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Aurora Q
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Libro electrónico163 páginas1 hora

Aurora Q

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1981. Dos niños armados caminan por el andén de una autopista, descalzos y cubiertos de sangre. No saben que se va a escribir mucho sobre ellos en la prensa y en los medios académicos. No saben que su caso se convertirá en materia de agrias polémicas científicas. Estructurada como un relato clínico, Aurora Q. retrocede, desde esta imagen inicial, hasta los orígenes de la crueldad de aquellos a los que la prensa española bautizara como los niños del Arca, para mostrarnos cómo las historias que nos contamos unos a otros nos preparan para ejercer la crueldad. Una novela que sumerge al lector en un sistema de narraciones concéntricas, de esferas que giran en torno a Aurora Q., la misteriosa mujer a la que la psiquiatría de su tiempo atribuyó la causa de los crímenes de los niños salvajes David y Raquel S.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2024
ISBN9788410107366
Aurora Q

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    Aurora Q - Mario Cuenca Sandoval

    Sesión primera:

    La captura

    1

    Temo que el anuncio de que este seminario versaría sobre los niños del Arca, también conocidos como los monstruos del Arca, o los demonios de San Simeón de Emesa,¹ haya ejercido el embrujo de esas melodías que en las fábulas infantiles arrastraban a los curiosos detrás del flautista. Es una melodía vieja y embriagadora, lo sé, pero yo no soy ni el flautista, ni el compositor, solo aquel que se tomó la molestia de transcribirla para la comunidad médica. De ahí que la insistencia de ustedes en asistir a este seminario no provoque en mí otra cosa que una franca perplejidad.

    Pero, en fin, aquí están ustedes. Aforo completo. Y puede que incluso haya entre los presentes fervorosos admiradores de la estela de pólvora y vísceras en que al cabo consiste la obra de los niños del Arca. Vaticino que serán los primeros en abandonar el auditorio. Los seguirán los lectores de crónica amarilla, los entusiastas de aquel fantasioso filme de los años noventa dirigido por Gaspar Minaglia,² y del formidable alud de telerreportajes y documentales que retratan no tanto a los niños cuanto una sublimación suya, toda esa milonga del hombre natural no deformado por el crisol de la cultura, esa estirpe mítica de los salvajes o los semisalvajes romantizada por la literatura y la filosofía. Sé cómo funcionan esos mecanismos, créanme, operan igual que en el cine americano con el arquetipo de los piratas o los forajidos de mi infancia; bellos, altaneros y tramposos, cínicos e idealistas, mistificados, en fin.

    ¿A qué tantas prevenciones? Digo esto porque ya adivino la decepción de algunos cuando vean a este viejo facultativo desplegar, como un pavo real, un exuberante plumaje teórico, toda vez que pavonearse constituye una de las prendas de la exhaustividad científica. Porque no estamos aquí para regodearnos en lo macabro, sino para interpretarlo con las herramientas del análisis. No para hacer crónica negra, sino ciencia. Y, como ustedes conocen de sobra, la ciencia se funda en las evidencias y no en los rumores, en el organismo y no en el fantasma. Así que olviden cuanto han oído o leído sobre los niños del Arca. Aparten de un manotazo esa fantasmagoría y centrémonos en lo real, en lo que ya ha cerrado su contorno y no deja orificios por los que se infiltre la especulación y por eso adopta la forma, desde Parménides, de una compacta esfera.

    ¿Cuál es la primera ficha del rompecabezas? Sin duda, esta fotografía aparecida en prensa el lunes 19 de octubre de 1981, la más célebre de cuantas tomaran los viajeros a pie de autopista aquella funesta tarde de domingo y que ahora pueden contemplar en la pantalla. Estoy convencido de que adivinarán ustedes cosas que no residen en la imagen pero que la imagen sujeta sin problemas. Ya saben que la fotografía es el soporte perfecto para la especulación, porque multiplica la ambigüedad de las miradas, de las intenciones de un gesto, del propósito de una mano suspendida en el aire o el sentido de un paso congelado para la eternidad. Estoy seguro de que, en esta célebre instantánea, no verán ustedes los pies descalzos de los dos hermanos sobre el arcén, sino las huellas de sus crímenes; no el abandono que delata la mugre en sus rostros y los abrojos enredados en sus melenas negras, sino el salvajismo; no las prendas rústicas y austeras de las que los mellizos no querían desprenderse tras su detención, sino las salpicaduras de sangre; no a dos niños abandonados, sino a dos demonios que caminan. Dicho de otro modo: no verán lo real sino una fantasía. Pero no olviden que no se puede fotografiar una fantasía, es decir: una pura elaboración de la mente.

    image1.jpg

    David y Raquel S. Fotografía de J. Ruiz de Almodóvar, ABC, 19 de octubre de 1981.

    2

    Centrémonos, pues, en los hechos. Tras un chapucero triaje en caliente, los niños fueron sedados, vestidos con ropas de la beneficencia y puestos a disposición del Tribunal Tutelar de Menores³ en la mañana del 19 de octubre de 1981. La prescriptiva ficha judicial se completó con los nombres bordados en los ponchos que vestían en el momento de su captura, aunque ninguna pista apuntaba a su filiación, dado que alguien –cuesta imaginar que ellos mismos– se había tomado la molestia de raspar el número de serie del arma que llevaban consigo. Huelga añadir que la inicial «S» fue asignada por el propio Tribunal en alusión a la condición salvaje de los mellizos. Los funcionarios rellenaron con aquella consonante la casilla reservada a los apellidos en su ficha, como podrían haberles asignado la «E» de expósito.

    David y Raquel S. no respondían a las solicitudes del Tribunal ni exteriorizaban sensación o afecto alguno, y no por efecto de los sedantes, sino por una especie de bloqueo que el propio juez resumió para nosotros en conversación telefónica con una fórmula monumental: «He visto estatuas hieráticas del Antiguo Egipto más expresivas que ellos». La llamada a que hago referencia se produjo en la tarde del 20 de octubre de 1981, apenas cuarenta y ocho horas después de la captura, con el propósito de comunicarnos que los niños serían trasladados a nuestra clínica y que, aun atiborrados de sedantes, el personal de seguridad debía esmerarse en la retirada de cualquier objeto potencialmente peligroso de las dependencias en que se los confinara, pero también de las consultas en que los sometiéramos a examen, incluidas nuestras estilográficas –«Ya habrán leído ustedes las noticias»–. De sus enseres, solo se les permitía conservar dos muñecos articulados de madera de los que resultaba imposible separarlos y que hoy constituyen una de las reliquias más reconocibles de la mitología de los niños del Arca. Volveremos sobre este asunto más adelante.

    Todas aquellas prevenciones parecían pocas para quien a la sazón dirigía nuestro centro, uno de esos viejos psiquiatras empeñados en convertir a sus pacientes en leones marinos bombardeándolos con psicofármacos. El señor D, que se resistía por motivos insondables a jubilarse, era un ilustre representante de esa escuela para la que el loco debe verse privado de toda distracción, reducido a la inercia, como las piedras que ruedan, quizá porque había iniciado su carrera en tiempos mucho más siniestros, anteriores a los hallazgos de Delay y Deniker,⁴ anteriores a la camisa de fuerza química que sumió los sanatorios mentales en el silencio y la mansedumbre que ustedes conocen, y en los que los lamentos fueron reemplazados por ronquidos y el olor de las heces, por el aroma de las infusiones balsámicas.

    ¿Verdaderamente eran tan fieros los niños del Arca una vez desarmados y sedados como leones de circo? «Son peligrosos precisamente porque son idiotas», aseguró el juez. Y sin duda que su señoría se percató de mi embarazo al otro extremo de la línea, pues se apresuró a aclarar que por idiotas se refería a que los muchachos se la pasaban enfrascados en su propio mundo, «lo cual, como ya sabrá usted, doctor, es el exacto sentido etimológico de la palabra idiota». Me tomé entonces la libertad de regalarle al juez de menores una fórmula mucho más compasiva para referirse a sus huéspedes: «Creo que la expresión que buscaba usted es autistas».

    3

    Porque el diagnóstico prima facie de una psicosis autista parecía coherente con cuanto sugerían los hallazgos del peritaje y también con lo que hoy sabemos sobre los mal llamados niños ferales o niños lobo. Bruno Bettelheim estableció de manera retrospectiva que tales criaturas no son sino autistas sin diagnóstico, víctimas de una psicosis infantil que bloquea su humanidad y los encapsula en una suerte de fortaleza desde la que alzan sus defensas contra el mundo.⁵ En el caso de David y Raquel, esa fortaleza se edificaba a partir de sus propios cuerpos inmóviles, en una estrategia similar a la de esos insectos que fingen la muerte para pasar desapercibidos a los depredadores.

    Los hallazgos practicados por nuestros compañeros de San Simeón de Emesa la mañana del veintiuno de octubre no suponían ningún mentís a la tesis de la fortaleza bettelheimiana: simplemente elevaban a los niños varios escalones por encima de la condición del salvaje o del idiota severo, por contentar a nuestro juez, en el sentido de que:

    (i) no eran cuadrúpedos;

    (ii) sabían hablar, aunque se negaran a hacerlo y se enrocaran ante cualquier requerimiento sobre su procedencia, su origen, sus nombres o su

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