como la Compañía Royal West India, mantenía su monopolio del
cultivo de caña de azúcar en las Indias Occidentales. El contrabando de opio — lo mismo que el
comercio del azúcar — se convirtió en base de algunas de las grandes fortunas de Gran Bretaña
y Norte América. En ambos casos, la aterradora esclavitud y degradación humana eran la otra
cara de la moneda de oro. Las Guerras del Opio terminaron con el tratado de Nanking en 1842 y
ante la instancia británica, se abrieron nuevamente las importaciones de opio en China, en 1858.
En esa época, los químicos habían empezado a trabajar en el azúcar y el opio y a producir
versiones refinadas de ambos. El opio refinado se llamó morfina. La misma revolución

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industrial que produjo la máquina de vapor y la olla de evaporación trajo también el invento de
la aguja hipodérmica. Las inyecciones de morfina se convirtieron en la droga maravillosa de la
época, la cura para todas las enfermedades y males, incluida una nueva enfermedad que se
había descubierto en las naciones consumidoras de azúcar, llamada diabetes. Tras la Guerra
Civil norteamericana, la adicción a la morfina en Estados Unidos se llamaba “la enfermedad
militar”. El abuso de morfina en los ejércitos de la Unión se había extendido tanto que miles de
veteranos volvieron a sus hogares como drogadictos. Durante los años de la Guerra Civil, los
soldados también desarrollaron el hábito de tomar leche condensada preservada con grandes
cantidades de azúcar.
Cuando tardíamente los médicos descubrieron las propiedades adictivas de la morfina, los
químicos pusieron manos a la obra y produjeron algo aún más refinado que la morfina y muy
recomendado por los médicos como un nuevo matadolor no adictivo. Su multisílabo nombre
químico, diacetilmorfina, fue pronto suplantado por el de heroína. La heroína, a su vez, fue
alabada como la droga milagrosa de su época. Substituyó a la morfina en el tratamiento de la
diabetes producida por el azúcar.
Poco después de que se abolieran los recargos a la importación de azúcar en Norte América, a
principios de siglo, el gobierno se dedicó a usar sus poderes tributarios para controlar el
creciente abuso del opio, morfina y heroína. El gobierno no redescubrió la Cannabis sativa
hemp, hashish, o marihuana, cuyo uso es más antiguo que el del azúcar y opio — hasta fines de
la década de 1930. En algunos distritos, a principios de siglo, había portavoces que juzgaban al
azúcar como el mayor de todos los males de adicción, mientras que la actitud general ante los
opiáceos era relativamente benigna.
El doctor Robert Boesler, un dentista de New Jersey, escribía en 1912:
“La moderna manufactura del azúcar nos ha traído enfermedades totalmente nuevas. El azúcar que se
vende no es nada más que un ácido cristalizado concentrado. Como antiguamente el azúcar era tan cara
que sólo los ricos podían permitirse su
uso, consistía, desde el punto de vista de la economía nacional, en algo inconsecuente. Pero hoy, cuando,
debido a su bajo costo, el azúcar ha causado una degeneración humana, es el momento de insistir en un
esclarecimiento general. La pérdida de energía a través del consumo de azúcar en el último siglo y su
primera década no puede recuperarse, ha dejado ya su marca en la raza. El alcohol se ha usado durante
miles de años y nunca ha causado la degeneración de una raza entera. El alcohol no contiene ácidos
destructivos. Lo que ha sido destruido por el azúcar está perdido y no puede recuperarse”.
La advertencia del buen doctor a la nación norteamericana era tan radical como el diagnóstico
de Rauwolf sobre los moros, tres siglos antes. En 1911, la onceava edición de la Enciclopedia
Británica contenía una completa guía sobre cómo se adquiría, funcionaba y se curaba una pipa
para opio.
“Tal como puede deducirse sobre las conflictivas declaraciones al respecto”, decía la Británica,
esquematizando docenas de informes oficiales farmacológicos y de la Comisión del Opio
Internacional: “el fumar opio puede considerarse como algo muy parecido al uso de estimulantes
alcohólicos. Para la gran mayoría de fumadores que usan opio con moderación, parece que éste actúa como
un estimulante que les permite soportar una gran fatiga y aguantar un tiempo considerable sin, o con
muy poco, alimento. Según los informes sobre este tema, si el fumador efectúa mucho trabajo activo,
parece que el opio no es más pernicioso que el tabaco. Cuando se toma en exceso, se convierte en un hábito
arraigado; pero esto sucede principalmente con individuos de poca fuerza de voluntad, que sucumbirían
igualmente ante bebidas intoxicantes, y prácticamente imbéciles morales, a menudo adictos a otras formas
de depravación “.

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La Británica descartaba los argumentos chinos contra el opio considerándolos determinados por
intereses económicos. “No hay duda de que todos los chinos pensantes que se oponen al uso de esta
droga no están interesados monetariamente en el tráfico del opio o su cultivo, por varias razones, entre las
que pueden mencionarse las pérdidas de reservas monetarias del país, la disminución de la población, la
amenaza del hambre por el cultivo del opio donde deberían crecer cereales, y la corrupción de los
funcionarios estatales”.
Cualquier mirada hacia atrás nos recuerda que todo cambia. Y la aceptabilidad social o el grado
de alarma pública ante los apetitos, costumbres y dependencias de otras poblaciones han
sufrido transformaciones con más frecuencia de lo que ha quedado incambiable. La diferencia
entre la adicción al azúcar y la drogadicción es principalmente gradativa. Pequeñas cantidades
de narcóticos pueden cambiar el funcionamiento del cuerpo- cerebro muy rápidamente. Los
azúcares tardan más tiempo, desde tan solo unos minutos en el caso de azúcar simple y líquido
como el alcohol hasta años con azúcares de otros tipos.
En la persistente fantasía norteamericana, el traficante de drogas — inmerso en la ley y en el
mito — es un viscoso degenerado que espera en las puertas del colegio ofreciendo costosas
muestras gratuitas de substancias adictivas a niños inocentes. Este demonio fantasioso fue
creado a principios de siglo por y para un país de adictos al alcohol y al azúcar con una
persistente nostalgia por la amistosa tienda local donde adquirieron su hábito.
Mark Twain nos cuenta en su autobiografía (*) que en Florida, una pequeña ciudad de Missouri
donde se negociaban esclavos, alrededor de 1840, había dos tiendas en la localidad — una
perteneciente a su tío:
“Era un establecimiento muy pequeño . . . unos cuantos toneles de caballa solada, café y azúcar de Nueva
Orleans detrás del mostrador; montones de escobas, palas, hachas, azadas, rastrillos y otras cosas por el
estilo;. . . muchos sombreros baratos, gorros y latas colgadas en cordeles de pared a pared, . . . otro
mostrador con bolsas de municiones, uno o dos quesos y un pequeño barril de pólvora; en frente de todo
esto, una hilera de barrilitos con clavos, algunas barras de plomo, y detrás un barril o dos de melaza de
Nueva Orleans y whisky local de maíz en barril. Si un chico se llevaba algo por un valor de cinco o diez
centavos, podía obtener medio puñado de azúcar del barril... si un hombre llevaba cualquier chuchería se
le permitía tomar el trago de whisky que quisiera.
Todo era muy barato: las manzanas, los duraznos, batatas, papas irlandesas, y el maíz, a 10 centavos la
bolsa de 30 kgs.; los pollos a 10 centavos cada uno; la manteca a 12 centavos el kilo; los huevos, 3 centavos
la docena; el café y el azúcar, a 10 centavos el kilo; el whisky a 3 1/2 centavos el litro”.
El azúcar era mucho más cara que el whisky y otros productos alimenticios. Pero daban
muestras gratuitas, produciendo su adicción en los niños. Mark Twain — como la mayoría de
los niños con un tío que tenga un tonel de azúcar — fue “un niño enfermizo y precario, agitado e
inseguro “, que vivía, como él mismo nos dice, “principalmente de medicinas alopáticas”.
En 1840, los traficantes de azúcar y el “Establishment” (*)
formaban una sólida pareja.
Washington embolsaría 4 centavos en impuestos federales sobre cada kilo a 10 centavos de
azúcar durante cincuenta años más. Érase una vez cuando los adictos al azúcar apoyaban al
gobierno — en lugar de ser al revés.
(*)
Mark Twain, “Mark Twain’s Autobiography” (autobiografía de Mark Twain), volumen 1, páginas 8- 9.
(*)
El “Establishment” — antes pequeño, hoy grande — aprovecha directa e indirectamente, legal e ilegalmente, de la miseria y enfermedad
humana.

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III. COMO LLEGAMOS A ESTE PUNTO.
Acostumbraba comprar un gran trozo de carne, lo cocinaba para la cena, y justo un momento
antes de estar listo, desistía y tomaba lo que realmente deseaba cenar: pan con mermelada . . .
Lo que siempre deseo realmente es azúcar.
Andy Warhol, New York Magazine,
31 de marzo de 1975.
Ahora somos tantos los grandes adictos al azúcar que nos es difícil imaginar la reacción de un
Cruzado desconociendo el azúcar, languideciendo en la tierra de los infieles y tomando su
primer viaje de azúcar.
En su libro Beyond the Chindwin, Bernard Fergusson cuenta cómo a hombres con un agotamiento
tal que no podían ni hablar se les daba a comer una especie de dulce de azúcar.
“. . . El resultado inmediato era asombroso, como un Pentecostés moderno. Se desataban sus lenguas y
hablaban llanamente”. (*) Una substancia que puede producir esta potente reacción en el cerebro
de hombres musculosos no es lo que uno ofrecería generalmente como regalo de navidad a los
niños. Estábamos ante algo más intoxicante que la cerveza o el vino y más potente que muchas
drogas y pociones que entonces se conocían. No es extraño pues que los médicos árabes y judíos
usasen el azúcar refinada cuidadosamente en minúsculas cantidades, añadiéndola a sus recetas
con sumo cuidado. Era un agitador cerebral. Podía hacer que el cerebro y cuerpo humano
pasasen rápidamente del agotamiento a la alucinación.
Hoy, los especialistas en endocrinología nos pueden contar cómo se produce esto.
La diferencia entre la vida y la muerte es, en términos químicos, menor que la diferencia entre el
agua destilada y ese líquido que sale del grifo. El cerebro probablemente es el órgano más
sensible del cuerpo. La diferencia entre sentirse animado o decaído, consciente o insano, calmo
o irritado, inspirado o deprimido, depende en gran medida de lo que llevamos a la boca.
Para la máxima eficacia de todo el cuerpo — del cual el cerebro es meramente una parte — la
cantidad de glucosa sanguínea debe estar en equilibrio con la cantidad de oxígeno sanguíneo.
Tal como el Dr. E.M. Abrahamson y A.W. Pezet indican en Body, Mind and Sugar: “Cuando el
nivel de azúcar en la sangre es relativamente bajo . . . tiende a desvitalizar las células del cuerpo,
especialmente las células cerebrales. Esto se trata con una dieta . . . ¿ Qué nos sucede cuando las células
de nuestro cuerpo y especialmente de nuestro cerebro están crónicamente desnutridas? Las células más
débiles y más vulnerables . . . son las primeras afectadas. Cuando todo funciona bien, este equilibrio se
mantiene con mucha precisión bajo la vigilancia de nuestras glándulas adrenales. Cuando tomamos
azúcar refinada (sacarosa), se convierte luego en glucosa, por lo que escapa en gran medida al proceso
químico de nuestro cuerpo. La sacarosa pasa directamente a los intestinos, donde se convierte en glucosa
predigerida. Esa a su vez es absorbida por la sangre donde el nivel de glucosa ha sido ya establecido
en un equilibrio preciso con el oxígeno. De esta forma el nivel de glucosa de la sangre aumenta
drásticamente. Se destruye el equilibrio. El cuerpo está en crisis.
El cerebro es el primero en registrarlo. Las hormonas fluyen de las cápsulas adrenales y acaparan todo
recurso químico para enfrentarse al azúcar: la insulina de los islotes endócrinos del páncreas trabaja
específicamente para retener el nivel de glucosa en la sangre en una función antagónico-complementaria a
(*)
Bernard Fergusson. “Beyond the Chindwin” (Más allá de Chindwin), pág. 198.

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las hormonas de adrenalina que elevan el nivel de glucosa. Todo esto ocurre a un ritmo de emergencia, con
resultados predecibles. Demasiado rápidamente, va demasiado lejos. Desciende el nivel de glucosa de la
sangre y aparece una segunda crisis como consecuencia de la primera. Los islotes pancreáticos tienen que
cerrarse; lo mismo deben hacer algunas partes de las cápsulas de adrenalina. Deben producirse otras
hormonas de adrenalina para regular el reverso de la dirección química y elevar nuevamente el nivel de
glucosa de la sangre”. (*)
Todo esto se refleja en la forma como nos sentimos. Mientras la glucosa es absorbida por la
sangre, nos sentimos animados.
Un estímulo veloz. Sin embargo, a este impulso energético sucede una depresión, cuando el
fondo se desprende del nivel de glucosa sanguínea. Estamos inquietos, cansados; necesitamos
hacer un esfuerzo para movernos o incluso pensar, hasta que se eleva de nuevo el nivel de
glucosa. Nuestro pobre cerebro es vulnerable a sospechas, a alucinaciones. Podemos estar
irritables, un manojo de nervios, alterados. La gravedad de la crisis doble depende de la
sobredosis de glucosa. Si continuamos tomando azúcar, una nueva crisis doble empieza
siempre antes de terminarse la anterior. Las crisis acumulativas al final del día pueden ser
enloquecedoras.
Tras varios años con días así, el resultado final son glándulas adrenales enfermas. Agotadas no
por exceso de trabajo sino por un ajetreo continuado. La producción de hormonas en general es
baja, las cantidades no se amoldan. La alteración funcional, desequilibrada, se refleja en todo el
circuito endócrino. Muy pronto, el cerebro puede encontrarse en dificultades para distinguir lo
real de lo irreal; estamos expuestos a volvernos medio precipitados. Cuando el estrés se
interpone en el proceso, nos desmoronamos porque no tenemos ya un sistema endócrino sano
para enfrentar cualquier contingencia. Día a día nos encontramos con una falta de eficacia,
siempre cansados, nada logramos hacer. Realmente sufrimos los Sugar Blues.
Miembros de la profesión médica que han estudiado esta situación, notan que “puesto que las
células cerebrales dependen totalmente de la tasa de azúcar en la sangre en cada momento para
alimentarse, son quizá las más susceptibles de sufrir daños. La alarmante y creciente cantidad de
neuróticos en nuestra población lo evidencia cIaramente”. No todos llegan al final. Algunas personas
empiezan con glándulas adrenales fuertes; otras, como el último presidente Kennedy, no. (**) Los
grados de abuso de azúcar y de melancolía varían. Sin embargo, el cuerpo no miente. Si se toma
azúcar se sienten las consecuencias.
El endocrinólogo John W. Tintera lo resaltó: “Es bien posible mejorar la disposición, la eficacia, y
cambiar la personalidad para mejorarla. La forma de hacerlo es evitar el azúcar de caña y de remolacha en
todas sus formas “.
Lo que los endocrinólogos de vanguardia nos dicen hoy, los brujos de la Edad Media lo
conocían instintivamente o lo aprendieron experimentando. Generación tras generación, siglo a
siglo, la gente vuelve a los curadores naturales. Emperadores, reyes, papas y los más ricos
(*)
E.M. Abrahamson y A.W. Pezet, “Body, Mind and Sugar” (El cuerpo, la mente y el azúcar).
(**)
Stewart Alsop escribe en “Stay of Execution” que el Dr. John Glick del Instituto Nacional de Sanidad mostraba escepticismo ante los esteroides (cortisona), ya
que no llegan a la raíz del problema y, aunque uno se encuentra lleno de energía momentáneamente, paga un precio más alto en efectos secundarios. “Esto me
desilusionó. Recordando a Jack Kennedy, que tomó esteroides para su insuficiencia adrenal me he visto a mí mismo lleno de una energía incontrolable . . .“ Alsop
continúa para señalar que cuando preguntó a uno de los amigos más íntimos del presidente sobre el funcionamiento de los esteroides que recibió el presidente, dijo
que Kennedy nunca hablaba sobre ello . . . pero que (Charlie Bartlett) podía notar cuando Kennedy había sido sometido a un tratamiento con esteroides; “uno podía
notar cómo se ponía superactivo”. En el libro de O’Donnell y Powers, “Johnny, Apenas le Conocíamos”, hay terroríficas historias sobre el consumo de helados,
batidos de leche malteada, etc. por parte de Kennedy.
El 2 de mayo de 1969, un periódico canadiense, “The Toronto Telegram”, publicó el artículo de Sid Adilman sobre Helen Lewis, editora del CBC durante 14 años y
jefa de ediciones de Josef von Sternberg, el director. Entre las recopilaciones sobre los primeros años en Hollywood de He- len Lewis se encontraba la experiencia
de ser la “única persona del Canadá que compraba helados a John Kennedy”. Como decía Helen Lewis, “una de las personas que realmente me disgustaba en
Hollywood era Joe Kennedy — un hombre frígido . . . traía sus chicos al estudio los sábados. Me ordenaba que me llevara “los pequeños sinvergüenzas — Joe que
más tarde murió y John, los dos encantadores con sus trajes de marinero — a la comisaría. Yo siempre pagaba; Joe nunca me dio un centavo”. John Tintera, “What
You Should Know About Your Glands” (Lo que usted debería saber sobre sus glándulas) (dicho a Delos Smith), reproducido en el Woman’s Day, febrero de 1958.

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barones tenían sus doctores de Salerno o médicos árabes y judíos; pero la gente común de cada
estado del mundo entero jamás consultaba a otros que a los curanderos y recurría a las curas
naturales: la partera, o Belladona (el nombre de una de sus pociones aún usada hoy por los
médicos). La anatomía, la alquimia y la farmacología florecieron con estas gentes mucho antes
de que los estudios se convirtieran en una práctica general. Los curanderos naturales creían que
el universo estaba gobernado por la ley y el orden del cual cada pétalo de cada planta era una
parte. Eran médico y ministro, amigo y buen vecino. Cuando los escasos médicos practicaban
salvajes ritos machistas como sangrías y cortando extremidades, los curanderos naturales
podían curar a la gente combinando el poder curativo de hierbas medicinales con la imposición
de manos y unos consejos de sentido común sobre dieta, ayuno y oraciones. A menudo, la
curandera era la partera y enfermera que atendía los partos y la muerte. Si un niño nacía
deformado, la curandera podría, en un acto de compasión, ahogarlo con el almohadón. Si una
vieja alma se estaba muriendo lentamente y con agonía, la curandera podría hacer lo mismo,
acelerar su muerte con ayuda de un almohadón.
Philippus Aureolus Paracelsus (Theophrastus Bombastus von Hohenheim), un gran médico de
su época, que enseñó a Goethe quien enseñó a Darwin, quemó la farmacopea de 1527, y declaró
que las brujas le habían enseñado todo lo que conocía. (*)
Los curanderos naturales comprendían el poder de muchas plantas y alimentos. Para poder
distinguir entre alimentos comestibles saludables y las substancias venenosas, usaban
frecuentemente un instrumento muy común entre las civilizaciones antiguas: una varita de
zahorí, —una vara adivinatoria o un péndulo colgado de un sedal. Se cree que la varita de
zahorí adivina la presencia de agua y minerales inclinándose hacia abajo cuando capta una veta.
Este arte ha sobrevivido en muchos lugares. Cada vez que mi abuelo irlandés quería abrir un
pozo, empleaba una varita de zahorí para detectar el lugar más indicado.
En la actualidad, este arte antiguo ha sido vuelto a descubrir por ingenieros y científicos
alrededor de todo el mundo y ahora se utiliza para medir la vitalidad de los alimentos. Cuando
el jugo fresco de una remolacha azucarera indica 8.500 unidades de energía radiante saludable,
un terrón de azúcar registra cero, aunque la cantidad de calorías inertes en ambos puede ser
más o menos constante. (**)
Para las curanderas, el azúcar refinada fracasaba ante una prueba muy simple. No era un
alimento integral. Las palabras sagrado, integral, sano y vigoroso tenían todas el mismo
significado. Un alimento integral era sagrado, bendecido por los espíritus de la naturaleza, y su
fin era proteger la salud del Hombre. El azúcar evidentemente no era un alimento integral como
una planta verde o un grano ambarino. La caña de azúcar crecía en regiones cálidas y tropicales.
El campesino medio, sin lugar a dudas el europeo, no refinaba la caña de azúcar en casa; se
dedicaba a hacer pan, queso, vino y cerveza. El azúcar era una substancia foránea, importada de
lejos, procesada por manos desconocidas de una planta tropical que los brujos y médicos nunca
habían estudiado con su varita de zahorí. Si tenía alguna Historia, era una historia alienada.
Mientras tanto, el azúcar era traída de tierras lejanas por los lacayos de la Iglesia y del Estado,
que — al entender de los curanderos naturales — tienen la fama bien conocida de sólo haber
aportado muertes e impuestos, vasallaje y problemas, guerras y pestes.
La actitud de las personas sensatas de esta época queda tipificada en la leyenda de los tontos de
Gotham. Cuando el rey anunció su intención de honrar a su pueblo erigiendo lo que hoy podría
(*)
Jules Michelet, “Satanism and Witchcraft” (Satanismo y brujería).p.Xl.
(**)
Peter Tompkins y Christopher Bird, The Secret Life of Plants (La vida secreta de las plantas), Harper & Row, Nueva York, 1973.

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ser la Casa Blanca Occidental de San Clemente de Nixon, en medio del pueblo, los ancianos de
Gotham proclamaron oficialmente su alegría y satisfacción. Sin embargo, sabiendo que esto
significaba una alteración de su vida y la confiscación de sus pollos y huevos, consultaron a la
bruja local cómo prevenir esta calamidad. Poco después, todo el pueblo se vio aquejado de una
alteración mental transitoria, que persistió hasta que su amado monarca suspendió sus planes.
La única forma de protesta posible era hacerse el tonto.
Los curanderos gozaban de lealtad universal. En todas partes la gente demostraba el mayor
respeto por su sabiduría práctica y terrena. Como tales constituían una amenaza para una
iglesia y gobiernos corruptos. Estas autoridades no tardarían en establecer una alianza
sistemática para colaborar en la destrucción de todos los practicantes de curas naturales.
Esto empezó cuando los cruzados volvieron a casa, con grandes cosas que contar. También
trajeron con ellos unos cuantos trucos aprendidos en tierras infieles. Uno de ellos era el molino,
significando que la molienda de cereales podría hacerse rápidamente sobre una colina o a
orillas de un viejo torrente. Otro truco era el uso del azúcar como agente fermentador para
elaborar vino y cerveza. A este proceso solapado se le llamó sofisticación. Sofisticar la cerveza
significaba corromperla o estropearla, al añadirle una substancia extraña o inferior. El azúcar
extranjera era inferior a las maltas y lúpulos naturales.
Luego la palabra sofisticación pasó de moda; remplazada por la palabra adulteración, y ésta dio
paso a la inocente descripción cuantitativa de substancias inferiores y extrañas como aditivos.
Hoy somos tan sofisticados y nuestros alimentos están tan corrompidos, que los adulteradores
nos hacen creer en sus palabrerías. ¿Necesita acaso nuestra comida ser fortalecida o enriquecida?
¿Para qué refinar la harina y luego enriquecerla? El proceso de refinación despoja a los granos
de muchos elementos vitales. ¡Todo sea por el progreso!
En los buenos viejos tiempos, cuando la cerveza era cerveza, sofisticación era un término que se
las traía. Los amantes de la cerveza tomaron decididas medidas para asegurar que lo que bebían
no fuera más que cerveza pura hecha con malta, grano y lúpulo. Los buenos catadores
derramaban una cerveza sospechosa sobre una silla de madera probándola sentados de lleno
sobre el líquido con sus calzas de cuero. Después de debidas deliberaciones y de la evaporación
del mejunje, el catador se levantaba de su silla. Si su trasero vestido de cuero se pegaba a la
madera, el cervecero tendría problemas por añadir azúcar a la cerveza. La cerveza pura de
malta carecía de extractos adhesivos.
En esa época los consumidores no se dejaban pisotear y las autoridades vigilaban. El cervecero
descubierto añadiendo azúcar a su cerveza podía ser arrastrado a la picota o expulsado del
pueblo. En el reinado de Eduardo el Confesor, de Inglaterra, las crónicas del siglo Xl relatan que
“un cervecero bribón de la Ciudad de Chester fue paseado alrededor de la ciudad en el carro en que se
había recogido los desperdicios de los retretes”. ¡Tomen nota!
Hoy oímos hablar del rey Juan el Bueno y de su Carta Magna, la primera declaración de
derechos humanos, proclamada en 1215. Pero ya no se recuerda que en esa época funcionara la
picota y que el carro de basura llevaba castigado a todo sofisticador de pan, carne, cerveza y
vino.
En 1482 un adulterador de vino en Alemania fue condenado a beber 4 litros de su propio vino.
Murió a mitad de la función.
La gente se adhería a los métodos tradicionales y probados; sospechaba de los nuevos trucos
extranjeros. “Cuando la gente perdió de vista la forma tradicional de vivir — escribió Lao Tsé —
aparecieron códigos de amor y honradez”.

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O pensaban creerlo. Y lo creyeron hasta llegar al punto — meses o años más tarde — cuando
descubrieron lo contrario. Especialmente los ricos y poderosos. Tarde o temprano aparecían
signos. Acontecimientos. Avisos. Sus cuerpos les estaban diciendo algo.
A este punto llegó a Gran Bretaña en 1816; una ley prohibió incluso a los cerveceros que
tuvieran azúcar o melaza en su poder. En el siglo XX, la posesión de drogas es suficiente para ser
acusado de un acto criminal. En el siglo XIX, la posesión de azúcar por un cervecero era
considerada evidencia de que intentaba adulterar su cerveza. En esa época, sin embargo, el
encarcelamiento y las multas substituyeron a la picota y al paseo en carro de basura, por lo que
los cerveceros podían permitirse más riesgos.
En los viejos tiempos, la cerveza era algo más que el color, las burbujas y la falsa espuma de la
de nuestra Era de plástico. Era un alimento básico: pan líquido. Las madres que amamantaban
bebían cerveza en el desayuno. Un cervecero que añadía azúcar a su cerveza estaba
amenazando la supervivencia de la raza. Cuando se le paseaba alrededor de la ciudad en un
carro de excrementos, el mensaje era claro: el cuerpo y el cerebro humano no pueden con el
azúcar. Ellos lo sabían.
Los soldados y los marinos transportando su preciosa carga de valiosa azúcar atravesando
largas distancias, descubrieron que se es pegaba a los dedos. Comenzaron a tener problemas
dentales. Los sirvientes en las casas de los poderosos, donde se guardaba la preciosa azúcar bajo
llave y candado, empezaron a notar que la orina en los orinales de los ricos y poderosos
comenzaba a oler excepcionalmente dulce. Era algo que no se podía comentar salvo con las
hechiceras. Los navegantes que naufragaban en el mar con su carga de azúcar intentaban
sobrevivir con una dieta de azúcar y ron. Enloquecían y a menudo morían. El asunto produjo
comentarios. Los hombres que trabajaban en las nuevas ciudades y en los depósitos e ingenios
azucareros parecían incrementar su consumo en grandes cantidades. A veces hablaban sobre
ello. Otras veces, cuando habían estado hurtando pequeñas cantidades de azúcar aquí y allá, era
algo que preferían no mencionar.
Antiguas civilizaciones como las de Oriente sabían que todos los desórdenes del cuerpo y de la
mente proceden de lo que comemos. Como decían los sabios orientales, la mente y el cuerpo no
son dos cosas aparte. La hechicera -. . la mujer sabia . . . el curandero también lo creían. Sin
embargo, para cuando el azúcar se introdujo por toda Europa, los curanderos quedaron al
descubierto — prácticamente de inmediato — como enemigos declarados de la Iglesia y del
Estado. La gente enferma que los consultaba se exponía a reales peligros. Uno arriesgaba
literalmente su vida o su cuerpo si tenía algún trato con ellos. A su vez los curanderos
arriesgaban vida y cuerpo para ayudar a la gente.
La Iglesia declaró, en el siglo XIV, que “toda mujer que se atreve a curar sin haber estudiado es una
brujo y debe morir”. Los eclesiásticos católicos y protestantes prohibieron, bajo pena de muerte, el
ejercicio de las artes curativas o la simple dispensa de consejos de sentido común. (*) No
importaba que esta gente hubiese dedicado su vida al estudio práctico. Habían estudiado el
orden del universo, las semillas y estrellas, los animales, aves y abejas, y su entorno nativo. La
naturaleza y la tradición eran sus maestras, no las escrituras interpretadas por los sacerdotes.
Aún no existía la prensa. Todo conocimiento e historia que no estuviese en manos de los
todopoderosos sacerdotes, era transmitido de uno a otro curandero.
(*)
T. Szasz, “The Manufacture of Madness” (La fabricación de la locura).

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Si se acudía a una curandera quejándose de dolor de estómago, ella preguntaba qué había
comido, daba unos buenos consejos y quizás una infusión de hierbas para arreglar el estómago.
Si uno visitaba a un curandero quejándose de melancolía, jaqueca o locura, también sabía que
debía ser producido por algún alimento. Azúcar, quizás. Así pues impartía estrictos consejos y
tal vez una poción o infusión para estimular el cerebro.
Pero de pronto esos días quedaron atrás. La cura natural se había vuelto brujería. Si las
alucinaciones se atribuyeran al azúcar y corriera el rumor, se tergiversaría completamente la
Historia. La persona estaba embrujada. La curandera practicaba conjuras diabólicas contra el
azúcar para perjudicar una nueva empresa nacional bendita por la Iglesia y provechosa para el
Estado. La brujería era el campo del exorcista y del sacerdote. La cura prescripta a la persona
embrujada servía para denunciar al curandero como brujo, ¡la fuente del embrujo sacrílego!
¿Cómo castigarlo? En la hoguera.
Los inquisidores se quejaban amargamente de que las personas embrujadas consultaban a la
curandera y se curaban por medios naturales. “El método común para desprenderse del
encantamiento, — escribían — consiste en que la persona embrujada acude a una anciana con fama de
sabiduría, quien muy a menudo la cura y no por medio de exorcistas o sacerdotes. . . Tales curas se
efectúan con la participación de demonios, lo cual está prohibido; por lo tanto no puede ser legal que se
curen de esta forma los embrujamientos; éstos deben ser soportados pacientemente”. (*)
En la época de la caza de brujas, los desórdenes, acontecimientos y signos se dividían en dos
categorías: los atribuidos a la propia culpa (físicos) y los que pensaban fueran obra del diablo
(los mentales). Enfermedades de la lactancia, un dolor de estómago, una tisis galopante y otros
signos y advertencias evidentes eran claramente físicos. Los síntomas invisibles, sin embargo,
desde la melancolía hasta la jaqueca y la locura eran obra de brujería.
Con el apoyo de reyes y príncipes, la Iglesia medieval impuso su control completo sobre la
educación y práctica médica. El infame manual de 1486 para los cazadores de brujas, Malleus
Maleficarum (El Martillo de las Brujas), definía a las brujas como “esas personas que tratan de
inducir a otras a ejecutar maravillas demoníacas”. El curar era una de estas maravillas a que se
refería. La herejía fue llanamente definida como “infidelidad de una persona que ha sido bautizada”.
Se señaló a las parteras como “sobrepasando a todos los seres en maIdad”. Posiblemente nunca han
existido cerdos chauvinistas que superaran a los inquisidores, los cuales declaraban que “todo
acto de brujería procede del deseo carnal, que en la mujer es insaciable”. (**) Cuando se impidió que los
médicos varones asistieran en los nacimientos, un curioso médico alemán disfrazado de
comadrona intervino en un parto. Fue descubierto y quemado en la hoguera. Ahora el péndulo
había oscilado al máximo. (***)
Cualquier aparición súbita de una enfermedad — o que pareciese una enfermedad — indicaba
que se trataba de brujería. Para diagnosticar un acto de brujería, los inquisidores recurrían a los
médicos para que distinguiesen los trastornos debidos a causas naturales de los procedentes de
actos de brujería. Otra forma de distinguir entre los trastornos naturales (físicos) y los
sobrenaturales (mentales) era un test Rorschach medieval: sostenían plomo fundido sobre el
cuerpo del paciente y luego se sumergía en agua. Si el plomo formaba una imagen reconocible,
el castigo era rápido. En realidad, cualquiera que fuese la forma que tomase el plomo, la
(*)
T. Szasz, “The Manufacture of Madness” (La fabricación de la locura).
(**)
J. Sprenger y H. Kramer, MaUeus Maleficarum”, pág. 47.
(***)
H. Graham, “Surgeons Ah, A History of Surgery” (Todos los cirujanos, una historia de la cirugía), prefacio por O.St.John Gogarty, Rich &
Cowan Ltd., Londres, 1939.

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Inquisición encontraba siempre una razón que probaba, sin duda alguna, que el paciente sufría
exactamente el problema que se le había diagnosticado originalmente.
La lengua usada por los sacerdotes y médicos era el latín. De esta forma los médicos empezaron
a usar la palabra simptoma (de la palabra griega symptoma) para indicar los signos. Lo que las
curanderas habían llamado signo, advertencia de la naturaleza, los médicos empezaron a llamar
síntoma. Pocos médicos podían decirle algo a uno no reconocido por sus propios huesos. Lo
único que podían hacer era examinar al candidato, escuchar sus quejas, y luego dar a sus
signos, advertencias o síntomas una pintoresca denominación en latín o griego. De esta forma,
el sacerdote no monopolizaba el misterio.
Si un médico decía: “iAh, debe ser un dolor de estómago”, estaba sólo diciendo algo que uno le
acababa de decir. Si expresaba: “Debe ser causado por algo que comiste”, tampoco era para que uno
se sintiese admirado por su sabiduría. Cuando exclamaba: “lAhi, esto parece un caso muy
interesante de dispepsia” daba en el blanco ya que uno era el primero en el barrio con una nueva
enfermedad. Un nuevo trastorno encontrado en un nuevo vehículo, un libro escrito en latín.
Johan Weyer, médico de la corte del duque William de Cleves, y uno de los pocos hombres de
medicina de su época que se oponían a la caza de brujas, era muy duro con sus colegas del siglo
XVI que colaboraban con la Inquisición. Atacó a los “médicos desinformados e inhábiles que relegan
en todas las enfermedades el remedio en el que no pensaron como acto de brujería Los mismos médicos,
declara, son de esta forma los verdaderos malefactores”.(*) Su libro fue prontamente puesto en el
lndex (catálogo de libros prohibidos). Durante siglos, médicos inexpertos y desinformados
continuaron relegando los síntomas del Sugar Blues (la solución más fácil que pasaban por alto)
al hechizo. Tres siglos de perjuicio médico producirían una verdadera Babel sintomatológica
griega y latina: esquizofrenia, paranoia, catatonia, dementia precox, neurosis, psicosis,
psiconeurosis, urticaria crónica, neurodermatitis, cephalaigia, hemicranea, taquicardia
paroxismal, todas tan aterrorizadoras como el mismo demonio.
Las personas sabias que entendían el significado de los Sugar Blues habían sido sepultadas y con
ellas los síntomas y avisos de que el cuerpo y el cerebro humano no pueden soportar ciertas
cantidades de azúcar. Pasarían muchos siglos antes de que se volvieran a descubrir estos
síntomas y avisos. Finalmente, aquellos fanáticos misioneros de la Cristiandad llevarían la cruz,
la bandera, el terrón de azúcar y la máquina de Coca- Cola alrededor del mundo. La Iglesia
apoyaba la esclavitud en el extranjero en el negocio del azúcar como una salvación para las
almas paganas de los negros. En casa los médicos y sacerdotes condenaban a los curanderos
como hechiceros y los consignaban al infierno.
Ahora que la competencia había sido barrida, médico y religioso hicieron lo que los
conquistadores confabulados siempre hacen: dividieron el botín. Sacerdote y exorcista se
ocupaban del psique, dejando el soma al médico y al cirujano. Cuerpo y cerebro eran divididos
en norte y sur, como Corea y Vietnam. Finalmente, los sacerdotes fueron dejando el campo de la
mente en manos de los psiquiatras. De todas maneras, el dualismo subsistía: los hermanos
Mayo trataban el cuerpo; Menningers el cerebro. El Instituto Nacional para la Salud se separó
del Instituto Nacional para la Salud Mental.
Cuando el emperador Constantino aceptó la Cristiandad y empezó a obligar a sus súbditos al
culto de la Iglesia oficial de Roma, la gente de las áreas rurales se resistió: los curas de las
ciudades denunciaron desdeñosamente a los pagi o campesinos. Los inquisidores nunca se
(*)
Citado en Gregory Zilboorg, “The Medical Man and the Witch During the Renaissance” (El hombre médico y la bruja durante el renacimiento)
pág. 140.

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aventuraban por las oscuras calles paganas para llamar a las puertas ya que en esas áreas había
demasiada gente; los curanderos eran protegidos y defendidos como guardianes de la llama; su
sabiduría y sus tradiciones fueron conservadas intactas . . . clandestinamente.
No quemaban a las brujas.
La mayor parte de este profundo antagonismo histórico está enterrado en el lenguaje y los
símbolos. Los cristianos llamaban brujos a los curanderos, de la palabra latina que significa
alguien que echa las cartas, o las cartas del tarot o varas de Artemisa para predecir el futuro. Los
cristianos empezaron a llamar paganos a todos los infieles. Los paganos llamaban a su
curandera: la buena mujer. El curandero trataba con hierbas y pócimas. Para el sacerdote estas
cosas eran misterios; la Iglesia pretendía monopolizar todos los misterios. Siglos de horror están
enterrados en la historia de la transformación del curandero en brujo.
En el verano de 1973, caminé por un bosque, en una remota área del sudoeste de Francia, con
un fitoterapeuta (*) y le observaba perpetuar lo que sus antepasados habían hecho sin
interrupción durante más de cuatrocientos años. Era como retroceder en el curso del tiempo.
Este remoto bosque recuerda nuestras imágenes del jardín del Edén. Caminábamos
cautelosamente para no maltratar o molestar el sagrado orden del universo bajo nuestros pies.
El fitoterapeuta se arrodilló para sentir el rocío de la mañana. Pasó a través de docenas de
hierbas que crecían para pararse delante de una, luego la arrancó con el mismo cuidado con que
uno puede tomar un niño del regazo de su madre. La presionó contra su cara y su inhalación se
transformó en una especie de plegaria. Nos refugiamos debajo de un viejo cobertizo de madera
donde las plantas estaban clasificadas en bastidores para secarse. Cada una ha sido arrancada a
su debido tiempo, de acuerdo con la luna y las estrellas y según su grado de madurez. Las pone
a secar durante días, horas, semanas. Cada una tiene su propia tabla de tiempo. Todo en su
correspondiente estación. El bosque es conservado intacto, íntegro, una inagotable fuente de
remedios naturales medicinales, algunos para ser usados solos, otros mezclados. Ciertos son
para infusiones, para beber antes de las comidas. Otras para fomentos o baños donde remojar
manos y pies, curando por ósmosis.
El curandero lo aprendió todo de su padre, quien acostumbraba a tumbarse en los campos
estudiando a los insectos, los pájaros, las abejas y los animales, aprendiendo sus secretos a
través de la observación (como Darwin, Goethe y Paracelso) y luego confrontando sus
conclusiones con los documentos ancestrales mantenidos durante siglos y verificados
constantemente por pruebas y errores, práctica y más práctica . . . la práctica de la cura con hierbas.
Su padre le había llevado en sus paseos de recolección de hierbas por toda la comarca, desde la
primera luz del alba hasta la oscuridad rasgada por la luna. La gente venía desde varias millas
alrededor para consultar a su padre por sus miserias. Algunas veces les daba pócimas para
llevarse a casa. Tal vez se les preparaba una tinaja caliente con una selección de hojas secas y el
paciente curaba su dolor sumergido en la tinaja en la cocina. Nadie con dolores abandonaba al
curandero sin haber sido interrogado sobre la calidad del pan que comía y el vino que bebía.
Siempre se daba un severo mandamiento contra el azúcar.
Los enfermos acostumbraban a ir a la consulta por las mañanas o por la tarde. Una vez, un
paciente especial se presentó en medio de la noche. El curandero lo trató con estricta discreción;
la puerta fue cerrada a otros visitantes y corridas las cortinas. En estas circunstancias, él mismo
preparaba el agua caliente y las hierbas; nunca turbaba al visitante preguntándole sobre sus
comidas y bebidas en la presencia de los demás. Se trataba del médico del pueblo vecino,
(*)
Fitoterapeuta — persona que cura con hierbas.

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incapaz, a pesar de todos sus estudios científicos y de la Iglesia, de curarse a sí mismo. Y así, el
doctor tenía que ir al humilde y abusado curandero herbolario, tal como su padre y su abuelo
antes que él, al brujo, cuyo antepasado pudo haber sido quemado por hechicero.
Un psiquiatra moderno, el doctor Thomas S. Szasz, ha resumido despiadadamente el precio de
la hipocresía, en su obra La Manufactura de la Locura:
“. . . El médico moderno, y especialmente el psiquiatra, repudia sistemáticamente a su verdadero
antepasado medieval, al vil y difamado hechicero y brujo. En cambio, prefiere trazar su descendencia
directamente a los médicos hipocráticos de la antigua Grecia, pasando por alto el embarazoso silencio de
la Edad Media . . caro ha pagado la profesión médica lo que tal ajuste falso indudablemente ocasiona.
Negando sus orígenes — incluso identificándose con aquellos que se han manifestado en contra de sus
predecesores — el médico moderno pierde su identidad como un modesto pero independiente
curandero escéptico al dogma de la autoridad oficial establecida, o inversamente, se convierte en un
servil vasallo del Estado . En las historias oficiales de la medicina contemporánea, la negación de la
hechicería y brujería como curanderismo forma un importante eslabón en esa funesta transformación de
su papel de médico privado a empleado del Estado”. (*)
En el remoto rincón de Gasconia donde visité al fitoterapeuta Maurice Messegué, la Inquisición
los había pasado por alto. De todas maneras, los desastres de la Segunda Guerra Mundial — la
caída de Francia, la ocupación nazi — afectaron finalmente a ese rincón del mundo. El joven
aprendiz de curandero dejó su pueblo y se fue a viajar por el mundo. Cuando el hijo repitió en
cualquier otro lugar las simples curas naturales que su padre, abuelo y bisabuelo habían llevado
a cabo cada día, fueron tomadas como milagros o brujería, según lo viera la superstición
moderna. Messegué había tratado con éxito a personajes como el almirante Darlan,
Mistinguette, y Jean Cocteau, así como al entonces presidente de la República Francesa,
Edouard Herriot. Las simples curas del señor Messegué eran a veces tan espectaculares que sus
famosos pacientes hablaron demasiado. Para la medicina ortodoxa y sus autoridades
representaba una amenaza que no podían ignorar. Fue llevado a juicio por toda Francia en más
de cuarenta ocasiones por uso ilegal de la medicina, por atreverse, como las brujas, a curar sin
haber estudiado en las instituciones oficiales.
Los pleitos fueron avisos espectaculares para la medicina herbolaria. El Establishment decadente
ortodoxo de Francia hizo famoso a Maurice Messegué. Puntualmente, juez tras juez lo declaraba
culpable, y le sentenciaba con una multa de uno o dos francos, luego solicitaba sus servicios
profesionales para la esposa o amante enfermas esperando en la antesala. Más tarde, el
curandero escribió tres libros — todos ellos best-sellers en Europa — sobre sus conocimientos y
curas naturales. En cada uno repite las simples prescripciones aprendidas de sus progenitores:
alimentación natural, cultivada orgánicamente. Lo que la vanguardia de la medicina moderna
ha justamente comenzado a decirnos, lo habían estado predicando sus antepasados durante
cuatrocientos años: apartarse de todo tipo de azúcar refinada, tanto de caña como de remolacha
en todas sus formas y preparados. Volvió triunfante a Gasconia, donde fue prontamente elegido
alcalde de la hermosa ciudad de Fleurence. Vive en un magnífico castillo donde su madre había
trabajado como sirvienta. Se convirtió en el dueño de un inmenso bosque virgen, en donde
pasea por las mañanas. Este vasto trecho de tierra es un santuario inagotable de hierbas y
plantas naturales con las cuales suministrar al mundo exterior polucionado y “quimicalizado”.
En 1974, preparé una traducción del primero de unos cincuenta libros escritos por un curandero
japonés. Mi introducción al libro de Sakurazawa Todos Sois Sanpaku, detallaba las experiencias
que yo mismo había tenido curándome según sus simples enseñanzas.
(*)
T. Szasz, págs. 93-94.

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El libro contenía un capítulo sobre el azúcar que decía, entre otras cosas:
“La medicina occidental y la ciencia tan sólo ahora han comenzado a dar señales de alarma sobre el
descomunal incremento del consumo de azúcar per cápita, especialmente en los Estados Unidos. Sus
investigaciones y avisos llegan, me temo, muchas décadas demasiado tarde. .. confío en que la medicina
occidental algún día admitirá lo que en Oriente siempre supieron: el azúcar es, sin duda, el asesino
número uno en la historia de la Humanidad (mucho más mortal que el opio y la radiactividad)
especialmente para la gente que come arroz como principal alimento. (**) El azúcar es el mayor
mal que la moderna civilización industrial ha llevado a los países de Extremo Oriente y África. . La gente
irresponsable que ofrece o vende azúcar a los niños descubrirá algún día para su vergüenza, que ha
producido daños irreparables”.
Los curanderos de hoy en día pueden diferir en muchos puntos, pero en una cosa están de
acuerdo: el cuerpo humano no puede asimilar el azúcar refinada . . . la sacarosa.
(**)
Subrayado por el traductor.

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IV. El Azúcar com Base Económica
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IV. EL AZUCAR COMO BASE ECONOMICA.
Durante la época Medieval, las almas enajenadas rara vez eran encerradas. Este confinamiento
empezó durante el Renacimiento, cuando el azúcar pasó de ser receta de farmacéutico a las
manos del pastelero. “El gran confinamiento de los locos” (*) , tal como un historiador lo llama,
empezó a fines del siglo XVII, después de que el consumo de azúcar en Inglaterra subiera de
pronto, en doscientos años, de una pizca o dos en un barril de cerveza, aquí y allá, a más de un
millón de kilos por año. Por aquel entonces, Ios médicos de Londres habían empezado a
observar y a registrar señales y síntomas físicos terminales de Sugar Blues..
En tanto, mientras los consumidores de azúcar no manifestaran síntomas físicos terminales
evidentes y los médicos quedaran azorados, los pacientes dejaron de ser considerados como
embrujados, pero sí locos, dementes, emocionalmente desequilibrados. Pereza, fatiga, vicio,
descontento paterno . . cualquier problema era causa suficiente para que la gente de edad
inferior a los 25 años fuera encerrada en el primer hospital mental de París. Todo lo que se
necesitaba para ser encerrado era una queja de los padres, parientes o del omnipotente cura
párroco. Nodrizas con sus bebés, jovencitas embarazadas, niños retrasados o defectuosos,
ciudadanos viejos, paralíticos, epilépticos, prostitutas, lunáticos delirantes — cualquier persona
no deseada en la calle — era inmediatamente despachada fuera de circulación. El hospital
mental remplazó la caza de brujas y de herejías como uno de los más ilustrados y humanos
métodos de control social.
El médico y el sacerdote manejaban la parte sucia del negocio barriendo las calles a la espera de
favores de la realeza. Inicialmente, cuando por real decreto se instituyó el Hospital General en
París, el uno por ciento de la población de la ciudad fue encerrada. Desde esta época hasta el
siglo XX, y a medida que aumentaba más y más el consumo de azúcar — especialmente en las
ciudades —, también crecía el número de gente encerrada en el Hospital General. Trescientos
años más tarde, convierten a los “emocionalmente desequilibrados” en autómatas andantes,
controlados sus cerebros con drogas psicoactivas.
Hoy, los pioneros de la psiquiatría ortomolecular (los doctores A. Hoffer, Allan Cott, y A.
Cherkin, así como el Dr. Linus Pauling) han confirmado que la demencia mental es un mito y
que las perturbaciones emocionales pueden ser meramente el primer síntoma de una evidente
incapacidad del sistema humano para sobrellevar el impacto de la dependencia al azúcar.
En su obra Psiquiatría Ortomolecular, el doctor Pauling escribe:
“El funcionamiento del cerebro y del tejido nervioso es sensiblemente más dependiente de la tasa de
reacciones químicas que el funcionamiento de otros órganos y tejidos. Creo que las enfermedades mentales
están causadas en su mayor parte por tasas de reacciones anormales, determinadas por la constitución
genética y la dieta, y por concentraciones moleculares anormales de substancias esenciales . . . La selección
alimentaria y farmacéutica en un mundo que está sufriendo un rápido cambio científico y tecnológico
puede a menudo distar mucho de lo mejor.
Una deficiencia de vitamina B 12 causada por lo que sea conduce a la enfermedad mental, a menudo
incluso más pronunciada que las consecuencias físicas. La dolencia mental asociada con anemia perniciosa
. . . frecuentemente se observa durante varios años . . antes de que aparezca otra manifestación física de la
enfermedad. .. Otros investigadores han informado también una mayor incidencia de concentraciones
(*)
M. Foucault, “Madness and Civilization: A History of lnsanity” (Locura y civilización: una historia de la demencia), traducido al inglés por R
.Howard.

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IV. El Azúcar com Base Económica
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inferiores de vitamina B 12 en los sueros de pacientes mentales que en la población en general y han
sugerido que la deficiencia de vitamina B 12, cualquiera que sea su origen, puede conducir a la locura.
“Cuando se introdujo la utilización del ácido nicotínico (niacina) éste curó de sus psicosis a cientos de
miles de sufrientes de pelagra, así como de las manifestaciones físicas de la enfermedad . . . Más
recientemente, muchos otros investigadores han informado sobre el uso del ácido nicotínico y la
nicotinamida para el tratamiento de la demencia. . . Otra vitamina que ha sido usada para el tratamiento
de la locura es el ácido ascórbico, la vitamina C...
“Los síntomas mentales (depresión) acompañan a los síntomas físicos producidos por deficiencia de
vitamina C (escorbuto).
En mi opinión, deduzco del estudio de la literatura sobre el tema que muchos esquizofrénicos tienen un
metabolismo desarrollado de ácido ascórbico, presumiblemente genético originalmente, y que la ingestión
masiva de ácido ascórbico tiene cierta importancia en el tratamiento de la enfermedad mental.
“Cabe la posibilidad de que algunos seres humanos tengan un tipo de escorbuto cerebral sin ninguna otra
manifestación, o una especie de pelagra cerebral o anemia cerebral perniciosa. . . cada vitamina, cada
aminoácido esencial, cada otro nutrilito esencial representa una enfermedad molecular que, cuando
empezó a afligirles, nuestros lejanos antepasados aprendieron a controlar seleccionando una dieta
terapéutica, enfermedad que continúa controlándose de esta manera”. (*)
En su libro La Terapia con Megavitamina B3 para la Esquizofrenia, el Dr. Hoifer hace notar: “también
se aconseja al paciente observar un buen programa nutricional con restricción de sucrosa y de alimentos
ricos en sucrosa”. (**)
La investigación clínica de niños hiperactivos y psicóticos, y de otros con lesiones cerebrales e
inhabilidad para aprender, indica: Una familia cuyo historial de diabetes es anormalmente
elevado (significando que tanto padres y abuelos no pueden soportar el azúcar); una desusada
alta incidencia de baja glucosa sanguínea o hipoglicemia funcional en los mismos niños,
indicando que sus sistemas no pueden procesar el azúcar; y una dependencia por un alto nivel
de azúcar en las dietas de los propios niños que no pueden asimilar.
Los estudios del historial diario de los pacientes diagnosticados como esquizofrénicos revelan
que la dieta por ellos elegida es rica en dulces, azúcar, pasteles, café, bebidas cafeinadas y
comidas preparadas con azúcar. Estos alimentos que estimulan la adrenalina, deben ser
eliminados o severamente restringidos. (***)
La vanguardia de la medicina moderna ha vuelto a descubrir lo que los humildes curanderos
aprendieron hace tiempo a través de un profundo estudio de la naturaleza.
“En más de veinte años de trabajo psiquiátrico — escribe el doctor Thomas Szasz — nunca he
conocido o un psicólogo clínico que manifieste, en las bases de una prueba proyectiva, que el sujeto es una
persona normal, mentalmente sana. Mientras que algunos brujos han sobrevivido a la persecución,
ningún loco paso la prueba psicológica. . . no hay comportamiento o persona alguna que la moderna
psiquiatría pueda plausiblemente diagnosticar como anormal o enferma”. (*)
Así también sucedía en el siglo XVII. Una vez que el doctor o el exorcista había sido llamado,
tenía la obligación de hacer alguna cosa. Cuando lo intentaba y fallaba, el pobre paciente tenía
(*)
L.Pauling, “Orthomolecular Psychiatry” (“Psiquiatría Ortomolecular”), Science, 19 de abril, 1968, vol. 160, págs. 265-271.
(**)
A.Hoffer, “Megavitamin B 3 Therapy for Schizophrenia” (Terapia de megavitamina B3 para la esquizofrenia), Canadian Psychiat.Ass. J.,
1971, vol. 16, pág. 500.
(***)
A.Cott “Orthomolecular Approach to the Treatment of Learning Disabilities” (Enfoque ortomolecular al tratamiento de la incapacidad del
educando) sinopsis del artículo reproducido por el Instituto Hexley para la Investigación Biosocial, Nueva York.
(*)
T.Szasz, “The Manufacture of Madness” (La fabricación de la locura).

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que ser encerrado. Se dice a menudo que los cirujanos entierran sus errores. Los médicos y
psiquiatras los encierran con doble llave.
Los excesos de la Inquisición y de los cazadores de brujas produjeron eventualmente una
previsible reacción, una ola de rechazo y horror. Los médicos y los religiosos que habían
protagonizado estos dramas estaban ahora en un incómodo consorcio que a todos recordaba
que tenían las manos llenas de sangre. Las herejías de ayer fueron institucionalizadas así como
las múltiples nuevas ortodoxias protestantes. La gente dejó la Iglesia en masa, y los funcionarios
reales tuvieron que rellenar la brecha e imponer pesadas multas a los disidentes por faltar a la
Misa dominical. Las cosas fueron de mal en peor. Las orgías de quemas de brujas y exorcismo
no habían conseguido contener la marea de brujería, posesión y locura. Ahora los médicos y
religiosos tuvieron que apresurarse a formular una nueva explicación para los síntomas y las
señales de Sugar Blues que destrozaron cerebros y perturbaron emociones.
En 1710, un médico religioso anónimo dio con la respuesta. Si en aquella época hubieran
existido los premios Nobel, con seguridad hubiera conseguido uno. Su simple y segura
explicación para la locura, satisfaría a médicos y religiosos tres siglos. Los mantendría felices,
ocupados y ricos. A pesar de que los niños lo habían estado haciendo desde los albores de la
Humanidad, ni los griegos, romanos, egipcios, orientales, ni los persas tenían una palabra
adecuada para ello. El anónimo médico religioso incursionó en su Biblia y pervirtió la leyenda
de Onan en un nuevo pecado llamado Onanismo. Escribió un libro, Onania o el grave pecado de la
auto-polución. Los médicos recurrieron a sus diccionarios latinos y corrompieron la palabra
latina más cercana: manustupración, violar con la mano. Esto fue convertido en la palabra
masturbación que finalmente se introdujo en el diccionario inglés de Oxford en 1766. Onania fue
un best-seller. Los científicos, que sabían lo que les convenía, fueron al grano, desechando
algunas infernales crudezas religiosas en favor de los afianzamientos pseudocientíficos.
Además, ¿quién podía decir que la masturbación no producía insanía? Para un caso exitoso
contra la teoría se tenía que admitir haberse estado masturbando durante años y luego probar
su sanidad mental. Nadie osó intentarlo.
¿Y qué me dicen de la dulce tierra de la libertad? El padre de la psiquiatría norteamericana era
también uno de los fundadores de la Revolución Norteamericana, uno de los firmantes de la
declaración de Independencia: Benjamín Rush, doctor en medicina. Entró rápidamente en el
carnaval onanista insistiendo que el juego sexual de uno solo era buscar la locura y que
produce: “impotencia, micción dolorosa, falta de coordinación locomotora, tuberculosis, dispepsia,
disminución de la vista, vértigo, epilepsia, hipocondriasis, manalgia, pérdida de memoria, fatuidad y
muerte”. (**)
El gran psiquiatra francés Esquirol se unió al coro, declarando que la masturbación “está
reconocida en todos los países como causa común de demencia. . . a menos que se corte instantáneamente;
es un obstáculo insalvable para curar.. . reduce al paciente a un estado de estupidez (tuberculosis),
marasmo (descomposición gradual de tejidos), y muerte.. . puede ser un precursor de la manía, demencia .
. . conduce a la melancolía y al suicidio”. La noción de que la masturbación causaba la locura fue
aceptada en el mundo civilizado. (*)
La masturbación proveyó una perfecta válvula de escape para los cerebros médicos. “Podemos
curarle a menos que usted se masturbe y siga masturbándose’ declaraban. Luego, si usted era
incurable le metían en un asilo en donde lo cuidaban de la masturbación con la camisa de
(**)
B. Rusch, “Medical Inquines and Observations upan Diseases of the Mind” (Investigaciones y observaciones médicas sobre las
enfermedades de la mente) (1812).
(*)
E.H.Hare, “J. Ment. Sci.”, 25 de enero de 1962, vol. 108, pág. 4.

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fuerza. Los que estaban a prueba vestían cinturones de castidad de día y por la noche anillos
claveteados para dormir.
Era tan sólo un asunto de tiempo hasta que intervinieran los cirujanos. ¿Su contribución? El
ritual de la circuncisión del Antiguo Testamento. Posteriormente inventaron una operación para
eliminar el clítoris.
En el año 1850, el doctor Isaac Baker Brown, eminente cirujano londinense (más tarde
presidente de la Sociedad Médica de Londres), creó un procedimiento quirúrgico llamado
cliteridectomía, en el convencimiento de que la masturbación era una forma de lepra moral, que
causaba histeria, epilepsia y enfermedades convulsivas.
Nada menos que un dignatario como el presidente del Real Colegio de Cirujanos publicó un
escrito recomendando la circuncisión para el tratamiento y prevención de este “vergonzoso
hábito’ y propuso ir todavía más lejos: cirugía por ablación de los nervios dorsales del pene y
ovariectomía para la mujer. La respuesta fundamental a la masturbación y la demencia fue, por
supuesto, la castración y la histerectomía. En el siglo XX, otro gigantesco paso adelante:
lobotomía (incisión dentro del cerebro).
“Alrededor de 1880 — escribe el historiador A. Comfort — el individuo que pudiera desear por
razones inconscientes atar, encadenar o infibular niños o pacientes mentales sexualmente activos (las dos
audiencias cautivas más prontamente disponibles) para adornarles con aplicaciones grotescas, enjaularles
en moldes de plástico, cuero o goma, para pegarles, asustarlos o castrarlos, para cauterizar o desenervar
los genitales, podían encontrar respetable y humana autorización médica para hacerlo con buena
conciencia. La demencia masturbatoria era ahora suficientemente real: estaba afectando a la profesión
médica”. (**)
El primer sindicato médico norteamericano, años antes de la A.M.A. (American Medical
Association), era la Asociación de Superintendentes Médicos del Instituto Americano para la
lnsanía. Fue fundada en 1844, en una época cuando los comercios generales en la frontera
norteamericana regalaban un cuarto de kilo de azúcar a todos los jóvenes que entraban en la
tienda con intención de gastar poco más de 10 centavos.
El pronunciamiento inicial del primer sindicato de reductores de cabezas en la dulce tierra de la
libertad fue una resolución en defensa de la camisa de fuerza: “Declaramos: es el unánime sentir de
esta convención, que el intento de abandonar enteramente el uso de todo tipo de coerción personal no está
sancionado por el verdadero interés del enfermo mental”. (***)
En 1855, una editorial en el New Orleans Medical and Surgical Journal declaraba que “las plagas,
guerras, viruela, y una multitud de males semejantes no han resultado más desastrosos para la
Humanidad que el hábito de la masturbación; éste es el elemento destructor de una sociedad civilizada”.
(****)
Mientras que la medicina oficial de los Estados Unidos injuriaba la masturbación, fueron
también denunciadas como cuáqueras las ideas de LP. Semelweis, quien descubrió a mediados
del siglo XIX que la causa de la fiebre de los niños podía ser culpa de los médicos por no tomar
la simple precaución de lavarse las manos antes de ir de la sala de autopsias a la consulta. A
pesar de la defensa de tales adictos como Oliver Wendell Homes, Semelweis fue insultado como
charlatán y curandero; murió más tarde en un asilo de enfermos mentales en 1865.
(**)
A. Comfort, “The Anxiety Makers, Sorne Curious Preoccupations of the Medical Profession” (Los productores de ansiedad, algunas curiosas
preocupaciones de la profesión médica), pág. 192.
(***)
N. Ridenour, “Mental Health in the United States: A Fifty Vear History”(Salud mental en los Estados Unidos: cincuenta años de historia), Har
vard Univ. Press, 1961.
(****)
Citado en el libro de J. Duffy, “Masturbation and Clitoridectomy” (Masturbación y clitoridectomía), J.A.M.A., 19 de octubre de 1963, vol.
186, pag. 246.

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Si hace cien años los médicos no podían aceptar la noción radical de que sus propias manos
sucias ocasionaban enfermedades innecesarias y dolor, era demasiado esperar de ellos que
relacionaran el enorme aumento en el consumo del azúcar con las nuevas enfermedades.
Al final de la era victoriana, la teoría de que la masturbación llevaba a la locura se estaba
quedando sin combustible.
Entonces, Sigmund Freud apareció en escena. Freud decidió que la masturbación no llevaba
forzosamente a la locura o al suicidio: era el signo de una nueva enfermedad, la neurosis. El
remedio ya no era el cinturón de castidad o el cuchillo del cirujano, sino el diván del psiquiatra.
Un cinturón de castidad costaba unos diez dólares; los psiquiatras cobraban por hora, y el
tratamiento duraba semanas, meses, años.
En 1897, Freud escribió: “Se me ha ocurrido que la masturbación es el hábito más importante a la
adicción fundamental y que es sólo como substituto y reemplazo por ello que los otros hábitos alcohol,
morfina, tabaco, etc. aparecen “. No mencionó la cocaína y el azúcar; el mismo era adicto a
ambas substancias. (*)
En uno de sus libros, el doctor Freud indicaba que fue llamado a casa de una ansiosa mamá
vienesa para que examinase a su hijo. El avisado Freud observó una mancha delatadora en los
pantalones del chico y le hizo discretamente ciertas preguntas. El chico decía que era clara de
huevo. Naturalmente, el buen doctor no fue engañado en ningún momento, arribando a la
conclusión de que su paciente estaba sufriendo de males ocasionados por la masturbación. (**) El
doctor Szasz comenta con rudeza la obra The Manufacture of Madness: “El chico no llamó a Freud y
no hay razón para creer que él estuviese sufriendo de nada; la sufriente era la madre, probablemente por
el proceso de maduración sexual del chico”.
Siglos de historietas de horror practicadas por la fraternidad médica y psiquiátrica para el
tratamiento de la locura causada por la masturbación faltan, extraordinariamente, en la
bibliografía de nuestra Historia médica. Entre millones de palabras dedicadas a la auto-
glorificación, ni una sola menciona la locura masturbatoria, según el doctor Szasz. Lo mismo
que la intricación del médico en los horrores de la caza de brujas, esta triste historia se esfumó
sin dejar rastro. Con sagacidad, el doctor Szasz compara este hecho a la Constitución de los
Estados Unidos, la cual logra no mencionar el tema de la esclavitud negra. De igual manera, la
psiquiatría oficial continúa figurando entre los sectores más atrasados de la fraternidad médica
en reconocer que la incapacidad del sistema humano para soportar el azúcar se refleja en un
amplio abanico de síntomas de lo que insisten en llamar enfermedad mental.
En 1911, Eugen Bleuler acuñó la escalofriante palabra esquizofrenia, que substituyó a la demencia
praecox (esto significa simplemente locura precoz y los síntomas aparecen entre los jóvenes). Lo
único nuevo era el nombre. Los síntomas eran tan viejos como el azúcar. Los médicos, que en
tiempos anteriores, confundidos por los mismos síntomas, habían diagnosticado a sus pacientes
como embrujados, ahora los diagnostican como esquizofrénicos. Donde en otra época tales
personas se llevaban al exorcista, ahora se ponen en manos del psiquiatra. La masturbación ya
no enloquecía a nadie. ¿Qué era lo que ocasionaba la locura? Los esfuerzos de la mamá tratando
de detener la masturbación. O la demencia podía ser causada por una educación de higiene
demasiado rígida y temprana . . . enfrentamientos a la hora del desayuno con el papá . . . una
(*)
Sigmund Freud, “The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud” (Edición estándar de los trabajos completos
psicológicos de Sigmund Freud), carta79, 22 de diciembre de 1897,volI ,p.272 (**) Idem, “Psicopatología de la vida cotidiana” (1901) vol. VI,
págs. 199-200.

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disciplina inconsistente falta de amor, o exceso de amor, cualquier cosa en la historia familiar
que podía recordarse . . . pobreza, riqueza, estrés, o facilidad.
Cuando comprendieron que la psiquiatría no funcionaba mejor que el exorcismo, algunos
psiquiatras acudieron a métodos más drásticos, como tratamientos de shock de todo tipo, desde
drogas hasta electricidad e insulina. En 1935, Egas Moniz de Lisboa introdujo la respuesta final
a la esquizofrenia: lobotomía prefrontal, incisión quirúrgica en el cerebro. En 1949, Moniz
obtuvo el Premio Nobel por ser pionero del horror final.
La medicina oriental tradicional había insistido siempre en afirmar que mente y cuerpo no es
una dualidad. Lo que llamamos enfermedades y males son simplemente síntomas de que todo
el cuerpo está desequilibrado. Para hacer integrar de nuevo a un Hombre, sólo tiene que comer
alimentos integrales y naturales. La mayoría de los neuro-psiquiatras de China Comunista
insisten .. . “las neurosis y las psicosis no existen aquí ni siquiera la paranoia”. (*)
Sagen lshitsuka, popular médico anti-médico japonés (era llamado de esta forma por su
insistencia en cortar con los métodos tradicionales a pesar de la adopción en el Japón de muchas
prácticas de la ciencia y medicina occidental desde el siglo XIX), enseñaba a sus discípulos que
lo que Occidente llamaba enfermedades mentales podía curarse con una dieta adecuada.
“Así como el cáncer es la enfermedad extremo Yin en gente de constitución fuerte, la esquizofrenia es la
enfermedad del extremo Yin en gente de constitución débil’ escribió Nyoiti Sakurazawa (sucesor de
Ishitsuka), quien daba conferencias, escribía y enseñaba en Europa y América desde la década
de 1920 hasta su muerte en 1966. (**)
Como con la acupuntura, la medicina oriental todo lo basa en el principio unificador de
Yin/Yang. El azúcar es el alimento del extremo Yin, mientras que la carne cruda es el alimento
del extremo Yang. Un exceso de azúcar Yin produce enfermedades del extremo Yin como el
cáncer y lo que nosotros llamamos esquizofrenia.
Una constitución débil, tal como la define la práctica tradicional médica oriental, está
determinada por la herencia genética, modificada por el tipo de alimentación de la madre
durante los primeros meses de vida fetal en el útero. Para los orientales, el signo externo de una
constitución débil es un lóbulo de oreja pequeño, unido a la parte posterior de la mejilla sin
división natural. Los grandes lóbulos despegados son signo de una constitución fuerte y una
herencia genética sana. Los médicos occidentales confirman este antiguo diagnóstico oriental
diciéndonos que los lóbulos grandes y despegados son un signo de fuertes glándulas adrenales.
(***)
Mucho antes de la explosión de interés por la medicina oriental que resultó en el acercamiento
de los Estados Unidos con China a principios de la década de 1970, mientras acupunturistas
como Sakurazawa eran denunciados prematuramente como curanderos, un endocrinólogo de
Nueva York estaba trabajando en volver a descubrir la validez de varios de los principios
básicos de las antiguas artes médicas orientales.
En la década de 1940, el doctor John Tintera volvió a descubrir la importancia vital del sistema
endócrino (especialmente las glándulas adrenales) en la mentalidad patológica — o confusión
mental.
(*)
Citado en el libro de Goffredo Parise, “No Neurotics in China” (No hay neuróticos en China), Atlas, febrero de 1967, vot. 13, pág. 47.
(**)
S.Nyotti, “You are alt Sanpaku” (Sois todos Sanpaku), pág. 62 y sig.
(***)
Michio Kushi, “The Teachings of Michio Kushi” (Las Enseñanzas de Michio Kushi).

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En doscientos casos sometidos a tratamiento por hipoadrenocorticismo (falta de una adecuada
producción de la hormona adrenal cortical o desequilibrio entre estas hormonas), descubrió que
las quejas principales de sus pacientes eran a menudo similares a las de personas cuyos
sistemas no toleraban el azúcar: fatiga, nerviosismo, depresión, aprehensión, ansia de dulces,
desconcentración, alergia, hipertensión. ¡¡Sugar Blues!!,
Finalmente insistió para que todos sus pacientes fuesen sometidos a una prueba (GTT) de
cuatro horas de duración para verificar su tolerancia a la glucosa.
Los resultados fueron tan asombrosos que los laboratorios redoblarían la verificación de sus
técnicas, para luego disculparse por lo que creían fuera una interpretación incorrecta.
Lo que les mistificó fueron las curvas casi planas que emitían adolescentes perturbados. Este
procedimiento de laboratorio se efectuaba antes sólo para pacientes con indicaciones físicas de,
presumiblemente, diabetes.
La definición de la esquizofrenia por Dorland (dementia praecox de Bleuer) incluye la frase a menudo se
reconoce durante o poco después de la adolescencia, y más allá, refiriéndose a la hebefrenia y a la
catatonia apareciendo pronto tras el inicio de la pubertad.
Podría parecer que estas condiciones surgen o se agravan durante la pubertad, pero indagando en el
pasado del paciente, revelarán con frecuencia anormalidades ya presentes en el momento del
nacimiento, y durante el primer año de vida, y a través de los años de jardinera y escuela. Cada uno de
estos períodos tiene su propia imagen clínica característica. Esta imagen aparece más marcada en la
pubertad y a menudo es causa de que los maestros se quejen de la delincuencia juvenil o falta de
rendimiento. Una prueba sobre la tolerancia a la glucosa en cualquiera de estos períodos podría alertar
a los padres y médicos y evitar innumerables horas y el gasto de pequeñas fortunas dedicadas a estudiar
lo que pasa en la psique del niño y en el ambiente familiar que podría causar desajustes de cuestionable
significación en el desarrollo emocional del niño medio.
El negativismo, la hiperactividad, y un resentimiento obstinado por la disciplina son indicaciones
absolutas al menos para las pruebas mínimas de laboratorio: análisis de orina, un análisis de sangre
completo, determinación del P.B.l. y una prueba de tolerancia de glucosa de cinco horas de duración.
Otra prueba similar puede realizarse a un niño con un micro-método, sin ocasionarle traumas indebidos.
En realidad, he estado insistiendo en que estas cuatro pruebas se conviertan en una rutina para todos los
pacientes, incluso antes de que se inicie su historial, o examen médico físico.
En la mayoría de todas las discusiones sobre la drogadicción, el alcoholismo y la esquizofrenia, se afirma
que no hay un tipo constitucional definido que sufra tales males. Casi universalmente se afirma que
todos estos pacientes son inmaduros emocionales. Nuestra meta ha sido durante mucho tiempo llegar a
persuadir a todo médico, ya esté orientado hacia la psiquiatría, genética, o fisiología, a reconocer que un
tipo endócrino determinado está presente en la mayor parte de estos casos — el hipoadrenocártico. (*)
Tintera publicó varios informes médicos cruciales en su época. Una y otra vez enfatizaba que la
mejora, alivio, paliación o cura “dependía del restablecimiento de la función normal del organismo
total”. Su primera prescripción era la dieta. Una y otra vez repitió: “La importancia de la dieta
nunca se enfatizará lo suficiente”. Estableció una prohibición permanente y tenaz contra el azúcar,
en todas sus formas y aspectos.
Mientras Egas Moniz de Portugal estaba recibiendo el Premio Nobel por instrumentar la
operación de lobotomía para el tratamiento de la esquizofrenia, el premio que recibió Tintera
fue el hostigamiento y persecución de los maestros de la medicina organizada. Mientras la
arrasadora proclamación de Tintera sobre la importancia del azúcar como causa de la
denominada esquizofrenia pudiese ser confinada a los periódicos médicos, no se le molestó. Lo
(*)
John W. Tintera, “Hypoadrenocorticism”.

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ignoraron. Podía ser tolerado, si permanecía en su territorio asignado, la endocrinología.
Incluso cuando Tintera sugirió que el alcoholismo estaba relacionado con adrenales apaleadas
por el abuso de azúcar, lo dejaron solo; porque los médicos habían decidido que nada había en
el alcoholismo de interés excepto su agravación — estaban satisfechos con dejárselo a
Alcohólicos Anónimos —. Sin embargo, cuando Tintera se atrevió a sugerir en una revista de
difusión general que es “ridículo hablar de tipos de alergias cuando hay sólo una clase ‘ la producida
por glándulas adrenales enfermas. . . por el efecto del azúcar, no podía ya ignorársele.
Los especialistas en alergias tenían entre manos un buen negocio. Los alérgicos se habían estado
entreteniendo unos a otros durante años con cuentos de alergias exóticas — cualquier cosa
desde pelusa de caballo hasta colas de langosta —. Y entonces aparece alguien que afirma que
nada de esto importa, apartados del azúcar y mantenedlos lejos del mismo.
Quizá la inoportuna muerte de Tintera en 1969 a la edad de cincuenta y siete años facilitó a la
profesión médica la aceptación de descubrimientos que en un tiempo parecían tan
descabellados como las simples tesis médicas orientales sobre genética y la dieta, Yin y Yang.
Hoy, médicos en todo el mundo repiten lo que Tintera anunció hace años: A nadie,
absolutamente a nadie debe permitírsele que empiece lo que se llama un tratamiento
psiquiátrico en ningún lugar, a menos y hasta que no haya pasado por una prueba de tolerancia
de glucosa que descubra si su organismo tolera el azúcar.
La denominada medicina preventiva va más lejos y sugiere que puesto que sólo pensamos que
toleramos el azúcar porque inicialmente contamos con adrenales fuertes, ¿para qué esperar
hasta que nos den signos y señales de que están desgastadas? Mejor librarse de la carga ahora,
eliminando el azúcar en todas sus formas y disfraces, empezando por el refresco que tenemos
en la mano.
Es realmente estremecedor recorrer lo que consideramos Historia médica. A través de siglos,
almas atormentadas han sido puestas en la parrilla acusadas de brujería, sometidas a exorcismo
por posesión, encerradas por locura, torturadas por locura masturbatoria, psiquiatrizadas por
psicosis, lobotomizadas por esquizofrenia.
¿Cuántos pacientes habrían escuchado si el curandero les hubiese dicho que la única cosa que
les afectaba eran los Sugar Blues?

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V. CULPEMOS A LAS ABEJAS.
En 1662, el consumo del azúcar en Inglaterra se había disparado desde cero a unos 8 millones
de kilos al año, esto en sólo poco más de dos siglos. Poco después, en 1665, Londres fue
arrasado por una plaga. Más de 30.000 personas murieron aquel septiembre. Puesto que sólo
existía un centro u hospital contra la peste en toda la ciudad, la gente enferma fue encerrada en
sus casas, bajo vigilancia, detrás de puertas pintadas con enormes cruces rojas. Otros huyeron
de la ciudad; todo se detuvo. Mientras manadas de curanderos vendían pociones y pastillas
inútiles, los médicos expertos usaban cuchillos y cáustica para quemar y cortar las
tumefacciones de las axilas e ingles. Cuando su cirugía hizo más daño que bien, y los mismos
doctores resultaron infectados, interrumpieron este tratamiento. En un año, la epidemia había
hecho su recorrido. La plaga recibió el nombre de sus síntomas más obvios, las hinchazones (o
bubón), y empezó a ser conocida como la plaga bubónica. La plaga de las hinchazones. La plaga
de los forúnculos.
La gente que vivía en el campo virtualmente sin azúcar parecía escapar de la plaga. Si alguien
hubiese llamado a esto la plaga ciudadana del azúcar, seguramente habría sido denunciado
como enemigo del comercio y de la corona, y puesto en la picota.
Poco después de la plaga, Thomas Willis (anatomista y médico, uno de los primeros miembros
de la Royal Society, y miembro honorario del Colegio Real de Médicos), adquirió una casa en la
calle St. Martin’s Lane, de Londres, donde inició una práctica médica que le destacaría como
uno de los mejores médicos de su tiempo. Sus primeros escritos sobre anatomía en 1664 (era
conocido por la elegancia y pureza de su estilo latino), describían la parte del cerebro del círculo
de Willis — como aún se lo conoce hoy en anatomía —. También escribió, en inglés, “Un método
llano y sencillo para prevenir a los que están sanos contra la infección de la plaga y para curar a los que
están infectados”.
Willis fue el primero en escribir — aunque no el primero en descubrir — un aroma dulce nuevo
y extraordinario en la orina de sus ricos y famosos pacientes. En un segundo tratado médico,
Pharmaceutice Rationalis (en latín, publicado en 1674), describía este síntoma como diabetes
mellitus.
La palabra griega diabetes significa simplemente una micción inusualmente copiosa. En latín, el
mismo síntoma sería descrito como poliuria. La palabra latina mellitus, la cual Willis combinó
con la griega diabetes, significa miel-dulce. Mel en latín significa miel, e itis inflamación.
Ahora tenemos el descubrimiento, en Londres después de la plaga, de un nuevo síntoma: el
paso de cantidades irregulares de orina con un olor extraordinariamente dulce.
Después de doscientos años de comer azúcar, especialmente los pacientes ricos y famosos que
podían acudir al doctor Willis, ¿por qué no llamar a la nueva enfermedad polyuria saccharitis, el
nombre latino para inflamación por azúcar? Bien, la expresión llana no era precisamente lo que
estaba de moda en los círculos médicos de aquella época. Los británicos terminaban de
decapitar a su rey y de restaurar su hijo al trono. Willis era un ardiente realista que luchaba
contra los cabezas redondas de Cromwell; más tarde se convirtió en médico privado del Rey
Carlos II. El rey, como todos los personajes reales desde la Buena Reina Bess, estaba metido
hasta el cuello en el lucrativo comercio del azúcar.
¿Qué haría uno si tuviese al rey por paciente, y, muchos otros personajes de alta alcurnia que
hacían dinero, puño en mano, con el comercio del azúcar? Puesto que uno no quiere ofender a
la propia clientela innecesariamente — o arriesgar la pérdida de su comercio o su cabeza —

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sugiriendo que el azúcar puede ser la causa de una nueva enfermedad, le pone al problema un
nombre griego, Incluso mejor, se puede echar la culpa a las abejas. La miel existe desde el
principio de los tiempos y a nadie se le ha ocurrido una forma de hacer fortuna criando abejas.
Culpemos a las abejas usando palabras latinas herméticas para la inflamación que produce la
miel, sin perjudicar la reputación profesional, mientras uno se asegura un lugar en la Historia
médica sin riesgo alguno.
Sea como sea, Willis aportó su contribución duradera a la ciencia de la Nosología — la rama de
la Medicina que trata la clasificación de las enfermedades — y merece una nota en lo que pasa
por ser Historia de la Medicina. Jugó sin riesgos. Galileo se había enfrentado con la lnquisición
el año anterior. Los hombres de ciencia andaban con cuidado, especialmente los que tenían
conexiones con la realeza. Las reverencias científicas ante la industria aún están muy presentes
entre nosotros. Después de que todo un pueblo japonés fuera diezmado por comer pescado
envenenado con residuos industriales conteniendo mercurio, los millares de síntomas
resultantes fueron bautizados con el nombre de enfermedad Minamata — el nombre del pueblo
vecino, y no Enfermedad de Mercurio, como correspondía.
Willis descubrió intuitivamente la relación entre el azúcar y los siglos de escorbuto, antes del
descubrimiento de la vitamina C. Cuando se refina la caña de azúcar o la remolacha, todas las
vitaminas, incluida la vitamina C, se pierden, quedan descartadas. El azúcar natural, como la
que se encuentra en frutas frescas y verduras, aporta vitamina C al cuerpo. En los siglos XVII y
XVIII, la diferencia entre un postre clásico francés, fruta fresca, y un postre inglés de la misma
época, puding azucarado, contribuyó al escorbuto entre los marinos ingleses.
(En relación con la tisis, ahora llamada tuberculosis y de la que es culpado un bacilo, la
evidencia sugiere que una dieta rica en azúcar puede crear las condiciones necesarias en
nuestros cuerpos para la actuación de la bacteria. Hace trescientos años, en el siglo XVII, las
muertes por la tuberculosis — especialmente en Gran Bretaña — aumentaron de forma
extraordinaria. La mayor incidencia se daba entre trabajadores de fábricas y refinerías de
azúcar, según indica Naboru Muramoto. En 1910, cuando el Japón adquirió una fuente de
azúcar barata y abundante en Formosa, la incidencia de la tuberculosis aumentó
dramáticamente).
James Hurt, doctor en física, escribió: El Compañero Familiar para la Salud o Reglas Llanas, Sencillas
y Seguras, que si se observan y siguen puntualmente Infaliblemente Protejerán a las Familias de
Enfermedades y Procurarán una Vida más Larga, obra que fue publicada en 1633 como Klinike o la
Dieta de la Enfermedad. El doctor Hurt no era un miembro de la Royal Society, la AMA de su
tiempo. Era un médico naturista que creía que el médico debía ser un profesor preocupado más
por la dieta y por la salud que por el tipo de fama alcanzable fijando su propio nombre a una
nueva enfermedad. Escribió en inglés, para la gente común, y no en latín, como para los
miembros de la Royal Society. Sus ideas propias del siglo XVII sobre el azúcar están tan pasadas
de moda como para ser perfectamente certeras:
“El azúcar en sí mismo dilata y limpia, pero si se consume demasiado produce un efecto peligroso en el
cuerpo: por lo tanto, un consumo desmesurado del mismo, así como de alimentos dulces, confitura de
ciruelas, calienta la sangre, engendra obstrucciones, caquexias, desgastes, pudre los dientes,
ennegreciéndolos; y causa muchas veces un odioso mal aliento. Por lo tanto, avísese especialmente a la
gente joven que se cuide del azúcar”. (*)
(*)
Citado en el libro de W.R. Aykroyd “Sweet Malefactor” (Dulce malefactor).

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Caquexia (término médico que ha caído en desuso), deriva del griego kakos, que significa malo,
y hexis, que significa condición. Originalmente significaba un estado enfermizo producido por
desnutrición. Los diccionarios médicos actuales indican que las caquexias pueden ocurrir en
enfermedades crónicas tales como malignidades avanzadas, tuberculosis pulmonar avanzada,
etc. Han sido necesarios trescientos años tortuosos para que la ciencia médica volviera a
descubrir lo evidente, y proclamar que los millares de síntomas de múltiples enfermedades con
nombres multisilábicos son causados por el azúcar.
Hoy nos confunde revisar las historias médicas y otros tomos, y encontrar una y otra vez que la
causa básica de la diabetes mellitus es aún desconocida, que es crónica e incurable o que se debe
a la incapacidad del páncreas de segregar una cantidad adecuada de insulina. Parece para los
mejores un acertijo chino. Tratando de probar que la diabetes existe desde hace miles de años
han torturado y retorcido el lenguaje y la Historia.
Cuando el papiro de Ebers — uno de los documentos médicos más venerables — fue descubierto en
1872 en Luxor, Egipto, se nos dijo que muchas recetas eran de “medicinas para eliminar el paso de
la orina”. (*)
Aunque este es sólo uno de los síntomas de la diabetes, los historiadores médicos llegan a la
conclusión de que lo que llaman diabetes ha existido durante más de tres mil años. Esto parece
muy conveniente para eximir de culpa al azúcar refinada. ¿O no? Los egipcios no tenían sucrosa
refinada. Sin embargo, tenían miel en abundancia, así como el azúcar natural del dátil. Los
dulces se hacían endulzando una pasta con miel y dátiles.
La mezcla se corta en triángulos y era parecida a la baklava que se come hoy. Los glotones de
las clases altas que podían permitírselo, abusaban del azúcar de dátiles y miel. Los azúcares de
dátil y miel son alimentos integrales; pero sólo puede tomarse cierta cantidad sin ponerse
enfermo. Durante miles de años, nadie, fuera del cinturón tropical, tuvo acceso al azúcar de
dátil.
“Parece difícil explicar por qué Hipócrates nunca describió un caso de diabetes’ notaba el doctor
G.D.Campbell, experto sudafricano sobre esta enfermedad. “Tan cuidadoso observador clínico
difícilmente podría haber dejado de reconocer sus floridas manifestaciones, ya sean solas o complicando a
uno de los muchos casos que tan meticulosamente describía. Ciertamente, debía ser un trastorno poco
común, probablemente por su frecuencia o visto esporádicamente como en las comunidades campesinas
actuales”. (**) La moderna Historia médica se escuda tras los griegos cuando defiende un
prejuicio. Cuando no puede, los pasa por alto.
“Durante el siglo XIX — nos dice la Historia médica —, la incidencia de diabetes parecía aumentar y
ser mayor que en tiempos antiguos”. No existen estadísticas sobre la incidencia de la diabetes en
tiempos antiguos. Tampoco se han recopilado estadísticas relacionando el consumo de azúcar
en la temprana Norte América y con la tasa de mortalidad por diabetes. Sin embargo, las
autoridades danesas tienen tales estadísticas, pero las historias médicas en Estados Unidos
raramente las mencionan o no establecen relación alguna entre el azúcar y la diabetes.
En 1880, el ciudadano danés medio consumía más de 15 kilos de azúcar refinado al año; en esa
época, la tasa de diabetes, según los archivos, era del 1.8 por 100.000. En 1911, el consumo se
había más que duplicado: unos 41 kilos anuales de azúcar por habitante; la tasa de muertes por
diabetes registrada era de 8 por 100.000. En 1934, el consumo danés de azúcar refinada era de
(*)
E.M.Abrahamson y A.W. Pezet, “Body, Mmd and Sugar” (El cuerpo, la mente y el azúcar), pág. 22.
(**)
G.D.Campbell, “Nutrition and Diseases” (Nutrición y enfermedades) -1973. Parte III-Apéndice de la exposición ante el Senado de los
Estados Unidos, series 73/ND3.

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aproximadamente 56 kilos por persona al año y la tasa de mortalidad registrada por diabetes
era de 18,9 por 100.000.
Antes de la II Guerra Mundial, Dinamarca era el país que consumía más azúcar de Europa. (En
los Estados Unidos danish (danés) es una bomba de azúcar). En Dinamarca, una persona de cada
cinco sufre de cáncer. En medio siglo, el consumo anual de azúcar refinada en Suecia aumentó
de 6 kilos en 1880 a más de 60 kilos por año y cabeza en 1929. Una persona de cada seis sufre de
cáncer. (***) En los países escandinavos, las estadísticas datan de los días cuando el consumo de
azúcar era relativamente bajo. No existe nada comparable en los Estados Unidos. Mientras el
resto del mundo se queda muy atrás de los países escandinavos en la compilación y publicación
de tales estadísticas, no se puede ignorar el hecho: con la escalada salvaje en el consumo de
azúcar, las enfermedades fatales aumentan constantemente.
El escenario para la leyenda del progreso científico médico funciona siempre hacia arriba y
hacia adelante, un descubrimiento tras otro. En la lucha contra la enfermedad del azúcar, tales
descubrimientos han sido poco numerosos y esporádicos. Nada se cuestionó hasta que la
disputa entre el ruso Oscar Minkowski y su asociado J. Von Mering quedó zanjada en 1889
sacándole el páncreas a un perro para ver si el animal podía vivir sin él. El perro murió; muchos
más han muerto en experimentos posteriores. Antes de que lo hicieran, pasaban excesiva orina
conteniendo entre un cinco y un diez por ciento de azúcar. (*)
¡Ahora si estaban en el buen camino! La causa debe residir en el páncreas.
En 1923, el médico canadiense Frederick Banting recibió un Premio Nobel por haber
descubierto una forma de extraer la hormona insulina (que el páncreas humano normal excreta
en cantidad adecuada) y “probar que podía controlar las cantidades anormales de azúcar en la sangre
que hacía de la diabetes mellitus un asesino lento”. (**)
En las décadas posteriores desde la de 1880, los diabéticos han sufrido las torturas de los
condenados. Han sido sometidos alternativamente a ayuno, alimentados con grasas, inyectados
con levadura, y privados de todo tipo de cereales, porque están clasificados en conjunto con el
azúcar como carbohidratos por los químicos. Los pies y las piernas eran amputados. Sin
embargo, tristemente, a pesar de tales esfuerzos por parte de la profesión médica, el resultado
final era la muerte.
El siguiente resumen de la comprensión y terapia antes de descubrirse la insulina y su terapia
fue publicado en la Enciclopedia Británica en 1911:
Diabetes mellitus es una de las enfermedades debidas a un metabolismo alterado. Es marcadamente
hereditaria, mucho más frecuente en las ciudades y en especial más frecuente en la vida de la ciudad
moderna que en comunidades rústicas más primitivas, y muy común entre los judíos. El excesivo
consumo de azúcar como alimento se considera a menudo una de las causas de la enfermedad, y se
supone que la obesidad favorezca su ocurrencia; pero muchos observadores consideran que la obesidad
tan a menudo común entre los diabéticos es debida a la misma enfermedad. No hay una edad libre de tal
enfermedad, pero aparece comúnmente en la quinta década de la vida. Ataca a los hombres con doble
frecuencia que a las mujeres, y a la gente de piel clara más frecuentemente que a la de piel oscura. . .
La diabetes es una enfermedad fatal siendo su cura extremadamente rara . . . hay dos líneas distintas de
tratamiento, la basada en la dieta y la basada en las drogas; la dieta es de primordial importancia ya que
se ha probado sin lugar a dudas que ciertos tipos de alimentos tienen una poderosa influencia en la
(***)
G,Schab, “Dance with the Dcvii” (Danza con el diablo), pág. 86.
(*)
J. Von Mering y O. Minkowski, “Arch. Exper. Path. Pharm.” 1889, vol. 26, pág. 371.
(**)
Strength and Heaith Magazine, Mayo-Junio de 1972.

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agravación de la enfermedad, muy particularmente los alimentos consistentes en gran parte de sacarosa
y almidón . . . varios métodos de tratamiento están dirigidos a la eliminación, en la medida de lo posible,
de estos constituyentes de la dieta . . . la mejor dieta puede sólo elaborarse experimentalmente para cada
paciente en forma individual. . .
Numerosas substancias médicas han sido empleadas para el tratamiento de la diabetes, pero pocas de
éstas merecen ser mencionadas como poseedoras de cualquier eficacia. El opio resulta ser a menudo una
ayuda, su administración es seguida con una marcada mejoría de todos los síntomas. La morfina y la
codeina tienen una acción similar . . . La heroína hidroclorada ha sido probada como alternativa, pero
esta substancia parece ser más efectiva en los casos leves que en los graves. . .
El descubrimiento de la insulina fue el tipo de milagro moderno que el Desestablecimiento
sabía cómo explotar. La producción de insulina era y representa una fortuna para la industria
farmacéutica. Los pacientes con diabetes presentaban un mercado cautivo, un millón de
personas a principios del 1900. El surgimiento de la dependencia al azúcar en la década de 1920
aseguraba que este provechoso mercado aumentaría anualmente.
Las inyecciones de insulina resultaban caras pero paliativos manejables, nada de curas rápidas o
baratas. Millones de diabéticos se volverían dependientes de la insulina para el resto de sus
vidas. La insulina era algo que podía ser empaquetado y vendido en el mostrador de una
farmacia, junto con el equipo de uso, jeringas, etc. Esto cautivó la imaginación de una sociedad
orientada a las drogas y feliz con las vacunas. Así se conservaba la vida de los diabéticos con
inyecciones de insulina, extraída de las glándulas pancreáticas de animales sacrificados en los
mataderos. Mucha gente que habría podido morir sobrevivió — si podía afrontar el gasto —
para engendrar descendientes propensos a la diabetes. La clasificación de variedades de
diabetes se multiplicó. La diabetes mellitus — la inflamación de miel que causa un copioso paso
de orina — fue suplantada por la moderna y sintomática terminología: hipoinsulinismo
(hipoproducción de insulina).
Luego, en 1924, el año antes que el descubridor de la insulina recibiese el Premio Nobel, un
profesor de medicina descubrió el antagonista complementario de hipoinsulinismo.
Inevitablemente, los doctores y los pacientes que estaban experimentando con insulina en sus
primeros años utilizaban demasiado poco o en exceso. Una sobredosis producía síntomas de lo
que se llamaría Shock Insulínico. El doctor Seale Harris de la Universidad de Alabama empezó
a observar síntomas de shock insulínico en muchas personas que no eran diabéticas ni que
tomaban insulina. Esta gente estaba diagnosticada como poseyendo bajos niveles de glucosa en
la sangre; los diabéticos tienen elevados niveles de glucosa. En 1924, el doctor Harris informó
oficialmente su descubrimiento: bajos niveles de glucosa en la sangre fueron declarados como
síntoma de hiperinsulinismo: excesiva insulina. Hasta entonces, los pacientes con síntomas de
hiperinsulinismo habían sido tratados por trombosis coronaria y otros trastornos cardíacos,
tumores en el cerebro, epilepsia, enfermedades de la vesícula biliar, apendicitis, histeria, asma.
alergias, úlceras, alcoholismo y varios trastornos mentales. (*)
Sin embargo, no se le concedió un Premio Nobel al doctor Harris. Su descubrimiento era una
molestia para el Desestablecimiento, no es una cosa buena. El remedio que sugirió para el
hiperinsulinismo o baja glucosa sanguínea no era una maravillosa nueva droga milagro que
pudiese empaquetarse y venderse a través del mostrador de la farmacia o por licencia a la
industria farmacéutica como un negocio de mil millones de dólares.
El doctor Harris señaló que la cura para la baja glucosa en la sangre o hiperinsulinismo
(también se llama común y confusamente: baja azúcar sanguínea) era algo tan sencillo que
(*)
Seale Harris, J.A.M.A., 1924, vol. 83, pág. 729.

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nadie — ni siquiera los médicos — podía ganar algún dinero con ello. El paciente con un bajo
nivel de glucosa sanguínea debe abstenerse de tomar azúcar refinada, dulces, café y refrescos
(estas cosas habían causado problemas). Los pacientes hiperinsulínicos no podían convertirse en
dependientes de otra persona para toda la vida. Tenían que solucionar el problema por sí solos.
Un médico sólo podía enseñarles lo que no debían hacer. El tratamiento para el
hiperinsulinismo o la terapia para el bajo nivel de glucosa en la sangre era un asunto
solucionable en casa.
Como era de prever, los profesionales médicos se lanzaron con todo sobre el doctor Harris.
Cuando no atacaban sus descubrimientos, los desconocían. Si sus descubrimientos fueran
aplicados, podían ocasionar problemas a los médicos, psicoanalistas y otros especialistas
médicos. Hasta hoy, el hiperinsulinismo o bajo nivel de glucosa en la sangre es un hijastro del
Desestablecimiento. Pasaron veinticinco años antes que el AMA otorgara una medalla al doctor
Harris.
En 1929, el doctor Frederick Banting, descubridor de la insulina, intentó decirnos que su
descubrimiento era simplemente un paliativo, no una cura y que la forma de prevenir la
diabetes era cortando el exceso peligroso.
“En los Estados Unidos, la incidencia de diabetes ha aumentado proporcionalmente con el consumo per
cápita de azúcar — nos advirtió —. Con el calentamiento y recristalización del azúcar natural de caña,
algo queda alterado convirtiendo a los productos refinados en alimentos peligrosos”.(*)
Datos procedentes de Inglaterra indicaban que la insulina puede retardar las muertes por
diabetes. Eso es todo. (**)
Antes de la introducción de insulina en Gran Bretaña, las muertes por diabetes eran:
110 por millón en 1920
119 por millón en 1922
112 por millón en 1925
Después de la introducción de la insulina, las muertes por diabetes eran de:
115 por millón en 1926
131 por millón en 1928
142 por millón en 1929
145 por millón en 1931
En la década de 1930, brillantes investigadores en los Estados Unidos descubrieron que los
chinos y los japoneses que consumen arroz como alimento principal, tenían muy poca diabetes.
También observaron que los judíos e italianos estaban entre los grupos étnicos con más alta
incidencia de diabetes. Con estos datos, ignorando la vasta diferencia en el consumo de azúcar
refinada entre Oriente y Occidente, pudieron concluir que los judíos consumen una gran
cantidad de grasas animales y los italianos eran generosos consumidores de aceite de oliva; la
gente con mayor probabilidad de ser diabética es la que consume cantidades excesivas de grasa.
(***)
Otras estadísticas en los Estados Unidos mostraban que la explosión diabética descendió
bruscamente durante la I Guerra Mundial (cuando el azúcar estaba racionada). Las estadísticas
(*)
E.G.Banting, “Strength and Health” (Fuerza y salud), mayo, junio de 1972.
(**)
Schwab, pág. 86.
(***)
H.P. Himsworth, “Clinical Science” (Ciencia clínica), 1935, vol. 3 pág. 117.

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mostraban también que la incidencia de diabetes entre los hombres jóvenes en las fuerzas
armadas (donde los soldados obtenían el azúcar del que debían abstenerse los civiles) aumentó
consistentemente desde la I Guerra Mundial hasta la II Guerra Mundial.
“Cuando el saber de un hombre no está en orden, dijo Herbert Spender, cuanto más sabe mayor es su
confusión “. La respuesta de la medicina occidental para la enfermedad del azúcar era un
compuesto confuso.
El azúcar refinada por el Hombre (sacarosa) fue introducida en Japón cuando llegaron los
misioneros cristianos tras la Guerra Civil de los Estados Unidos. Al principio, los japoneses
utilizaban azúcar refinada como lo habían hecho los árabes y los persas en siglos anteriores:
como medicina. El azúcar tenía un impuesto tan elevado como las medicinas patentadas
importadas. En 1906, se cultivaban 45.000 acres de caña de azúcar en el Japón, en comparación
con 7 millones de acres dedicados al cultivo del arroz. Resulta interesante saber que, durante su
guerra contra Rusia en 1905, las fuerzas armadas japonesas llevaban su comida de forma muy
parecida a la del Viet Cong en la década de 1970: Cada hombre llevaba suficiente arroz integral
cocido y secado para tres días. Esto se complementaba con pescado salado, algas secas y pickles
de ciruela (umeboshi).
En los años que siguieron a su victoria sobre los rusos, muchos japoneses empezaron a
abandonar gradualmente las antiguas tradiciones en favor de las ideas occidentales sobre la
medicina, alimento, tecnología y religión. La introducción gradual de azúcar en la dieta
japonesa llevó consigo la aparición de enfermedades occidentales. Una partera japonesa,
educada en las técnicas de la medicina occidental enfermó y fue abandonada como incurable
por los médicos occidentales con los que había trabajado. Tres de sus hijos murieron de la
misma forma. El cuarto, Nyoiti Sakurazawa, se rebelaba ante la idea de morir de tuberculosis y
úlceras en su segunda década de vida. Emprendió el estudio de la antigua medicina oriental
que había sido declarado oficialmente ilegal en Japón bajo el impacto de la modernización.
Sakurazawa fue atraído por la carrera heterodoxa de un famoso médico japonés, el Dr. Sagen
ltshisuka. Miles de pacientes habían sido curados por este médico consumiendo alimentos
tradicionales después de haber sido abandonados como incurables por la nueva medicina de
Occidente.
El Dr. ltshisuka descubrió la validez bioquímica del antiguo principio único de Yin / Yang
cuando comprendió el antagonismo complementario entre el sodio (Yang) y el potasio (Yin). El
joven Sakurazawa estudió la labor de ltshisuka. Cuando éste murió, Sakurazawa fue más allá;
estudió las antiguas medicinas china e india, acupuntura, y los libros sagrados de esas
civilizaciones. Tras la I Guerra Mundial, Sakurazawa se dirigió a París para estudiar en la
Sorbona y en el Instituto Pasteur. Para ganarse la vida abrió un consultorio privado de
acupuntura (entonces prácticamente desconocida) en París, en la década de 1920. Más tarde
colaboró con el médico francés De Morant — que se había interesado en la acupuntura durante
su estancia con el ejército francés en Indochina — en el primer libro sobre acupuntura en un
lenguaje europeo (el francés). Este acontecimiento merece a Sakurazawa una nota en las
traducciones alemana e inglesa del libro Clásico de Medicina Interna del Emperador Amarillo que se
usa como texto histórico en las escuelas norteamericanas de medicina.
Más tarde, Sakurazawa publicó muchos libros en japonés y francés sobre filosofía y medicina
preventiva orientales. Tradujo el clásico de Alexis Carrel La Incógnita del Hombre , y lo introdujo
en Japón. Por sus experiencias personales en Oriente y Occidente, Sakurazawa concluyó que la
medicina occidental llevaba muchas décadas de retraso en advertir sobre la relación entre el
consumo de azúcar y las enfermedades. “La medicina occidental admitirá un día lo que se conoce en

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Oriente desde hace años”, escribió en You are all Sanpaku. “El azúcar es el mayor mal que la moderna
civilización occidental ha traído a los países de Extremo Oriente y África
Sakurazawa recetaba el autocontrol del cuerpo para la cura y prevención de todos los síntomas,
no sólo del hiperinsulinismo, tal como enfatizó el Dr. Seale Harris. Naturalmente, en Estados
Unidos y en el extranjero, el Desestablemcimiento médico sanitario se reía y reía. Donde no fue
descartado, lo ridiculizaron. Su análisis de la enfermedad producida por el azúcar es la
simplicidad misma:
“Cuando comemos, el proceso de digestión convierte los alimentos en glucosa (un azúcar simple que es
Yin). Esta glucosa es transportada por la sangre hasta el páncreas, donde el aumento de glucosa
sanguínea estimula la producción de insulina (Yang). La insulina es transportada por la sangre al hígado,
donde el exceso de glucosa es convertido en glicógeno (un azúcar complejo que es Yang) que se almaceno
en el hígado.
Una disminución de glucosa sanguínea, por el contrario, estimula la secreción de hormonas corticoides en
la glándula adrenal y las hormonas de la glándula pituitaria (estas hormonas -ACTH- son Yin), que
aumentan el nivel de glucosa sanguínea, convirtiendo parte del glicógeno almacenado en el hígado en
glucosa. En un cuerpo sano, el nivel de glucosa en la sangre se mantiene por la interacción de la insulina
(Yang), las hormonas corticales, y del ACTH (Yin).”
“Pero en un organismo de pobre funcionamiento, las oscilaciones del nivel de glucosa en la sangre son
mucho mayores. Si la insulina suministrada por el páncreas es excesiva, demasiada glucosa será
convertida en glicógeno: el nivel de glucosa en la sangre descenderá permaneciendo bajo. Esta condición
es llamada hiperinsulinismo, o hípoglicemia (la primera etapa del Sugar Blues). Esta
sobreestimulación del páncreas es causada por la ingestión de excesivas cantidades de azúcares simples,
como la sacarosa refinada, miel, fruta, e indirectamente de fármacos y drogas (incluida la marihuana)”.
“Por otra parte, si el suministro de insulina es inadecuado, el hígado no puede convertir con eficacia el
exceso de glucosa en gilcógeno. Esto es la diabetes. Cuando el páncreas se cansa de producir insulina para
neutralizar los alimentos altamente Yin, como azúcares simples, miel, fruta o drogas, o eventualmente
queda completamente exhausto por el esfuerzo,, un exceso de azúcar comienza a acumularse en la sangre.
La proporción de glucosa sanguínea aumenta y continúa alta. Una estimulación excesiva por exceso de
azúcar, miel y fruta lleva al hiperinsulinismo o hipoglicemia, o bajo nivel de glucosa sanguínea y luego a
la diabetes o alto nivel de glucosa sanguínea (la próxima etapa del Sugar Blues)”.
Una alta tasa de glucosa sanguínea, que el doctor Thomas Williams llamó diabetes en 1674, fue
descubierta porque al principio sólo se necesitaba una muestra de orina y el sentido del olfato
para detectarla. La tecnología médica para detectar bajos niveles de glucosa en la sangre,
primera etapa del Sugar Blues, no apareció hasta amanecer el siglo veinte.
“Ya que esta enfermedad es Yin, indica Sakurazawa, el tratamiento debe ser Yang. O sea, una dieta bien
equilibrada, ni muy Yin ni muy Yang’ Sakurazawa (Ohsawa) sugería arroz integral, porotos azuki
y zapallo Hokkaido (pero cualquier calabaza sirve). Sakurazawa introdujo el cultivo de estos
carbohidratos integrales y naturales como el arroz, Hokkaido y azuki en Bélgica y Francia,
donde nunca se habían cultivado hasta entonces, mientras que en 1920, la soja fue introducida
en Norte América como fuente barata de proteína vegetal. La soja tuvo un éxito extraordinario
en los Estados Unidos porque podía servir de alimento para el ganado, que a su vez podía
comerse. El zapallo, el azuki, el arroz integral y otros productos tradicionales, como el miso,
tofu y shoyu no tuvieron tanto éxito. “Pero las cosas cambiarán” predijo Sakurazawa. Y han
cambiado. Y con la creciente crisis alimentaria y energética iniciada en 1970, cambiarán aún
más.

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Naturalmente, los magos de la medicina occidental acusaron a Sakurazawa de charlatán y
curandero.
El hecho de que practicase algo tan osado como la acupuntura sin un título de Harvard — y
antes del acercamiento norteamericano hacia China Comunista — fue suficiente para
desacreditarlo totalmente en algunos sectores. Además, que recetase lo que la medicina
occidental había clasificado erróneamente como una dieta rica en carbohidratos para gente con
un alto nivel de glucosa sanguínea o diabetes era, según algunos, evidentemente una locura.
Todo el mundo “sabía” que los carbohidratos, que tienden a descomponerse en azúcares simples
durante la digestión, suelen aumentar los niveles de glucosa sanguínea hasta límites peligrosos.
Sakurazawa era una amenaza para el establecimiento azucarero y para su hijastra, la industria
insulínica. Sakurazawa lo tomó como un cumplido. Dijo en 1960:
“Ningún médico occidental puede curar la diabetes, aún después de 30 años de haber descubierto la
insulina. Los médicos han continuado recetando insulina; condenando a los diabéticos a andar con
muletas de insulina durante toda su vida. Sin embargo, en el veinticinco aniversario del
descubrimiento de la insulina, su ineficacia como tratamiento o cura para la diabetes fue admitida
públicamente. Mientras tanto millones de diabéticos han pagado millones de dólares por este
remedio ineficaz, no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Y el número de diabéticos
aumenta cada día. Una vez que empiezan a tomar insulina, su única esperanza es llenar los bolsillos
de los médicos y laboratorios farmacéuticos mientras vivan”.
Sakurazawa se mantuvo en sus trece, insistiendo que cualquier régimen alimentario para la
diabetes que excluyese lo que en Occidente se llama carbohidratos era peligroso. Rogaba a los
nutricionistas occidentales que distinguieran la calidad de los alimentos que mecánicamente
denominaban carbohidratos.
Les rogó que distinguieran entre cereal integral sin refinar como fuente de carbohidratos y no
confundirlo indiscriminadamente con la papa, el pan blanco, los cereales procesados, y el
azúcar de mesa refinada, que son las fuentes corrientes de carbohidratos en la dieta
norteamericana tipo.
Algo que ha servido para medir la confusión que reina entre la profesión médica de los Estados
Unidos sobre los síntomas de las enfermedades relacionadas con el azúcar ha sido el número de
médicos — y sus esposas — afectados que incluso no podían ni ayudarse a sí mismos; y para
qué mencionar a sus pacientes. La historia del Dr. Stephen Gyland de Tampa, Florida, es típica:
(*) El Dr. Gyland enfermó con muchos síntomas mentales y físicos. Estaba perdiendo su poder
de concentración y memoria; estaba débil, tenía mareos con repentinos latidos acelerados del
corazón, y sufría de ansiedades y temores sin fundamento. El Dr. Gyland acudió a uno de los
especialistas más eminentes que conocía, sólo para enterarse de que era un neurótico y que no le
cabía más que retirarse definitivamente de su profesión. Buscó opinión tras opinión. Consultó a
más de catorce médicos y acudió a tres de las clínicas más famosas de Norteamérica.
“Los médicos creen que han logrado hacer un buen trabajo para un paciente cuando dan un nombre a su
enfermedad”, decía lmmanuel Kant. El Dr. Gyland tenía más de un nombre para su enfermedad,
tenía múltiples términos para escoger: neurosis, tumor cerebral (endurecimiento de las arterias
cerebrales). Le costó una fortuna llegar donde había empezado: enfermo, imposibilitado para el
trabajo, y confundido por la complicada jerga. Se le estaba acabando la cuerda cuando cayó en
sus manos el informe médico del Dr. Harris, publicado por primera vez en el Periódico de la
Asociación Médica Americana, en 1924.
(*)
C. Frederick y H. Goodman, ‘Low Blood Sugar and Vou” (Insuficiencia de azúcar sanguíneo y tú), págs. 16.19.

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Gyland pasó por el test de cinco horas para determinar la tolerancia a la glucosa (GTT) y se
enteró de que tenía un nivel bajo de glucosa sanguínea . . . hipoglicemia . . . Sugar Blues.
Siguiendo las recomendaciones del Dr. Harris, empezó una sencilla dieta que eliminaba toda
azúcar refinada y harina blanca. Los síntomas de ansiedades, temores, mareos, neurosis, y de
arterioesclerosis cerebral del Dr. Gyland desaparecieron. ¡Después de recuperarse recordó que
un médico le había diagnosticado correctamente la enfermedad pero que le recetó un mal
remedio! El problema había sido agravado al denominarlo insuficiencia de azúcar en la sangre y
por la recomendación de tomar dulces para aumentar el azúcar en la sangre. Naturalmente, esto
no hacía más que añadir leña al fuego y empeorar los síntomas del Dr. Gyland.
Si uno ha pasado alguna vez por este tipo de carnaval médico, como yo y millones de otros,
termina un poco resentido y con el sentimiento de que tiene una misión que cumplir. El Dr.
Gyland estaba bien resentido y envió una carta al periódico del AMA (Vol. 152, 18 de julio de
1953), reprochando a sus colegas su negligencia y poca atención mostradas ante el trabajo
pionero del Dr. Seale Harris. Juró utilizar la dura lección que había recibido para ayudar a
diagnosticar y tratar a las legiones de personas que sufren de Sugar Blues, incluidos muchos a
los que se les había dicho — lo mismo que a él antes — que el azúcar refinada era la cura de sus
males, cuando en realidad era la causa.
El Dr. Gyland se dedicó a demostrar su experiencia. Más de seiscientos pacientes siguieron el
tratamiento del Dr. Gyland, con los mismos síntomas que el doctor había descubierto en su
propio cuerpo. Escribió un estudio exhaustivo sobre sus pacientes, indicando en detalle cómo
los había diagnosticado, los síntomas que presentaban, y cómo respondían a su tratamiento, el
cual empezaba invariablemente con la prohibición total de tomar carbohidratos refinados —
principalmente azúcar y harina blanca —. Tras merodear el AMA insistentemente como un
moscardón, por fin logró que se le permitiese leer su informe ante una de las asociaciones
médicas. Esperó ansiosamente que su informe apareciese en uno de los periódicos de AMA.
Pero nada sucedía. Esto demuestra el interés que tenía la AMA en informar a sus miembros
sobre la importancia de las pruebas de tolerancia a la glucosa en los exámenes médicos de
rutina. (Existen tres de esos análisis, cada uno de duración diferente). El informe sobre el
importante trabajo del Dr. Gyland fue por fin publicado (en portugués) en una revista médica
del Brasil.
Mientras el Dr. Gyland iba de un especialista a otro, deprimido y mareado por el Sugar Blues, un
escritor científico, educado en Harvard y en el MIT estaba realizando la misma peregrinación
desesperanzada. Pasó por innumerables salas de consulta, sobrevivió a diagnosis y tratamientos
erróneos durante más de diez años, antes de encontrar a un doctor que dictaminó su problema,
confirmándolo con la prueba GTT, y le prohibió el azúcar. A.W. Pezet vio desaparecer sus
síntomas. Formuló varias preguntas críticas a su médico, el Dr. E.M. Abrahamson: “Por qué hoy
tantos médicos que nada conocen o muy poco sobre la constelación de síntomas que afectan a millones de
personas? ¿Si el diagnóstico es tan simple, y la eliminación de la causa de los síntomas es aún más
sencilla, qué significa la educación médica?”
Su sentimiento del deber aumentó cuando descubrió que su esposa sufría de los mismos
síntomas que él había tenido, y que con la prohibición del azúcar obtuvo el mismo alivio. El
resultado fue la colaboración Abrahamson—Pezet, un volumen clave: Cuerpo, Mente y Azúcar,
publicado por primera vez en 1951. La venta de 200.000 ejemplares en encuadernación de lujo
evidenciaba el inmenso interés del público por este tema. El libro, que está dedicado al Dr. Seale
Harris, no tuvo que esperar a ser publicado en las revistas médicas, como ocurrió con el
material de Harris y Gyland. Pasó por sobre las cabezas del AMA directamente al público que

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había pasado por largos años de sufrimiento y diagnósticos incorrectos. Los pacientes
empezaron a solicitar a sus médicos la prueba GTT, y la palabra hipoglicemia pasó a ser
moneda corriente. Por desgracia, el uso de términos como “insuficiente azúcar en la sangre” y
“hambre de azúcar’ impresos en la edición de bolsillo, publicada más tarde, creó algunas
confusiones. Mucha gente empezó a reposar en médicos mal informados que decían que la
solución al “hambre de azúcar” era comer caramelos entre las comidas.
En 1969, el nutricionista Carlton Fredericks colaboró con el Dr. Herman Goodman en el
inestimable y popular libro, La Insuficiencia de Azúcar en la Sangre y Ud.
A pesar de tales obras médicas y libros en general más los artículos que se han escrito, la AMA
continuó asegurando a Norte América que ellos conocían mejor que nadie lo que nos aquejaba.
El Journal of the American Medical Association decía en 1973:
“La reciente publicidad en la prensa popular ha hecho creer al público que la incidencia de la
hipoglicemia es muy elevada en este país y que muchos de los síntomas que afectan a la población
norteamericana no son reconocidos como efectos de esta condición. Estas teorías no están basadas en la
evidencia médica. . .
“Hipoglicemia significa insuficiencia de azúcar sanguínea. Al presentarse, se manifiesta a menudo con
síntomas de sudores, temblores, convulsiones, ansiedad, latidos acelerados del corazón, dolores de
cabeza, sensaciones de hambre, breves sensaciones de debilidad y ocasionalmente, ataques y estado de
coma. Sin embargo, la mayor parte de personas con este tipo de síntomas no tienen hipoglicemia”.
¡En nombre de Alá!, ¿cómo pueden afirmar que lo saben? ¿Qué nos están diciendo? ¿Sólo una
minoría, quizás el 49.2 por ciento de la población norteamericana sufre de hipoglicemia?
Entre las personas que cuestionaron este punto se encuentra Marilyn Hamilton Light, directora
ejecutiva de la Sociedad de Investigación del Metabolismo Adrenal de la Fundación
Hipoglicemia. (Ella había pasado por la misma pesadilla del Dr. Gyland). De acuerdo con los
archivos de la fundación, la víctima promedio de Sugar Blues no diagnosticada o
incorrectamente diagnosticada había visitado a veinte médicos y cuatro psiquiatras antes de
descubrir (por información oral, pura coincidencia, o leyendo) la posibilidad de que sufriese de
hipoglicemia, más tarde confirmada por una prueba GTT.
Marilyn Light escribió al Departamento de Sanidad, Educación y Asistencia Social y solicitó sus
estadísticas sobre la incidencia de hipoglicemia en los Estados Unidos. (*) Aquí está la respuesta
que recibió: “ . . . información no publicada del Departamento de Investigación de Sanidad muestra
que alrededor de 66.000 casos fueron estudiados en entrevistas con la población civil no institucional
durante el año fiscal 1966-67”.
“De 134.000 personas entrevistadas, se hallaron 66.000 casos de hipoglicemia. Esto representa el 49.2 por
ciento de los individuos entrevistados”.
iNo es la mayoría, sólo es el 49.2 por ciento!
La información posterior recibida de la Agencia establecía los siguientes puntos:
1. El mismo formulario para las entrevistas es usado por el gobierno de los Estados Unidos para
recoger datos y tendencias sobre todo tipo de problemas relacionados con la salud.
2. Las personas entrevistadas no fueron presionadas de ninguna forma. Ni la palabra
hipoglicemia ni el término insuficiencia de azúcar sanguínea aparecía en las listas de las
condiciones crónicas sobre las que se hacían preguntas a los entrevistados.
(*)
Carta del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, M.A. Hight, a M.H.Light; 10 de setiembre de 1973.

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3. Los entrevistados dependían de la pregunta: “¿Tiene usted algún otro problema?” para poder
dar sus respuestas.
4. Estas personas tenían que ser conscientes de su condición, debían saber nombrarla y estar
dispuestas a informar al entrevistador antes de ser tomadas en cuenta.
5.
A pesar de que la proporción 49.2 por ciento se mantiene desde hace diez años y debiera
constituir una alerta crucial sobre la prevalencia del Sugar Blues (comparable a una epidemia),
subsiguientemente, el H.E.W. (Health lnterview Survey) nunca agregó la hipoglicemia a su
lista de inspección y tampoco planea incluirla en el futuro inmediato.
¿Está Ud. preparado para oír esto? ¿Puede Ud. imaginar al HEW y a la AMA suspendiendo una
acción contra el cáncer o la enfermedad cardíaca porque aún sólo aflige a un insignificante 49.2 por
ciento?
La diferencia entre las enfermedades costosas como el cáncer y las baratas como el Sugar Blues
es crucial. El actual tratamiento ortodoxo para el cáncer es criminalmente caro. La ruina
financiera del paciente y de su familia representa el yate del médico. El tratamiento para el
Sugar Blues (o hipoglicemia) es una propuesta de corte individual. Despréndase Ud. del azúcar
refinada en todas sus formas y adiós cuentas del médico y hospital. Es difícil que en ese caso el
médico pueda regalarle un tapado de visón a la mujer o asistir a un seminario bajo el sol de las
Bermudas.
En los años setenta acentuaban la medicina preventiva. Sin embargo, lo que el
Desestablecimiento médico entiende por medicina preventiva significa visitas periódicas y
costosas al médico o clínica para someterse a análisis, sumados quizá a algunos consejos gratis
sobre los daños del tabaco o del colesterol (si el galeno consigue esconder su barriga bajo su
guardapolvo blanco y se abstiene de fumar en su presencia). Puede ganarse mucho dinero con
este tipo de medicina preventiva, en especial gracias al temor del paciente por el cáncer o la
enfermedad cardíaca. La medicina sólo dispone de una respuesta válida para prevenir el Sugar
Blues, o hipoglicemia, o pre-diabetes: una nutrición preventiva.
Deje de comer azúcar. Déjela — antes de arruinar sus glándulas adrenales — antes de que
termine Ud. padeciendo los Sugar Blues, hipoglicemia, prediabetes o como quiera llamarlo.
¿Cuánto dinero puede alguien cobrarle por un simple consejo como éste?
Los datos del HEW de 1967 sobre el Sugar Blues no se publican. Debido a que no se publican, la
AMA puede excusarse diciendo que no los conoce. De esta forma en 1973 pueden notificar al
país, sin sonrojarse, que las afirmaciones de que la hipoglicemia está muy difundida en este país
no están basadas en evidencia médica. Después de todo, la evidencia está compuesta sólo por la
evidencia estadísticamente epidemiológica del HEW. Los anteriores pacientes — mal
diagnosticados y mal tratados — informaron su propia evidencia, no los doctores. Por lo tanto,
no es evidencia médica. Esto, ciertamente, queda bastante claro.
La evidencia médica como tal no existe porque esas 66.000 personas indicadas en las estadísticas
como afectadas, no tenían registros médicos que apoyaran sus opiniones. Tampoco tenían estos
informes médicos porque la mayor parte de los doctores y hospitales aún se niegan a dar a sus
pacientes copias de sus diagnósticos y análisis.
La credibilidad de la AMA está basada en nuestra ignorancia.
En caso de que el margen entre evidencia y evidencia médica, o la diferencia entre hechos y
realidades científicas le confunda, permítame que se lo explique. Si tengo dolor de cabeza o
fiebre, esto no es un hecho, excepto para mí. Si le informo sobre esto a un médico, él dirá que se

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trata de evidencia anecdótica o testimonial. Si el médico me toma la temperatura y la escribe en
un papel, el dolor de cabeza es entonces evidencia médica. Si otro doctor lo copia, se convierte
entonces en una realidad científica. En el caso de necesitar prueba de que mi fiebre estaba a 39
grados de temperatura el martes pasado, y le pido al doctor mi diagrama, no me lo dará. Aquel
hecho simple se ha convertido ahora en una realidad científica. Sólo puede obtenerlo otro
doctor. Si me quejo porque el médico no quiere darme los hechos científicos sobre mi condición
anterior, se convierte de nuevo en evidencia anecdótica. Aquí es donde quería llegar.
Hace treinta años, después de convertir prácticamente en una religión la dieta baja en
carbohidratos para el diabético, la medicina moderna se vino abajo ante otro descubrimiento. A
principios de 1971, un equipo de científicos, a cuya cabeza se encontraba el Dr. Edwin L.
Bireman, informó en la Revista de Medicina de Nueva Inglaterra que las dietas altas en
carbohidratos en realidad disminuyen los niveles de glucosa de la sangre en diabetes leves y en
personas normales. “Las dietas altas en carbohidratos no aumentan el azúcar de la sangre — dijo el
Dr. Bireman —. Esta es una concepción equivocada que han tenido los médicos durante los últimos
treinta años”.
Entonces la Asociación Norteamericana contra la Diabetes exhortó a que los profesionales
médicos dieran un giro completo y recomendó que los diabéticos siguiesen una dieta con
niveles de carbohidratos iguales o superiores a la dieta de la gente sana. La acción de la
Asociación reflejaba el hecho de que, desde la generalización del uso de insulina y otros
tratamientos sintomáticos, muchos diabéticos sufren más tarde un endurecimiento de las
arterias, arteriosclerosis, paro cardíaco y embolias. Según se cree, tales condiciones surgen por
causa de un consumo desproporcionado de grasas (que los médicos recomiendan a los
diabéticos).
Cincuenta años después del mentado descubrimiento de la insulina, el número de diabéticos ha
aumentado implacablemente. Desde la I Guerra Mundial hasta la guerra del Vietnam, los
exámenes físicos de enlistados de dieciocho años muestran un aumento continuo de rechazos
por diabetes. Las estadísticas de los setenta indican una tasa de inhabilidad militar del 12 por
ciento. La diabetes es causa principal de la ceguera, así como un contribuyente principal en
incapacidad física y en mortalidad por enfermedades cardíaca y renal. Las estimaciones sobre el
número de diabéticos en Estados Unidos son de 4 a 12 millones. El número de prediabéticos,
gente con hipoglicemia, hiperinsulinismo, o bajo nivel de glucosa sanguínea—el antagónico-
complementario y a veces precursor de la diabetes — se estima que sea aún mayor.
Las llamadas para auto regulación destinadas a controlar las enfermedades causadas por el
azúcar quedan sumergidas por el clamor por más fondos federales para encontrar una poción,
una pastilla, una inyección, quizás un mágico marcapasos atómico-pancreático, que pueda un
día conquistar mágicamente a la enfermedad.
Lo malo es que la gente desea la salud y simultáneamente permitirse comer su pastel de azúcar.

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VI. DEL BIBERÓN A LA AGUJA
Es un pleno mediodía cálido de julio en Manhattan. Un hombre se tambalea mareado escaleras
abajo hacia el subte, se apoya en la barandilla, y busca ansiosamente las máquinas
expendedoras de caramelos. Nada de caramelos. Tampoco hay Pepsi-Cola. Solo chicle. Está
sudando. Tartamudea al hablar. Parece un borracho desaliñado abrazado a una de las columnas
de acero esperando el tren expreso. Entra en el tren y se agarra a la barra central con una mano.
El sudor empapa su camisa. Con dificultad se saca la chaqueta, primero una mano, luego la
otra, sin soltarse de la barra. Su chaqueta se le cae al suelo, pero no puede recogerla. El tren da
una frenada. Se toma de la barandilla central para no caer. Dos pasajeros le auxilian, una
matrona bien vestida y un obrero. Otros dos pasajeros se levantan para cederle el sitio. Le
aflojan la corbata.
¿Tiene problemas cardíacos?, pregunta la señora. ¿Tiene nitroglicerina o algo que deba tomar?
El hombre, desesperadamente enfermo, suspira pero no puede hablar. El obrero le da dos
bofetadas en la cara, una en cada mejilla. El impacto le hace abrir los ojos. Entrecortadamente
logra decir que es un diabético a punto de desfallecer si alguien no le da inmediatamente
dulces. La noticia corre por todo el vagón. Dos niños sacan de sus bolsas de merienda latas de
refrescos de naranja. El conductor flama por radio a una ambulancia. Una mujer muy gorda, en
el otro extremo, le pasa un pastel viscoso. Gradualmente recupera su equilibrio metabólico y
desciende del tren en Times Square. Este hombre era un reportero muy importante del The New
York Times, un diabético durante 23 años, que había olvidado su usual paquete de caramelos.
Tuvo un shock insulínico. Demasiada insulina. Una reacción hipoglicémica. Bajo nivel de
glucosa sanguínea. Sugar Blues.
Pocos meses después, el 6 de marzo de 1974, murió a causa de complicaciones diabéticas. La
edición del 25 de marzo del The New York Times Magazine publicaba póstumamente su incidente
en el subte.
“Contrariamente a todo lo que se dice contra los neoyorquinos indiferentes — decía el periódico — la
gente a su alrededor le trató muy bien. Este episodio es un ejemplo de otro mito urbano que se derrumba”.
Cae un mito y aparece otro. Y luego otro y otro.
¿Cuando muere un narcómano, ya sea conocido o desconocido, se debe siempre a
complicaciones metabólicas? Por supuesto que no. La heroína es asesina. Los narcómanos
mueren por drogas. Incluso cuando muere un borracho, muere por sus pecados. Pero cuando
una persona muere a causa del Sugar Blues, los que le lloran, sirven a menudo azúcar durante el
velorio. Toxicidad por azúcar es una definición que raramente aparece impresa.
El mismo criterio moral es evidente en el mundo del arte y del espectáculo. Los narcómanos
mueren como moscas en cada momento del día en la televisión. Muchas de estas leyendas
consoladoras nos son ofrecidas precisamente por esa maravillosa gente que publicita el azúcar y
otros productos relacionados en todas las tandas comerciales.
Camila padecía de tuberculosis. La audiencia llora cuando la enfermedad de la heroína de Love
Story deriva en una leucemia. Los psicópatas abundan en los escenarios y películas. Cuando la
trama requiere complicaciones aparecen los síncopes cardíacos. Los manicomios, prisiones y
divanes psiquiátricos están a la orden del día. Asistimos a un constante fluir de confesiones
autobiográficas y dramas televisivos sobre alcohólicos y opiómanos. ¿Pero dónde están los fines
de semana perdidos (lost weekends) de los adictos al azúcar?

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En la literatura contemporánea lo significativo puede ser justamente lo que no se expresa.
¿Alguna vez oyó el lector hablar, por ventura, en una obra teatral, película o programa de
televisión, de la plaga del azúcar del siglo XX? Dos excepciones confirman la regla. La primera
ocurrió durante la charla de Merv Griffin en 1973. Merv expuso su propio descubrimiento
demorado de que tenía hipoglicemia. Había estado luchando contra un grave problema de
obesidad y pasó por una serie de parrandas alcohólicas. Su ejemplar reacción al descubrir que
tenía hipoglicemia fue dedicar varios de sus programas a la discusión sobre los problemas que
causa el azúcar refinada de nuestras dietas — cómo envenena a la gente, y lo fácil que es seguir
una dieta curativa —. La segunda excepción puede encontrarse en La Filosofía de Andy Warhol
(publicado en 1975). Warhol sinceramente admite que todo lo que en realidad desea siempre es
azúcar. “No se puede llevar a cenar a una princesa y pedir un pastel como entrada, no importa cuan
fuerte sea el antojo. Se supone que tiene que tomar proteína, es lo que uno hace para que no le critiquen”.
Warhol continúa explicando que “después de estar vivo, la cosa más difícil es tener relaciones
sexuales. . .encuentro que causan demasiado trabajo”. Cuando era aún un niño, su madre
acostumbraba a darle una golosina “cada vez que terminaba una página de mi cuaderno de dibujos “.
Cuando la insulina acababa de aparecer, Sydney Kinsley escribió el gran éxito de Broadway
Men in White (Hombres de blanco); más tarde fue llevado a la pantalla con Clark Gable como
estrella principal. En esta historia, dos doctores discuten al lado de la cama de una joven
desesperadamente enferma. El doctor más joven diagnostica (correctamente) que la paciente
sufre un shock insulínico (por lo que necesita glucosa), mientras que el doctor más
experimentado insiste que se trata de un coma diabético (necesitando insulina).
Afortunadamente, el doctor que diagnosticó correctamente prevalece: la joven se recupera y le
sonríe. Fin.
Esta escena representando las divisiones y confusiones dentro de la profesión médica se ofreció
por primera vez hace cuarenta años. En la actualidad, hay millones de autobiografías de
catástrofes personales causadas por el azúcar. Los pacientes se tambalean y titubean a nuestro
alrededor todo el día, y este drama pasa en la vida real, no en novelas o revistas. Ocurre entre
bastidores, no ante el público. En los estudios de televisión y de cine, pero nunca en la pantalla.
“A menudo el bebé acostumbrado a la leche de fórmula, termina adorando su biberón y odiando a la
mamá” dice Elijah Muhammed, el profeta del movimiento Musulmán Negro. Podría haber
estado refiriéndose a George que es alto, de piel clara, y muy atractivo. Era un bebé de biberón.
Probó por primera vez el azúcar en el pezón del biberón. Cuando le salieron los dientes tomaba
azúcar con sus copos de cereales y jugo de naranja, y más tarde ketchup con los huevos del
desayuno. Probablemente, sus padres, como otros tantos millones de padres, jamás supieron
que el ketchup contiene azúcar. (Incluso a principios de nuestra década, pocos consumidores
observaban los ingredientes que se mencionan en las etiquetas por orden de peso. Los
diferentes nombres con que figura el azúcar refinada también agregan a la confusión — en el
rótulo de ketchup donde figuran como ingredientes: tomates, azúcar, dextrosa, vinagre, sal,
cebollas y especias, hay dos variedades de azúcar refinada — la dextrosa es otra azúcar oculta).
Cada noche tomaba carne, papas con guisantes congelados, y para postre una tarta hecha en
casa, cargada de azúcar y duraznos en almíbar. Cuando se portaba bien era premiado con una
golosina, una botella de Seven Up y un chocolate antes de irse a la cama. Sus dientes tenían
caries en cuanto lo vio el dentista. Tenía continuamente estreptococos en la garganta, por lo que
se le tuvo que operar de amígdalas antes de los cinco años. Pasó por todas las enfermedades
infantiles típicas, como el sarampión y paperas, más exóticos ataques alérgicos que le obligaron
a permanecer en cama con compresas calientes más de la mitad del verano de 1954.

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En casa de la abuela (era polaca) siempre había un aroma a chucrut y jamón, jabón, lilas y ron de
laurel. La abuela hablaba continuamente de su dieta especial, pero parecía que tenía siempre
sus manos puestas sobre las roscas de chocolate tan a menudo como los demás. George
recuerda cómo su abuela levantaba su falda estampada para ponerse una inyección en el muslo.
En esa época George no le dio importancia. Quizá todas las ancianas de cincuenta y dos años
sufren esto que llaman diabetes. Un día el pequeño encontró una jeringa hipodérmica en la
calle, y se la llevó a la abuela, para que tuviese una de repuesto. Cuando George tenía trece años
y la abuela cincuenta y nueve, ésta murió. No toleraba el azúcar y murió por comerla. Sus
sufrimientos nada enseñaron al resto de la familia. Cuando más tarde George iba a la iglesia con
su tía, se sentaban en los asientos del coro mientras comían caramelos. Su madre había
heredado de la abuela la necesidad de comer dulces. George siempre podía confiar en ella para
obtener caramelos — siempre y cuando fuera un chico bueno.
Tres años después de morir la abuela, la familia tenía otro diabético: el pequeño George. Recién
lo habían incorporado al equipo de tenis en la escuela secundaria. Ese día, la tradición daba
derecho a los viejos a que lo mantearan de una forma bastante ruda. El estatus social en la
escuela secundaria era determinado por este rito. Se metió en varias peleas. A la hora del
almuerzo estaba tan decaído que no pudo casi comer su hamburguesa ni el pastel de crema. Al
terminar la clase, corrió a la fuente de agua para bebérsela toda. En menos de una hora estaba
en el migitorio descargando líquido.
Adelgazó doce kilos en muy poco tiempo. Su madre sabía lo que esto significaba. Ella y el papá
lo llevaron al doctor. Dos minutos después de que George diese su muestra de orina se sabían
los resultados: podía llevar una vida normal mientras se pusiese una inyección diaria de insulina
en el muslo, como la abuela. Nervioso, con respiración entrecortada, se preguntó: ¿Hasta
cuando?, dulce Jesús, ¿hasta cuando? ¿Desde los dieciséis años, hasta cuando? Esa noche, la
madre del niño condenado le permitió comer su último chocolate con almendras. “¿Por qué no
podía haberme pasado a mí?” sollozaba la madre.
George pasó una semana en el hospital aprendiendo a ponerse las inyecciones, practicando
primero con una naranja, antes de pincharse la pierna. Se le dijo que vigilase su dieta. Basta de
azúcar. Se le racionó todo lo demás. 4.000 calorías diarias para equilibrar las 45 unidades de
insulina. Enfatizaban las calorías. Todo alimento tenía su número, incluso la cerveza. La calidad
no importaba. Nadie la mencionaba. Sólo las calorías. Los carbohidratos integrales y naturales
molidos a la piedra y el pan integral se equiparaban a los bizcochos esponjosos de harina blanca
y azúcar que se compran en los supermercados. Se suponía que debía evitar el azúcar, pero
nadie informó a su madre cómo evitar el azúcar agregada en casi todos los alimentos del
supermercado, ni cómo arreglar ese problema. Con seguridad la esposa del médico hacía las
compras, porque parece que éste nunca leía los rótulos sobre los paquetes de comida, ni sabía lo
que contenían. “Tampoco yo “, dice George. Equiparon a George con un botiquín: jeringas,
agujas, alcohol, algodón, Clinistix, insulina y cubitos de azúcar. Cualquier drogadicto lleva
menos equipo. Cada vez que orinaba remojaba Clinistix en la orina; si se ponía roja, significaba
que tenía demasiada glucosa en la sangre. Rápido, más insulina. El Clinistix no servía para nada
cuando tenía insuficiente glucosa en la sangre. Esto significaba que había inyectado demasiada
insulina, trabajado demasiado o pasado por alto una comida; podía sufrir un shock. Una
sobredosis de insulina puede ser tan peligrosa como una sobredosis de heroína. George
dependía de que cuando el cerebro tenía hambre de glucosa, le enviase el mensaje: ¡Rápido, los
terrones de azúcar! Un vaivén tras otro todo el tiempo. Llevaba una alerta médica alrededor del
cuello con un número de teléfono en caso que se desvaneciera. En su bolsillo llevaba una tarjeta
en la que podía leerse: “Soy un diabético. No estoy drogado. Si estoy inconsciente o mi comportamiento

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es extraño, por favor lean las instrucciones de emergencia en el dorso de esta tarjeta”. Y en el dorso
podía leerse: “Tratamiento de emergencia: si no puedo tragar, darme azúcar de alguna forma (jugo de
naranja, Coca- Cola o refrescos, dulces, caramelos, jarabe, etc.) y llamen a un doctor”.
Se preparaba para un partido de basket tomando menos insulina. A veces después del esfuerzo,
goteaba y se enfriaba su nariz. Sus brazos y piernas hormigueaban, su cerebro se volvía vacío y
ligero. Era el aviso de un shock insulínico. Unos cuantos terrones más de azúcar y estaría O.K.
Una vez trabajando en un supermercado, se le cayó la caja de plástico con los terrones de
azúcar. Al recogerlos, un hombre mayor que pasaba le dijo: “¿Diabético, eh?” Hay que pasarlo
para saberlo. La fraternidad secreta. George se sintió como un alma vieja presa en un cuerpo
joven.
Un día, tras un partido, sus compañeros interrumpieron el juego para tomar un helado. ¡Ah,
no!, ¡No para él! Sabía que necesitaba comer otra cosa, pero no quiso llamar la atención, y se
atrevió. El resto de la tarde la pasó en blanco. Sólo recuerda el coche deteniéndose frente a su
casa, mientras alguien le daba su pelota. Dio un paso en el jardín y despertó en el hospital con
suero de glucosa penetrando en su brazo desde un tubo. A la edad de 16 años, había empezado
con 45 unidades de insulina diarias. Para cuando se graduó de secundaria, la dosis había subido
a 55.
Durante su segundo año de universidad, la marihuana estaba de moda. Marihuana y Vietnam.
Si a uno le detenían por fumar marihuana se libraba de Vietnam. En el reconocimiento médico
militar, George fue marcado como inapto debido a su diabetes. Se libró de la angustia del
servicio militar, pero probó la hierba. En 1967 cuando era júnior en la Universidad, tomó su
primer viaje con LSD. Cuando estaba en la categoría senior, ya había tomado una docena de
viajes y fumaba hierba cada día; logró ir pasando los cursos escribiendo artículos místicos.
Richard Alpert visitó la Universidad para dar una conferencia sobre drogas alucinógenas y
anunció que la marihuana hace descender la glucosa de la sangre, mientras que el LSD la hace
aumentar. Fue una verdadera revelación para George. Es posible que su cerebro no lo supiera
pero sabía en sus venas que era verdad.
Cuando volaba con hierba, el hambre que ésta le causaba le llevaba a atiborrarse con dulces,
manzanas cubiertas con manteca de maní, pan con mermelada, sacarina. El LSD le causaba el
efecto contrario. Durante sus viajes, orinaba furiosamente y necesitaba una dosis extra de
insulina cuando los efectos alucinógenos desaparecían. Se preparó para estas nuevas
eventualidades con más equipaje. Cuando los amantes de la psicodelia empezaron a descubrir
las religiones orientales, George se apuntó. Un compañero de George encontró un libro japonés
que afirmaba .que la diabetes podía controlarse y prevenirse comiendo carbohidratos integrales
y naturales, como el arroz integral, los azuki y el zapallo. Esto era totalmente incomprensible
para George. Los médicos le habían convencido que un carbohidrato era un carbohidrato.
Según la religión médica occidental, el arroz era un carbohidrato y como tal, totalmente tabú
para George. Por primera vez empezaba a interesarse por el tema nutrición. Empezó a
convencerse de que lo que penetra en la boca tiene algo que ver con lo que pasa en la cabeza, ya
sea fumar marihuana, viajes con LSD, o comer arroz. George empezó a entrenarse con palitos
chinos y a comer alimentos naturales. Pasó de la hamburguesa al pescado y del arroz blanco al
arroz integral, al que añadía un poco de algas japonesas y ensalada. Pero continuó tomando sus
55 unidades de insulina diarias: 45 por la mañana y 10 más de noche.
Pasado algún tiempo, una noche se despertó sobresaltado como si se muriera. Su compañero de
habitación pidió una ambulancia que lo llevó urgentemente a la enfermería universitaria. El
médico de allí le dijo que 55 unidades era demasiada insulina, y le recetó que tomase sólo 45.

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¡Quizás el Guru oriental sabía por donde se andaba! Unas cuantas semanas de arroz integral y
algas habían cambiado su dirección. Para celebrarlo, tiró su Medicalert.
Tras graduarse se dirigió a San Francisco para vivir en una comuna hippy. Una tarde, mientras
estaba sentado en el suelo fumando hierba, se durmió y despertó en el hospital con el tubo de
glucosa en sus venas. Los hospitales le llenaban tanto con glucosa que debía tomar una cantidad
extra de insulina tan pronto salía. El equilibrio de la glucosa es algo muy complicado, como
estaba aprendiendo George. Al día siguiente, cuando le pasó de nuevo, un psiquiatra se dirigió
a George para preguntarle si estaba intentando suicidarse.
George odiaba depender de la insulina y estar obligado a contar las horas exactamente entre las
comidas. Odiaba ser un diabético. Si no era un diabético, ¿qué demonios era pues? Nada tenía
que le identificase mejor por el momento. La excusa de invalidez era tentadora, una excusa para
aceptar el fracaso. Con insulina, marihuana, LSD, uno escoge su dependencia. Pero ¿qué pasa si
Eli Lilly va a la quiebra?
A finales de verano, durante un concierto de rock, George tenía terribles antojos por algo dulce.
Sus terrones de azúcar estaban en el bolsillo, pero le apetecía algo como jugo de naranja. Se
dirigió al negocio de refrescos, donde había una larga cola de clientes. George se tambaleó unos
instantes, dio un paso inseguro hacia el cerco que bordeaba la acera; se sentó en el suelo
tratando torpemente de sacar la cinta de goma de su caja de terrones de azúcar. Las revistas de
los 70 daban a creer que uno de cada dos terrones de azúcar en California estaba impregnado de
LSD. Ahí estaba George, actuando como un drogadicto. Sin embargo, no estaba intentando huir
de la policía, al contrario, estaba pidiendo ayuda. “iiSocorro!!’ chilló a un transeúnte. Este
extraño estaba suficientemente en la pomada para identificar a un tipo bajo los efectos del ácido.
Se escapó en dirección contraria. George se desvaneció. Un amigo le oyó gritar y al encontrarle
empezó a darle azúcar. A matarlo con suavidad, pero hundiéndolo cada vez más
profundamente.
Más tarde George consiguió un trabajo en un ranch de California donde los indios Mokeloma le
ofrecieron una pipa de la paz llena de hashís a su llegada. Pero ésta fue la única hierba que
fumó durante su estadía en el ranch, aunque seguía inyectándose aquella insulina blanca de
Lilly. Comía pan integral, harina de avena, queso, manzanas recién recogidas, moras y berro,
montaba a caballo, mató a una serpiente, hachó madera. En los días de trabajo duro reducía su
dosis de insulina a 25 unidades. Cuando esto era aún demasiado y sentía llegar la tormenta del
shock de insulina, comía un poco de miel y volvía al trabajo. Era malo, a la larga, tener un
exceso de glucosa sanguínea. Pero, a la corta uno estaba siempre consciente, en control. Poca
glucosa en la sangre, o lo que se llama hipoglicemia, puede dejarlo a uno como una masa inerte
echado en cualquier lado del bosque. Un diabético aprende duramente los horrores del Sugar
Blues.
Cuando comía demasiado se levantaba a la mañana siguiente con la vejiga hinchada, pasaba el
Clistinix por su orina y observaba rabiosamente que se ponía roja. Permanecía inmóvil mirando
el bello amanecer, odiando a su madre por haberle convertido en un lisiado. A veces no
podemos perdonar a los demás porque sabemos que nosotros mismos somos culpables. George
sabía que era culpa suya por comer demasiado. ¿Pero por qué reprocharse por tenerle miedo a
la hipoglicemia o al shock insulínico? Cuando necesitaba un chivo emisario, George se absolvía
de toda culpa y se la echaba a su madre que estaba a 4000 km. de allí. Reprochándole por
haberle acostumbrado al biberón azucarado que lo llevó a la jeringa de acero. ¡Del biberón a la
jeringa! ... ¡La historia de su vida!

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Retornó a Berkeley y al LSD. Ya sabía que le ayudaba cuidarse en el comer y también que era
necesario descartar la marihuana y la insulina. Aunque su alimentación de cereales integrales y
verduras, aconsejada por el profeta japonés, le hacía mucho bien, George era un mal cocinero y
tampoco deseaba aprender. Lo que sí quería era que su madre le cocinara; ella lo había metido
en el lío y ahora le tocaba sacarlo del pozo cocinándole. Se abstenía de carne pero la marihuana
le impulsaba a atiborrarse de alimentos dulces y viscosos. A pesar de esos desvíos ocasionales,
pudo cortar su dosis de insulina a 25 unidades. Logró evitar severos impactos a su organismo,
pero sufrió algunos pequeños.
Aún recuerda el último tango en Sacramento. Intentó seducir a una chica y la encontró
dispuesta y deseosa. . . y él impotente. A la primera señal de estrés su pene comenzaba a (otra
señal anunciando un shock insulínico). Su joven amiga lo observó extrañada al ver que George
sacaba un caramelo de miel de su envoltorio, lo masticó y tragó.
Ese episodio fue crucial. Lo impulsó a cometer todo tipo de locuras en busca de su virilidad.
Intentó descartar la insulina de golpe en favor de arroz integral, azuki y zapallo hokkaido. Ya
había caminado todo el círculo para llegar al punto de partida. Había vuelto a sus tiernos diez y
seis años, tomando litros de agua y orinando litros de un líquido incoloro. De forma que cedió y
se dio una inyección. Luego intentó descartar todo alimento. Otro fracaso. Fue de un extremo al
otro. Quería una cura instantánea. No podía cultivar la paciencia necesaria para continuar
descartando la insulina lenta y gradualmente, junto con una dieta constante de cereales
integrales y verduras. “¿Quizá porque nunca fui destetado del pecho de mi madre? — se pregunta —.
No lo sé”.
En el verano de 1969, hizo unos 40 viajes con LSD. “Intentaba suicidarme” admite. Es decir,
intentaba matar a su viejo yo. Rondaba entre las manifestaciones estudiantiles de Berkeley
fumando más y más marihuana hasta un día que fui al lavabo.
“Vi una chica alta bastante bonita enfrente mío. Creía haberla visto en alguna parte”. Entonces se dio
cuenta que se estaba mirando a sí mismo en un espejo. Bajó del autobús psicodélico y fue al
peluquero. Dejó de tomar LSD y marihuana. Entonces descubrió qué tipo de monstruo había
hecho de él su metabolismo. Todo lo que quería era azúcar. Tenía tantas ansias de azúcar como
un alcohólico por el moscatel. Corría de kiosko en kiosko comprando caramelos. Descubrió que
no estaba solo. Esto sucede a menudo cuando uno deja de tomar LSD. Pero ningún médico se lo
había dicho. Nada se les enseña sobre LSD en las escuelas médicas. Aún no. Ni tampoco sobre
hipoglicemia. Aunque Seale Harris había abierto el camino en 1924.
“Era un ninfómano del chocolate — recuerda George —. Me premiaba a mí mismo con el suicidio “.
Cada vez que cometía abusos, tenía que aumentar su dosis de insulina a 60 unidades diarias.
Entre escapadas al mostrador de caramelos, decidió volver al Este y estudiar medicina oriental,
con cuyas enseñanzas había flirteado tanto tiempo. Sentía que estaba en las últimas. “Desde un
punto de vista médico y espiritual, no tenía remedio “.
Se mudó a una comunidad cerca de Boston donde buenos cocineros preparaban comida oriental
tradicional — arroz integral, verduras, un poco de pescado, ensaladas, porotos, algas marinas,
salsa de soja tradicional y tofu (queso de soja), miso (una pasta fermentada de soja y cereales y
sal de mar) y ocasionalmente, fruta seca —. Lenta y gradualmente, su equilibrio volvió. Llegó al
punto en que la comida sin azúcar empezó a parecerle dulce. Comenzaron a desvanecerse sus
locos deseos por el azúcar. Dejó de desear leche, yogur, queso, incluso los helados.
En dos años, George pudo reducir sus dosis de insulina de 60 a 15 unidades diarias. Su peso se
estabilizó. Ya no se paseaba con terrones de azúcar en el bolsillo. Si sentía la llegada de un shock

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insulínico, ya no necesitaba ni siquiera un poco de miel. Ahora se lleva a la boca una tajada de
pan integral o un bocado de arroz integral. Cuando lo mastica bien, a veces hasta 50 veces por
bocado, el arroz se descompone en glucosa en su boca. Es tan eficaz para equilibrar su
metabolismo como los terrones de azúcar sin aquel impacto agotador en su sistema digestivo.
Cada semana se hace pinchar por un acupunturista Hasídico, un amigo que conoce desde sus
años de secundaria. “La acupuntura me ha enseñado a tener paciencia — dice George —. Mi amigo,
me dice que tenía el hígado sobrecargado, quizá con rabia reprimida y las toneladas de azúcar comidas de
chico. Según la teoría de la acupuntura, si el hígado es sobreactivo, tiene un efecto destructivo sobre el
páncreas, de donde viene la insulina”.
Un día en un avión, George estaba sentado junto a un chico. Podía adivinar por la forma en que
la madre vigilaba su comida en el avión, contando las calorías, que el chico era un diabético
atrapado por la insulina.
A George le había costado diez tortuosos años encontrar la solución. Cada vez los laboratorios
Lilly los atrapa más y más jóvenes. No pudo resistir la tentación de preguntar la edad del chico.
Sólo nueve años. ¿Cuánto tiempo había estado este niño atrapado? George tuvo miedo de
preguntar.

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Cuando los chinos estaban construyendo la Gran Muralla, a los trabajadores les daban de comer
repollo salado con arroz (por supuesto integral) para mantenerlos sanos y fuertes. La salación
del repollo le permitía conservarse durante gran parte del año, y era la única verdura que tenían
para acompañar el arroz. Cuando los mongoles invadieron China, probaron ese chucrut y lo
adoptaron por su practicidad como alimento de viaje. En el siglo XIII los mongoles llegaron
hasta Hungría, y desde allí se introdujo el repollo salado en Europa. El chucrut es hoy uno de los
alimentos principales en Alemania y en los Balcanes.
Las legiones de Julio César, la más eficaz máquina de guerra que el mundo haya nunca
conocido, llegaron muy lejos de Roma. Las únicas provisiones que llevaban eran bolsas de trigo,
una para cada hombre. Igual que el Viet Cong, los hombres del César no tenían azúcar ni
cocinas, ni tampoco cuerpo médico; sólo tenían cirujanos para curar las heridas. Comían
cereales integrales solos, sobre la marcha, o molidos y ensopados y complementados con
repollo y otras verduras que encontraban. Plinio dice que el repollo evitó que Roma cayese en
manos de los médicos durante muchos siglos.
Los soldados europeos viajando en sentido contrario tuvieron problemas. En su Historia de la
invasión de Egipto, rico país en azúcar, por la Cruzada de San Luís en 1260, Sire Jean de
Joinville describe las encías sangrientas y pútridas, los granos hemorrágicos en la piel y las
piernas hinchadas que plagaban a los soldados cristianos y fueron causa de su derrota final y
captura de sus jefes y comandante. (*)
Los chinos, mongoles y romanos sabían que el repollo salado era bueno contra el scorbitus como
le llamaban los romanos (esta palabra latina describía las enfermedades de la piel). En inglés se
convirtió en scurvy, y luego en escorbuto. Los campesinos europeos parecían saber qué hacer en
esa circunstancia; las curanderas, comadronas y herboristas recetaban todo tipo de plantas
verdes silvestres como hierba contra el escorbuto. (**)
Los ejércitos y marinos cristianos fueron diezmados por el escorbuto. Mientras la Iglesia y el
Estado quemaban a los curanderos naturales como brujos, encantadores, envenenadores y
practicantes de magia negra, el clero y la nobleza caían víctimas de su propia magia oficial: la
noción de que el escorbuto podía curarse con el toque de un personaje real, un emperador o un
rey. ¿Si un emperador decía que podía curar el escorbuto con su toque divino, qué otro rey
podía admitir ser menos divino? Voltaire relata un encuentro entre un santo cristiano que sufría
de escorbuto y un rey enfermo, quien esperaba que el toque del santo curaría su enfermedad.
Nada de esto ocurrió. (***)
¿Cuál es la Historia de repollos y reyes? Desde los árabes en Persia pasando por las Cruzadas
en el mundo islámico, hasta los exploradores de la época isabelina, los soldados y marineros
eran a menudo los primeros en ser atrapados por el azúcar. Los califas, sultanes, reyes y reinas
podían emitir mandatos y decretos; tenían los medios y el derecho divino para aprovechar los
artículos caros y escasos, pero podemos estar seguros de que mucha azúcar caía en manos de
los soldados y marineros comunes que transportaban este artículo precioso desde tierras
lejanas, a miles de kilómetros.
(*)
Stone, “The Healing Factor” (El factor que cura), pág. 26.
(**)
Stone, págs. 26-27.
(***)
Voltaire, “Dictionnaire Philosoph ¡que” (Diccionario Filosófico) (1964), traducido al inglés por Peter Gay, Basic Books, New York, 1962.

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Hay una diferencia muy importante entre los soldados y marineros. Los soldados pueden
siempre vivir, en gran parte, de los frutos de la tierra. Las raciones de los marineros de la
armada o de barcos mercantes eran establecidas por decretos reales; y tendían a reflejar la
avaricia, corrupción y prejuicios prevalentes en las altas esferas. Los soldados confiscan buena
comida a los campesinos. Los marineros comen según el capricho del rey. Los campesinos, con
tierras y animales, comen comida integral que les preservaba integrales. Los hombres viviendo
lejos de la tierra, en nuevas ciudades o embarcados en busca de nuevos mundos, comían
alimentos cada vez más refinados; terminaron por enfermar.
Durante uno de los primeros viajes de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, varios de sus marinos
cayeron gravemente enfermos. Colón estaba a punto de tirar a sus hombres enfermos por la
borda para alimentar los peces, cuando una isla verde apareció a la vista. Cuando los hombres
enfermos le rogaron los dejase morir en tierra, Colón se lo concedió. Desembarcados en esta isla
paradisíaca se les abandonó para que murieran solos. Los marinos se dejaron tentar por plantas
y frutos desconocidos. Consumieron esas extrañas cosas tropicales y poco a poco, ante su gran
sorpresa, todos empezaron a mejorar. Cuando, varios meses después, Colón pasó por la isla en
su viaje de regreso a Europa, quedó asombrado al ver hombres barbudos blancos haciendo
señales al barco desde la isla. Su sorpresa fue aún mayor al descubrir que los marinos estaban
vivos y en buena salud. Para conmemorar el acontecimiento se dio a la isla el nombre de
Curación, más tarde bautizada Curaçao por los portugueses.
Vasco da Gama, en su intento de pasar a las Indias a través del Cabo de Buena Esperanza,
perdió cien hombres de su tripulación de ciento sesenta, víctimas de escorbuto. Magallanes izó
las velas en 1519 para emprender su vuelta al mundo con una flota de cinco barcos. Tres años
más tarde, tras haber descubierto islas como Guam y Filipinas, la flota volvió a España con sólo
un barco y dieciocho hombres de la tripulación inicial. (*) (También Magallanes murió en el
camino).
En la época isabelina, los marinos ingleses empezaron a morir de escorbuto de a cientos. Se
sospechaba que los marineros víctimas del escorbuto estaban simplemente fingiendo
enfermedad para escapar al trabajo; se les recetó el azote como el remedio más apropiado. La
mayor parte de las veces, la Armada Real quedaba anulada por falta de mano de obra, ya que la
mitad de sus hombres estaban enfermos.
Ahora, la historia del escorbuto es un clásico. Cada vez que se cuenta, se sugiere que en esa
época no podían transportarse verduras frescas a bordo de los barcos en esos largos viajes
transoceánicos. Es como si no supieran que antes de la Reina Bess hubo muchos exploradores.
¿Pero, qué hay de los vikingos, de los fenicios y de los marinos del Extremo Oriente? ¿Cómo
lograron escapar del escorbuto? Algunos llevaban como provisiones una versión del repollo
salado o chucrut, o bien verduras en pickles. Otros llevaban porotos, lentejas, y otras semillas
que hacían germinar para proveerse de lo que nosotros llamamos ácido ascórbico o vitamina C.
Los druidas celtas podían haber aconsejado a la Armada de la reina, si no hubiesen estado tan
ocupados en esconderse para escapar de la hoguera como brujos. Esta, también, era una época
difícil para los practicantes de la medicina no ortodoxa. Después de todo, no fue hasta 1684 que
se ejecutara a la última bruja por sus prácticas demoníacas en “Merry England”.
Cuando en 1535 la expedición del explorador francés Jacques Cartier fue diezmada por el
escorbuto, en Terranova los amistosos y hospitalarios médicos indígenas les recetaron una
planta verde local — una infusión de pinoya de abeto — que les salvó. En 1593, el almirante Sir
(*)
Stone, pág. 27.

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Richard Hawkins protegió a la tripulación del Dainty de Su Majestad con naranjas y limones.
Cada vez que se cuenta la historia del escorbuto, sin embargo, hay un elemento que raramente
se menciona. Algo nuevo se agregó a la dieta de los marinos isabelinos que no tenía la de los
vikingos, las legiones romanas, los fenicios y los navegantes de Extremo Oriente; la cosa que
arruinó a las Cruzadas, el tesoro que habían traído de sus conquistas en tierras árabes: azúcar y
ron. Al principio, los soldados y navegantes se apropiaban del azúcar y del ron sin reparar en
los medios. Poco después, ambos artículos se habían convertido en parte de las raciones
oficiales de la Armada Real Británica.
Uno de los primeros avisos médicos registrados sobre la posible relación entre el escorbuto y el
azúcar, se debe al doctor Thomas Willis. El aviso apareció después de su muerte en un libro
escrito en latín y publicado en Suiza, llamado Diatriba de Medicamentorum Operationibus in
Humano Corpore (Diatriba sobre la acción de la medicina en el cuerpo humano).
“No apruebo en absoluto los alimentos conservados con mucha azúcar — escribió el doctor Willis —.
Creo que el invento del azúcar y su consumo inmoderado han contribuido mucho en el vasto aumento del
escorbuto de esta última época”. .
No hay evidencia de que alguno prestase la más mínima atención al aviso del eminente doctor
Willis. Ciertamente al menos, no la Armada británica. El escorbuto continuó afligiendo a la
Marina inglesa y las víctimas aumentaron en miles. Mientras, los ingleses lograron dominar y
controlar el comercio del azúcar. En 1740, el Comodoro Anson partió de Inglaterra con seis
barcos y mil quinientos hombres. Cuatro años más tarde, volvió con sólo un barco y 335
hombres.
En la década de 1750, James Lind, un médico en el barco de Su Majestad, el Salisbury, impulsado
por el fiasco de Anson y los múltiples casos de escorbuto que lo asolaron, propuso uno de los
primeros experimentos controlados que se conocen sobre la nutrición humana y sus efectos. (*)
En alta mar, en el Salisbury, Lind aisló a 12 claras víctimas de escorbuto, dividiéndolos en seis
grupos de dos hombres cada uno. Todos recibieron la ración regular de la Armada Real:
Agua endulzada con azúcar por la mañana;
Caldo de cordero fresco para el almuerzo.
Y algunas veces budín, galletas hervidas con azúcar, etc.
(El etcétera probablemente significa mermeladas de azúcar).
Para cenar, tomaban cebada, arroz con pasas, sagú y vino.
Compárese esto con el desayuno típico de la clase alta en Gran Bretaña en 1516, antes de que la
dependencia del azúcar se pusiese de moda:
Los días magros, el Milord y Milady comían pan sin refinar, integral, básico.
Entonces tomaban dos panecillos (hechos con harina refinada blanca). Medio litro de cerveza y un poco
de vino.
Dos trozos de pescado salado, seis arenques ahumados y un plato de sardinas pequeñas.
Los días de carne, tomaban cordero o carne de vaca hervida en lugar de pescado.
(En los años 1500, era poca el azúcar disponible. Sólo invitado a la corte, alguien pellizcaba un
poco de azúcar (la misma cantidad que hoy ofrecerían de cocaína).
Cada uno de los seis grupos del doctor Lind recibió un complemento diferente. Cuatro eran
líquidos: sidra, vinagre, una mezcla de ácido sulfúrico diluido, y agua de mar ordinaria. El
quinto recibió un remedio “recomendado por un médico de hospital’ una especie de pasta hecha con
(*)
E.V. McColIum, “A History of Nutrition” (Una historia sobre la nutrición), pág. 254.

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ajo, semillas de mostaza, rábano picante, bálsamo del Perú y mirra gomosa. Al último par se le
daba dos naranjas y un limón cada día.
“Estos se comían las naranjas y limón con avidez — indica el doctor Lind — presentando resultados
visibles rápidos y buenos”. Uno de los que comían cítricos se puso bueno en seis días; el otro se
encontraba lo suficientemente bien como para dar de comer y cuidar a los otros enfermos.
No sabemos si Lind había oído hablar sobre el doctor Willis de la Real Sociedad y su aviso sobre
el azúcar, pero no siguió sus consejos completamente. Parece que a nadie se le ocurrió, excepto
al doctor Willis, experimentar eliminando algo de las raciones, especialmente algo tan nuevo y
poderoso como el azúcar. Los médicos de entonces, igual que los de ahora, se hacían famosos
recetando algo nuevo. A menudo perdían pacientes cuando prescribían eliminar algo agradable
al paladar. Alrededor del siglo XVI, la población británica había empezado a perder el cabello y
los dientes. Hasta entonces, sólo habían resultado afectados los privilegiados. Pero ahora,
incluso el hombre de la calle se había convertido en adicto al azúcar. La conexión entre azúcar y
escorbuto fue considerada práctica, pero sin bases científicas. Las verduras, fruta, bayas y nueces
— estas fuentes naturales de lo que ahora llamamos vitamina C — habían sido consideradas
como dulces hasta que apareció en el mercado el azúcar refinada. El azúcar era un dulce
artificial al que se le había robado su vitamina C en el proceso de refinación, en el cual se le
quita el 90 por ciento de la caña natural. La substitución de los dulces naturales por los dulces
concentrados artificiales es una de las causas principales del escorbuto.
El descubrimiento de James Lind fue debidamente comunicado a la Armada Real. Por supuesto,
el Desestablecimiento médico británico sabía lo que le convenía y no estaba dispuesto a admitir
que el escorbuto podía ser causado por alguna deficiencia en las raciones de la Armada Real.
Todo el mundo sabía que los hombres de la marina del Imperio Británico eran los mejor
alimentados de toda la Historia humana, y que su marina era lo mejor que había a flote. Así,
pues, continuaron vapuleando a los marinos con escorbuto durante casi cincuenta años más.
Lind dejó la Armada Real un año después de su descubrimiento. Tras graduarse en la
Universidad de Edimburgo, se convirtió en el médico de cabecera de George III, en Windsor.
Sin embargo, continuó con sus investigaciones y, en 1753, publicó su tratado sobre el escorbuto.
Mientras tanto, el retraso en modificar las raciones de la marina causó unos 100.000 muertos en
menos de cincuenta años. Lind murió en 1794. Un año más tarde, cuando el buen doctor no
estaba ya allí para decir que después de todo había tenido razón, el péndulo se invirtió por fin.
Lo que hasta entonces se había considerado como tontería, se convirtió en decreto oficial: todo
marino británico tendría desde entonces una dosis de jugo de cítricos con su ración de ron
diaria. Con la arrogancia típica de toda administración de cualquier época, corrió la voz de que
esto era un arma secreta para mantener la supremacía británica en todos los mares. Una nueva
verdad científica no triunfa convenciendo a sus oponentes y haciéndoles ver la luz — dijo Max Planck
sino porque sus oponentes mueren eventualmente y la nueva generación se familiariza con tal verdad”.
En esa época, los ingleses llamaban limas a los limones; y los marinos británicos fueron
conocidos en todo el mundo con el nombre de limeys. Si Lind hubiese eliminado el azúcar de la
ración de sus hombres enfermos o les hubiese dado infusiones de pinoya de abeto, o té bancha o
alimentado con repollo, col de bruselas, hierba contra el escorbuto, algas marinas o pescado
crudo — alimentos que tienen abundante ácido ascórbico — los ingleses hubiesen tenido un
apodo totalmente diferente.
La confusión británica entre limones y limas fue desastrosa para la expedición polar de Sir
George Nare, en 1 875. Se incluyeron en el viaje limas de las Indias Occidentales, en lugar de

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limones mediterráneos: el escorbuto hizo estragos y la expedición quedó arruinada. Una
encuesta no logró dar una respuesta unánime sobre la causa del desastre. Muy pronto se puso
de moda la teoría germinal de Pasteur y sus efectos sobre las enfermedades. El simple
descubrimiento del doctor Lind estaba tan pasado de moda como las antiguas hechiceras con su
efectiva hierba contra el escorbuto. Los más eminentes médicos proclamaron que el escorbuto
era debido a una intoxicación de ácido. En 1916, un descubrimiento culpaba al escorbuto por un
sinfín de gérmenes malignos. Luego se dijo que era el estreñimiento. Finalmente, durante la II
Guerra Mundial, dos doctores alemanes destinados a ocuparse de un campo de prisioneros
rusos dedujeron que el escorbuto era transmitido por piojos. La noción de que las enfermedades
son causadas por un diablo externo aplaca una necesidad atávica en el Hombre. Lucharemos
hasta la muerte para evitar aceptar la responsabilidad de nuestra propia enfermedad.
Si le costó a la Armada Real una eternidad aceptar una idea que cualquier curandero de pueblo
podía haberle dicho, sus cuarenta y dos años de titubeos parecieron un record de velocidad
comparados con la actitud de otras ramas militares del Imperio Británico. Por ejemplo, la oficina
de comercio que controlaba la marina mercante se resistió a la cura contra el escorbuto durante
más de un siglo. Las crónicas muestran que los hombres de la marina mercante enfermos de
escorbuto (que generalmente resultaba fatal) tenían la tarea de transportar limones a los barcos
de la Real Armada.
Del otro lado de los mares, en una Norteamérica devastada por la guerra civil, la historia no es
mejor. En el ejército de la Unión — cuyos soldados abusaban de leche condensada azucarada —
se registraron 30.000 casos de escorbuto. Le costó al ejército de Estados Unidos treinta años
aprender lo que los médicos indios americanos podían haberle dicho, y no hablemos del
ejemplo dietético de los ingleses.
A principios del siglo diecinueve, cuando la leche condensada azucarada se había vuelto una
adicción nacional, el amamantamiento comenzó a pasar de moda y las madres alimentaron a
sus bebés con leche condensada. ¡Y qué milagro! Comenzó a aparecer otra variedad de
escorbuto. Los síntomas recibieron el nombre de enfermedad de Barlow, el nombre del médico
que no sabía que dos más dos son cuatro.
En el verano de 1933, un intrépido dentista norteamericano se aventuró en los lugares más
inhóspitos de las Montañas Rocosas del Canadá, el territorio de los Yukon. El doctor Price
encontró allí tribus de indios cuya salud y dientes no estaban estropeados por el contacto con la
cultura y comercio de los invasores blancos. Los inviernos en el país de los Yukon alcanzan una
temperatura de 70º bajo cero. Evidentemente, allí no crecen limones ni naranjas. La mayor parte
de las fuentes occidentales de vitamina C no existen allí. Los indios vivían casi enteramente de
la caza. El viajero americano estaba asombrado porque los indios no estuviesen plagados de
escorbuto. Por medio de un intérprete le preguntó a un viejo indio:
“¿Cómo consigue su gente escapar del escorbuto?”
“Es una enfermedad del hombre blanco” — contestó el indio.
“¿No es posible que un indio tenga escorbuto?”
“Es posible. Pero los indios sabemos cómo prevenir el escorbuto. El hombre blanco no lo sabe” — dijo
el indio.
“¿Por qué no le dice al hombre blanco cómo prevenirlo?”
“El hombre blanco sabe demasiado para preguntar algo a un indio”.
“Me lo diría a mí si se lo preguntase?”

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El viejo indio dijo que no tenía inconveniente, pero que primero tendría que consultar al jefe de
la tribu. Cuando volvió, dijo que el jefe deseaba compartir el secreto con el visitante porque
había mostrado su amistad con los indios al decirles que no comiesen la harina y el azúcar que
se vendía en los almacenes del hombre blanco.
El indio le describió entonces con detalle la forma en que los cazadores matan a un alce y lo
abren por la espalda, justo encima de los riñones. Aquí se encuentra lo que los indios describen
como dos pequeñas bolas de grasa. ¡Las glándulas adrenales! Estas dos bolas de grasa se cortan
en tantas partes como gente hay en la familia. Cada uno toma su ración. También se comen las
paredes del segundo estómago del alce. La gente primitiva, cuyos científicos han estudiado a
los animales salvajes, habían aprendido a comer ciertos órganos de los animales; a menudo se
daba a los perros la carne del muslo y de lomo. El hombre moderno y civilizado, que come por
placer y no para sobrevivir, hace lo contrario. En el Yukon, los indios pudieron obtener así ácido
ascórbico, vitamina C, de las glándulas adrenales del alce y del oso pardo durante siglos. (*)
En 1937, dos científicos, el doctor Albert Szent-Gyorgi, de Hungría y Sir Walter Haworth, de
Gran Bretaña, recibieron el Premio Nobel por volver a descubrir el secreto del ácido ascórbico,
la vitamina C. (El Premio Nobel que obtuvo el doctor Szent-Gyorgi era de Fisiología y
Medicina; el del doctor Haworth — que compartió con Paul Karrer — era de Química) Szent-
Gyorgi dio en la primera clave importante cuando aisló una substancia de las glándulas
adrenales de un buey, que contenía propiedades químicas poco comunes. Durante cuatro siglos,
el hombre blanco fue demasiado listo para preguntarle algo a un indio.
En 1855, el jefe Sealth de la tribu Duwamish, que ocupaba lo que ahora es el Estado de
Washington, escribió al presidente Franklin Pierce protestando ante su decisión de comprar las
tierras tribales. La ciudad de Seattle, un corrupción del noble nombre del gran jefe, está
edificada ahora en el corazón de la tierra de los Duwamish. En su carta, el jefe indio preveía el
peligro de las costumbres destructivas y corruptoras del hombre blanco:
“¿Cómo puede comprar o venderse el cielo, el calor de la tierra? La idea nos resulta extraña. Ninguno es
dueño de la frescura del aire o de la espuma del mar. ¿Cómo puede comprarnos esas cosas?”
“Sabemos que el hombre blanco no nos entiende. Una porción de la tierra es para él lo mismo que otra,
porque es un extraño que viene en la noche y roba a la tierra lo que desea. La tierra no es su hermana, sino
su enemiga, y cuando la ha conquistado, continúa adelante. Abandona la tumba de su padre, y el suelo
donde ha nacido su hijo queda olvidado.”
“El aire es precioso para el piel roja. Porque todas las cosas llevan el mismo aliento los animales, los
árboles, el hombre —. El hombre blanco parece que no presta atención al aire que respira. Como un
hombre moribundo por largo tiempo, está demasiado entumecido para poder siquiera oler la fetidez.
“El hombre blanco debe tratar a lo animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no
entiendo otra forma. He visto en la pradera miles de búfalos muertos que abandona el hombre blanco,
quien los mata por diversión desde el tren en marcha. ¿ Qué es el hombre sin los animales? Si todos los
animales desapareciesen, el hombre moriría por la gran soledad de espíritu que le embargaría, porque lo
que pasa a los animales también le sucede al Hombre. Todas las cosas están vinculadas. Todo lo que le
ocurre a la tierra, también le ocurre al Hombre.
Una cosa sabemos y que algún día descubrirá el Hombre blanco. Nuestro Dios es el mismo Dios. Podéis
pensar ahora que lo poseéis, como deseáis poseer nuestra tierra. Pero no podéis. El es el cuerpo del hombre.
Y su compasión es la misma para el hombre blanco que para el piel-roja. Para él la tierra es preciosa. Y
(*)
W. Price, “Nutrition and Physical Degeneration” (Nutrición y degeneración física), págs. 73-75.

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desecrar a la tierra es desecrar al creador. . . ¡Si continuáis contaminando vuestro lecho moriréis en
vuestro propio excremento!
“Quizá comprendiéramos si supiésemos cuáles son los sueños del hombre blanco, qué esperanzas infunde
a sus hijos en las largas noches de invierno, qué visiones imprime en sus mentes.
“Nuestros guerreros se han sentido avergonzados. Y tras la derrota, holgazanean el día entero,
contaminando sus cuerpos con comidas dulces y bebidas fuertes”. (**)
(**)
East West journal, Boston, carta de Dale Jones of Seattle.

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VIII. Cómo Complicar la Sencillez
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VIII. COMO COMPLICAR LA SENCILLEZ
El boom del azúcar también penetró en la civilización del bohío en las profundidades de la selva.
Todo se inclinaba ante el decreto real. Desbrozar más tierra para plantar caña de azúcar. Y las