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La Juanita. Su película
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Libro electrónico114 páginas1 hora

La Juanita. Su película

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Siguiéndole la corriente al título -o a una parte-, los primeros relatos de este libro podrían leerse como cortometrajes o escenas desordenadas de una película más larga. A medida que avanzamos vamos armando una gran escena familiar. Una que se desarrolla en el corazón del campo argentino: podemos sospechar esa Santa Fe agrícola adonde fue a parar buena parte de la oleada inmigratoria de fines del XIX y principios del XX. Un corazón todavía no contaminado por la soja ni el glifosato pero ya amargo y cruel; lejos de la caricatura simpática de Molina Campos. Un paisaje que se construye con trazos por momentos líricos y hermosos, pero que es también -sobre todo- el escenario de la violencia: de hombres a mujeres, de padres a hijos, de hermanos a hermanas, de niños a animales. No hay nada apacible en esta ruralidad descarnada y hostil con quienes la habitan y la penetran a fuerza de arado. La Juanita es el personaje que vertebra estos relatos y, en la segunda parte, ¿la del detrás de escena, el fuera de cuadro? se convierte en el alma mater del libro. A partir de fotografías del album familiar, en un tono confesional, más despojado de los artificios de la literatura, se completa la película narrada por su nieto.
Ficción y documental al mismo tiempo La Juanita. Su película, le da un golpe de aire fresco a la llamada narrativa autobiográfica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905902
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    La Juanita. Su película - El Niño C

    El árbol

    I

    El sol era intenso y los campos se proyectaban verdes hacia los confines. Sobre ellos, un árbol enorme delante de la casa. Los perros ladraban, mientras se oía a los chanchos gritar desde el chiquero. Ahora un sonido de cadenas, justo cuando la visión se extiende siguiendo el oído: bajo el árbol, arrodillado, perdido, Juan está encadenado con un bozal al cuello y un par de esposas en las muñecas. Quiere correr, pero no puede. La sed seca la boca, cree que el diablo quiere sumarlo a una legión de demonios. Cada tanto los oye hablar dentro de la casa y reírse con carcajadas siniestras. El cielo lo encandila y otra vez intenta arrancar la cadena del árbol. Forcejea, mientras el perro, atado a la tranquera, lo mira sentado y perdido. No puede zafarse, tironea, una y otra vez, y cae al suelo, exhausto. Siente un sabor extraño en la boca, tal vez azufre o incienso o… ¡Qué mierda! Y todo por haber pasado del Polaco para tomarse unas damajuanas. Siempre lo mismo. El demonio tienta y, después de que uno ha caído, lo castiga. Entonces, el árbol y la cadena y los golpes y este sudor ácido y helado que parece bañarlo; y con esta sequía en la lengua.

    II

    –Te va a agarrar la Juana y te va a dar a vos –le dice el Polaco.

    –A mí no me manda nadie –respondió él y lo miró con los ojos brillosos.

    Había gente en el boliche y las moscas revoloteaban encima de los vasos suspendidos de las manos sobre las mesas desportilladas y en el mostrador de madera podrida. El olor de la carne del chivo venía desde afuera y daban ganas, muchas ganas de comer. Llegó Francisco, después de tanto tiempo. Entró por el marco de la puerta que parecía la boca de una caldera. El vapor se veía subir afuera, detrás de su figura que avanzaba. Cuando Juan lo vio, quiso dejar el vaso con vino, pero desistió. El otro ya lo miraba. 

    –Para no perder la costumbre –dijo Juan y levantó el vaso, burlándose.

    –Yo no me río –respondió el otro que no era sino Francisco.

    –Bueno, si sabés que me gusta. Es lo único en que todavía puedo darme el gusto.

    No respondió y se sentó a la mesa con él.

    –¿Cuándo llegaste?

    –Hace unas horas. Dejé las cosas en el hotel y me vine para acá…

    –Sabés que podés venir a casa cuando quieras…

    –Es mejor así.

    –No, vos me podrías dar una mano…

    –Sos terco, Juan. Siempre lo fuiste.

    –¿Y vos, no? Nunca me hiciste caso y te quedaste allá, con los viejos, en esa ciudad de mierda, cagados de hambre…

    –No nos falta nada. Estoy trabajando en la escuela y con eso alcanza. Además, el viejo necesita estar allá.

    –¿Cómo está ahora?

    –Como siempre.

    –Loco. Es raro esto, ¿no? Cuando vos quisiste volver, él se opuso. Y ahora, está encerrado. A los gritos con eso de volver.

    –Por eso vine. Los viejos, me parece, deberían volver. Eso le haría bien a papá.

    –¡Ah, claro! Ahora quieren volver. Después de que los echaron. Plata no tengo.

    –Cierto; me había olvidado. Cuando se trata de los viejos, nunca tenés plata. 

    –Sería bueno que vos y ellos se olvidaran de una buena vez de esa idea.

    –Todos los días lo hacemos. Si recordáramos a cada rato, nos… Por eso el viejo está así. Con un único recuerdo; una sola idea.

    –De acá no me muevo. Tan mal no nos fue…

    –No se trata de eso, Juan. El viejo extraña mirar los globos volando en el aire cerca de las montañas…

    –¡Basta! Puras boludeces. Sos vos el que quiere volver. El viejo está loco. No sabe lo que quiere.

    La negativa cortó el olor del chivo que ahora se metía enganchado con la cuchilla sobre una tabla que trajeron dos hombres. Lo pusieron sobre el mostrador y comenzaron a cortarlo. Se hace agua la boca y la disección se efectúa, perfecta, con movimientos nerviosos y precisos de brazos, detrás de los otros dos chivos, a punto de despedazarse y clavarse los cuernos de sus diferencias.

    III

    Por suerte hay sol, aunque con este calor. Habrá buena cosecha durante el año. Los campos están verdes al costado del camino y la renoleta avanza. Es el retorno; Francisco estará durmiendo la siesta ya, piensa Juan. Y también que él no les va a dar ni un peso a los viejos, que si quisieron irse a Rosario por hacerse los artistas que se las aguanten. No hay retorno para ellos. Fueron expulsados con una mano atrás y otra delante y todavía se les ocurre volver.

    El vapor enturbia el parabrisas, pero se ve el horizonte, los costados con la siembra y arriba el turquesa cóncavo que brilla, intenso. Adelante, un punto, que empieza a agrandarse, cambia de la abstracción geométrica a la figura humana y, luego, al Pascual, sentado sobre dos bolsas llenas. Le hace seña, como pidiendo que lo lleve y Juan pisa la palanca de los frenos. El polvo del guadal se levanta y tapa la visión hasta dejar la renoleta como un rectangulito en el camino. Borrosa.

    Enseguida, el Pascual abre la puerta y le pide que lo ayude a cargar los choclos que le sacó al Antonio para el puchero, que su hijo le había llevado el caballo y que se tuvo que venir en bicicleta; pero cuando quiso cargar las dos bolsas, se cayó y quedó tirado de panza en el camino, que estaba esperando que pasara alguien para que lo ayudara.

    –Que no te vea en mi campo porque te cago a tiros.

    –Pero no; le saco a éste porque me debe un alambrado y no me lo pagó más.

    –Ladrón que le roba ladrón…

    –Eso dicen. Dale, ayudame.

    Y Juan baja de la renoleta. Hace más calor que antes, sobre todo porque ya no hay viento que entre con el auto frenado. Toman las bolsas de las puntas y las meten en el baúl. Dicen algo que no se oye porque surge una bocanada de aire, ruidosa y, ahora, suben. Pascual le mira los ojos y huele el aliento de boliche.

    –¿Está fresco el aire, no? –dice.

    –Cargado, no fresco –responde Juan.

    –Y bueno, si no la vida no se aguanta –sacó la petaca de whisky y

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