Crónicas y cuadros
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Crónicas y cuadros - Gustavo Adolfo Bécquer
Saga
Crónicas y cuadros
Copyright © 1871, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726479348
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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GACETILLA DE LA CAPITAL
Dos cosas tiene Madrid que cuando le place hacer ostentación de ellas se convierte en objeto de la envidia del mundo entero.
Su cielo y sus mujeres.
Lo cual es hablar de dos cielos.
Pues de ambos hizo ayer tarde magnífico alarde, como pudieron observarlo cuantas personas dieron una vuelta por el paseo de la Castellana.
Nosotros, que rara vez nos permitimos ese desahogo, abusamos ayer de la facultad de hacerlo, y por cierto que no nos peso.
¡Cuánto lujo! ¡Cuánta elegancia! ¡Qué magníficos trenes! ¡Qué esplendidez de belleza en las mujeres...! ¡Cuánto de maravillosamente bello y poético en el azul del cielo, en la luz del sol, en la tibieza de la atmósfera, en las tímidas ondulaciones de la brisa!
Para el observador, sobre todo, era aquello un elocuente libro abierto a las indiscretas miradas de los que analizan las cosas buscando el porqué de ellas.
Berlinas, carretelas, americanos, dogsarts y otras veinte clases de carruajes tirados por fogosos troncos; jinetes que galopaban por entre aquella doble fila de carruajes, como ansiosos de devorar con la vista la galería de mujeres hermosas que aquéllos contenían; modestos paseantes, que paso a paso subían y bajaban por doble avenida, mirando y quizás sin ser mirados; todo esto abundaba allí.
La gran mayoría de aquellas personas estaban allí porque es el rendez vous ordinario, donde se dirigen el principio de un saludo que se termina más tarde en un apretón de manos dado en los palcos del Teatro Real, o en los salones más aristocráticos de la corte. Otras personas van allí porque les place encontrarse entre las gentes de un círculo cuyas puertas les están cerradas. No pudiendo alcanzar otra cosa, se contentan con una mirada robada al acaso, o con la ilusión de una quimérica conquista que debe hacerles poseedores de una bella mujer y de una opulenta dote.
Vese también alguna que otra mujer, bella hasta causar la desesperación de las hermosas, que acaricia la esperanza de verse instalada en una de las coquetonas victorias que pasan a su lado, ocupadas por ricos y gastados solterones.
Finalmente, alguno que otro, curioso, solo y pensativo, ve las miradas de todas aquellas personas, lee en ellas lo que significan, comprende cuanto encierran de irrealizable, se sonríe, y cuando la sombra del crepúsculo dispersa a toda aquella sociedad que murmura «He aquí la noche», dice él, plagiando la frase, pero en el sentido de verdadero oráculo: «He aquí la realidad, he aquí el desengaño».
TEATRO REAL
EL BARBERO DE SEVILLA - SEMÍRAMIS
El Guadarrama se corona de nubes oscuras, el salón del Prado se cubre de hojas amarillas y el Teatro Real abre de par en par sus puertas. Estamos en pleno otoño.
En las distantes orillas de Dieppe, Biarritz y San Sebastián, por donde hace un mes vagaban aún, alegres y bulliciosas como la Galatea de Gil Polo, las mujeres más lindas de la corte, no se oye ya sino el monótono ruido de las olas que van a morir suspirando en la desierta arena.
Las interrumpidas aventuras cuyos prólogos se desarrollaron en la playa a la poética hora del crepúsculo, en una deliciosa promenade sur mer, o a la dudosa claridad del reverbero de un coche del ferrocarril, tornan a reanudarse en el coliseo de la ópera, donde las historias de amor se enriquecen con curiosos capítulos, donde vuelven a aparecer las distancias que estrecharon el abandono y el sansfaçon de los viajes y las excursiones veraniegas, donde las heroínas se revisten de un nuevo carácter con la nueva toilette, donde por último la luz del gas, sustituyendo a la suave de la luna o la dorada del sol naciente, diríase que lo transforma todo, convirtiendo en drama de costumbres o cómico entremés lo que empezó en égloga o tierno idilio.
La noche de la apertura del teatro, mientras la orquesta preludiaba la deliciosa sinfonía de El barbero, esa sinfonía especial y característica que trae efectivamente a los oídos rumores suaves, como los que en las calles de Sevilla se escuchan a las altas horas de la noche, murmullos de voces que hablan bajito en la reja, rasgueos lejanos de guitarras que poco a poco se van aproximando hasta que al fin doblan la esquinas ecos de cantores que parecen a la vez tristes y alegres, ruidos de persianas que se descorren, de postigos que se abren, de pasos, de pasos que van y vienen, y suspiros del aire que lleva todas esas armonías envueltas en una ola de perfumes, nosotros, por no perder la antigua costumbre, paseamos una mirada a nuestro alrededor y recorrimos con la vista las largas hileras de cabezas de mujer que como un festón de flores coronaban los antepechos de los palcos.
La temporada lírica que comienza se ha inaugurado con tanta o más brillantez que la que ha concluido.
Unas lanzando chispas de luz de sus pupilas negras; otras entornando las largas pestañas rubias como para defender sus adormidos y azules ojos de la enojosa claridad; éstas con los hombros desnudos redondos y más blancos que la blanca gasa que los rodea, de modo que no se sabe dónde acaba el seno y dónde comienza el tul; aquéllas con los cabellos ensortijados y cubiertos de perlas semejantes a una lluvia de escarcha, trenzados con flores o salpicados de corales, y todas ellas vestidas con esas telas diáfanas y ligerísimas que flotan alrededor de las mujeres como una niebla de color que las hace destacar luminosas y brillantes sobre el fondo de grana oscuro de los palcos, estaban allí la flor y nata de las notabilidades femeninas de la corte; y las singulares por su hermosura, las que legislan en materia de modas, las que brillan por sus blasones, las que se distinguen por la alta posición que ocupan, las que merced a su dote fabuloso llaman hacia sí la atención de los aspirantes a Coburgos; ninguna faltaba a la gran solemnidad lírica.
Distraídos paseábamos aún la mirada de una en otra localidad, pasando revista a tantas y tan notables mujeres, cuando una salva de aplausos nos anunció que el telón se había descorrido y Mario se hallaba en escena.
Mario, tan distinguido como siempre, con la misma pureza en la frase musical, el mismo gusto y la desembarazada y natural acción que lo caracterizan, haciéndolo, por decir así, un tenor aparte de todos los otros tenores, cantó el delicioso andante Ecco ridente il di, recibiendo una nueva ovación del público al terminarlo. Entrar ahora a analizar las inapreciables condiciones de este artista y a juzgarlo cuando ya le ha juzgado Europa entera, sería tan inoportuno como inútil. A los que le han oído, ¿qué podremos decirles para ponderarles su mérito? Y a los que sólo por la fama tienen noticia de su nombre, ¿qué palabras habrá bastantes a darles una remota idea de lo que es?
Dejemos, pues, a Mario, de quien ya guardaba un indeleble recuerdo nuestro público y cuyas grandes