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Internet no es lo que pensamos: Una historia, una filosofía, una advertencia
Internet no es lo que pensamos: Una historia, una filosofía, una advertencia
Internet no es lo que pensamos: Una historia, una filosofía, una advertencia
Libro electrónico273 páginas8 horas

Internet no es lo que pensamos: Una historia, una filosofía, una advertencia

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Desde sus orígenes, Internet se presenta como un logro sin precedentes y extremadamente positivo de la tecnología humana moderna. Justin E. H. Smith se pregunta si esto es realmente así y ofrece una profunda y original historia de Internet, que comienza mucho antes de lo que creemos. Establece conexiones fascinantes entre la experiencia del usuario, la inteligencia artificial, la invención de la imprenta, la comunicación entre los árboles y los orígenes de la informática en los telares mecánicos de la industria de la seda. Al mismo tiempo, revela cómo la estructura orgánica y el desarrollo de Internet lo enraízan en el mundo natural de maneras inesperadas que desafían los esfuerzos por trazar una línea entre la tecnología y la naturaleza.
Sin embargo, a pesar del enorme y continuo potencial de Internet, Smith sostiene que las esperanzas utópicas detrás de él ya no son posibles debido a las difíciles y conflictivas realidades de las redes sociales, la economía global de la información y la naturaleza destructora de la tecnología en red. Internet no es loque pensamos nos brinda una historia y una filosofía, pero también una advertencia: sabemos qué es Internet y de dónde viene, es necesario también que sepamos hacia dónde podría llevarnos en las próximas décadas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2023
ISBN9789877194128
Internet no es lo que pensamos: Una historia, una filosofía, una advertencia

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    Internet no es lo que pensamos - Justin E. H. Smith

    Introducción. ¡Calculemos!

    FORTALECER nuestro tejido social y acortar las distancias del mundo. He ahí la razón de ser de Facebook de acuerdo con Mark Zuckerberg, el director general de la empresa. Pero no se requiere una mente demasiado crítica para notar que Facebook dista de fortalecer el tejido social y acortar las distancias del mundo. Lejos de ello, tanto Facebook como el resto de las grandes empresas tecnológicas no hacen más que destrozar el tejido social y distanciar a las personas.

    Basta con encender la computadora y maravillarse con las noticias del día, con todas las personas enojadas que, ocultas detrás de sus avatares, pelean entre ellas —o con bots— acerca de las noticias y su significado. Basta con presenciar cómo se ha corrompido la política global y local en una incesante guerra de desinformación. Basta con ver las campañas de troleo organizado que fomentan la violencia contra los grupos minoritarios de todo el mundo. Basta con observar el acoso a disidentes políticos por medio de campañas masivas desde abajo, así como la represión de los mismos disidentes por medio de la vigilancia estatal desde arriba. Basta con revisitar el año 2016 para ver cómo se movilizaron las tecnologías de las nuevas superempresas en aras de propulsar a un notorio trol de Internet hacia el cargo supremo del país más poderoso del mundo. Basta con sentir el acostumbrado terror ante los adictos a la furia digital que se alían a diario en busca de nuevos objetivos: una persona filmada en un momento de indiscreción y, como consecuencia, sumariamente doxeada (doxear es revelar la información personal de alguien en Internet), avergonzada, despedida de su empleo o condenada al ostracismo; un joven que cae desde la cúspide del éxito cuando se demuestra que en la adolescencia usó un lenguaje de odio en un foro de chat; algún pobre normie (expresión informal para designar a una persona normal, común y corriente, que desconoce los ritmos y los códigos internos de la cultura digital), despiadadamente puesto en ridículo por no haber adoptado aún la terminología correcta para referirse a tal o cual grupo identitario, ratificada hace poco y nada por las vanguardias de las redes sociales. No hay señal de que alguien tenga un plan certero —o el poder suficiente— para aplacar el caos que han desatado estas tecnologías. Vivimos un momento de crisis histórica, en el verdadero sentido de la palabra crisis: por mucho que las cosas puedan mejorar a la larga, nunca volverán a ser las mismas.

    Hace apenas unos diez o quince años, aún era posible abrigar la sincera esperanza de que Internet sirviera para unir a la gente y fortalecer el tejido social. Cuando comenzaron a estallar las revoluciones de la así llamada Primavera Árabe, muchos de nosotros, incluido el que suscribe, vimos en ellas el poder desatado de las redes sociales, el heraldo que anunciaba una nueva era de democracia e igualitarismo en todo el mundo.

    El arco de estas esperanzas utópicas es largo, y recién en la última década se torció decisivamente en dirección a la derrota. El sueño de una sociedad gobernada por la razón, liberada de las conflictivas pasiones humanas gracias a la posibilidad de delegar en máquinas los procesos decisorios, dista de ser nuevo: el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz lo expresó ya en la década de 1670. En un texto sobre el desarrollo de un lenguaje artificial y formal para expresar con exactitud todos los términos de las lenguas naturales, Leibniz vislumbra un futuro próximo en el que, "cuando surjan controversias, no habrá más necesidad de disputa entre dos filósofos que entre dos calculadoras, porque bastará con que ambos tomen la pluma o se sienten frente al ábaco, diciéndose el uno al otro: ¡Calculemos!".¹ El ábaco en cuestión no es un ábaco propiamente dicho, sino cualquier herramienta capaz de contribuir al procesamiento del lenguaje formal, aunque Leibniz en principio cree —tal como lo da a entender en el pasaje citado— que los requisitos para usar este lenguaje también pueden reducirse a una pluma y un papel (así como uno puede hacer una división a mano o por medio de alguna máquina calculadora).

    Este uso exhortativo del verbo latino calcular en primera persona del plural —¡Calculemus!— puede muy bien servir como el lema del optimismo leibniziano, de la creencia en la posibilidad de resolver todos los problemas mediante la simple aclaración de nuestros términos y la consiguiente aceptación racional de las consecuencias lógicas que se siguen de nuestros compromisos. Dicho optimismo no se limita a los filósofos que debaten abstracciones sobre la naturaleza de la sustancia o la inmortalidad del alma, sino que también se extiende a los diplomáticos que representan a imperios al borde de la guerra. Para Leibniz, el desarrollo de un lenguaje formal universal desempeñaba un papel clave en el inminente logro de la paz mundial, un papel que seguiría cautivando imaginaciones de una manera más demótica hasta bien entrado el siglo XX, cuando los lenguajes artificiales como el esperanto, el volapuk y el ido atrajeron a activistas de diversas cepas, algunos de los cuales, como Bertrand Russell (un defensor del ido), también mantenían una profunda deuda filosófica con Leibniz.²

    La historia de los lenguajes artificiales va de la mano con la historia de la computación; y, aun cuando Leibniz haya concebido su máquina de calcular (de la que hablaremos varias veces en las páginas que siguen) con el solo propósito de realizar operaciones aritméticas, estaba muy consciente de que dicho mecanismo, en principio, también podía servir para procesar cualquier otro tipo de información. Esta concepción de Leibniz se profundizó en cierto modo gracias a sus importantes contribuciones al desarrollo del cálculo binario, que permite codificar cualquier proposición en una secuencia de ceros y unos, y por ende procesar el lenguaje con las mismas herramientas que uno podría aplicar también al procesamiento de números. La conciencia de Leibniz sobre la posibilidad de desarrollar máquinas capaces de calcular conceptos, además de números, provenía en parte de su inmersión en una antigua tradición de pensamiento sobre este tipo de dispositivos, ya fueran un mero producto de la fantasía o pudieran haber existido en la realidad.

    Así, a principios del siglo XIV, el polímata mallorquín Ramón Llull diseñó una máquina de papel formada por varios discos concéntricos en cuyos bordes había símbolos que denotaban diversos atributos de las sustancias. Llull esperaba que la rotación de esos círculos permitiera abarcar exhaustivamente todas las posibilidades combinatorias de los seres existentes en el mundo (y más allá de él). Leibniz veía a Llull como un importante predecesor histórico en el procesamiento del lenguaje formal, y Llull también había tenido sus propios predecesores influyentes, desde Aristóteles hasta las tradiciones místicas judías e islámicas de al-Ándalus. Por mucho que nos tiente ver a Leibniz, tal vez junto a su coetáneo Blaise Pascal, como el padre de la ciencia computacional, las computadoras en verdad no tienen padre (ni madre); y, por cada punto de partida que intentemos elegir en la historia, siempre aparecerán predecesores con los cuales la persona situada en ese punto de partida ya estaba en conversación, o a los cuales respondía, o a los que tomaba como puntos de partida.

    Lo que ocurre con Leibniz no es el comienzo propiamente dicho de algo, sino que más bien —por usar una metáfora a la que volveremos con frecuencia— es el tejido de varias ideas en un filamento de grosor suficiente como para servir de hilo conductor a lo largo de toda la historia moderna hasta el día de hoy: la idea de que es posible formalizar el lenguaje natural; la idea de que es posible procesar el lenguaje formal por medio de máquinas; la idea de que es posible externalizar la razón humana a esas máquinas para delegar ciertas decisiones en ellas; la idea de que todas las cosas están interconectadas, y por ende el cambio de una puede provocar un cambio instantáneo en todas las demás, cualquiera sea la distancia física entre ellas; la expectativa de trabajar colectivamente con miras a crear un compendio público de todo el conocimiento para beneficio de la humanidad entera; la creencia de que el conocimiento avanza y aumenta por obra de individuos que trabajan en una red mucho más vasta de personas con mentalidades afines; la convicción de que la labor colectiva y asistida por máquinas hacia el establecimiento de la razón como principio gobernante de la sociedad inaugurará una nueva era de ilustración y de paz duradera.

    Aunque Leibniz no es el tema específico de este libro, aparece en reiteradas ocasiones; e incluso allí donde el análisis se aparta de él, perdura la convicción implícita de que Leibniz es el pensador moderno que mejor representa el espíritu de Internet, los ideales que guiaron el primer período de su desarrollo, como también, tal vez, la mejor esperanza para su futuro definitivo. Sin embargo, el espíritu leibniziano inicial de Internet, tal como se extiende, digamos, desde aproximadamente 1678 hasta alrededor de 2011, ha caído en un peligro existencial a lo largo de los últimos años. El llamado a calcular no ha suscitado la paz mundial. Muy pero muy lejos de ello, cabe decir (con el debido respeto) que Leibniz fue demasiado optimista.

    De más está decir que el pesimismo frente a la promesa de las nuevas tecnologías como mejora de nuestra condición dista de ser una novedad. Hasta el día de hoy, cualquier persona que se atreva a objetar la mecanización, por mucho que se esmere en articular razones sólidas, se arriesga a ser tildada de ludita con referencia a la resistencia radical (probablemente ficticia) de Ned Ludd contra la creciente mano de obra robótica que comenzó a emerger ya en los albores de la Revolución Industrial (y aún no identificada con ese nombre, por supuesto). A principios de los años sesenta, Norbert Wiener estaba muy consciente de que los posibles resultados apocalípticos de la tecnología moderna podían derivar de nuestra incapacidad para mantener el control sobre las máquinas en las que habíamos delegado los procesos decisorios; en consecuencia, el mero hecho de enseñarle ajedrez a una máquina podía darle más responsabilidad de la que esta fuera capaz de manejar en relación con la guerra, la paz y el destino humano. Nada es más peligroso de contemplar que la Tercera Guerra Mundial, escribe Wiener en un capítulo agregado a su segunda edición de Cibernética, obra a la que retornaremos más de una vez a lo largo de este libro.³ Y agrega: Vale la pena considerar si parte del peligro no es intrínseco al uso irreflexivo de las máquinas capaces de aprender.⁴

    Gran parte de la filosofía existencial y fenomenológica que floreció a mediados del siglo XX expresa un recelo general de la tecnología moderna, frecuentemente aparejado, como en el caso de Martin Heidegger, a insinuaciones inquietantes —e incluso declaraciones explícitas— sobre el conflicto entre la mejora tecnológica de nuestra vida social, por un lado, y la vida auténtica, por el otro. Este pesimismo continúa resonando en el interés finisecular de la sociología, la psicología y el psicoanálisis por el problema de la alienación moderna, en cuyo marco el avance tecnológico nos aparta de los lazos humanos y de los apegos naturales que confieren sentido a la vida. En los años setenta, hubo quienes tacharon de pesimistas a los sociólogos que, como Manfred Stanley, nos advertían contra el avance del tecnicismo en la interpretación de las acciones y motivaciones humanas. Sin embargo, a la par de Stanley —y en contraste con Heidegger o con alguna caricatura del ludita—, aquí procuro evitar las histerias apocalípticas de condena o de salvación en favor de un análisis más calmo.⁵ Por mucho que me oponga a la mistificación tecnicista de la conciencia personal en el marco de la civilización industrial moderna,⁶ e insista en salvaguardar la dignidad humana con estas condiciones,⁷ también me interesa demostrar que nuestro mayor problema no es el avance de un determinismo tecnológico irrefrenable, o de un determinismo contra el cual no hay otra alternativa que apagar el interruptor, sino que más bien requiere aclarar la naturaleza de la fuerza a la que nos enfrentamos, así como entender los límites del pensamiento que procede por analogía entre los seres humanos y las máquinas. Stanley se basa principalmente en el análisis del lenguaje, mientras que yo me enfoco en la historia, pero ambos compartimos el objetivo de desarrollar una crítica lúcida sin caer en las trampas del pesimismo o del autenticismo.

    Mi uso del término Internet dista de ser técnico. A fin de cuentas, Internet es toda la red de redes conectadas por medio de los protocolos TCP/IP.* La red informática mundial (World Wide Web) a la que solemos acceder por medio de nuestros buscadores cotidianos es apenas una pequeña parte de ese entramado. Y los sitios de principal interés en las páginas que siguen son apenas una pequeña parte de todo lo que nos depara la mencionada red mundial. Lejos de detenernos en las implicaciones sociales de nuestra nueva capacidad para acceder, por ejemplo, a los manuscritos medievales digitalizados por la Bibliothèque Nationale en París (aunque es cierto que el capítulo V hace hincapié en estas nuevas posibilidades), aquí nos enfocaremos en otros sitios más conocidos, de uso diario para miles de millones de personas: las redes sociales. Así, Internet sirve como el tipo de sinécdoque que designa la parte por el todo, o que reduce lo general a lo particular. La razón para adoptar esta terminología es su aparente concordancia con el uso real de los hablantes actuales: en Twitter, por ejemplo, abundan los usuarios exasperados que conminan a sus antagonistas a salir de Internet para conocer la calle. Con esto no se refieren a Internet en su totalidad, sino solo a Twitter.

    En otras palabras, lo que me interesa aquí es la Internet fenomenológica: la que conocemos directamente por sus apariciones ante nosotros, y la que solemos describir por medio de ese nombre. Fecho mi primer uso de Internet en cierto día de 1997, cuando vi por primera vez una página web basada en HTML, aunque hacía cinco largos años que usaba el correo electrónico, y aunque ya en 1980 me había conectado con el servicio informático en red conocido como La Fuente (The Source) en la vieja Kaypro de mi padre, enchufando nuestro teléfono de línea a un módem acústico. Parece razonable basar la terminología en el habla real, así como enfocarse conceptualmente en el pequeño rincón de Internet con mayor relevancia fenomenológica para la vida humana, del mismo modo en que tendemos a asociar la vida de la Tierra principalmente a los seres humanos y a los animales, aun cuando la biomasa de la vida vegetal supere por más de doscientas veces a la de toda la vida animal combinada. Los animales son una franja minúscula de la vida existente en la Tierra, pero son nuestro principal objeto de referencia cuando hablamos de la vida existente en la Tierra; las redes sociales son una franja minúscula de Internet, pero son nuestro principal objeto de referencia cuando hablamos de Internet, porque es en ellas donde está la vida de Internet.

    Tratemos de imaginar un futuro no muy distante en el que Internet —o algún representante apto de esta difusa entidad— deba sentarse en el banquillo de los acusados por todos los daños que ha desencadenado en nuestro frágil mundo. No nos enfoquemos en sus transgresiones menores, en las industrias particulares que Internet ha aniquilado o amenaza con aniquilar, como el periodismo, la música, el cine, la educación superior o las editoriales. Lo que vemos en estos casos no es sino aquello que los entusiastas de la tecnología gustan de llamar interrupción, tal como suele ocurrir tras el advenimiento de cualquier tecnología nueva. Y, así como la fotografía interrumpió prácticas tales como el arte de la ilustración y los retratos pintados sin por ello atrofiar ni limitar nuestra capacidad para representar el mundo que nos rodea, casi todas las prácticas humanas amenazadas por Internet ya han comenzado a ceder el paso a alternativas fascinantes y promisorias que expanden nuestro potencial en lugar de reducirlo. Los periódicos impresos, por ejemplo, fueron buenos en sus tiempos, pero la difusión electrónica de noticias no tiene en principio nada incompatible con el bien social que alguna vez suministraron las viejas y confiables gacetas de tinta y papel.

    Las principales acusaciones contra Internet que aquí merecen nuestra atención, en cambio, se relacionan con sus maneras de restringir nuestro potencial y nuestra capacidad para prosperar, con sus maneras de distorsionar nuestra naturaleza y de colocarnos grilletes. Hagamos el intento de enumerarlas.

    En primer lugar, Internet es adictiva, y por ende es incompatible con nuestra libertad, concebida como la facultad de cultivar una vida significativa y proyectos con visión de futuro, cuyas acciones, lejos de estar supeditadas a nuestros deseos inmediatos o de corto plazo, se guíen por nuestros deseos superiores o de largo plazo. En segundo lugar, Internet funciona sobre la base de algoritmos y moldea algorítmicamente la vida humana; y la presión de los algoritmos, lejos de realizar la vida humana, la deforma y la empobrece: en la medida en que no podemos sino amoldarnos a los algoritmos, experimentamos una restricción de nuestra libertad. En tercer lugar, hay escasa o nula supervisión democrática en lo que concierne al funcionamiento de las redes sociales, aun cuando su función en la sociedad haya devenido en algo mucho más similar a un servicio público, como el del agua corriente, que a un típico servicio privado, como el que ofrece una tintorería. Es así como diversas empresas privadas han tomado a su cargo funciones básicas necesarias para la sociedad civil, pero sin asumir una verdadera responsabilidad por la sociedad. Esto también reduce la libertad política correspondiente a los ciudadanos de una democracia, entendida como la facultad de contribuir a las decisiones que inciden en nuestra vida social y en el bienestar colectivo. Lo que Michael Walzer dijo del socialismo también puede ser dicho de la democracia: Las cosas que nos afectan a todos deben ser decididas por todos.⁸ Y, desde este punto de vista, Internet es abiertamente antidemocrática. En cuarto lugar, Internet es hoy un dispositivo de vigilancia universal, de lo cual se deduce que también es incompatible con la preservación de nuestra libertad política.

    Algunas de estas acusaciones me parecen más importantes que otras; la que más me interesa es la primera: el poder adictivo de Internet, que forma parte del fenómeno actual definible como crisis de la atención. Sin embargo, todas ellas se superponen de maneras complejas: por ejemplo, el comportamiento de las redes sociales en la forma de calificar con me gusta a ciertos artistas o canciones —que tal vez solo hayan despertado nuestra atención como consecuencia de meros procesos algorítmicos sobre los cuales no tenemos ni voz ni voto— también puede, a la inversa, colocar a una persona bajo el radar de los agentes de la ley o de los aparatos de seguridad estatal, en calidad de potencial terrorista, o pandillero u otras especies de indeseables socialmente desaventajados.

    Más aún, todas las principales acusaciones están interrelacionadas —a diferencia de las acusaciones menores, sobre la destrucción de esta o aquella forma de industria o de arte— en la medida en que, cabe reiterar, involucran una amenaza a la libertad humana. La libertad es un concepto difícil, en parte debido a la gran diversidad de sus especies. Tanto el uigur encerrado por las autoridades chinas en un campo de detención como el inmigrante de Texas al que se ha impuesto el

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