El declive del hombre público
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El autor aborda en este libro la crisis del hombre público, a partir de la falta de equilibrio que existe hoy entre la vida pública y la vida privada. Nos muestra cómo escasean en nuestras vidas los placeres y la ayuda que significa el intercambio con nuestros conciudadanos; cómo el extraño es un ser amenazador; cómo el silencio y la observación son ahora los únicos modos de experimentar la vida pública; y cómo la vida privada se distorsiona a medida que enfocamos toda nuestra atención sobre nosotros mismos. A raíz de esto, nuestras personalidades no se desarrollan con plenitud, perdemos el espíritu del ocio y del juego y el sentido de la discreción personal que nos permitirían unas relaciones reales y cómodas con el resto de la sociedad. Una teoría tan fascinante como importante para una mejor comprensión de la sociedad actual y de nuestras ideas sobre la identidad individual. Prólogo de Salvador Giner.«Un gran intento de volver a examinar los supuestos y objetivos de los años sesenta y trascenderlos sin traicionar sus ideales. Compren y lean este libro, es imprescindible» (Christopher Lehmann-Haupt, The New York Times). «Una evocación fascinante de los estilos cambiantes de la expresión pública y privada» (Robert Lekachman, Saturday Review).
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- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Note: I only read one-third of this title. The author analyzes the multiple factors determining how humans function in public and private (i.e., family) environments. He uses as his laboratory Paris and London from the mid-17th to the mid-18th century, as both cities exploded in population. How individuals dealt with all these new strangers created the impetus to develop communication skills (verbal, dress, clothing) appropriate to either public or private experiences. Private, in Sennett's usage, denotes a natural law (which evolved into a human right). It is certainly a worthwhile topic--in this age of privatization--but Sennett's writing style is so dense and impenetrable that frequently one will need to read the same sentence over three of four times to coax the meaning out. It's a style that flourishes in theoretical sociology (i.e., Adorno and Habermas), but since I am no longer a graduate student, I gave it a good college try and then said "Enough."
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El declive del hombre público - Salvador Giner de San Julián
Índice
Portada
La agonía de lo público. A modo de prólogo, por Salvador Giner
Primera parte. El problema público
I: El dominio público
II. Roles
Segunda parte. El mundo público del «ancien régime»
III. El público: Una reunión de extraños
IV. Roles públicos
V. Público y privado
VI. El hombre como actor
Tercera parte. El desorden de la vida pública en el siglo XIX
VII. El impacto del capitalismo industrial sobre la vida pública
VIII. La personalidad en público
IX. Los hombres públicos del siglo xix
X. La personalidad colectiva
Cuarta parte. La sociedad íntima
XI. El fin de la cultura pública
XII. El carisma se vuelve incivilizado
XIII. La comunidad se vuelve incivilizada
XIV. El actor privado de su arte
Conclusión: Las tiranías de la intimidad
Apéndice: «Yo acuso», de Émile Zola
Agradecimientos
Notas
Créditos
LA AGONÍA DE LO PÚBLICO
A MODO DE PRÓLOGO
La consolidación de una esfera pública frente a otra privada en la vida de las gentes, su clara diferenciación pero mutua dependencia, fue una de las principales conquistas de la civilización moderna. Creó un ámbito de intereses comunes, autoridades compartidas y poderes legítimos, junto a sus espacios, frente a otro perteneciente a cada cual, inviolable, en el que no cabía inmiscuirse. Los orígenes remotos de esa dicotomía se encuentran con diáfana claridad en ese período de borrosas fronteras –y con diversas intensidades según el país– que cubre el final de la era feudal y todo el Renacimiento. La distinción alcanza su plenitud con una doble revolución: la política, en su expresión liberal, y la económica en su expresión capitalista.
Hoy, ya bien entrado el siglo XXI, seguimos distinguiendo –por lo menos así lo hacen nuestras leyes y constituciones– una esfera privada de otra pública, cada cual con sus derechos y sus deberes, como si de dos compartimentos estancos se tratara. La privacidad es inviolable, por ejemplo, del mismo modo que lo es el derecho a votar o a opinar libremente sobre los asuntos que son públicos. También es inviolable el derecho a actuar separada o conjuntamente sobre aquello que compartimos –el erario público, las actividades del gobierno, los espacios de todos–, siempre dentro del marco que la ley impone.
La nitidez de esta esencial distinción, definitoria sin duda de la civilización propia de las democracias liberales, no suele serlo tanto cuando nos acercamos a ella con tanta curiosidad como espírtu crítico. No sólo es así, sino que lo primero que descubrimos es que la correlación de fuerzas entre ambas esferas varía con el tiempo. O se hace borrosa. También varía el sentido mismo que posee cada una de ellas. La privacidad, el individualismo, la libertad que cada cual posee para cultivar su esfera privada o para violarla –venderla mediáticamente, o hacer de ella espectáculo político, o recurso para acceder al poder, entre muchas posibilidades–, han sufrido notables mudanzas. También las ha sufrido el ciudadano como miembro de su comunidad política, y más aún la naturaleza de quienes entran en la liza por el poder, ostentan cargos públicos, o influyen sobre una esfera pública cuyos rasgos quedan mucho más difuminados de lo que la ideología formal del presente suele admitir.
La detección y análisis de un proceso evolutivo notable en este terreno tiene ya una larga historia en el pensamiento social. Tanto, que apenas logrado el advenimiento de las libertades instauradas por las primeras revoluciones liberales –la americana y la francesa, a fines del siglo XVIII– surgieron meditaciones, hoy clásicas, en torno a la libertad de los ciudadanos, sus nuevas responsabilidades, y sobre las fuerzas que paradójicamente socavaban las nuevas capacidades adquiridas por el ciudadano en democracia. Los nombres de Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill recuerdan esas fuentes clásicas del análisis, detección y hasta prognosis del fenómeno en pleno siglo XIX, cuando a la corriente de liberación y afirmación del ciudadano celoso de su ámbito íntimo y de su esfera privada pero corresponsable de lo público y participante en su ámbito aún le quedaba mucho camino por recorrer.
No es éste el lugar para revisar toda la corriente de pensamiento sobre el hado sufrido por la cultura, la economía y la psicología políticas del homo liberalis desde aquella época. Sus hitos están con nosotros, y en algunos casos, como en la obra de Hannah Arendt o en la de Isaiah Berlin, continúan perteneciendo a nuestro universo moral de discurso, puesto que toda teoría de la democracia y sus dimensiones, hoy, tiene que habérselas con esas concepciones, dialogar con ellas.
Tiene que habérselas también con el análisis propuesto por Richard Sennett en su obra fundamental de 1974, The Fall of Public Man, cuya traducción literal sería la de «caída del hombre público» y que fue traducida y publicada en castellano con el título más acorde con la tradición nuestra sobre estas cosas de El declive del hombre público. Incluye una notable reflexión sobre la evolución y la degradación del ciudadano en el seno de la democracia liberal de base capitalista en su dimensión de miembro de una comunidad política. No se circunscribe al ciudadano políticamente empleado –los profesionales de la política–, sino que incluye un diagnóstico sobre la evolución de esa conquista de la responsabilidad y la libertad –combinadas– que representó la expansión del individualismo cívico en los primeros decenios del mundo liberal.
Un prefacio no debe resumir un argumento que el lector encontrará defendido y explicado con precisión, convicción y suma claridad en las páginas de este libro. Sí, en cambio, debe recordar que, acercándonos ya a los cuatro decenios de la fecha de su primera publicación, el ensayo de Sennett no ha perdido ni un adarme de su interés. Más bien lo que el autor planteó en aquella ocasión no ha hecho sino cobrar mayor pertinencia, de modo que El declive del hombre público ha venido a unirse a los textos clásicos contemporáneos de referencia en los que, como decía, se asienta hoy nuestra reflexión sobre los aspectos político-morales –y en el caso de Sennett, también psicológicos– sobre las mujeres y los hombres de nuestros días.
Richard Sennett es un sociólogo norteamericano que pertenece y ejerce la tradición radical del pensamiento social en su país. Es un pensador socialista. Esta definición, que es correcta, no debería enturbiar ni la lectura del libro ni lo que ahora diré entre aquellos lectores que, con ella, se sientan tentados a leer su obra en la clave de lo que a veces, en Europa, significa. Su socialismo liberal trasciende el lugar común, y debe ser juzgado según sus propios términos y matizaciones que él mismo elabora.
Richard Sennett nació en Chicago en 1943, en una familia comunista. Tanto su padre como su tío lucharon en la Guerra Civil española, encuadrados en la Brigada Lincoln, formada por voluntarios yanquis. (Su padre fue traductor de poesía catalana y castellana, y tuvo la oportunidad de adquirir la nacionalidad española en 1988, ofrecida por nuestro país a aquellos extranjeros que acudieron a defender la república y a combatir el fascismo con las armas.) Se crió con su madre –dedicada al trabajo social– en un barrio miserable, violento y ruidoso de Chicago. Pronto inició una carrera muy prometedora como músico, que quedaría frustrada a causa de una deformación en la mano que lo obligó a dejar el violonchelo.
Richard Sennett es hoy profesor de sociología en la London School of Economics, aunque mantiene su vinculación con la Universidad de Nueva York. Tras entrar como estudiante en la Universidad de Chicago, el sociólogo David Riesman –autor de La turba solitaria, un libro también hoy clásico, con cuyas preocupaciones enlazarían algunas de las de Sennett– le invitó a que fuera con él a Harvard, para madurar sus ideas. Allí vivió los agitados años sesenta del siglo pasado, con los inicios de una cultura tan presuntamente alternativa como pseudorrevolucionaria y hasta narcisista. En vez de participar de ella, sus principios, propios de una izquierda seria, se afirmaron en publicaciones tales como The Uses of Disorder –Los usos del desorden– y The Hidden Injuries of Class –Los daños ocultos de la clase social–. Ambos fueron muy bien recibidos, pues llamaban la atención sobre aspectos de lo que, si se me permite un arcaísmo marxiano, representó en su día el muy serio fenómeno de la falsa conciencia de la clase obrera. De hecho las preocupaciones que allí afloraban encontrarían un eco muy considerable en dos libros breves, incisivos, que han aparecido recientemente en castellano, La corrosión del carácter (publicado en inglés en 1998) y La cultura del nuevo capitalismo. Dos elementos caracterizan en todos estos ensayos sociológicos el trabajo de Sennett. Primero, su afán por identificar y describir las consecuencis dañinas –en términos de mentalidad, actitud moral, interiorización en las conciencias de los hombres de condiciones que son, en realidad, estructurales, como son las de la producción y el mercado capitalistas. En segundo lugar, la concentración de su atención en el marco urbano. Sennett es, abiertamente, un sociólogo urbano, y como tal se suele entender su aportación tanto a las ciencias sociales como a la reflexión sobre la condición contemporánea, la que hace de él un intelectual público de primer orden.
Con la publicación de El declive del hombre público en 1974 Sennett produjo un estudio de la evolución de las formas públicas de vida, sobre todo en el medio urbano, desde el advenimiento de la concepción moderna de la vida política democrática. Su autor constató que en los últimos decenios se había afirmado una tendencia hacia manifestaciones narcisistas, frívolas en el fondo, de expresividad pública, con abandono de una seriedad y un formalismo que eran característicos de una política responsable. Las emociones desencadenadas en los años sesenta del siglo pasado –que comenzaron en lugares como California hacia 1964 pero culminaron en Mayo de 1968 en París y otros lugares– pretendieron presentarse como revolucionarias –y hasta en cierto sentido lo eran–, pero obedecían a una estetización de la revuelta y a una caída en la autocomplacencia moral. Este argumento –que algún observador superficial consideró conservador, como si Sennett hubiera abandonado sus posiciones anteriores– proviene claramente de los principios de la izquierda. Responde, a mi juicio, a la actitud de un socialista tradicional, que exige y espera justicia social, igualdad de oportunidades, vida pública austera. Un argumento hoy en día más que nunca pertinente para no caer en las confusiones del pensamiento más o menos débil y más o menos posmoderno. Leer El declive del hombre público y meditar sobre él es conocer los flancos débiles de la modernidad más reciente e identificar los elementos más sólidos de una esfera pública en la que vuelvan por sus fueros los principios de la equidad y, sobre todo, los de una fraternidad republicana en el marco de una visión exigente de la democracia.
SALVADOR GINER,
Sarrià, Barcelona, enero de 2010
Para C. R. H.
Cada persona, retirada dentro de sí misma, se comporta como si fuese un extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus buenos amigos constituyen para él la totalidad de la especie humana. En cuanto a sus relaciones con sus conciudadanos, puede mezclarse entre ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; él existe solamente en sí mismo y para él solo. Y si en estos términos queda en su mente algún sentido de familia, ya no persiste ningún sentido de sociedad.
TOCQUEVILLE
Primera parte
El problema público
I. EL DOMINIO PÚBLICO
A menudo, los tiempos modernos son comparados con aquellos años en los que comenzó la decadencia del imperio romano: del mismo modo en que la podredumbre moral supuso el socavamiento del poder romano para gobernar Occidente, se ha dicho que ha socavado el poder moderno de Occidente para gobernar el mundo. A pesar de su simpleza, esta concepción contiene un elemento de verdad. Existe un escabroso paralelo entre la crisis de la sociedad romana con posterioridad a la muerte de Augusto y la vida moderna; se refiere al equilibrio entre la vida privada y la vida pública.
Cuando la era de Augusto se fue apagando, los romanos comenzaron a considerar su vida pública una cuestión de obligación formal. Las ceremonias públicas, las necesidades militares del imperialismo, los contactos rituales con otros romanos fuera del círculo familiar, todo se transformó en una obligación en la que los romanos participaban con un espíritu cada vez más pasivo, de acuerdo con las normas de la res publica, pero confiriendo una pasión cada vez menor a sus actos de conformidad. A medida que la vida pública se volvía incruenta, el romano buscó en privado un nuevo foco para sus energías emocionales, un nuevo principio de compromiso y creencia. Este compromiso privado era místico, relativo a una huida del mundo en general y de las formalidades de la res publica como parte de ese mundo en general. Este compromiso estaba relacionado con diferentes sectas de Oriente Próximo, de entre las cuales el cristianismo pasó a ser paulatinamente la dominante. Con el tiempo el cristianismo dejó de representar un compromiso espiritual practicado en secreto, se expandió por el mundo y se transformó en un nuevo principio de orden público.
Actualmente, la vida pública también se ha transformado en una cuestión de obligación formal. La mayoría de los ciudadanos mantienen sus relaciones con el Estado dentro de un espíritu de resignada aquiescencia, pero esta debilidad pública tiene un alcance mucho más amplio que los asuntos políticos. Las costumbres y los intercambios rituales con los extraños se perciben, en el mejor de los casos, como formales y fríos, y, en el peor de los casos, como falsos. El propio extraño representa una figura amenazadora y pocas personas pueden disfrutar plenamente en ese mundo de extraños: la ciudad cosmopolita. Una res publica se mantiene en general para aquellos vínculos de asociación y compromiso mutuo que existen entre personas que no se encuentran unidas por lazos de familia o de asociación íntima; se trata del vínculo de una multitud, de un «pueblo», de una política, más que de aquellos vínculos referidos a una familia o a un grupo de amigos. Al igual que en los tiempos romanos, actualmente la participación en la res publica es demasiado a menudo una cuestión de seguir adelante, y los foros para esta vida pública, como la ciudad, se encuentran en estado de descomposición.
La diferencia entre el pasado romano y el presente moderno reside en la alternativa, en lo que significa la intimidad. Los romanos buscaban en privado otro principio para oponerlo a lo público, un principio basado en la trascendencia religiosa del mundo. En privado no buscamos un principio sino una reflexión, aquella que se refiere a la naturaleza de nuestras psiques, a lo que es auténtico en nuestros sentimientos. Hemos tratado de transformar en un fin en sí mismo el hecho de estar en la intimidad, solos con nosotros mismos o con la familia y los amigos íntimos.
Las ideas modernas sobre la psicología de esta vida privada son confusas. Actualmente pocas personas afirmarían que su vida psíquica surge por generación espontánea, al margen de las condiciones sociales y de las influencias del medio. No obstante, la psique es tratada como si tuviera una vida interna propia. Esta vida psíquica se percibe de manera tan preciosa y delicada que podría llegar a marchitarse si se la expusiera a las duras realidades del mundo social, y sólo florecería con la condición de que estuviera protegida y aislada. El yo de cada persona se ha transformado en su carga principal; conocerse a sí mismo constituye un fin, en lugar de ser un medio para conocer el mundo. Y precisamente porque estamos tan autoabsorbidos se nos hace extremadamente difícil llegar a un principio privado u ofrecer cualquier valoración clara a nosotros mismos o a los demás acerca de la naturaleza de nuestras personalidades. La razón radica en que cuanto más privada es la psique, menor es su estimulación y más difícil para nosotros sentir o expresar los sentimientos.
En el romano de la época posterior a Augusto, la búsqueda de sus dioses privados, orientales, estaba separada en su mente del mundo público. Acabó imponiendo esos dioses sobre el mundo público por medio de la subordinación de la ley militar y la costumbre social a un principio elevado y claramente diferente. Bajo el código moderno de intención privada las relaciones entre la experiencia impersonal y la íntima no evidencian esa claridad. Vemos a la sociedad como «significante» solamente si la convertimos en un enorme sistema psíquico. Podemos entender que el trabajo de un político sea el de redactar o ejecutar una legislación determinada, pero ese trabajo no nos interesa hasta que percibimos el papel de la personalidad en la lucha política. Un líder político candidato a un ministerio es considerado «confiable» o «auténtico» en función de la clase de hombre que sea, más que en función de las acciones o programas que defiende. La obsesión con las personas a expensas de relaciones sociales más impersonales es como un filtro que decolora nuestra comprensión racional de la sociedad, oscurece la persistente importancia de la clase en la sociedad industrial avanzada, nos lleva a creer que la comunidad es la resultante de un acto de autodescubrimiento mutuo y a subestimar las relaciones comunitarias de extraños, particularmente aquellas que tienen lugar en las ciudades. Irónicamente, esta concepción psicológica también inhibe el desarrollo de las fuerzas de la personalidad básica, tales como el respeto hacia la intimidad de los demás, o la comprensión de que, ya que cada yo es en alguna medida una vitrina de horrores, las relaciones civilizadas entre los seres humanos sólo pueden prosperar en tanto permanezcan encerrados aquellos desagradables secretos de deseo, codicia y envidia.
La aparición de la psicología moderna, y del psicoanálisis en particular, fue establecida sobre la creencia de que en la comprensión de los trabajos internos del yo sui generis, sin ideas trascendentales acerca del demonio o del pecado, las personas podrían zafarse de estos horrores y ser liberadas para participar más plena y racionalmente en una vida fuera de los límites de sus propios deseos. Multitud de personas están comprometidas como nunca con sus singulares historias vitales y emociones particulares; y este interés ha demostrado ser una trampa más que una liberación.
Debido a que esta imaginación psicológica de la vida tiene vastas consecuencias sociales, deseo denominarla con un nombre que al principio puede parecer inadecuado: esta imaginación representa una visión íntima de la sociedad. «Intimidad» connota calor, confianza y una abierta expresión de sentimiento. Pero precisamente porque a lo largo de nuestra experiencia hemos llegado a esperar estos beneficios psicológicos, y justamente porque demasiada vida social con un significado concreto no puede producir estas gratificaciones psicológicas, el mundo exterior, el mundo impersonal, parece abandonarnos, parece estar viejo y vacío.
Hasta cierto punto, estoy dándole vueltas al argumento expuesto por David Riesman en La muchedumbre solitaria. Riesman contrastaba una sociedad dirigida hacia el interior, en la que los hombres desarrollan acciones y contraen compromisos basados en metas y sentimientos que experimentan internamente, con una sociedad dirigida hacia el exterior en la cual estas pasiones y compromisos dependen de aquello que las personas perciben como los sentimientos de los demás. Riesman creía que la sociedad norteamericana, y en su despertar Europa Occidental, se estaba moviendo desde una condición interna hacia una condición externa. La secuencia debería invertirse. Las sociedades occidentales se mueven desde algo así como una condición externa hacia una interna, excepto que en medio de la autoabsorción nadie puede decir qué es interno. Como consecuencia, se ha producido una confusión entre la vida privada y la pública; la gente está resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas que sólo pueden ser correctamente tratadas a través de códigos de significado impersonal.
Esta confusión podría parecer un problema específicamente norteamericano. El valor que la sociedad norteamericana otorga a la experiencia individual podría conducir a que sus ciudadanos consideraran toda la vida social según el sentimiento personal. Sin embargo, no es el áspero individualismo el que se experimenta actualmente; más bien, es la ansiedad sobre el sentimiento individual la que experimentan los individuos en función del camino que sigue el mundo. El origen de esta ansiedad se encuentra en los grandes cambios sufridos por el capitalismo y la creencia religiosa. Estos fenómenos no se limitan estrictamente dentro de sus fronteras.
La ansiedad acerca de lo que uno siente podría ser considerada también la expansión, y la vulgarización, de la romántica «búsqueda de la personalidad». Dicha búsqueda no ha sido conducida en un vacío social; son las condiciones de la vida cotidiana las que han impulsado a las personas a esta búsqueda romántica de la autorrealización. Más aún, ha superado el alcance de los estudios literarios de esta búsqueda para elevar los costes de la sociedad resultante, y estos costes son elevados.
El desgaste de la vida pública exige también una especie de análisis al margen de los modos habituales de la historia social. Hablar de la expresión en público conduce naturalmente a la pregunta: ¿de qué clases de expresión es capaz el ser humano en las relaciones sociales? Por ejemplo, cuando un hombre le hace un cumplido a un extraño, ¿está actuando expresivamente en la forma en que lo haría un actor de teatro? Es difícil referirse a una vacuidad de expresión en la vida pública sin disponer de alguna teoría acerca de lo que representa la expresión en sociedad. ¿Existe, por ejemplo, alguna diferencia en la expresión apropiada para las relaciones públicas y aquella que es apropiada para las relaciones en la intimidad?
He tratado de crear una teoría de la expresión en público a través de un proceso de acción recíproca entre historia y teoría. Los cambios concretos en la conducta pública, el lenguaje, la indumentaria y la creencia son utilizados en este libro como evidencia para la construcción de una teoría acerca de la naturaleza de la expresión en sociedad. Así como la historia ha propuesto guías a la teoría, yo he tratado de tomar los elementos abstractos obtenidos como guías en su curso hacia nuevos interrogantes que formular a la crónica histórica.
Una interrogación dialéctica significa que la argumentación está acabada sólo cuando el libro ha sido terminado. No se puede establecer «la teoría» súbitamente y luego dejarla como si fuese un mapa sobre el terreno de la historia. No obstante, con el objeto de disponer de cierta claridad, al principio al menos, me gustaría analizar en el presente capítulo las dimensiones políticas y sociales del problema público tal como se ha desarrollado en la sociedad moderna, y en el capítulo siguiente presentar las dimensiones de una teoría de expresión en público. Los interrogantes históricos y teóricos serán analizados una y otra vez a lo largo de este libro.
EL AMOR FUERA DEL DOMINIO PÚBLICO
El problema público de la sociedad contemporánea presenta dos aspectos: la conducta y los temas que son impersonales no suscitan demasiado interés, ya que comienzan a despertar interés cuando la gente los trata, falsamente, como si fuesen cuestiones de personalidad. Pero debido a que este doble problema existe, crea otro problema dentro de la vida privada. El mundo de los sentimientos privados pierde todo límite, ya no se encuentra constreñido por un mundo público en el cual las personas hacen de sí mismas una alternativa y una inversión compensada. Por lo tanto, el desgaste de una vida pública poderosa deforma las relaciones íntimas que se apoderan del interés sincero de las personas. En las últimas cuatro generaciones no se ha producido una instancia gráfica de esta deformación salvo en el caso de la más íntima de las experiencias: el amor físico.
En el curso de estas cuatro generaciones, el amor físico ha sido redefinido desde términos de erotismo a términos de sexualidad. El erotismo victoriano implicaba relaciones sociales; la sexualidad implica la identidad personal. Erotismo significaba que la expresión sexual trascendía merced a acciones de elección, represión e interacción. La sexualidad no es una acción sino un estado del ser, en el cual el acto físico del amor se produce casi como una consecuencia pasiva, un resultado natural, de personas que se sienten íntimamente ligadas unas a otras.
Entre la burguesía del siglo XIX, los conceptos de erotismo se expresaban casi exclusivamente con temor y, en consecuencia, a través del filtro de la represión. Toda acción sexual era oscurecida por un sentimiento de violación, una violación del cuerpo de la mujer por parte del hombre, violación del código social por dos amantes, violación por dos homosexuales de un código moral más profundo. Grandes estamentos de la sociedad moderna se han rebelado contra el temor y la represión, y todo esto es positivo. Pero a raíz de la manera en que los ideales de intimidad tiñen la imaginación moderna, se ha producido también una reacción contra la idea de que el amor físico constituye una acción en la cual las perosonas se comprometen, y como cualquier otra acción social debería tener reglas, límites y ficciones necesarias que otorgaran a la acción un significado específico. En cambio, el sexo es una revelación del yo. Por lo tanto, una nueva esclavitud sustituye a la antigua.
Imaginamos que la sexualidad sirve para definir un vasto territorio relativo a quiénes somos y qué sentimos. Sin embargo, la sexualidad, como un estado expresivo más que como un acto expresivo, es entrópica. Cualquier cosa que experimentemos debe concernir de alguna manera a nuestra sexualidad, pero la sexualidad es. Nosotros la revelamos, la descubrimos, aceptamos sus condiciones, pero no la dominamos. Eso sería manipulativo, instrumental, insensible; y asimismo colocaría a la sexualidad en un pie de igualdad con las emociones que intentamos moldear y no con aquellas a las que deseamos someterla. Los victorianos, que tenían esta visión del sexo, podían, por lo tanto, hablar de aprender de su vida erótica, a pesar de que el aprendizaje fuese tan dolorosamente difícil debido a los filtros de la represión. Actualmente, nosotros no aprendemos del sexo porque esa circunstancia coloca a la sexualidad fuera del yo; en cambio, nos dirigimos, frustrada e interminablemente, en busca de nosotros mismos a través de los genitales.
Pensemos, por ejemplo, en las diferentes connotaciones de la palabra «atracción» en el siglo XIX y el término moderno «asunto». Atracción significaba que una persona despertaba en otra un sentimiento de tal magnitud que los códigos sociales eran violados. Dicha violación ocasionaba el entredicho temporal de todas las demás relaciones sociales de esa persona: el cónyuge, los hijos, los propios padres de la persona se veían involucrados tanto simbólicamente a través de la culpa como prácticamente si se descubría que se había producido la violación. El término moderno «asunto» echa tierra sobre todos estos riesgos porque reprime la idea de que el amor físico es un acto social; se trata ahora de un problema de afinidad emocional que in esse permanece al margen de la trama de otras relaciones sociales en la vida de una persona. Actualmente parecería ilógico que una persona que tuviera un asunto, ya sea dentro o fuera de los límites de un matrimonio, lo viera innatamente conectado a las relaciones parentales, de modo que cada vez que hiciera el amor con otra persona su estatus como hijo de otro se viera alterado. Podríamos decir que se trata de una cuestión de casos individuales, de factores de la personalidad y no de una cuestión social. Entre espíritus más libres se podría plantear el mismo argumento referido a un asunto en relación con un matrimonio. La misma palabra «asunto» –tan vacía, tan amorfa– indica una especie de devaluación de la sexualidad, como una imagen que puede ser socialmente oscurecida por medio del lenguaje. Al rebelarnos contra la represión sexual nos hemos rebelado contra la idea de que la sexualidad posee una dimensión social.
¿Por qué los esfuerzos hacia la libertad sexual, tan bien estructurados en la mente, deberían terminar en mágicos e insolubles problemas del yo? En una sociedad donde el sentimiento íntimo constituye un modelo total de la realidad, la experiencia se organiza en dos sentidos que conducen hacia esta destructividad involuntaria. En una sociedad semejante, las energías humanas básicas de narcisismo se movilizan de tal modo que acceden a las relaciones humanas en forma sistemática y perversa. En dicha sociedad, la prueba de si las personas son auténticas y «honestas» con las demás representa un modelo particular de intercambio de mercado en las relaciones íntimas.
En un sentido clínico, el narcisismo difiere de la idea popular que consiste en interpretarlo como el amor a la propia belleza. En un sentido más estricto, y como una perturbación del carácter, es la autoabsorción la que impide la comprensión de aquello que pertenece al dominio del yo y de la autosatisfacción y lo que es exterior a ellos. Por lo tanto, el narcisismo es una obsesión con «aquello que esta persona o este suceso significan para mí». Esta cuestión acerca de la importancia personal de otras personas y hechos externos se plantea con tanta frecuencia que se oscurece una percepción clara de dichas personas y sucesos. Esta absorción en el yo, bastante desigual, impide la gratificación de las necesidades del yo y hace que una persona sienta que «esto no es lo que yo quería» en el momento de conseguir un objetivo o de vincularse con otra persona. En consecuencia, el narcisismo posee la doble cualidad de configurar una absorción voraz en las necesidades del yo y un obstáculo para su satisfacción.
Las perturbaciones narcisistas del carácter constituyen las causas más comunes de las formas de angustia psíquica que los terapeutas deben tratar en la actualidad. Los síntomas histéricos que constituían los males dominantes en la sociedad represiva y erótica de la época de Freud han desaparecido por completo. Esta perturbación del carácter ha aparecido debido a que una nueva clase de sociedad estimula el crecimiento de sus componentes psíquicos y elimina en público un sentido de encuentro social significativo fuera de sus términos, de los límites del yo singular. Debemos ser prudentes al especificar la naturaleza del desorden, a fin de no falsear el medio en el cual ha adquirido su forma social. Esta perturbación del carácter no conduce inevitablemente a la psicosis ni tampoco las personas bajo su influencia viven en un permanente estado de crisis aguda. La falta de compromiso, la continua búsqueda de una definición de «quién soy yo» desde el interior, produce dolor pero no una enfermedad destructiva. El narcisismo, en otras palabras, no crea las condiciones que podrían ocasionar su propia destrucción.
En el dominio de la sexualidad, el narcisismo despoja al amor físico de cualquier tipo de compromiso, ya sea personal o social. El hecho cabal del compromiso por parte de una persona parece limitarle las oportunidades de una experiencia «suficiente» para conocer quién es y para encontrar a la persona «adecuada» que la complemente. Toda relación sexual bajo el péndulo del narcisismo se torna menos satisfactoria cuanto más se prolongue la unión de los amantes.
Se puede trazar una relación primaria entre narcisismo y sexualidad, según las imágenes que la gente tiene de sus propios cuerpos. Un interesante estudio, realizado en París a lo largo de varios años, ha demostrado que, a medida que las personas llegan a considerar sus cuerpos definiciones cada vez más completas de su propia sexualidad, la «simbolización» del cuerpo se va haciendo cada vez menos sencilla. Ya que la sexualidad se transforma en un estado absoluto cristalizado en la forma del cuerpo, los que poseen esos cuerpos presentan una creciente dificultad para imaginarse formas fálicas en organismos naturales como las plantas o para percibir una relación entre el movimiento corporal y la acción de un cilindro o un fuelle. La santificación del cuerpo como un estado sexual absoluto es narcisista porque hace de la sexualidad exclusivamente un atributo de la persona, un estado del ser más que una actividad y, en consecuencia, esencialmente aislada de la experiencia sexual que la persona pueda o no poseer. Del estudio se infiere que el resultado de este narcisismo configura una disminución de la imaginación «metafórica» del cuerpo, es decir, un empobrecimiento de la actividad cognoscitiva de crear un símbolo a partir de un objeto físico. Éste es uno de los motivos por el cual las fuerzas psicológicas destructivas acceden a un primer plano, en tanto una sociedad varía del erotismo a la sexualidad y de la creencia en las acciones emocionales del ser a la creencia en los estados emocionales del mismo. Cuando una sociedad le niega incluso a Eros una dimensión pública es señal de una destructividad desenfrenada.
La forma más común en la que el narcisismo se manifiesta a una persona es a través de un proceso de inversión: si pudiera sentir más, o si pudiera realmente sentir, entonces podría relacionarme con otros o entablar relaciones «verdaderas» con ellos. Pero en ningún encuentro me parece sentir lo suficiente. El contenido obvio de esta inversión es una autoacusación, pero oculta tras ella existe la sensación de que el mundo me está fallando.
Una segunda fuerza destructiva reafirma esta infructuosa búsqueda de una identidad integrada por elementos internos. La mejor forma de describir esta fuerza es ofreciendo un ejemplo de ella en el entrenamiento de aprendices de entrevistadores diagnósticos.
Con frecuencia, en sus primeras sesiones, los entrevistadores debutantes se muestran ansiosos por demostrar que ellos consideran a sus sujetos verdaderas personas y no meras «fuentes de datos». Los entrevistadores desean tratar con sus sujetos como iguales haciendo descubrimientos en forma conjunta. Este encomiable deseo produce una situación inicial singular: cada vez que el sujeto revele algún detalle o sentimiento de su vida privada, el entrevistador le corresponderá revelando algún detalle de la suya propia. Tratar a alguien como a una «verdadera persona» en esta situación se transforma en algo así como una transacción de intimidades: te muestran una carta, tú les muestras otra.
Los entrevistadores tienden a apartarse de este mercado de revelaciones mutuas cuando comienzan a percibir que, exponiéndose ellos mismos, están perdiendo la oportunidad de descubrir los sentimientos del sujeto. Esta oportunidad se presentará si el entrevistador formula preguntas, o tan sólo si permanece en silencio, esperando que la otra persona continúe con su relato. Transcurrido un tiempo, los entrevistadores sensibles comienzan a sentirse incómodos con la idea de que para tratar a alguien como a un igual emocional se debe mantener con él una relación recíproca, revelándole algún dato como forma de reacción frente a aquello que la persona nos muestra. Y en este punto los entrevistadores se encuentran en la senda que discurre desde una idea de intimidad basada en un trueque hacia una intimidad más auténtica. En ella, los límites del yo no están aislados sino que pueden estimular efectivamente la comunicación con los demás.
Los entrevistadores reciben sus nociones iniciales de intimidad como un trueque a partir de los supuestos que rigen en la gran sociedad. Si las personas se hallan tan próximas entre ellas hasta el punto de que se conocen realmente, entonces el conocimiento interpersonal se transforma en una cuestión de revelación recíproca. Cuando dos personas se encuentran al margen de estas revelaciones, y el mercado de intercambio ha tocado a su fin, la relación concluye inmediatamente. Se agota porque «ya no hay nada que decir», cada persona «da por supuesta» a la otra. El aburrimiento es la consecuencia lógica de la intimidad concebida como una relación de trueque. Esta debilitación complementa perfectamente la convicción narcisista de que todas las gratificaciones que uno recibe en un momento determinado no son todas las que podría recibir o, a la inversa, de que uno no está sintiendo lo bastante para que la relación sea «real».
El narcisismo y el trueque de autorrevelaciones estructuran las condiciones bajo las cuales la expresión de sentimiento en circunstancias íntimas se vuelve destructiva. Hay una búsqueda incesante de gratificación y al mismo tiempo el yo no puede permitir que la gratificación tenga lugar. Alguna medida del poder de este lenguaje del yo puede vislumbrarse en el código verbal utilizado actualmente para medir la «autenticidad» de las relaciones o de otras personas. Nos referimos a si podemos «relacionarnos» personalmente con otras personas o acontecimientos y si en esa relación las personas están «abiertas» unas a otras. La primera es una tapadera para medir al otro en función de un espejo de autointerés, y la segunda es una tapadera para medir la interacción social en función del trueque de confesión.
La familia burguesa del siglo XIX procuró preservar alguna diferencia entre el sentido de la realidad privada y las características totalmente distintas que presentaba el mundo público fuera del hogar. La línea entre ellos era confusa, a menudo violada, sumida en la esfera erótica como consecuencia del temor, pero al menos se había hecho un intento para mantener la separación y la complejidad de los diferentes dominios de la realidad social. Había una cualidad inherente a la vida burguesa del siglo pasado demasiado fácil de olvidar: su dignidad esencial. Se hizo un esfuerzo, enfermizo y destinado al colapso, por establecer diferencias entre los dominios de la experiencia y, de este modo, arrancar alguna forma válida fuera de una sociedad de tremendo desorden y aspereza. Marx percibió esa dignidad no menos de lo que lo hizo Weber; las primeras novelas de Thomas Mann son celebraciones a esa dignidad en la misma medida que constituyen un análisis de su inevitable desintegración.
Si el encierro en cuestiones del yo se ha producido incluso cuando las personas continuaban desarrollando una vida activa con otras personas a las que nunca podrían llegar a conocer, a nivel de la política y de las grandes burocracias, podríamos concluir acertadamente que las dimensiones del problema se sustentan en la importancia creciente de la psicología en la vida burguesa. Este problema psicológico podría interpretarse como desvinculado de los problemas sociológicos de participación y acción grupal. Pero, de hecho, se ha producido una transacción. En la medida en que aumenta el interés por las cuestiones de la personalidad (egoísmo), la participación con desconocidos con fines sociales ha disminuido; o esa participación es falseada por la cuestión psicológica. En los grupos comunitarios, por ejemplo, se experimenta la necesidad de conocer al otro como persona a fin de actuar en forma conjunta: luego se ven atrapados por procesos paralizantes de ese deseo de mostrarse como personas y pierden gradualmente la primitiva intención de actuar juntos.
Este deseo de revelar la propia personalidad en las relaciones sociales, y de medir la propia acción social en función de aquello que se evidencia en las personalidades de los demás, puede ser clasificado de dos maneras. En primer lugar, se trata de un deseo de autentificarse como un actor social a través de la manifestación de las cualidades personales. Lo que hace que una actuación sea buena (o sea, auténtica) es el carácter de aquellos que se ven comprometidos en ella y no la actuación en sí misma. Cuando a una persona se la juzga auténtica, o cuando la sociedad en su totalidad es descrita como promotora de los problemas de la autenticidad humana, el lenguaje revela un modo en el cual la acción social es devaluada en el proceso de establecer una mayor consistencia en los problemas psicológicos. Como una cuestión de sentido común, sabemos que hombres buenos ejecutan malas acciones, pero este lenguaje de autenticidad hace que se torne difícil emplear el sentido común.
El deseo de autentificarse uno mismo, nuestros motivos y nuestros sentimientos es, en segunda instancia, una forma de puritanismo. Debido a toda la liberación de nuestra sexualidad, nos encontramos dentro de la misma órbita de autojustificación que definió al mundo puritano. Y esto es así por una razón especial. Los sentimientos narcisistas a menudo se enfocan a sí mismos sobre cuestiones obsesivas acerca de si soy lo bastante bueno, o competente, y similares. Cuando una sociedad moviliza estos sentimientos, cuando reduce el carácter objetivo de la acción y aumenta la importancia de los estados sentimentales subjetivos de los actores, estos problemas de autojustificación accederán a un primer plano a través de un «acto simbólico». La transacción que ahora se produce entre el interés público y el privado, merced a la movilización de estas obsesivas cuestiones acerca de la legitimidad del yo, ha reavivado los elementos más corrosivos de la ética protestante dentro de una cultura que ya no es religiosa ni está convencida de que la riqueza material sea una forma de capital moral.
La transacción entre la mayor absorción psíquica y la menor participación social puede ser fácilmente confundida como una consecuencia psicológica en sí misma. Podría afirmarse que las personas están perdiendo el «deseo». Estas palabras, como puros estados psicológicos, inducen a error porque no explican cómo podría una sociedad completa perder su voluntad o cambiar sus deseos. Engañan aún más al sugerir una solución terapéutica, sacar a la gente fuera de esta autoabsorción, como si el medio ambiente que ha desgastado su deseo social y transformado sus deseos pudiera, repentinamente, recibir con los brazos abiertos a estos individuos alterados.
EL ESPACIO PÚBLICO MUERTO
La visión íntima se induce en proporción al abandono que sufre el dominio público vacío. En un nivel más físico, el medio impulsa a la gente a concebir el dominio público como carente de sentido. Esto ocurre con la organización del espacio en las ciudades. Los arquitectos que proyectan rascacielos y otras grandes construcciones de poblada densidad, se encuentran entre los pocos profesionales que están obligados a trabajar con ideas contemporáneas acerca de la vida pública, y por cierto están entre los pocos profesionales que de la necesidad expresan códigos y hacen que éstos sean manifiestos a los demás.
Uno de los primeros rascacielos que la International School construyó después de la Segunda Guerra Mundial fue la Lever House de Gordon Bunshaft en Park Avenue, Nueva York. La planta baja de la Lever House es una plaza al aire libre, un patio con una torre que se eleva en la parte norte y, en una planta sobre el nivel del suelo, hay una estructura de poca altura rodeando las otras tres secciones. Sin embargo, uno pasa desde la calle por debajo de esta baja herradura para entrar en el patio; el propio nivel de la calle es un espacio muerto. No hay actividad ni diversidad en la planta baja, es solamente un medio de acceder al interior. La forma de este rascacielos estilo International prototipo está en desacuerdo con su función, ya que una minúscula plaza pública revivificada es enunciada sólo formalmente, pero la función destruye la naturaleza de una plaza pública, que es la de combinar gentes y actividades diversas.
Esta contradicción es parte de una controversia aún mayor. La International School fue destinada para una nueva concepción de visibilidad en la construcción de grandes edificios. Los muros casi íntegramente de cristal, enmarcados con soportes de acero delgado, permitían que el interior y el exterior de un edificio se desvaneciesen hasta el mínimo grado de diferenciación. Esta tecnología permite la realización de aquello que Sigfried Giedion denomina el ideal del muro permeable, lo fundamental en visibilidad. Pero estos muros constituyen también barreras herméticas. La Lever House fue la precursora de un concepto de diseño en el cual el muro, aunque permeable, aísla también de la vida de la calle las actividades que se desarrollan en el interior del edificio. En este concepto de diseño se combinan la estética de la visibilidad y el aislamiento social.
La paradoja del aislamiento en medio de la visibilidad no es privativa de Nueva York, ni tampoco los especiales problemas del crimen en esa ciudad representan una explicación suficiente sobre la muerte del espacio público en dicho diseño. En el Brunswick Centre, construido en la zona de Bloomsbury, en Londres, y en el complejo de oficinas de La Défense, erigido en los límites de París, se presenta la misma paradoja y da como resultado la misma área pública muerta.
En el Brunswick Centre, dos enormes complejos de apartamentos se elevan desde una sección central de hormigón; la construcción de los apartamentos está escalonada piso tras piso, de modo que cada complejo parece una ciudad babilónica elevada y asentada sobre una colina. Las terrazas de los apartamentos del Brunswick Centre están cubiertas por cristal en su mayor parte; por lo tanto, el morador del apartamento dispone de una pared de invernáculo que permite la entrada de gran cantidad de luz y que anula la barrera entre el interior y el exterior. Esta permeabilidad entre la casa y el exterior es curiosamente abstracta; se tiene una agradable sensación de cielo, pero los edificios se encuentran tan esquinados que no tienen ninguna relación con, ni vista hacia, los edificios que rodean Bloomsbury. Por cierto, el extremo posterior de uno de los bloques de apartamentos, revestido de sólido hormigón, mira hacia una de las plazas más hermosas de todo Londres, o más bien la ignora. El edificio está ubicado como si pudiese estar en cualquier lugar, lo que significa que los diseñadores no eran conscientes de estar en un lugar concreto, y mucho menos en un entorno urbano extraordinario.
La lección real del Brunswick Centre está contenida en su sección central. Existen aquí unos pocos negocios y vastas áreas de espacio vacío. He aquí un área de paso, no para ser utilizada; sentarse en uno de los pocos bancos de hormigón durante todo el tiempo que uno desee es llegar a sentirse profundamente incómodo, como si uno estuviese en exhibición en un enorme vestíbulo vacío. En efecto, la zona «pública» del Centre se encuentra resguardada de las principales calles contiguas a Bloomsbury por dos enormes rampas con vallas en los costados. La zona central propiamente dicha está elevada varios metros sobre el nivel de la calle. Nuevamente todo ha sido concebido para aislar el área pública del Brunswick Centre de cualquier incursión accidental desde la calle, o del simple vagabundeo, del mismo modo que el emplazamiento de los dos bloques de apartamentos aísla efectivamente de la calle, la zona central y la plaza a aquellos que los habitan. El planteamiento visual producido por el detalle del muro de invernáculo se basa en que el interior y el exterior de una vivienda no presentan diferenciación alguna; el planteamiento social representado por la zona central, la localización del complejo y las rampas significa que una inmensa barrera separa el «interior» del «exterior» del Brunswick Centre.
La eliminación del espacio público viviente está relacionada con una idea aún más perversa: la de volver al espacio contingente para el movimiento. En La Défense, así como en la Lever House y el Brunswick Centre, el espacio público es un área de paso, no de permanencia. En La Défense, los terrenos que circundan las torres de oficinas que integran el complejo contienen unas pocas tiendas, pero el propósito concreto es que sirvan como un área de paso para trasladarse desde el automóvil o el autobús hasta los edificios. Hay pocos indicios de que los proyectistas de La Défense concibieran este espacio para que tuviera cualquier valor intrínseco, para que la gente de los distintos bloques de apartamentos pudiera desear quedarse allí. El terreno, según las palabras de uno de los proyectistas, es «el nexo-soporte-salida-tráfico para la totalidad vertical». En otras palabras, esto significa que el espacio público se ha transformado en un derivado del movimiento.
La idea del espacio como derivado del movimiento es totalmente paralela a las relaciones de espacio a movimiento producidas por los automóviles particulares. Uno no utiliza el coche propio para visitar la ciudad; el automóvil no es un vehículo para turismo o, mejor dicho, no es utilizado como tal, excepto por aquellos adolescentes que lo utilizan subrepticiamente. En cambio, el automóvil otorga libertad de movimiento; uno puede viajar sin preocuparse por paradas formales como ocurre en el metro, sin cambiar el modo de locomoción desde un autobús, el metro o el ferrocarril elevado al movimiento pedestre, cuando se efectúa un viaje desde el lugar A al lugar B. En la ciudad, la calle adquiere entonces una función particular, la de permitir el movimiento; si ella regula demasiado el movimiento, con semáforos, calles de una sola dirección, etcétera, los automovilistas se vuelven nerviosos o violentos.
Actualmente disfrutamos de una facilidad de movimiento desconocida para cualquier otra civilización urbana precedente y, sin embargo, este movimiento se ha transformado en el mayor portador de ansiedad de las actividades cotidianas. La ansiedad proviene del hecho de considerar el movimiento incontrolado un derecho absoluto del individuo. El automóvil particular es el instrumento lógico para ejercer ese derecho, y su efecto sobre el espacio público, especialmente sobre el espacio de las calles urbanas, es que el espacio se vuelve insignificante o incluso irritante a menos que pueda subordinarse al movimiento libre. La tecnología del movimiento moderno reemplaza el hecho de estar en la calle por un deseo de anular las limitaciones de la geografía.
Esta situación hace que el concepto de diseño de La Défense o de la Lever House se una a la tecnología del transporte. En ambos, en tanto el espacio público se transforma en una función de movimiento, pierde cualquier significado experimental independiente.
Hasta este punto el «aislamiento» ha sido utilizado en dos sentidos. Primero, significa que los habitantes o trabajadores de una estructura urbana densamente poblada se ven inhibidos para sentir cualquier relación con el medio en el cual se emplaza la estructura. Segundo, que en la medida en que uno pueda aislarse en un automóvil particular para disponer de libertad de movimiento, deja de creer que el medio pueda tener algún significado, salvo como una forma de lograr el objetivo del movimiento propio. Existe un tercer sentido de aislamiento social en espacios públicos, aún más brutal, y es el que se refiere al aislamiento directamente producido por la visibilidad que los demás tienen de uno.
La idea de diseño del muro permeable es aplicada por muchos arquitectos dentro de sus edificios, así como en el exterior de los mismos. Las barreras visuales desaparecen merced a la supresión de los muros de las oficinas, de manera que todas las plantas se transformen en un vasto espacio abierto, o sobre ese perímetro habrá un grupo de oficinas privadas con una amplia zona abierta en su interior. Esta destrucción de los muros, según se apresuran a decir los proyectistas de oficinas, incrementa la eficiencia en el trabajo, porque cuando las personas se encuentran todo el día expuestas a la mirada de los demás son menos propensas a la murmuración y a la charla y se muestran más dispuestas a mantenerse dentro de sus límites. Cuando cada uno tiene al otro bajo vigilancia, la sociabilidad decrece y el silencio constituye la única forma de protección. El proyecto de oficinas de planta abierta lleva a su mayor expresión la paradoja de visibilidad y aislamiento, una paradoja que también puede sustentarse en sentido contrario. Las personas son más sociables cuanto más barreras tangibles tengan entre ellas, del mismo modo que necesitan lugares públicos específicos cuyo único propósito es el de reunirse. En otras palabras: los seres humanos necesitan mantener cierta distancia con respecto a la observación íntima de los demás a fin de sentirse sociables. Si aumenta el contacto íntimo disminuye la sociabilidad. He aquí la lógica de una forma de eficiencia burocrática.
El espacio público muerto es una razón, la más concreta, para que las personas busquen en el terreno íntimo lo que se les ha negado en un plano ajeno. El aislamiento en medio de la visibilidad pública y la enfatización de las transacciones psicológicas se complementan mutuamente. Hasta el extremo, por ejemplo, de que una persona siente que debe protegerse, mediante el aislamiento silencioso, de la vigilancia que los demás ejercen sobre ella en el dominio público, y lo compensa descubriéndose ante aquellos con los que quiere establecer contacto. La relación complementaria existe porque aquí se dan dos expresiones de una única transformación general de las relaciones sociales. En ocasiones he pensado en esta situación complementaria en función de las máscaras del yo que crean los modos y los rituales de la cortesía. Estas máscaras han dejado de tener importancia en las situaciones impersonales o parecen ser privativas de los esnobs; en relaciones más estrechas, aparentan formar parte del camino que conduce al conocimiento del otro. Y me pregunto si en realidad este desprecio por las máscaras rituales de la sociabilidad no nos ha vuelto culturalmente más primitivos que la tribu más simple de cazadores y agricultores.
Una relación entre el modo como consideran las gentes sus amoríos y aquello que experimentan en la calle puede parecer forzada. Y aunque se reconozca la existencia de dichas conexiones entre los modos de la vida personal y la pública, se podría objetar razonablemente que tienen raíces históricas poco profundas. La generación nacida después de la Segunda Guerra Mundial fue la que se volcó hacia lo interior cuando se sintió liberada de las represiones sexuales; es en esta misma generación donde se ha producido la mayor destrucción física del dominio público. Sin embargo, la tesis de este libro se refiere a que estos signos altisonantes acerca de una vida personal desequilibrada y de una vida pública vacía han estado en formación durante largo tiempo. Son los resultados de un cambio que comenzó con la decadencia del ancien régime y con la formación de una cultura capitalista, nueva, secular y urbana.
LOS CAMBIOS EN EL DOMINIO PÚBLICO
La historia de las palabras «público» y «privado» es una clave para la comprensión de este cambio básico en los términos de la cultura occidental. Los primeros usos registrados de la palabra «público» en inglés identifican lo «público» con el bien común en sociedad. En 1470, por ejemplo, Malory hablaba del «emperador Lucio [...] dictador o administrador de la voluntad pública de Roma». Alrededor de setenta años más tarde, se le agregó un sentido de «público» a aquello que es manifiesto y abierto a la observación general. Hall escribió en su Crónica de 1542: «Su rencor interno no podía contenerse sino que debía vocearse en lugares públicos y también privados.» «Privado» se utilizaba aquí para significar privilegiado, a un alto nivel de gobierno. A fines del siglo XVII, la oposición entre «público» y «privado» fue menos clara que la forma en que se utilizan los términos en la actualidad. «Público» significa abierto a la consideración de cualquiera, mientras que «privado» significa una región de la vida amparada y definida por la familia y los amigos. Por lo tanto, Steele, en un número del Tatler de 1709, escribía: «Estos efectos [...] sobre las acciones públicas y privadas de los hombres», y Butler en los Sermons (1726): «Todo hombre debe ser considerado según dos capacidades, la privada y la pública.» Salir «en público» (Swift) es una frase basada en una sociedad concebida en función de esta geografía. Actualmente, no están enteramente perdidos los antiguos sentidos en inglés, pero su uso en el siglo XVIII estableció los términos modernos de