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Casas Caídas
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Libro electrónico167 páginas2 horas

Casas Caídas

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¿Qué se oculta bajo la casa de los Azpetia? ¿Quién asesinó a la viuda Alsacia Alemán? ¿Qué buscan los tatuados del Plymouth? ¿Y qué rol juega Miquel Barberá en todo esto? Tendrá que ser "la bolita del poste", un grupo de niños de entre nueve y doce años, quien se lance a resolver éste y los otros misterios que sucedieron a partir de la llegada de Martillos. El debut literario de Alberto H. Tizcareño testimonia la originalidad y el humor de un narrador devoto por la trama. Una novela compleja, sutil y resplandeciente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2024
ISBN9786071682161
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    Casas Caídas - Alberto H. Tizcareño

    FUNERAL

    En la esquina de nuestra calle se extiende el baldío, sembrado de teles descompuestas, sobras de comida y llantas que se recuecen al sol. Ahí no brota la mala hierba que, en otros terrenos, se alza con espinas y orgullo de conquistadora. Tampoco lo pepenan las hormigas, quienes lo rodean antes que atravesarlo. Las arañas, gordas y tornasoladas, abandonan sus telas a medio hilar entre los desechos. Las moscas huyen no bien brotan de la carne podrida. Los vecinos solo se atreven a invadirlo de madrugada: arrojan sus trastos y se alejan sin mirar atrás, apremiados por la náusea o la culpa.

    Nada vivo aguanta la pestilencia del baldío, nada cuerdo resiste su pesadumbre. De modo que solo algo demente y sin vida haría de él un sitio de esparcimiento.

    —Les juro que anoche vi ahí al fantasma del Loquito —le dice uno de los niños del barrio a su grupo de amigos, todos entre ocho y once años—. Andaba hurgando en la basura. Traía sus gabardinas puercas de siempre, pero su cara más fea.

    —¿Y qué esperabas?, ¿un fantasma guapo? —le contesta otro—. Me cae que eres rejoto.

    Se refieren a Jaime Martillos Martínez, a quien ellos renombraron el Loquito, sin importarles que contara ya con un apodo, acuñado por nosotros.

    No los juzgamos, sin embargo. Todo en el hombre apuntaba al desvarío. Frente al baldío permanecía atento a la basura; vigilaba a diario con la misma mirada trágica que tienen los santos de nuestra parroquia. Luego corría hacia el bulevar para arrojarse sobre los coches, soltando alaridos, propagando la peste acendrada bajo sus cinco abrigos mugrientos.

    Ahora que se habla de su muerte, un camión se lo llevó de corbata, dicen las señoras, los niños se aferran a su presencia. Van por el barrio preguntando por él: quién era, qué le pasó. No tardan en venir a pedirnos que les contemos lo que sabemos. Más nos vale prepararnos.

    Tendremos que desempolvar nuestras notas, releer el expediente a conciencia y repasar la historia otra vez:

    En el baldío solía encontrarse la casa de Martillos —diremos—, venida abajo hace más de 30 años. Y la casa era enorme: le cabían todas las tragedias.

    Ya antes de que se mudara Martillos, los chicos vigilábamos aquella casa y traducíamos sus desperfectos a horrores de lo más aparatosos.

    En el jardincito desértico del frente habían sepultado viva a una mujer, decíamos. Y bajo el sendero de ladrillo rojo que conducía a la entrada, descansaban los restos de sus primeros habitantes.

    La puerta de madera lloraba resina, lágrimas por los mil asesinatos cometidos ahí.Y el aldabón osificado, con forma de puño, era en realidad una mano robada a un cadáver y bañada de bronce.

    Sobre el umbral sobresalía un mascarón penachudo que tenía la boca bien abierta, como si pegara de gritos. Y en el polvo de los ventanales, los fantasmas dejaban mensajes: Puto, Buuu, 666.

    En los descarapelamientos de la fachada podíamos distinguir las siluetas de un cuchillo o una calavera. Y por debajo de la puerta susurraba el chiflón: decía funeral, decía frío, decía fantasma.

    Con sus muros calados, la casa se sostenía a duras penas. Parecía entercada en infligirnos su fealdad hostil, vigilante, acumulando leyendas igual que juntaba hojarasca en la cornisa.

    El barrio nos llamaba la bolita del poste. Charlie Mendoza, de 10 años; Toñito Salazar y Juanjo Ramos, de nueve; Óscar Soto y Julio Cruz, de 12; además de otros dos que asegurábamos tener once y medio para sentirnos cerca de Óscar Soto, a quien considerábamos líder por ser el primero al que le salió el bigote (el único que tenía Nintendo y el más corpulento de la bolita).

    Cierta fotografía que tomó uno de nuestros padres, fechada el 13 de enero de 1995, da cuenta del gregarismo del grupo. Junto al poste, aparecemos uniformados con overoles de mezclilla azul y cangureras, a unos metros de la Casa Rosa y con nuestros ojos fijos en ella.

    Congregados ahí los chicos debatíamos las molestias de la pubertad: Los pelos. Las erecciones inoportunas. Los novedosos sueños húmedos, estelarizados por la hija del panadero, con 13 años recién cumplidos y los pechos esponjados de repente, como los panquecitos en el horno de su padre.

    De ella estábamos pendientes aquel mediodía de abril (brincaba la cuerda en la acera de enfrente, desentendida del vaivén de sus atributos), cuando el traqueteo nos retrajo del ensueño: el asfalto cimbrado al paso de un camión, Hermanos Salinas Mudanzas y Fletes. De este se bajó un moreno de gorra verde que se encaminó a la Casa Rosa, metió una llave en la cerradura y, sin miedo, abrió la puerta.

    Lo siguieron otros tres, con cinturones de herramientas y guantes de carnaza. El de la gorra comenzó a darles instrucciones; pero cuando ellos le preguntaron, ¿de a cómo la propina?, él les contestó que de ni un centavo, y se armó la bronca:

    Oquei, usté no tiene que aportar —le dijo uno soltando la silla que cargaba—. Pero nosotros tampoco tenemos que acomodarle sus triques.

    —Faltaba más —dijo otro—. A ver quién le echa la mano.

    —Pues déjenmelos ahí —les gritó el de la gorra—. Total, ¡ni que estuviera yo manco!

    Y esa única orden cumplieron. Sobre la banqueta aventaron el sofá, la cama y las cajas de cartón, para luego subirse al tráiler y salir despedidos entre claxonazos.

    El de la gorra puso manos a la obra. Se echó un costal al hombro y lo metió a la casa. Al salir se detuvo en el umbral y se viró lento para encararnos. Su talante era el de los limosneros, solícito y resentido a un tiempo: parecía que nos pedía ayuda pero se odiaba por necesitarla. Moreno, corpulento, henchía los pectorales con el orgullo de los machos esculpidos por el trabajo físico. Su musculatura imponía tanto como su mirada, que nos aventaba como un pie resuelto a aplastar pinacates.

    Comenzó a lloviznar cuando el hombre retomaba el acarreo de sus pertenencias. Pero no se apresuró a salvarlas del chaparrón. Las fue metiendo sin prisa, manso, acostumbrado a perder.

    La última caja, ablandada por el agua, se le desbarató en brazos y su contenido cayó al suelo: tres martillos que azotaron con redoble de mala noticia.

    Las lluvias eran motivo de ansiedad. Disparaban la venta de impermeabilizante. Recrudecían la sinusitis de nuestras abuelas. Anegaban la calle, vuelta espejo ondulante que duplicaba el relieve: los gatos en las azoteas, las rejas de los patios, el cableado eléctrico y las jacarandas, inflándose y encogiéndose como si aspiraran su perfume secreto (nadie más lo percibía).

    Los chicos creíamos que se inundaba porque las hojas y flores tapaban las coladeras, pero una breve investigación en la biblioteca local nos sacó del error. Emplazado entre cerros, sobre tierra que siglos atrás alojara una laguna; mal construido a través de las épocas y peor planeado en cuanto a drenaje y uso de suelo; víctima de un volumen de precipitación superior al de la media nacional y de asentamientos irregulares, nuestro pueblo acabará por ahogarse.

    Con sus barrios incongruentes, apiñados de casonas coloniales junto a casas en obra negra. Con sus antiguos palacetes, destripados por inmobiliarias que los rentan ahora como pensiones de coches. Con sus nuevas pocilgas de interés social, idénticas y grises, apretujándose en la cuadrícula que se expande en las afueras. Con su horizonte acuchillado por dos nuevas antenas de telecomunicaciones, Casas Caídas se va despintando, en espera de que el mal tiempo lo remate.

    Además de los cuentos que inventábamos los muchachos, se oían los de nuestros mayores: que la Casa Rosa había sido un prostíbulo de mala muerte y de muchas muertes, según decía la dueña de la mercería; o un dispensario donde se practicaban abortos, como decía la tortera con un hilo de voz antes de persignarse; o una hacienda quemada por los Revolucionarios y en cuyos cimientos se habían enterrado lingotes de oro, de acuerdo con la señora que atendía la farmacia. Pero en estos dimes y diretes se cifraba más la idiosincrasia regional que la propia historia de la casa.

    Durante otra breve investigación llevada a cabo en la hemeroteca, dimos con una leyenda de otro tipo: la Casa Rosa solía conocerse como la Casa Roja, construida en la que entonces fuera la calle más distinguida del pueblo; era el insigne hogar de los Azpeitia, linaje de arquitectos, ingenieros y presidentes municipales. Los Azpeitia habían construido el mercado, el cine, el teatro y el Palacio de Gobierno. Levantaron Casas Caídas, por así decirlo.

    En un reportaje de cierta gaceta ahora extinta, aparece una foto fechada en el año de 1945: dos Azpeitia, hermanos, posan durante la inauguración de nuestro Palacio de Gobierno. El mayor sonríe, el menor lo intenta.

    Uno de ellos era el padre de Jaime Martillos Martínez.

    A la semana de la mudanza se oyeron los primeros chismes: el nuevo residente se apellidaba Azpeitia, según cierto trámite testamentario que Ifigenio Sánchez —vecino nuestro y empleado del Registro Civil— extrajo de los archivos municipales.

    —La Casa Rosa era de su legítima propiedad —nos dice Ifigenio hoy, tan sorprendido como hace 30 años—. El inmueble se creía intestado y los del municipio tenían planes para demolerlo y construir en el predio sus nuevas oficinas postales. No contaban con que les cayera el tal Azpeitia Martínez, ni con que les trajera sus papeles en regla para reclamar la casa.

    —A muchos nos extrañó —prosigue— que el tipo firmara con el apellido materno. Más raro se nos hizo que fuera a meterse a esa covacha que ya andaba en las últimas. ¿Quién en su sano juicio viviría en un lugar así?

    Lo mismo nos preguntábamos los chicos.

    El trompo o el yoyo en la pechera del overol. Los nuevos pesos tintineando en los bolsillos. Los manubrios de las bicis tapizados con estampitas de He-Man, Scooby Doo o Robocop —aceitadas las cadenas para evitar chirridos delatores—. Y nosotros, pedaleando sin prisa, siempre un par de metros a la zaga del hombre chamagoso.

    Salía de su casa por la tarde y caminaba erguido por la banqueta, avanzando a zancadas como si librara un abismo. Su mentón alzado daba la impresión de que el tipo se enorgullecía de su miseria. Él, con los pantalones raídos, balanceando en su mano la cajita roja de herramientas, solo tenía ojos para el camino; pero nosotros —camuflados entre los peatones, ocultos detrás de una jardinera, encubiertos con gorras y lentes oscuros—, nosotros teníamos ojos y oídos de sobra, y los teníamos atentos a él.

    Fuimos registrando gestos, detalles y encuentros varios a lo largo de las semanas. Jaime no cedía el paso a las viejitas en andadera que se cruzaban en su camino. No reaccionaba cuando algún vecino al volante le tocaba el claxon a modo de saludo. No se acomedía con las mujeres que llevaban la ingente bolsa del mandado. No se metía en asuntos ajenos, ni toleraba intromisiones en los propios.

    Da testimonio de ello Carlitos Abundis, velador de nuestro barrio por más de dos décadas (y, en la actualidad, dedicado a disfrutar de sus nietos y de la jubilación). Describe así sus incómodos encuentros con Jaime Martínez:

    —El señor era difícil. Me lo topaba los viernes por lo general, en la primera ronda que daba yo poquito antes de la medianoche. Ahí lo veían ustedes: malencarado, saliendo de su casa con una valija grandecita que arrastraba a duras penas. Seguido le decía yo: Déjeme le echo la mano. ¿Y saben qué me respondía él? No se meta. Así nomás: No se meta. Eso se saca uno por acomedido.

    Los chicos podemos corroborarlo: cada viernes por la noche veíamos a Martillos arrastrando la maleta hacia la bocacalle. Ahí esperaba el último autobús de la ruta, que llegaba siempre vacío y bien iluminado. Martillos lo abordaba e iba a sentarse al fondo, instalando en el asiento contiguo la maleta, su única compañía.

    Una tarde se presentó Jaime en el changarro del padre de Charlie Mendoza y, sin devolver el saludo con que lo recibieron, tan solo dijo:

    —Necesito un juego de ganzúas.

    El cerrajero lo miró de pies a cabeza. Él le devolvió la mirada, tensando los brazos para destacar las venas de sus bíceps.

    —Con gusto. ¿Para qué las ocupa?

    —Para las puertas de mi casa —respondió Jaime—. Están reviejas y se atascan tiro por viaje.

    —Claro, claro. Es que esa casa necesita mucho mantenimiento. ¿Piensa remodelarla?

    —No —contestó Jaime—. Eso sería tirar el dinero: ni pienso quedarme aquí.

    Oquei —le dijo el cerrajero, tendiéndole una bolsa con la mercancía—. Que pase buena tarde.

    De nuevo, el hombre se marchó sin cortesías.

    No entendíamos qué lo demoraba en nuestro pueblo. Pero supimos que era un mentiroso cuando se hizo evidente que no se marcharía pronto: la noche en que lo vimos arrastrando por la calle

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