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deteriorada y la cantidad exagerada del alimento que comemos, se volvieron factores a regular con igual o mayor importancia que la alimentación para mantenernos sanos. Si deseas mantener la salud y prolongar tu expectativa de vida sana, tienes que apostarle a lo lógico,
coherente y comprobado: el control de los factores de estilo de vida. En este libro, de forma detallada, te explico por qué te estás enfermando y te doy un programa preciso para que empieces la ruta hacia la recuperación de tu salud y la de tu familia si la han perdido o mantenerla si aún la conservan. ¡Empieza hoy a cambiar tu vida! ¡Después de leerlo, no existe forma de que seas el mismo y estarás listo para empezar el camino del cambio, te lo garantizo!
¡Nos vemos pronto!
Dr. Rafael Serrano
DR. RAFAEL SERRANO RUMBEA es doctor en medicina y cirugía de la Universidad Católica de Guayaquil desde el 2004. Ha realizado, desde aquel entonces, cursos de postgrado en Medicina Antienvejecimiento, Obesidad y Metabolismo, Terapia Neural, Homeopatía Clínica, Medicina Depurativa, Medicina Orthomolecular, Terapia Celular y Medicina Funcional. Desde el 2008, dirige el centro de Medicina Funcional Detox Center, en donde maneja con éxito sus propios protocolos integrativos en pacientes con cuadros crónicos o degenerativos. Es padre enamorado y esposo apasionado. Chef de afición e influencer obligado. Prefiere el vino al azúcar y la casa a la discoteca. Prefiere el papel a la tablet y aún le cuesta el manejo del celular. Este libro es el inicio de lo que él considera las bases para que toda persona pueda mantener su salud o recuperarla, tomando las riendas de su vida.
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Libre - Dr. Rafael Serrano
Nota
Toda la información vertida en este libro es de carácter divulgativo, mas no debe ser tomada como sustituto de prescripción, diagnóstico o tratamiento médico. Ni el autor ni la editorial se hacen responsables por el perjuicio ocasionado a causa de omitir esta advertencia.
¿Cómo empieza esta historia?
Siempre he dicho que todo el que practica la medicina de forma coherente —como me refiero personalmente a la medicina funcional— es porque pasó en su vida por un momento de despertar personal o tuvo algún familiar cercano, que resolvió su condición bajo este mismo concepto. Eso es lo que me ocurrió a mí y aquí va mi historia:
Casi a seis meses de la graduación del colegio, sentí un dolor progresivo, intermitente, en el centro superior de mi abdomen, justo por debajo del esternón. Me acompañaba un malestar general que se había desarrollado desde hacía pocos días y muchos gases, que se volvían incómodos, siempre después de comer y especialmente en la noche. Mientras el dolor se iba intensificando, comenté a mis padres esta situación, ante eso, me llevaron al siguiente turno disponible del mejor médico internista de la ciudad. Después de examinarme de modo rápido, con mucha experiencia y asertividad, concluyó que estaba sufriendo de un cuadro de gastritis. Como siempre me interesó la medicina y estaba en el último año de colegio, donde se aprenden temas básicos de anatomía y biología, me resultó familiar el nombre e identifiqué de inmediato lo que describía el prodigioso doctor. Para confirmar la sospecha, nos remitió hacia un gastroenterólogo, para que, mediante una prueba llamada endoscopia, de la cual obviamente yo no sabía nada, dé un diagnóstico concluyente. Fuimos al siguiente día donde el gastroenterólogo, quien, tras examinarme, tuvo la misma conclusión que el médico internista y programó la endoscopia digestiva para la siguiente mañana.
Al otro día acudimos temprano a la clínica y luego de casi una hora que tomó el proceso, concluyó con certeza que mi diagnóstico era gastritis aguda y que debía ser tratada bajo un protocolo de tres meses de medicación, con antibióticos e inhibidores de la acidez gástrica. El antibiótico era para erradicar el Helicobacter pylori, la bacteria que estaba causando, casi de modo seguro, la inflamación del estómago y un medicamento nuevo en esa época llamado omeprazol, cuya función era bloquear la acidez gástrica, pues resulta que el ácido del estómago me estaba haciendo mal, y junto con la bacteria producían la inflamación que ocasionaba los molestos síntomas, por lo tanto, sin mayor duda, había que eliminar las dos cosas lo más pronto posible.
Durante tres meses mi único objetivo era celebrar con comida y bebida mi graduación de colegio y, si no cumplía a cabalidad las órdenes del doctor, no podría hacerlo. Así que me sometí con toda la voluntad que tenía a mis diecisiete años para lograr el objetivo y al parecer, el tratamiento fue un éxito. Nunca repetí la endoscopia digestiva, puesto que el médico internista decidió que no era necesario, debido a que los síntomas se desvanecieron de manera progresiva y al cabo del segundo mes de tratamiento ya nada me molestaba, pudiendo celebrar mi tan esperada graduación del colegio.
Hasta aquí nada podría ir mejor. Nunca me pude haber imaginado el malestar físico que me estaba generando la cultura moderna.
Un mes después de mi graduación, en febrero de 1997 empecé el curso preuniversitario en la escuela de medicina. Recuerdo que fue un día clave, mas no por la emoción de empezar la primera parte de la carrera que tanto había querido estudiar desde que podía recordar, sino porque, además de esto, sentí un fuego interno. Este ardor no era generado por emoción, todo lo contrario. Subía desde mi estómago hasta mi garganta y me hacía toser con frecuencia, me provocaba levantar algunos días con dolor en la garganta y voz ronca. No me dejaba dormir, ya que, en las noches, algunas noches atrás, tenía que levantarme, porque, al parecer, en mi garganta había entrado un dragón que despertaba en la madrugada a botar fuego. Recuerdo ese día tan claro porque fue el día que, al terminar la última clase, me acerqué al profesor de medicina interna y le conté mis síntomas, a lo que respondió: «¡Tienes reflujo!». «¿Tengo que?», respondí yo. «Tienes reflujo gastroesofágico. Los ácidos del estómago se están regresando al esófago y cuando duermes en la noche, suben hasta tu garganta, lo cual te produce la tos y la voz ronca que tienes». El profesor estaba describiendo con precisión lo que sentía, como si estuviera en mi habitación en las noches observándome. Sin mayor examen ni nada, me dijo las palabras mágicas: «Tienes que tomar ranitidina. 150 miligramos cada doce horas. ¡Con eso estarás curado!». «Doctor, cuánto tiempo debo tomarlo», pregunté yo. Su respuesta fue: «¡De por vida!».
En ese momento internet era limitado a las computadoras de casa, con una velocidad de navegación muy pobre. Google aún no existía, de ese modo, no había las facilidades actuales de poner una sola palabra en el buscador y obtener millones de respuestas en milésimas de segundos como hoy en día. Con mi criterio médico inexistente en ese entonces, decidí tomar lo que el profesor, con vasta experiencia, me indicaba por el resto de mi vida, sin pensar ni un milímetro más allá de las líneas de la receta verbal de mi futuro colega.
Para aquellos años, la carrera de Ciencias Médicas duraba ocho años, hasta poder ejercer como médico general, y durante todo este tiempo estuve tomando ranitidina, un medicamento que bloquea la producción de ácido clorhídrico, un ácido que se produce en el estómago para ayudarnos a digerir en primera etapa los alimentos que comemos, especialmente las proteínas. En esos días, no tenía el criterio de definir qué era comida y qué no en el sustento diario. Créanme, ahora que lo sé, casi el 90 % de lo que comía no era alimento, solo existían en mi vida las harinas refinadas, lácteos procesados, azúcar refinada, sal refinada, gaseosas, alcohol y café y, a partir de mi tercer año de estudios, el cigarrillo.
Estando cómodo con mi condición y sin más preguntar, pasé años ingiriendo un medicamento, que tenía muchos efectos secundarios con su uso a largo plazo, pero no había otra salida, era la única opción viable según mis profesores.
Pasó el tiempo y después de egresar de la facultad, convencido y buscando una alternativa distinta de curar a las personas, viajé a Buenos Aires, Argentina, a emprender estudios sobre distintas ramas terapéuticas con enfoque integrativo.
Transcurrían casi tres años de mi regreso a Guayaquil y con mi práctica médica privada abierta, bajo diversos métodos, intentaba curar las condiciones por las que me consultaban los pocos pacientes que tenía. Los resultados eran fenomenales para todos, menos para mí. Notaba con el tiempo dos cosas: unos pacientes mejoraban, otros se curaban, pero la mayoría después de corto tiempo volvía con los mismos síntomas. ¡Algo fallaba! Asimismo, yo seguía ingiriendo ranitidina, ahora acompañada de medicamentos homeopáticos y naturales que ayudaban en gran medida, pero no resolvían el tema finalmente.
Hacia ese momento, estaba ya casado, y mi hijo Elías tenía poco más de un año. Mi peso oscilaba por las 236 libras, los pantalones que compraba tenían talla 36 y mis camisas talla L. Además del reflujo, tenía erupciones tipo alergia en la cara, pecho y espalda, fatiga al despertar, mal aliento, colesterol y triglicéridos elevados, gases de forma permanente, que se presentaban como eructos y flatulencia, especialmente después de comer. Mi presión arterial estaba cercana a los 135/85 mmHg en reposo. Perdía el cabello de modo progresivo y le daba la culpa por esto a la herencia familiar de calvicie. Fumaba cerca de diez cigarrillos al día y el ejercicio diario era bajar y subir las escaleras del primer piso del departamento en el cual vivía, dos veces: una cuando bajaba hacia el carro, para ir al consultorio, y otra cuando subía de regreso, después de la jornada laboral.
Claramente, algo andaba mal y no tenía ni el criterio ni el conocimiento para discernir qué sucedía. La medicina que había aprendido me ayudaba como paliativo, y la del postgrado potenciaba el efecto de esta primera, pero la realidad era que, si suspendía alguna, el reflujo volvía con más fuerza, así, eventualmente, ingería dosis adicionales a las permitidas cuando tomaba algunas copas de vino o comía fuera de casa.
En el año 2011 fui invitado a un curso de Nutrición Depurativa a la ciudad de Buenos Aires. El curso no era dictado por un médico, sino por un técnico en nutrición y dietética, profesión que de inmediato menosprecié, pues jamás había escuchado de su existencia. Es curioso cómo los seres humanos cuando somos inmaduros menospreciamos lo que no desconocemos. Con mucho recelo, pero con mucha inquietud, emprendí el viaje a escuchar a esta persona que tenía una perspectiva distinta de las enfermedades y su forma de curar.
Nunca en todos los doce años de estudio, entre universidad y postgrado, había escuchado de algún profesional médico decir que, con alimentos, te puedes curar. Parecía falacia, locura, aberración y estafa lo que mis oídos escuchaban y mis ojos veían. Coincidentemente, lo mismo que pensaba yo en esa época, piensan ahora muchos colegas médicos de mi práctica, con la misma ignorancia prepotente y ególatra que me manejaba a mí hace muchos años.
Este curso cambió mi vida y obtuve el eslabón que me faltaba en la cadena para cerrar el círculo de curación de mis pacientes. A partir de este momento, todo fue distinto. Comprendí que nada podía ser curado si no implementaba cambios en el estilo de vida y, sobre todo, en la nutrición.
Resulta ser que el secreto mejor guardado de la medicina es que el cuerpo reestablece su equilibrio por sí solo, si le damos las condiciones para que lo haga.
Con los años, desarrollé una frase que se encuentra en mis centros médicos con el fin de generar desde la sala de espera un poco de conciencia en mis pacientes. Esta frase dice así:
«La enfermedad no es enfermedad. Has empujado tu cuerpo al límite y este, a modo de defensa, ha tenido que hacer cambios para salvarte y preservar el equilibrio que sientes como bienestar. Si le das la oportunidad y aún hay tiempo, verás la enfermedad revertir y la salud volver».
Una vez que realicé mi primer proceso depurativo y cambié mi alimentación, en el transcurso de quince días, mi reflujo desapareció. Desde esa fecha no tomo ranitidina ni algún otro medicamento para esos fines. De hecho, no consumo medicamentos para nada desde hace diez años.
Mi vida cambió por completo de forma progresiva y rápida.
En un viaje —entre las líneas de este libro te voy a describir cómo lo viví— pude recuperar la salud perdida, y es mi deseo para ti y la gente alrededor tuya que puedan comprender desde la base fisiológica, de manera sencilla, de qué manera funciona el cuerpo y por qué es tan lógico y coherente curarse bajo este camino.
Con el paso de los años fui aprendiendo nuevas técnicas y métodos, hasta que descubrí que el enfoque clínico y terapéutico que había desarrollado y estaba siendo efectivo ya tenía nombre: medicina funcional. De inmediato realicé un curso de entrenamiento y reorganicé mi práctica médica bajo un protocolo de diagnóstico y tratamiento de última tecnología que me lleve a descubrir las verdaderas causas del problema del paciente, investigando a fondo todos los factores que alteran su fisiología y abordándolos, de forma total, para que su condición empiece a restituir del modo más natural posible, con la alimentación como base, así como otros factores olvidados por completo por la medicina convencional, como la regulación del estrés, el sueño, la toxicidad crónica, el déficit crónico de nutrientes, cada vez más en aumento, que genera tantos desbalances metabólicos y que iremos analizando con el transcurrir de las páginas.
Estoy seguro de que, como yo, en las hojas de este libro encontrarás, a través de la coherencia que te ofrece la medicina funcional, la salud que estás buscando hace mucho tiempo para ti y tus seres queridos. Bajo este enfoque médico, puedes prevenir, tratar y, en muchos casos, restituir condiciones que hasta hace poco pensabas que eran una condena. Estarás capacitado para empezar los cambios que te permitan sujetar las riendas de tu vida, porque comprenderás profundamente cómo el cuerpo enferma y cómo recupera su salud. Comprendiendo esto, tendrás las herramientas requeridas para que empieces a trazar el camino hacia la salud.
Es muy probable que a partir de terminar esta obra tu salud vuelva a estar en tus manos nuevamente.