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La salamandra desnuda
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Libro electrónico499 páginas5 horas

La salamandra desnuda

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Información de este libro electrónico

¿Qué tipo de oscuros misterios se esconden en el Japón más prohibido? Una aventura peligrosa llena de sensualidad y muerte. Un thriller turbulento que eriza la piel.
Alice solo recuerda que ha sido drogada. En la penumbra, intenta moverse y descubre que está atada. La han encontrado, es el fin. Todo empezó al conocer a aquella hermosa japonesa tatuada en los baños públicos de Kioto. De haber sabido dónde se metía, jamás la habría seguido hasta este paraíso de los sentidos, un insólito y deslumbrante ryokan a la orilla de un lago en el corazón de Japón. ¿Qué tipo de perversiones ocultan los templos secretos de la Yakuza junto al sagrado monte Fuji?
En este thriller vertiginoso, Alice no solo se adentrará en las desconcertantes costumbres de las altas esferas de la sociedad japonesa, en sus ideales de honor en torno al amor, la familia y el sexo, sino que para hallar su lugar en el mundo y escapar de la venganza tendrá que luchar hasta su último aliento.
"Pasión, peligro y la Yakuza japonesa son varios de los elementos que encontraremos en este thriller erótico,  género en auge en el que el autor ha demostrado desenvolverse con mucha soltura. Recomendadísimo si se busca una lectura ligera y que enganche, no podréis parar de leer hasta llegar a su fantástico epílogo." Inmaculada librera de Casa del Libro
IdiomaEspañol
EditorialNdeNovela
Fecha de lanzamiento3 abr 2024
ISBN9788410140097
La salamandra desnuda
Autor

Yves de Villegas

Yves de Villegas (Santander, 1972) es medio bretón e ingeniero de caminos. Se doctoró con una tesis sobre la presencia del ferrocarril en el cómic europeo de ciencia ficción y probó brevemente la aventura de la producción cinematográfica. Durante años trabajó en Asia como responsable de exportación de la patronal de industria española. De aquella experiencia nació su pasión por el continente asiático, su gente y, sobre todo, por el estudio de las diferencias socioculturales entre países. Actualmente es profesor universitario. Ha publicado dos libros infantiles. La salamandra desnuda es su primera ficción para adultos: una novela que promete desvelos. IG: @yvesdevillegas

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    Vista previa del libro

    La salamandra desnuda - Yves de Villegas

    9788410140097_epub_cover.jpg

    Índice

    Portada

    Sinopsis

    Portadilla

    Dedicatoria

    PRIMERA PARTE. Últimos días en Kioto

    *

    1

    2

    3

    4

    5

    SEGUNDA PARTE. Yakuza

    *

    6

    7

    8

    TERCERA PARTE. La pecera invertida

    *

    9

    10

    11

    CUARTA PARTE. Shinkansen

    *

    12

    13

    14

    QUINTA PARTE. La Salamandra

    *

    15

    16

    17

    18

    19

    20

    21

    SEXTA PARTE. El kappa

    22

    23

    24

    25

    26

    27

    SÉPTIMA PARTE. Kamogawa

    28

    29

    30

    31

    OCTAVA PARTE. Yubitsume

    32

    33

    34

    35

    36

    37

    NOVENA PARTE. Estrías

    38

    39

    Agradecimientos

    Notas

    Créditos

    Gracias por adquirir este eBook

    Visita Planetadelibros.com y descubre una

    nueva forma de disfrutar de la lectura

    Sinopsis

    Alice solo recuerda que ha sido drogada. En la penumbra, intenta moverse y descubre que está atada. La han encontrado, es el fin. Todo empezó al conocer a aquella hermosa japonesa tatuada en los baños públicos de Kioto. De haber sabido dónde se metía, jamás la habría seguido hasta este paraíso de los sentidos, un insólito y deslumbrante ryokan a la orilla de un lago en el corazón de Japón. ¿Qué tipo de perversiones ocultan los templos secretos de la Yakuza junto al sagrado monte Fuji?

    En este thriller vertiginoso, Alice no solo se adentrará en las desconcertantes costumbres de las altas esferas de la sociedad japonesa, en sus ideales de honor en torno al amor, la familia y el sexo, sino que para hallar su lugar en el mundo y escapar de la venganza tendrá que luchar hasta su último aliento.

    La salamandra desnuda

    Yves de Villegas

    Dedicado a la memoria de

    José Luis Castañeda,

    Guillermo Höpfner,

    Tran Thuy Giang,

    y a aquel extraordinario Sercobe

    de mis años en Asia.

    PRIMERA PARTE

    Últimos días en Kioto

    *

    ¿Cuántas veces has experimentado la cercanía de la muerte? En tres ocasiones rozó mi vida. Hoy es la cuarta y última. Cuando llega el final, el de verdad, ¿tenemos la capacidad de reconocerlo? Es una sensación distinta; extraña y a la vez familiar.

    De niña, un coche me atropelló en la entrada del colegio. Crucé sin mirar por el paso de cebra. Hablaba distraída con Jenny. No vi nada, no sentí nada. Fue tan rápido e inesperado que ni la adrenalina tuvo tiempo de recorrer mi cuerpo. Volé unos metros. No recuerdo el dolor, pero sí que la sangre se concentraba en mi frente tras el escandaloso impacto de mi cabeza contra el pavimento. La luz se apagó y yo con ella. Aunque la muerte acudió a mi lado de forma fugaz, aún no me tocaba.

    Su segunda visita tuvo lugar años después. Me operaban de un bulto en el pecho. De camino al quirófano, ya sin la compañía de mamá, la angustia de cerrar los ojos tras la anestesia y no abrirlos nunca más me oprimía la garganta. Pensé que sería como volar hacia las puertas del cielo: llamar y volver sin que te pillen, igual que un niño que pulsa todos los telefonillos para gastar una broma y corre hacia el escondite de sus amigos, loco de risa y con el corazón en un puño.

    La tercera se presentó en la playa de Brighton, en un viaje de fin de curso. Dieciséis años. Esa edad en la que la vida no vale nada y te la juegas a cara o cruz como si de media libra se tratase. Borracha —por desgracia no lo suficiente como para olvidarlo—, me adentré en aquel mar revuelto de verano con toda la pandilla. Era noche cerrada. Tan solo el pier, su noria y la luz parpadeante de las atracciones marcaban un punto de referencia en la lejanía.

    Thomas había sido el primero en lanzarse al agua. Los demás reímos al verle quitarse la ropa antes de zambullirse con un alarido desafiante. Los siete lo imitamos, claro. Para curtidos vikingos escoceses de Aberdeen como nosotros, el canal de la Mancha nos parecía una tranquila laguna tropical. Y ¿quién, después de varios vodkas, puede resistirse a saltar al agua en cueros si los demás lo hacen? Di una última calada larga y profunda al porro de Melli y me desnudé por completo.

    El negro mar nos tragó, envolviéndonos de frío en aquel verano caluroso. Thomas nadaba frenético hacia el horizonte invisible y los demás lo seguimos. El contraste del agua helada desplazó con brutalidad la borrachera. En la tiniebla parecían acecharnos ojos, bocas y dientes listos para arrastrarnos al fondo. Pero era tan emocionante... Jenny me agarró por detrás. Ya no hacíamos pie y apenas distinguíamos nuestros rostros. Sostuvo mis pechos mientras sus rodillas me golpeaban al intentar mantenerse a flote. En cada beso nos hundíamos, con cada ola volábamos aspiradas por el cielo. Seguimos hacia delante. Éramos todos del equipo de natación, menos ella.

    Oímos un grito. Sonaba lejano, angustiado; un gemido de auxilio que nos heló la sangre y nos devolvió a la realidad. Ya no distinguíamos a nadie. Sin hablarlo, decidimos volver a la orilla. El mar, como un anzuelo de tres puntas, nos había dejado avanzar, pero no nos permitía retroceder. Nadé con desesperación; la resaca nos arrastraba hacia dentro y las olas, gigantes invisibles en aquella oscuridad, rompían con furia y sin avisar sobre nuestras cabezas. Perdí de vista a Jenny. Extenuada, la llamé sin fuerzas. La risa había dado paso al terror en un momento. Quise llorar, pero no pude. ¿Qué poder esconde el miedo para agotar tan rápido? Apenas unos segundos y parecía que había recorrido cien piscinas. Ya no oía a nadie, todo era rugido de espuma y el constante retumbar de martillo de cada ola al quebrarse sobre la piel del Atlántico. Intuí con meridiana certeza que iba a morir, que íbamos a ser devorados uno a uno por aquella boca negra con lengua de resaca. Salir de ese infierno, a pesar de haber nadado en competición toda la vida, era imposible. Estúpida, estúpida, estúpida. Más que por mí, sentí rabia y pena por mis padres. Llegaron gritos apagados en la lejanía.

    No puedo morir, me dije. Me lancé a nadar en paralelo a la costa, hacia la rueda de luz del lejano parque de atracciones. Lenta, lenta, respira, no pienses. Con cada brazada imaginaba mi último momento. Me sorprendió lo sencillo que resultaría abandonarme, desertar de aquella batalla perdida. Pero otra Alice que no era yo tiraba de mi voluntad y me dejé llevar por su extraña furia.

    Sin saber ni cómo ni cuándo ni cuántas brazadas y olas después, el océano me escupió a la playa, harto de masticarme sin poder tragar.

    Horas más tarde, envuelta en luces naranjas y una manta, oí a la policía informar por radio que una tal Jenny no aparecía. La encontraron a los dos días. Flotaba boca abajo a una milla de allí.

    Aquel día no morí del todo, pero parte de mi alma quedó en el fondo del mar.

    Recupero estos episodios, apenas segundos de recuerdo comprimido, porque esta es la cuarta vez que la muerte se presenta a mi lado; y, por fin, parece que ha llegado su día de suerte.

    Despierto de un sueño tan profundo que dudo si es vigilia. ¿Dónde estoy? Me aplasta un edificio de varios pisos apoyado sobre la cabeza. Todo está oscuro. No. Me da esa impresión porque no logro abrir los párpados. ¿Me duermo otra vez? No. Aquí sigo. Espera. Quizá esté muerta ya. Intento mover algún músculo. Imposible. Respira, Alice. Lo consigo, pero me cuesta. Como si diez forzudos aprisionasen cada centímetro de mi cuerpo. Un momento. ¡Soy capaz de mover el dedo! A ver... Sí. Mi uña roza contra alguna superficie rugosa. A lo mejor..., veamos, eso es, poco a poco abro un ojo. El izquierdo, muerto, como si no existiese, y el derecho..., duele..., vamos...

    La habitación baña en penumbra. Carece de ventanas, pero por la puerta se cuelan delgadas figuras geométricas de luz que se imprimen en los muros. No alcanzo a estirar el cuello para ver algo y la cabeza me pesa como plomo. Intento levantar las manos. Logro activar los dedos, incluso los pies también. ¿Por qué no puedo alzarlos? La angustia me traspasa, me ayuda a moverme, pero al mismo tiempo trae consigo el horror: ¡mis muñecas están atadas! Dios mío, ¿qué ha pasado?

    A medida que desfilan los minutos, cada vez tengo más fuerza. Ya puedo ladear la cabeza, incluso levantarla unos centímetros. Mi sentido del olfato se despierta, el olor es nauseabundo. Me recuerda a una mezcla empalagosa de aceites y lubricantes sexuales después de una noche de pasión. Tiro de las muñecas y logro enderezarme un palmo. Mis piernas están sujetas a lo que parece una camilla. Me asfixio de miedo. Me debato con las escasas energías, que retornan lentas, pero mis ligaduras son sólidas. Grito:

    —¡Ayuda, por favor, ayuda! ¹

    Un ruido me desvela; me sobresalto, desfallecida. Toso con arcadas, aunque no vomito. No sé cuánto tiempo ha transcurrido cuando oigo pasos en el exterior. Tras el roce de unas llaves, se abre la puerta, una luz violenta invade la habitación y me obliga a cerrar instintivamente los párpados. Dos hombres entran mientras hablan en voz baja. Giro la cabeza y me fijo en la pared. Un sudor frío me recorre el cuerpo. De un gancho cuelga una máscara de cuero con agujeros para los ojos y la boca. Está bordada con puntas metálicas. Junto a ella penden unos delantales, también de piel negra, y unas batas blancas y verdes, como de médico. Veo incluso una pequeña cofia de enfermera y un estetoscopio. Pero lo que más miedo me produce son los látigos. Todos clasificados por orden de tamaño: los hay cortos, medianos y largos, con púas o rematados con pequeñas bolas de acero. Los recién llegados se acercan y me observan en silencio. No distingo sus caras; ambos las cubren con una capucha que solo permite entrever su mirada viciosa y sus labios, carnosos y húmedos.

    ¿Qué quieren de mí? ² —balbuceo aterrada.

    Se hace la luz en mi interior, ahora entiendo dónde estoy. Lo he visto en el cine; esta es una de esas salas sadomasoquistas de las películas de terror. Mi cuerpo se contrae con toda la violencia de la que son capaces mis músculos dormidos. Grito de nuevo. Oigo una voz ronca, grave, susurrar con enfado a otra que, más calmada, le contesta. Son ambos japoneses. Una mano me levanta la cabeza y me coloca una cinta en la nuca mientras me introduce al mismo tiempo una bola dura en la boca. Duele, aunque no lo hace con brutalidad. Ya no puedo gritar con esta mordaza pornográfica. Huele a fresa. Sabe a fresa. Tengo que hacer esfuerzos para respirar por la nariz. Atisbo el rostro del hombre. Me ciega con un antifaz. Los dos discuten en voz baja. Hablan rápido y me cuesta concentrarme. Solo capto: «doctor», «llamar», «inglesa», «noche». Uno de ellos palpa mi ropa, deshace el cinturón y aparta la tela. Por la sencillez del movimiento y por el frío que me invade, deduzco que no llevo puesto más que una bata. Y quizá mi tanga. Mi cuerpo aterrorizado quiere volver en sí, la anestesia se disipa.

    Aun sin verla, siento el peso de la mirada y el ronco resuello del hombre que me observa desnuda. Su mano toca mi pecho y lo sostiene, lo sopesa. Me tenso, gimo al tirar con todo mi empeño de las ligaduras. Un dedo se introduce bajo la goma de mis braguitas, las estira, y oigo el ruido de unas tijeras cortando su cinta elástica. Me combo con furia, pero ellos ni se inmutan y me desnudan del todo. Estoy helada. Oigo aterrada cómo se abre un maletín. Luego reconozco un sonido metálico y alguien que se enfunda unos guantes de goma. Me dispongo a recibir dolor, mucho dolor. El miedo y la bola en mi boca me ahogan y el aire apenas encuentra espacio por las ventanillas de mi nariz.

    Pienso en mis padres, en mi vida fracasada, en el largo camino que me ha llevado hasta este cuarto de horror en Japón.

    Me llamo Alice Clowes, tengo treinta años, y mi vida termina aquí.

    1

    Solo unos días antes me encuentro frente a la puerta de la señora Hattori, mi casera, que vive en el piso de arriba. Llamo con suavidad; serán las diez de la mañana. Espero. Como está mal del oído, golpeo más fuerte. El crujir de la madera traiciona sus pasos de anciana.

    —Buenos días, Hattori-san. —Me inclino un poco más que de costumbre; la circunstancia obliga.

    —Ah, ah, Alice-san. Pasa, pasa, siéntate.

    Me encanta escuchar su inglés con acento americano; un inglés de los años sesenta, congelado en el tiempo, con expresiones de aquella época que ya no se usan. Es viuda de un soldado de Nueva Orleans que se instaló en una de las bases militares de posguerra. Es por ello que acepta alquilar su piso a extranjeros.

    El pequeño apartamento es tan sencillo y arreglado que me recuerda a un karesansui, esos jardines secos con su grava bien rastrillada, sus rocas y su musgo que simulan el agua y las montañas; transmite la misma sensación de orden y tranquilidad. La señora Hattori es bajita y anda encorvada, pero algo me dice que en su juventud debió de ser una belleza. Cuando levanta la mirada, esos dos segundos de más que te observa traslucen curiosidad y perspicacia, pero siempre con una expresión de cariño. Cada tres o cuatro semanas llama a nuestra puerta con alguna bandeja en las manos. Tras unas cuantas reverencias y lo siento, ¹ se cuela en la casa y llega hasta la cocina, donde abre nuestra nevera y mete el delicioso plato que nos ha preparado; a veces una gran fuente de sukiyaki , con su verdura, su tofu y su grasa de buey; otras, unas gyozas , y en Año Nuevo un osechi ryōri ² para cada uno. Por el camino ha comprobado que todo sigue en su sitio y que cuidamos su piso. La primera vez quise detenerla, pero fue imposible. Fonsi y Koji, acostumbrados y encantados desde hace tiempo con este proceder, se burlaron de mi sorpresa.

    Mientras la anciana se interna en la cocina para preparar el té, me siento de rodillas sobre un cojín en el suelo junto a la mesa baja. Curioseo a mi alrededor. En la estantería, entre los bibelots, se ordenan las fotos de su familia. Por lo que sé, el marido falleció hace años y los hijos viven en Tokio y Osaka. Uno es soltero y viene una vez al mes a visitarla. Con el otro nunca he coincidido. Hay una imagen en blanco y negro de un soldado con uniforme de militar japonés de la Segunda Guerra Mundial y una mujer ricamente ataviada con el kimono clásico. Son su padre y su madre. A su lado ha colocado un pequeño altar con cenizas e incienso quemado.

    He preparado mi discurso con el poco japonés que he aprendido en estos tres años y con la ayuda de Koji y Fonsi. La señora Hattori trae unos daifuku y unos dango, los pastelitos que me ofrece siempre que vengo a visitarla. Recorro con la vista por última vez los muebles humildes de esta abuela japonesa, que por un precio razonable nos ha alquilado el piso de abajo. ¿No se habrá dado cuenta de que los tres éramos gais? Quizás piensa que uno de ellos y yo somos pareja, y que el otro es soltero. Pero nunca ha preguntado nada. Qué discreta es. Con lo mal que acepta estas cosas la gente mayor en Japón.

    Recuerdo la primera vez que hablé con ella. Koji y Fonsi me habían convencido de que no aguantaría ni tres meses pagando la fortuna que costaba el alquiler en el apartamento en el que vivía sola. «Tonta, vente con nosotros, que no te vamos a comer; no eres nuestro tipo». Les dio un ataque de risa.

    Los adoro, pero me asombra lo infantiles que resultan a veces; nunca parecen hablar en serio. Sin embargo, ambos son ejecutivos en dos empresas importantes y, pese a que no les he visto durante el trabajo, cuando hablan por teléfono con algún cliente o compañero, transforman por completo sus gestos, la voz, e incluso se doblan en profundas reverencias aunque nadie las pueda ver. Luego, tras unos segundos de transformación, vuelven a ser los eternos fans de ABBA que cada fin de semana se enfundan unas mallas azul y rosa para cantar a dúo sus grandes éxitos en el Blue Flamingo. De todo lo bueno que me ha pasado en Japón, ellos dos son lo mejor, ya sea en la disco bailando como peonzas bañadas por la luz estroboscópica, ya sea enfundados en nuestros gruesos edredones, pizza y película en el sofá. Fonsi aporta su sangre española que tanto envidio, soleada, inconsciente y leal; y Koji, su infinito conocimiento de la cultura japonesa, su educación y sus chistes pornográficos o escatológicos acompañados de una risa histriónica que incluso a mí me abochorna. Ambos se burlan el uno del otro. Koji dice que Fonsi es un sucio salvaje fuera de lugar en el civilizado mundo japonés, y Fonsi llama a Koji shijimachi ningen, «persona espera-instrucciones», que es como denominan con sorna los japoneses a aquellos trabajadores con tal falta de iniciativa que si no se les dan directrices concretas se quedan quietos cual robots, sin hacer nada. Y razón no le falta; los japoneses son obsesos de los reglamentos, de seguir los procedimientos del manual sin jamás salirse de ellos. La improvisación aquí es un crimen.

    De la salita me llegan las noticias de la radio a todo volumen. A menudo las oímos con nitidez desde abajo a través de los finos forjados, pero no nos atrevemos a decirle nada a la pobre. El locutor repite por centésima vez la noticia del estallido de la guerra de la Yakuza que ha provocado varios muertos. La policía busca contenerla a toda costa después de años de paz entre los clanes mafiosos.

    —¿Té negro te parece bien, querida?

    Vuelvo a la realidad. La señora Hattori, inclinada a mi lado, me pregunta, tetera en mano.

    —Eh, sí, sí, gracias.

    Tras sentarnos le comento lo bueno que está el té y el radiante día que hace. Me da pena abordar el tema de mi partida, porque le he cogido cariño tanto a la casa como a ella, pero tengo que hacerlo.

    —Señora Hattori, lo siento muchísimo, pero he venido a decirle que vuelvo a mi hogar, a Escocia.

    La anciana tarda unos instantes en comprender. Mueve de arriba abajo la cabeza, siempre con una pequeña sonrisa, hasta que le alcanza el significado de mis palabras. Su semblante cambia y lo empaña una sombra de tristeza.

    —Oh, vaya. Sí, sí, regresar a casa. Claro, con la familia —recupera su expresión risueña—, quizás para casarte.

    —Sí —asiento con gesto dudoso—, quizás para casarme.

    Voy a añadir que no he encontrado a nadie que me quiera, pero es demasiada información.

    —Has sido una inquilina muy atenta. Me has pagado bien y has cuidado de mi casa, de mi gato Haku y de las flores del balcón cuando me fui de viaje a ver a mi hijo. He visto cómo las riegas con amor. Quisiera hacerte un regalo de despedida.

    —Oh, no es necesario, señora Hattori.

    Ya me han descrito mis compañeros, con minucioso detalle, cómo se va a desarrollar esta ceremonia de despedida. En Japón las relaciones son una larga obra de teatro ensayada desde la infancia. Yo tendré que rechazar al principio y luego aceptar agradecida. Ella se disculpará, murmurará por hacerme un regalo sin previo aviso y sin poder yo corresponderla. En efecto, se levanta y rebusca en una caja de madera labrada que reposa en la estantería. Vuelve con dos colgantes de tela y una pequeña rana de metal. Me los entrega con ambas manos, una debajo de la otra.

    —Esta kaeru debes guardarla en el monedero. Te dará suerte con el dinero, para que todo el que salga regrese. Kaeru, kaeru —repite y se ríe—, ya sabes, significa rana, pero también regresar.

    Me vuelvo a maravillar de la complejidad de los símbolos japoneses y de los juegos de palabras que enriquecen este idioma tan endiablado.

    —Muchas gracias, Hattori-san —digo mientras saco mi sencillo monedero y la guardo dentro. La figurita del batracio parece sonreír entre mis yenes. Estoy encantada con aquel regalo. Me hace falta el dinero, a ver si me ayuda. La anciana continúa:

    —Y estos omamori —me muestra dos diminutos colgantes de tela, no más grandes que una bolsita de té y que reconozco como los amuletos que llevan a menudo los japoneses— están bendecidos por los monjes del templo Fushimi Inari-Taisha. Este de color azul te protegerá durante tu embarazo.

    Al decir esto cierra los ojos, pícara. Dudo un segundo. ¿He oído bien? ¿Ha dicho en japonés, ninshin, embarazo? Miro al suelo, avergonzada. Aunque odio sentirme así, no logro evitarlo. ¿Cómo puede saber esta mujer de mi embarazo si no lo sabe nadie y estoy de apenas unas semanas? La anciana escruta mi reacción con astuta sonrisa de abuela que ya lo ha vivido todo. Estira su brazo y apoya el omamori sobre mi barriga. Me lo da y a continuación acaricia mi cara, pasa su pulgar bajo mi párpado.

    —El rostro de las embarazadas no engaña nunca, ¿me he equivocado? —Una duda la asalta y cambia de expresión—. Quizás he sido imprudente.

    —No, no —contesto y procuro disimular mi desconcierto. El hecho de que alguien me diga que estoy embarazada lo convierte en más real. Las dos pruebas de la farmacia no pueden equivocarse, pero mi cerebro y mi cuerpo no acaban de asimilarlo—. Tiene usted un don, Hattori-san.

    —Este otro —me tiende el de color rojo— te dará suerte en el amor. Uno es para ti y otro para el guapo chico o... la guapa chica de la que te enamores. ³

    Vuelve a sorprenderme. Cuando quiere tocar temas delicados lo dice en japonés. He oído kawaii on'nanoko, chica guapa, no hay lugar para la duda. Me pongo colorada y me inclino con respeto y gratitud. La señora Hattori hace lo mismo, luego aprieta los amuletos en mis manos y me explica que hay varias formas de decir adiós en japonés; una de ellas se usa para decírselo al que se marcha de casa y vuelve:

    Itterasshai.

    Ya en el piso de abajo, les detallo la escena a Koji y a Fonsi y les cuento lo de la chica guapa. Del embarazo, por supuesto, no digo nada. Ellos se ponen a reír como locos.

    —¡La viejecita se las sabe todas! —dice el primero y se sostiene las costillas mientras se dobla a carcajadas—. Dos años llevamos haciendo teatro y nos tenía calados. ¡Qué tontos!

    Por la noche celebramos mi partida con una buena cena y luego nos vamos a Osaka de fiesta. Está al lado de Kioto. Con el tren de las nueve y cinco llegamos a las nueve y media. Aviso a mis amigas de allí para que se unan a nosotros.

    —¿Seguro que no quieres quedarte, al menos hasta que salga tu avión? —pregunta Fonsi—. Todavía te quedan cuatro días.

    —No, os lo agradezco, pero...

    —No aprendes que en Japón decir que «no» es ofensivo, pálido pajarillo británico —me corrige Koji serio—. Con una sonrisa es más que suficiente.

    —Jamás seré capaz de aprender vuestras costumbres, qué retorcidos sois.

    Fonsi alza su vaso de sake y brinda:

    ¡Kanpai!

    Vaso vacío. Obedecemos de forma literal al significado de la palabra. Ya siento que el alcohol templado alegra mi tristeza. No debería por el embarazo, pero una vez no hará daño.

    Aunque sé que nunca volveré, repito la fórmula de la anciana; sería demasiado triste pronunciar la despedida definitiva: sayonara. No quiero amargar a nadie.

    —Prefiero estos últimos días despedirme sola del país. Es una manía. Adiós, amigos. Ittekimasu.

    Bebo de un trago el sake que inevitablemente me vuelve a servir mi vecino de mesa nada más posarlo. En Japón es una intolerable falta de cortesía permitir que un vaso permanezca vacío. O un plato. Y jamás debes servirte tú mismo si no quieres ofender a los demás.

    En realidad, sí que he entendido parte de la cultura nipona. Sé que hay un chico que quiere mi habitación en el piso y que, si no entra ahora, se irá a otro sitio, y será difícil para mis compañeros encontrar a alguien que quiera compartir vivienda con dos locos como ellos. Así que, para ponérselo fácil, he decidido los últimos días irme a un hotel cápsula, que son más económicos. Y lo mejor de todo esto es que ellos saben que ese es el motivo de mi partida, y yo sé que ellos lo saben y ellos saben que yo sé que ellos lo saben. No sé cómo me voy a acostumbrar en Escocia a decir y que me digan las crudas verdades a la cara. Al llegar me costó adaptarme a esto, pero la vuelta va a ser peor.

    2

    Entreabro los ojos y recuerdo a tiempo que el techo está a tan solo unos centímetros de mi frente. Es algo a lo que cuesta acostumbrarse a pesar de los días que llevo en este hotel cápsula. A eso, y a pensar que el aire que he respirado toda la noche cabe en tan poco espacio. El prospecto explica que la atmósfera se renueva todo el tiempo, espero que así sea.

    Lo que me ha despertado es la minitelevisión del cubículo. La madre que me parió. Ayer la manipulé con torpeza y debí de programarla como despertador. Para un día que no tengo prisa... Son otra vez noticias de la guerra de mafias en Kioto y Osaka. En la pantalla no puedo evitar fijarme en los pies de un cadáver que sobresalen bajo la manta ya empapada en sangre con la que lo ha cubierto la policía. El país más seguro del mundo, dicen. Desde que ha empezado la nueva guerra de clanes, uno ya no pasea por la calle tan tranquilo. Se supone que no afecta más que a los mafiosos, pero una bala perdida..., nunca se sabe. ¿Y a ti qué más te da, Alice, si ya te vas y no piensas volver?

    Consigo apagar el aparato con la punta del pie. Siento frío bajo estas sábanas ligeras. Me balanceo, pero el fino colchón no amortigua el dolor de espalda. Tras correr la cortina, abro la portezuela. A pesar de la hora, el pasillo bulle como un laborioso hormiguero de mujeres despeinadas en sandalias de goma, albornoz en una mano y los enseres de baño en la otra. Todas ellas discretas y rápidas, solo se aprecia el roce de sus pisadas.

    Salgo de la cápsula con dificultad. Como las mañanas anteriores, desentumezco mis músculos con ejercicios de estiramiento. Mis articulaciones crujen, el cuello se desbloquea. Cojo mi neceser, mis chanclas y mi toalla y me dirijo perezosa a los baños. Están en el piso de arriba. Hay incluso un ofuro al aire libre en la azotea. En Japón, la cultura del baño no tiene nada que ver con la europea o la americana; forma parte intrínseca de sus vidas, ya sea en el ofuro, en los sentō o en los onsen.

    El ofuro —literalmente «bañera»— es un lugar central en las casas japonesas, y no se usa para lavarse. Se llena una vez al día o cada dos días para toda la familia, se mantiene caliente a lo largo del año y se entra en él tras enjabonarse y aclararse fuera para conservar la limpieza de su agua. Padres e hijos se bañan juntos; allí se cuentan qué tal ha ido el día en el colegio, en el trabajo o con los amigos. Muchos japoneses adoran cantar en su ofuro. Se venden incluso fundas de plástico para leer libros en esta bañera profunda.

    El sentō es el baño público, similar en su filosofía a los de los antiguos romanos, donde aquellos que no tenían medios en su casa acudían a lavarse, a reposar en grandes tinas de aguas humeantes, aromáticas a veces. Hoy en día incluso están dotadas de leves corrientes eléctricas para tonificar los músculos. Pero son, por encima de todo, el ágora, el espacio de encuentro de vecinos y amigos donde se socializa desnudo. En resumen, estos lugares son el pub inglés, la cafetería española o la sauna sueca.

    Y, para finalizar, están los onsen: aguas termales que afloran a lo largo de la geografía, enriquecidas con propiedades naturales curativas. Surgen a gran temperatura del vientre de la tierra —alguna ventaja ha de tener el vivir sobre cien volcanes despiertos y otros doscientos dormidos— y a su alrededor los japoneses construyen unos ryokan idílicos donde disfrutarlas. Eso sí, hombres con hombres y mujeres con mujeres, salvo los más escasos konyoku, que son mixtos.

    Yo nunca he visitado un onsen, y me voy a ir con las ganas de hacerlo. Quizás por eso voy al sentō con frecuencia.

    Tras cruzar una sobria recepción, donde vegeta día tras día la misma señora, y dejar atrás las taquillas y los vestuarios, entro en una gran sala con una docena de puestos individuales que consisten en un espejo, un grifo de agua caliente y fría —sin

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