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Dios quiere que seas rico
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Libro electrónico213 páginas1 hora

Dios quiere que seas rico

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Información de este libro electrónico

Este libro es una invitación a reflexionar sobre nuestra relación con el dinero y la espiritualidad. A través de su historia personal, el autor nos muestra que es posible alcanzar la felicidad y la prosperidad al encontrar un equilibrio entre nuestras necesidades materiales y espirituales.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2024
ISBN9798227264435
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    Dios quiere que seas rico - Gabriel Sánchez Romero

    Agradecimientos

    Hay muchas personas a las que quiero agradecer, pero comenzaré por los que me han dado todo lo que soy y todo lo que tengo: Dios y Mi Madre María, a quienes va dedicado completamente este libro.

    Gracias a mi esposa Tote y a mis hijas Ana Sofía, María José y Emilia, la fuente de inspiración que Dios me regaló para llevar a cabo todo lo que hago.

    Gracias también a:

    Mi madre, por ser mi ejemplo más grande de disciplina y entrega. A mi padre, a quien estaré siempre agradecido por darme dos de mis grandes pasiones: el amor por la lectura y el deporte.

    A Lily Sánchez, mi hermana, Sara Saavedra, Stephanie Vázquez, Ángel Romero, el mejor equipo de trabajo que existe y quienes han confiado en lo que hacemos; sin ellos nada de esto sería posible.

    A todos nuestros clientes, porque han puesto su confianza en su servidor y equipo para ayudarlos a lograr libertad financiera.

    Gracias a todas las personas que nos siguen en las cápsulas, en el CPM, conferencias y seminarios.

    Gracias a las empresas que nos han invitado a ser parte de la capacitación y crecimiento de su personal.

    A Lupita Venegas, quien ha sido mi ejemplo de trabajo, esfuerzo y entrega hacia los demás.

    A Gabriela Torres, quien me ayudó con entusiasmo en cada etapa de este proyecto.

    A Fray Luis Armando Luna.

    Gracias a ti que me has permitido compartirte este libro que tienes en tus manos.

    Gracias, gracias, gracias, gracias, gracias.

    Gracias a Dios y a todos. Dios los Bendiga siempre.

    Honrarás a tu padre y a tu madre

    Nunca se imaginó cómo se sentiría. Le habían anunciado que sería doloroso, que sentiría que se le partiría el alma, que sería muy lamentable. Pero jamás imaginó que experimentaría como una parte de él se rompía y se congelaba.

    —Lo siento mucho, Pablo —le dijo alguien y lo extrajo de su pensamiento—, mi familia y yo estamos para lo que necesites.

    —Muchas gracias —contestó él—, muchas, muchas gracias.

    Sus respuestas eran ya mecánicas y sin algún tipo previo de reflexión. Era una especie de plantilla que utilizaba indistintamente. Le hubiera gustado estar en otro lugar, le hubiera fascinado que fuera una simple pesadilla y no una llamada real en la madrugada con la frase: Tu papá acaba de morir.

    Había sido repentino, pero parsimonioso. Un ataque cardiaco terminó con su padre en cuestión de minutos. Nadie se enteró mientras sucedía, porque era de noche. Nadie atestiguó si había sufrido o no. De un momento a otro dejaron de ser dos respiraciones en la habitación. La

    madre se enteró cuando se despertó para ir al baño. El fallecido tenía setenta años.

    Los pésames siguieron cayendo sobre Pablo. Uno de sus hermanos consolaba a su madre, cuyos ojos estaban hinchados por las lágrimas derramadas. El padre no había llegado aún a esa edad donde la mayoría sospecha que algo puede salir mal, donde parece que se cargara con un temporizador en números rojos sobre la cabeza.

    Todos lo iban a extrañar demasiado. Pablo no encontraba el momento correcto para llorar. Quería alejarse de todos, pero su hermano le hizo una señal. Ahora era su momento de apoyar a su madre. Se acercó hasta ella y posó su mano sobre su hombro. La apretó y ella le tomó los dedos. Enseguida salió un gemido.

    Pablo sintió un escalofrío por la espalda. Estaba completamente convencido de que su padre no debía haberse marchado de esta manera. Creía que no le tocaba, no a él, definitivamente no a un hombre tan vivaz, tan alegre, tan disponible, tan pletórico de abrazos, bromas y cariño. Era totalmente injusto.

    Se tragó sus propias dudas y coraje; le ofreció a su madre un café y se alejó para prepararlos. Quería dejar aquel lugar e irse lejos, quizá a un lago enorme y brillante. Quería escuchar más que el aire soplando en sus oídos. Pero no era su turno, así como se juraba a sí mismo que tampoco era el de su padre.

    Quien lo encontró anudado a su tristeza y su enojo, fue uno de sus tíos —hermano de su padre—. Le propinó una palmada en la espalda y después lo jaló hacia sí para abrazarlo.

    —No te imaginas cómo me duele, sobrino —le dijo con una voz grave y enfática.

    —No… —contestó Pablo.

    —Pero él estaba listo —agregó el tío mientras se separaban. Dejó la mano sobre el hombre de Pablo y le clavó la mirada.

    —¿A qué te refieres?

    —Es sencillo. Tu padre era un hombre muy feliz y pleno; había alcanzado muchas metas, tenía una maravillosa familia.

    —¿Y por qué todo eso lo prepararía?

    —Porque ya estaba listo mentalmente. Se sentía agradecido y bendecido, no podía pedir algo más y había cumplido con lo que a él más le importaba; había cumplido con ustedes.

    Pablo tragó saliva. El enojo se incrementaba mucho más que la tristeza.

    —¿Él te dijo todo esto? —preguntó.

    —No con las mismas palabras, pero entre líneas siempre nos entendimos tu papá y yo.

    Pablo intentó guardar sus sentimientos y emitió una triste sonrisa para su tío. Agradeció, cogió los cafés y se marchó. Quiso comentárselo a su madre, quiso compartir su malestar con ella, pero evidentemente no era el mejor momento. Ella estaba devastada.

    Aguantó el siguiente par de horas sin llorar y sin hablar demasiado con alguien. Era cual si estuviera dentro de una nube. Nada podía alcanzarlo. Dentro solo estaban él y el pesado pensamiento de que su papá no le debía nada a nadie. Esto le calaba porque Pablo sentía que él sí que le debía a su padre.

    Después del largo velorio llevó a su madre de vuelta a su casa. Ella estaba adormecida y cansada, así que se marchó a dormir y le pidió que se quedara al menos una hora más. Dijo que se sentía muy extraña al encontrarse tan sola.

    —Sí, madre —contestó Pablo.

    —Tu nombre es precioso, Pablo —le dijo su madre—.

    ¿Sabías que fue tu padre quien lo escogió?

    —¿Y sabes por qué lo escogió? —preguntó él.

    —Porque Pablo fue un hombre de gran fe y amor hacia Jesús. Primero Pablo de Tarso fue perseguidor de los cristianos, pero se convirtió cuando Jesús se le reveló con todo su esplendor. Así, Pablo cambió su manera de pensar y jamás abandonó su fe. Por eso tu padre escogió ese nombre para ti.

    Pablo permaneció dubitativo un momento. Todavía rondaba otra pregunta en su cabeza.

    —Oye, madre…

    Estaba tan tentado a preguntarle sobre la disposición de su padre. No pudo más, no resistió.

    —¿Qué sucede, hijo?

    —En el funeral mi tío me mencionó que mi padre estaba listo para irse. ¿Tú qué crees?

    Su madre suspiró y se acarició las sienes.

    —De nuestros hijos, siempre fuiste el más curioso, ¿sabías, Pablo? Algo así como el más despierto. Tu energía no se terminaba. Siempre estabas de un lado al otro. Siempre. Y luego comenzaste con tus negocios, desde muy joven, e ibas de acá para allá. Bueno, vas…

    Tomó aire. Pablo no entendía a dónde se dirigía su madre con todo aquello.

    —Claro que tu padre estaba listo. Fue un hombre que nunca dejó algo para mañana. Prevenía mucho, pero siempre para gozar y disfrutar de su presente. Sí, yo también me atrevo a decir que estaba listo, sin embargo, y apegándome a la tradición de tu padre, te recomiendo que entres a su biblioteca y veas si él mismo te puede dar la respuesta.

    Fue la primera sonrisa genuina de Pablo de aquel día. Se acordó de su niñez; cada vez que tenía una duda —desde lo más mundano hasta lo más trascendental— su padre destinaba tiempo a intentar contestarle. Si no tenía la respuesta entonces lo llevaba a la biblioteca de la casa y entre los dos deambulaban por páginas y páginas hasta que alguna frase los convenciera. Si su papá no contaba con el tiempo suficiente, lo acomodaba en su agenda y al día siguiente, de manera puntual, contestaba las dudas de su hijo.

    Lo mismo hacía con el otro hermano y con la otra hermana. Desde que tuvo al primero de sus hijos en brazos, el padre había decidido que serían su razón de vivir. Estuvo dispuesto a dedicarles tiempo de calidad, a convivir con ellos, a escucharlos y a estar presente. Cada día se rectificó como padre de familia y siempre amó a sus hijos y a su esposa con toda su capacidad.

    Pablo entró a la biblioteca y prendió la luz. Los recuerdos continuaban llegando a él. Mientras paseaba los dedos sobre las enciclopedias, sonreía con las historias que estaban en su mente. Su padre era un excelente narrador y lector. También era un ávido coleccionista de relatos e historias. Su primera compra, alguna vez le contó a Pablo, fue el libro Las aventuras de Tom Sawyer.

    —Y ese, según su autor, fue el primer libro escrito en una máquina de escribir —le explicó su padre.

    Pablo escuchó su voz y la biblioteca se volvió otra. De repente, se desplegaba ante él una de las grandes pasiones de su vida, la literatura. Uno de los grandes logros de su padre había sido conseguir que sus hijos también se ensimismaran, como él, en la lectura y el conocimiento. Aquel cuarto adaptado con repisas y lámparas no era una simple colección de obras, era una excusa para convivir y aprender. Era un tesoro heredado.

    Pablo se sentó en la silla de cuero y acarició la tela. Ya estaba muy vieja y gastada; era una heroína por los años de servicio que todavía entregaba. Pablo ya tenía la complexión alta y fornida de su padre. Seguramente aquella silla había sido comprada antes de que Pablo naciera, quizá más de unos cuarenta años atrás. Era cómoda y olía a su padre. Era, de hecho, su favorita.

    Pablo abrió algunos libros y leyó algunas frases; luego cogía otros tomos y los sopesaba; analizaba las portadas. No sabía a ciencia cierta qué hacía dentro de aquel cuarto hasta que se acercó al escritorio de su padre. Antes de su descubrimiento, esos largos minutos eran bellos recuerdos.

    Entonces se topó con aquel libro pesado y viejo. Su padre le contaba que él lo había recibido cuando apenas era un niño. Valoraba tanto esa obra.

    Las esquinas estaban chatas, las caras ya muy desgastadas. Las incisiones que formaban las letras almacenaban polvo y las hojas eran amarillentas y muy frágiles. Sin duda, el libro reflejaba el paso de los años.

    Otra vez Pablo pudo escuchar la voz de su padre. Ahora le pedía que tomara el libro, que lo abriera y que lo leyera. ¡Cuántas veces en vida lo instruyó de igual forma! No fue una ni dos sino más de un millar de veces que le recomendó —de diferentes maneras— que se dedicará a la lectura específica de ese libro.

    —Aquí están todas las respuestas —solía decirle con una sonrisa de oreja a oreja.

    Pero a Pablo no le importó. Siempre se convenció de que tenía mejores cosas que hacer antes que leer un libro viejo y lleno de polvo. Hoy era muy diferente. Cuando los que más amamos parten, hacemos de todo por encontrarlos y sentirlos nuevamente. Así que Pablo se sentó en la silla de cuero y acomodó el libro sobre su regazo.

    Entendió que lo que más le dolía de la muerte de su padre no era que él hubiera estado listo, o que se sintiera pleno y sin deudas. Lo más doloroso para Pablo era saber que él sí le debía a su padre. Le debía más horas de calidad dentro de esa biblioteca, le debía más partidos de futbol, le debía fiestas y fotografías. Le debía horas y palabras.

    De los tres hermanos, Pablo se había convertido en el inalcanzable, el ocupado, el hombre de negocios. Incluso antes de acabar la carrera era ya un chico popular y extrovertido que no quería estar en casa. Muy constantemente discutía con sus padres porque no deseaba ir con ellos de vacaciones ni excursiones.

    También le debía a su padre una gigantesca serie de risas, de idas al cine, de lecciones de cocina juntos. Si tomaba uno de los diferentes álbumes familiares acomodados en los estantes de la biblioteca, sabía que no encontraría muchas imágenes donde saliera él. Pablo no quería estar y sus padres lo respetaron.

    Posiblemente estar con sus amigos y amigas no significaba una preocupación. Después de todo Pablo era un individuo social. El problema fue cuando comenzó a trabajar y no aprendió que podía parar.

    Se desgastaba noche y día sacando cuentas, haciendo llamadas, concretando y asistiendo a citas. Trabajaba rigurosamente para convertirse en el líder, el número uno, el mejor. Y lo alcanzaba, mes tras mes, sin duda, ¿pero a costa de qué?

    Cuando iba a visitar a sus padres o asistía a reuniones familiares, su acompañante estrella era su celular y no su pareja. Después sus propios hijos fueron suplidos por su laptop que necesitaba llevar a cualquier lugar en caso de emergencias. Sus tres hijos creían que si el mundo estaba por acabarse, su padre era el único superhéroe capaz de salvar a la tierra con ayuda de su computadora. Eso les hacía creer su mamá para que no se sintieran relegados por su propio papá.

    A Pablo le dolía que sí quería pasar mucho más tiempo con sus padres. Precisamente unos días antes se había topado en redes sociales con una pregunta: ¿Qué harías si te quedaran diez años de vida?

    No tuvo que reflexionar tanto en la respuesta. Era fácil; invertiría todo su tiempo a estar con sus hijos, su esposa, sus padres y sus hermanos. Iría de viaje, jugaría con los más pequeños, y conversaría por largas horas con los más grandes. Hubiera trabajado muchísimo menos, hubiera comida mejor y platillos más deliciosos, hubiera ido a lugares que siempre había querido conocer.

    ¿Cómo hubiera contestado su padre a aquella pregunta?, ¿le hubiera gustado disfrutar más a sus hijos o nietos?, ¿hubiera hecho más?

    Al parecer no hubiera hecho algo diferente. Lo que estaba en sus manos le satisfacía sobremanera, no podía hacer más. Según lo que le habían revelado su madre y su tío, su padre era un ser inmensamente feliz.

    Pablo se preguntó a sí mismo si era feliz. El silencio fue la peor de las respuestas.

    Deudas, un matrimonio sin comunicación, hijos con los que no podía pasar tiempo de calidad, pésimas horas de sueño, cansancio, mala alimentación, poco ejercicio, y tanto, tanto trabajo.

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