Todo Personal: La Masacre de La Sagrada Familia
Por Yurina Melara
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Serie Todo Personal
Esta es una serie de tres libros que sigue a Darwin, un expandillero deportado que se convierte en una de las figuras más importantes en la construcción de un nuevo El Salvador libre de violencia sistematizada bajo el yugo de las maras.
En el primer libro, publicado en 2023, Darwin es víctim
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Todo Personal - Yurina Melara
Todo Personal
La Masacre de la Sagrada Familia
Yurina Melara
Editorial Ojo de Cuervo
Copyright © 2023 Yurina Melara Valiulis
Todos los derechos reservados.
Los personajes y eventos retrados en este libro son ficción. Cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, es coincidencia y no es intención de la escritora.
Ninguna parte de este libro puede reproducirse, almacenarse en un sistema de recuperación o transmitirse de ninguna forma o por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopiado, grabado o de otro modo, sin el permiso expreso por escrito de la Casa Editorial Ojo de Cuervo.
ISBN-13 digital: 979-8389007109
ISBN-13 Print: 979-8-9893150-3-1
Cover design by: Yurina Melara
Printed in the United States of America
DEDICATORIA
Para quienes leen por placer.
Para quienes leen porque sí.
Para quienes necesitan una historia más,
Todo es Personal.
Contents
Title Page
Copyright
Dedication
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capitulo 14
Capitulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
EPÍLOGO
About The Author
Todo Personal
Capítulo 1
La masacre de La Sagrada Familia
30 de junio. 6:50 a. m.
Era lunes. Carla se detuvo frente al colegio. Las tres niñas se bajaron del Toyota Tercel azul y estaban por entrar cuando la madre gritó: ¡Carmen, la lonchera!
.
La niña más pequeña, de tan solo ocho años, se regresó corriendo.
―Perdón, mami― dijo Carmen, al abrir la puerta trasera del vehículo. Los brazos cortos de la niña no alcanzan la lonchera de Hello Kitty que contenían los panes con frijol y queso. La bolsa con la comida estaba al final del asiento trasero del lado del conductor.
―¡Apurate!― dijo la mamá―. Ya me van a comenzar a pitar los microbuseros.
Todas las mañanas se hacía un embudo de carros frente a las dos entradas principales del colegio católico al que asisten las hijas de las familias de clase media conservadora. Es una de las instituciones predilectas de doctores, abogados, dueños de negocios y de todos aquellos profesionales que tienen suficiente dinero para pagar una colegiatura alta, pero no tanto como los miles de dólares adicionales que les permitiría pagar por la Escuela Americana o similares.
―Es que no alcanzo… la…― sin dar más explicaciones, la niña se metió al carro para poder alcanzar la lonchera.
En ese momento un vehículo ocre que viajaba cuesta arriba, rumbo al redondel Masferrer, se detuvo. Un hombre vestido completamente de negro que ocupaba el asiento delantero del carro se bajó con una ametralladora y disparó como lo hacen los tipos malos en las películas de acción. Toda la furia de las balas se fue en contra del Toyota Tercel. En menos de 30 segundos, la ráfaga de balas acabó con la vida de Carla y Carmen.
Unas treinta niñas que caminaban en la acera hacia el portón gritaron aterrorizadas al ver cómo el vehículo era atacado. Ninguna de ellas había vivido la guerra civil, cuando eran frecuentes los ataques a los cines o a las colonias cercanas a los cuarteles. El terror de la guerra había terminado hacía veintidós años y desde hace un par de años, el país estaba aún más tranquilo sin el acoso constante de las pandillas.
Las hermanas de Carmen, Alicia y Noemí, estaban en el grupo de diez niñas por entrar al colegio y que gritaban aterrorizadas. Alicia y Noemí se abrazaban mutuamente y gritaban ¡No!
una y otra vez. Cuando la ráfaga de balas cesó, ambas dejaron de gritar, pero no eran capaces de moverse, aún ante la insistencia de una monja, quien les ordenaban que entraran al colegio. Ellas se anclaron en el mismo lugar y solo repetían: ¡NO, NO, NO!
.
Con excepción de las monjas que estaban afuera de la escuela y algunas madres que optaron por quedarse para ayudar con las niñas, las personas que transitaban por la calle esa mañana se esfumaron como por arte de magia. Nadie quería ser testigo. Los testigos en El Salvador, tradicionalmente, tienden a desaparecer en circunstancias sospechosas o aparecen muertos.
Los periodistas y los camiones de microondas, que transmiten en vivo desde el lugar de los hechos, no tardaron en llegar y rodear la escena del crimen, que se convirtió rápidamente en la noticia más comentada en todos los medios de comunicación.
Masacre frente al Colegio de La Sagrada Familia
o La masacre de La Sagrada Familia
repetían sin parar los noticieros.
Tal como sucede al principio de un incidente, no había información confiable. Algunos hablaban de decenas de muertos, otros especulaban que era un ataque a la educación, mientras que los expertos
daban consejos sobre qué hacer en situaciones similares.
A las 11:30 a. m. Medicina Legal determinó la identidad de las víctimas: Carmen Alvarado Sagastizado, de 8 años, y Carla María Sagastizado de Alvarado, de 37 años.
El jefe de la Policía Nacional Civil, Armando Flores, dijo durante una conferencia de prensa desde el lugar de los hechos:
―Estamos en la etapa inicial de investigación. Las víctimas ya fueron identificadas, pero aún no podemos hacer públicos los nombres porque falta notificar a los familiares. En este momento, aún no sabemos cuál fue la causa que originó esta masacre. No sabemos quiénes fueron los asesinos o si es un solo asesino. No sabemos quién podría estar detrás de tan horrendo crimen. Lo que sí sabemos es que tienen que ser personas detestables que perdieron su humanidad, porque solo una persona enferma mental o con odio puede disparar frente a una escuela. Disparar a matar a unos seres indefensos es un acto tan asqueroso que solo pueden cometer antisociales como los pandilleros o desquiciados mentales.
A sus espaldas estaban las personas que realmente trabajaban, los investigadores del laboratorio de la PNC que recogen las pruebas y analizan la escena del crimen. Como es costumbre, todos los investigadores, menos uno, hacían caso omiso de las cámaras y continuaban su trabajo.
Cuando las cámaras, que tenían como fondo a los policías trabajando, comenzaron a grabar la conferencia de prensa, Rodolfo, un técnico de laboratorio, se escondió para no ser filmado.
Rodolfo es un tipo inteligente de unos 30 años, de piel morena clara, con hombros amplios y brazos fuertes, sin panza y con ropa que parecía que fue diseñada para él, que completaba muy bien con su sonrisa cálida.
A pesar de su inteligencia y de su nato carisma, él sabía que nunca sería director de la policía, o jefe de su departamento. Esas posiciones estaban reservadas para pagar favores políticos. Pero a Rodolfo no le importaba. Él sabía cómo hacer su trabajo, cuándo callar y cuándo enviar la información recabada a los fiscales. Esta habilidad le ha servido para mantener su identidad en secreto. Los vecinos de Rodolfo y la mayoría de los miembros de su familia ―con excepción de su madre― no sabían a qué se dedicaba. Todos ignoraban que su pasión es y siempre ha sido resolver rompecabezas. Él es algo así como el Sherlock Holmes salvadoreño, solo que, sin los recursos económicos, sin el ego y con el miedo de ser descubierto por algún miembro de la pandilla de su colonia. Este agente especial de la policía vivía en Las Margaritas de Soyapango y tenía como vecino al mero-mero de la MS 18 y como cuñado al segundo pandillero a cargo de la clica.
―Aquí hay algo raro. Todo parece indicar que es un ataque de las maras. Esos ataques que eran comunes en Los Ángeles en la década de los noventa, ¿cómo es que les llaman? Ah… ah sí, ‘drive by shooting’, pero es tan perfecto. Demasiado perfecto, ninguna de las balas se les fue para otro lado, no hirieron a nadie más. Es como si el gatillero fue entrenado por fuerzas especiales de la policía o militares. Los mareros siempre son más sangrientos y no tan cuidadosos ―dijo Rodolfo pensando en voz alta para tratar de despejar sus ideas mientras estaba parado frente a la escena del crimen. Hay personas que ordenan sus pensamientos escribiendo, hay personas que lo hacen hablando. Rodolfo habla y muchas veces con él mismo.
Roberto, uno de sus amigos cercanos en la PNC, lo escuchó y le preguntó:
―Entonces, ¿vos qué crees que sucedió? ¿Creés que nos quieren hacer pensar que son las pandillas, cuando en realidad fue alguien con entrenamiento especializado como nosotros? ¡Eso me parece una locura!
―Uh… mm, sí, una locura. Voy a averiguar quiénes son nuestras víctimas. Nos vemos en el laboratorio ―le dijo Rodolfo.
Un grupo de tres policías expertos en balas recogió las pruebas físicas. Mientras que Roberto y otros dos policías hablaban con las madres que en ese momento también dejaban a sus hijas frente al portón principal. La descripción del sujeto era consistente, el gatillero era un hombre moreno de unos 40 años, con barba, nariz gorda, cachetón y que vestía una gorra de béisbol azul con el logo de los Dodgers. El vehículo era un carro rojo/ocre de cuatro puertas que podría ser un Honda o Nissan.
No había nada más que Rodolfo pudiera hacer en escena del crimen. Las cámaras ya habían llegado. Rodolfo no podía correr el riesgo de que alguien tomara imágenes de él trabajando, pero ya sabía por dónde comenzar a investigar: ¿Quiénes eran la madre y la hija asesinada? ¿Quién las quiere muertas? ¿Y por qué?
Capítulo 2
La llamada de Medicina Legal
30 de junio. 7:25 a. m.
Darwin iba camino a su oficina sobre el bulevar de Los Héroes, cuando escuchó en la radio el primer reporte de un tiroteo sobre el Paseo General Escalón. Es cierto que La Sagrada Familia está ubicada sobre el paseo, pero cómo se iba él a imaginar que sería frente a la escuela de sus hijas. Pensó que tal vez eran ladrones que se agarraron a tiros con los guardias de seguridad de alguna empresa, o tal vez la gasolinera cerca del Pollo Campero está siendo asaltada. Se imaginó muchos escenarios, pero jamás se le cruzó por la cabeza que las víctimas serían su amada Carla, y Carmen, su pequeñita.
Darwin estacionó su carrito, un Mazda de los ochenta, en el parqueo del edificio, en donde retaba un espacio de oficina. Él insistió en que Carla debía manejar el mejor de los dos carros. Él quería evitarle contratiempos a su esposa, quien era la que normalmente se hacía cargo de las niñas.
Alrededor de las siete y media de la mañana, cuando Darwin entró a una reunión con el director de programas, su mejor amigo, Efrén. A las ocho, ambos tenían una reunión telefónica importante con una organización de salvadoreños que vivían en Boston. Ambos estuvieron encerrados en la oficina de Darwin por varias horas. Elizabeth, la asistente de Darwin, les llevó café y agua, alrededor de las nueve, pero ella evitaba ver, leer o escuchar los noticieros porque decía que las malas noticias le causaban ansiedad. Y los noticieros estaban llenos de malas noticias.
11 a. m.
―¿Señor Darwin Washington Alvarado? ―preguntó la voz de una mujer cuando Darwin contestó su teléfono celular.
―Sí, a la orden.
―Le llamamos de Medicina Legal. ¿Puede venir inmediatamente a las instalaciones centrales en el Centro de Gobierno?
―¡Ah! ¿Qué? ¿A las instalaciones de Medicina Legal? ¿Para qué?
―Será mejor que venga lo antes posible ―dijo la voz en el teléfono.
―Está bien. Estoy como a media hora de Medicina Legal. Ahí llego. Adiós.
Por unos segundos, Darwin pensó que tal vez se trataba de alguno de los niños inscritos en los programas de prevención que tenía en las escuelas. Pero ¿por qué lo llamarían a él? Él no conocía a todos los niños. Desde hace un par de años ya no tenía contacto directo con los menores. Ahora, únicamente se encarga de conseguir los fondos y administrar los 262 programas juveniles en todo El Salvador. Uno por cada municipio. Su trabajo era asegurar la supervivencia financiera de los programas de ayuda a niños entre 10 a 17 años. Es más, ahora no sabía los nombres o las caras de los miles de niños en el programa.
Darwin tenía una historia interesante que solo conocían los donantes con más dinero, los periodistas de la década de los noventa, su esposa y Efrén.
Darwin nació el 1 de septiembre de 1976, en Olocuilta. Este es un pueblo ubicado entre el aeropuerto internacional y San Salvador. En esa época no tenía nada especial que lo diferenciara de otros pueblos a su alrededor, como San Sebastián o Santo Tomás. No tenía pupusodromo ni era famoso por hacer pupusas de arroz.
Cuando la madre de Darwin, Berta, era pequeña, Olocuilta era un pueblo rural más, con casas hechas de bahareque, pisos de tierra y niños sin zapatos y con barrigas hinchadas de lombrices. Berta quedó embarazada a los 15 años, fruto de la tradicional Posada de Navidad. No fue sorpresa para nadie, lamentablemente eso sucedía con mucha frecuencia a las muchachitas que apenas comenzaban a tener caderas y pechos. La sorpresa fue que el padre de Darwin, José, un muchacho de 19 años, que viajaba a trabajar en la capital como aprendiz de mecánico de vehículos, no quiso asumir la responsabilidad del embarazo, y una mañana se fue a trabajar y no regresó. Pero todos sabían que él era el padre. Lo sabían sus hermanos y lo sabían sus padres. Apenados por la conducta de su hijo, ayudaron económicamente a Berta, dentro de sus posibilidades, lo cual no era mucho. Fue así como Darwin tuvo su propia toalla, pañales de tela, y hasta dos mudadas de ropa. Berta era la menor de cuatro hermanas. Cuando Darwin nació, sus hermanas ya tenían sus propias familias. Berta, con apenas 15 años y con estudios de hasta sexto grado, intentó trabajar en una fábrica de ropa interior ubicada en las afueras de San Salvador, pero las manifestaciones y los asaltos a los autobuses de transporte público incrementó, al punto que ella ya no podía hacer el viaje de treinta minutos.
Ella, al igual que miles de salvadoreños que vieron incrementar la violencia a finales de 1979, decidió que era tiempo de buscar otras oportunidades. Su objetivo era trabajar como sirvienta en los Estados Unidos. Una prima se había ido unos años antes a trabajar a una casa rica en California, y le podía mandar suficiente dinero a sus padres, al punto que la casita de bahareque tenía una televisión a colores, y hasta había planes de construir una casa con ladrillo y ponerle baldosas de cemento. En su mente, Berta veía a su madre y al pequeño Darwin disfrutando de comodidades como la de sus parientes. Ella salió de Olocuilta en enero de 1980.
Llegó a Los Ángeles, California, en marzo de 1980. Ese mismo mes, el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue asesinado mientras oficiaba una misa. Ese acto hizo que cinco grupos de diferentes movimientos sociales se unieran y declaran oficialmente una guerra civil, la cual duró doce años. Berta comenzó a trabajar rápidamente gracias a su prima, quien le hizo espacio en la habitación en donde dormía con otras dos salvadoreñas. La habitación era parte de un apartamento de tres habitaciones en donde dormían alrededor de una decena de inmigrantes, la mayoría salvadoreños. Lo bueno era que esa red de inmigrantes sabía dónde conseguir trabajo y cómo. Berta aprendió que cerca del edificio oscuro, con alfombras sucias y paredes que no habían visto un galón de pintura en muchos años, había un parque en donde se podían comprar identificaciones falsas. Esa identificación, mal hecha y visiblemente falsa, le permitió encontrar trabajo como sirvienta y ahorrar. Ella ahorró cada centavo que pudo. Comía