PALO y ASTILLA
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Antonio Ortuño Casas
Antonio Ortuño Casas (Padre): Antonio es lorquino y del mundo, con casi mediavida vivida en Lorca, su ciudad, y en otros lugares de España, y la otra —ya más de media—transitando por medio mundo. Es un entusiasta de la narrativa breve, habiendo obtenidovarios premios en certámenes literarios de España y América Latina. Varias obras han sido,además, publicadas en la red y en revistas, y en más de sesenta libros y e-books de antologíascon otros autores. Es autor de la trilogía de narrativa corta Relatamente cortos que recoge unamplio número de microrrelatos, relatos y cuentos escritos a lo largo de su vida.Profesionalmente cuenta con más de 35 años de experiencia, apoyando la gestión deproyectos y programas de desarrollo y cooperación internacional en varios países con distintasagencias y organizaciones internacionales como la ONU y la UE. Actualmente trabaja en laDelegación de la Unión Europea para Yemen, trasladada temporalmente a Jordania. Estaandadura queda manifiesta en sus narraciones, donde se estimulan los sentidos desde esaamplia perspectiva, relatando historias de la vida, en la que sueños y realidad suelen fundirsepara llenarlas. aortunoc.wixsite.com/antusas
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PALO y ASTILLA - Antonio Ortuño Casas
Ruidos
Desde la ventana de la habitación observo la noche sobre la ciudad. Se mantiene despierta con los constantes destellos de la luz de los faros de los automóviles, la de las farolas y los resplandores que surgen de los edificios y dibujan, con líneas casi rectas, un trazado absolutamente impersonal.
Los pocos tesoros de la Historia que la vieron nacer languidecen entre robustos edificios, largas calles y avenidas asfaltadas, ganadas para la circulación de las máquinas rodantes, y donde los árboles, también en filas, sobreviven como pueden a sus incesantes humos.
Es la ciudad del asfalto, el cemento y el plástico, donde todo se quiere ordenar a golpe de luces de tres colores y repetidas señales con números o leyendas, esparciendo en cada rincón coloridas tapias y enormes vallas, invitando a la compra y consumo compulsivos de cualquier cosa en tiendas y restaurantes con marcas y nombres en lengua extranjera.
Esta es mi ciudad, y no la única, que se jacta de ser un lugar idóneo para vivir; pero no nací aquí, tuve que venir arrastrado por la enfermedad de la modernidad, que arrasaba como una epidemia entre los desterrados de la periferia anclados en el pasado. ¡Maldito virus que nunca cesa!
¿Y ahora qué? ¿Salgo a divertirme? Suele ser lo que se hace a estas horas en la ciudad. Si decido quedarme en casa me dicen que pierdo el tiempo, que no sé vivir la vida. En la calle, pletórica de atractivos, la noche me llama.
Entonces, obedezco, para no dejar pasar la oportunidad que me vuelve a brindar la ciudad, y a la que el tiempo ayuda con una suave brisa de aire fresco que aplaca, al menos de momento, el bochorno producido por la contaminación.
Parece un idílico paisaje citadino, en el que vivos colores artificiales adornando a diestro y siniestro te atrapan como una droga, logrando que arrincones por un rato tus miedos y fantasmas y, de ese modo, sentirte libre.
Deben estar en el sitio de costumbre, los de siempre, a la espera de que vayamos llegando poco a poco. No hay cita previa y puede entrar quien quiera. Últimamente no he aparecido mucho y deben estar criticándome por ello; seguro que esta noche saldrá el tema y tratarán de meterse conmigo, he de estar preparado y afilar las uñas.
Comienza a dolerme la cabeza por el ruido del tráfico. Me gusta caminar y las otras veces que he hecho este trayecto he pensado que a la próxima iría en taxi, pero puede más la necesidad de hacer algo de ejercicio, aunque sea solo andar, si bien ya no me acuerdo de la vez anterior que lo hice. Ya he olvidado mis salidas al campo y las carreras por el parque al que solía ir.
Me entretengo mientras tanto observando a la gente caminar rápido con bolsas de las compras en las manos, salir de bares y restaurantes alzando la voz, no sé si producto del efecto etílico o para así escucharse mejor. El ruido ya forma parte de la ciudad, el de los motores y las bocinas de los vehículos, el de las máquinas perforadoras que no paran de trabajar todo el día para ir acicalándola con un nuevo asfalto que poner en la calle, otro viaducto que levantar, aceras, más estrechas, que pavimentar, un edificio alto que construir tras haber barrido sin contemplaciones varias casas viejas abandonadas.
La ciudad en un constante vaivén a la conquista del futuro, y donde sus pobladores se baten por no perder ese tren.
Voy llegando y, de repente, algo me va diciendo que tampoco es día hoy para reunirme con el grupo. No veo excusa para no hacerlo como en otras ocasiones, en las que normalmente el cansancio o demás obligaciones me habían impedido acudir.
Finalmente me paro, miro alrededor, extrañamente apenas hay ruido, y la luz en la calle, que es estrecha, es diferente; no hay tampoco edificios, solo pequeñas casas con gente sentada en sillas charlando amigablemente en sus portales. Unos niños pasan corriendo a mi lado, parece que están jugando a ver quién llega el primero; me hace recordar cuando lo hacía con mis amigos del colegio.
Estoy frente a unos frondosos árboles donde escucho el «cricrí» de los grillos. El dolor de cabeza me ha desaparecido por completo, qué medicina tan maravillosa son los sonidos —y no el ruido— del lugar.
No parece magia, o de serlo es que debo de seguir todavía soñando durante la larga siesta que estaba haciendo en la tarde antes de optar por salir. Creía haber despertado, pero debo seguir durmiendo.
Me dejo llevar por mis pies que alcanzan un local en una esquina de la calle. Me paro ahora enfrente, y por los cristales de una de las ventanas miro hacia dentro. Está algo concurrido por algunos grupos de personas que conversan amigablemente, produciendo un incesante pero apacible murmullo —que no es en absoluto ruido— alrededor de una mesa en la que no falta el vino y algunas viandas.
La escena me es muy familiar, como la mayoría de hombres y mujeres que iba reconociendo. Ahí estaba ella, sí, es ella, la chica que me gustaba, y le declaré mi amor cuando aún éramos niños. Apenas ha cambiado, no he olvidado nunca su cara, y a su lado alguien de espaldas a mí que por su aspecto debía de ser una persona mayor.
Titubeo para entrar, una parte de mí quiere hacerlo, la otra intenta de nuevo despertar de lo que parece un sueño, si lo es, para volver a la realidad. «¿Y si todo esto fuera real?», me pregunto intentando acabar con la duda cuando ella mira hacia la ventana y le insta al hombre que tiene a su lado que haga lo mismo.
Despierto en medio del murmullo sentado frente a ella, que sonriendo dice que me gire y mire a la ventana.
Jordania. Enero 2021
Oigo el mar, pero se esconde de mí
Oigo el mar, pero se esconde de mí.
En esta isla lo que percibo no existe,
y mi campo de visión me desorienta.
Oigo el mar y la luna mueve su marea,
el ir y venir de las olas me recuerda mi era de libertad,
mi piel se erizaba en ese primer choque frontal contra las olas.
En otros tiempos habría dormido en la arena,
arropado bajo la brisa del mar,
ante un sinfín de estrellas y galaxias.
Habría despertado con aquellos primeros rayos del sol,
alumbrando aquel bucólico paraje,
pintando todo de naranja tropical.
Y aquellas barcas de madera habrían zarpado,
provenientes de destinos lejanos,
buscando a aquel primer hombre
que evadió la realidad.
Mozambique. Abril 2020
Memoria
Sigo el confinamiento en mi célula acristalada esperando las reacciones a una nueva vacuna. Me he convertido en una perfecta y dócil cobaya, necesito ganar algo de dinero tras varios meses sin encontrar trabajo como abogado criminalista, quién lo diría en estos tiempos de violencia y depresión, a pesar de hablar perfectamente tres idiomas y contar con dos másteres de especialización en universidades extranjeras de renombre.
Fuera, la ciudad está arrasada por un terrible coronavirus, del que se sabe que ya atacaba hace unas décadas, pero en otra versión, y que se logró aplacar tras la muerte de millares de personas en todo el mundo. En esta ocasión, la propagación es mucho mayor y, aunque apenas lleva unas semanas esparciéndose a su gusto, los gobiernos están totalmente desconcertados al haberles pillado completamente por sorpresa.
Al menos, aquí dentro no llevo mascarilla ni guantes y paso los días leyendo libros de aquella época, en los que se cuenta que el mundo llegó a cambiar, pero que fue por poco tiempo porque pronto se olvidaron de lo que había sucedido.
Jordania. Abril 2020
Tú, sí, tú
«Tú,
sí, tú».
Aquí no se pierde el tiempo en formalidades. Bajo la sombra del cocotero aprecio el ir y venir de la ciudad. Duermo, noto cambios, lucho por la notoriedad. El negocio no es duro; con poco trabajo físico, vendo los frutos de la tierra.
Mírala llegar. Es Afrodita; con sus labios carmesís me ha pedido un coco. Y con mi machete le muestro mis habilidades.
«Son cinco dorados para ti, rubia.
Una pajita para que no te manches esos labios».
Qué tranquilidad bajo el árbol, la brisa es fresca y amarga con sabor a mar.
Ya Afrodita me ha dejado, desapareciendo su carroza en la distancia.
Pero él sigue allí, frente a mí y con cuaderno en mano, me observa con ojos ajenos.
Su mente está en movimiento, con cada nueva letra que escribe, parece llegarle una nueva idea.
«Tú,
sí, tú».
Soy tu protagonista.
Tu humilde vendedor de cocos.
El arquetipo de la pereza.
El tercer mundo en persona.
Yo le vendo cocos a rubias en carrozas,
y a intelectuales como tú.
Qué fácil es verlo todo con ojos ajenos,
juzgar mi comportamiento,
atribuirlo a mi bolsillo.
Tú ahí,
si quieres escribir de mí,
debes comprar un coco.
Subo al cocotero, mi destreza habla por sí sola. Esos grandes músculos que sobresalen de mis mangas me llevan a la cima. Desde aquí veo el mar, la espuma de las olas que pintan el horizonte. Los cocoteros que danzan sigilosamente con el viento. Y en este trance, pierdo el equilibrio y caigo. Siento el vértigo instantáneo, la brisa en mi cuello, la libertad de mis pies descalzos en el aire.
Y despierto. Otra carroza ha parado y una rubia me tira cinco dorados.
Bajo la sombra del cocotero, mi vida se enraíza al árbol.
Mozambique. Abril 2020
Cooperante
Me he escapado esta tarde de la oficina, no faltaba mucho tiempo para la hora «oficial» de salida, y lo escribo entre comillas porque normalmente en la que ahora estoy hablar de un horario fijo es como pedir que nieve en el desierto, aunque es cierto que en alguno sucede.
Quería simplemente dejar de un lado los papeles, el teclado del ordenador, las tazas de café a medio tomar acumulándose en la mesa; quería tener un rato con el ruido y el humo de los coches viejos inundando la ciudad. Aquí hay vida, quizá parecida a la del lugar de donde vengo, aunque con gente hablando una lengua diferente, paseando con otras preocupaciones que la de este sitio ya empieza a compartir también, cuando hasta hace bien poco ni se les hubiese pasado por la cabeza que iba a ser así.
Igual debiera ir a la consulta de un especialista, está de moda; las hay de muchos tipos, pero prefiero no pensar en eso y ser como siempre, crítico conmigo mismo y en lo que se pueda con el resto. Sobre el resto hay mucho que cortar y contar y, en el campo en el que me desenvuelvo, habría para no terminar, para nunca acabar, pero imagino que como en otras esferas y ámbitos de trabajo y de la vida en general.
Ya me cansa, y parece que no haya fin, el discurso fácil, ya sea en informes a todo color encabezados con insignes logos fruto o no de repetidas, periódicas y resonantes conferencias, congresos, jornadas y todo tipo de eventos en los que especialistas y no especialistas se cruzan hablando, y escribiendo, lo ya dicho incontables veces antes, y que nunca acabe, porque es un filón, y, al parecer, también interminable.
Pero de qué estoy hablando, el café me sabe a gloria, no es como el de la oficina que menos a café sabe a todo, incluyendo rayos. En este sitio perdido del mundo, donde me hallo y, a veces, me encuentro, lo cultivan y la mejor producción se va fuera con las multinacionales del sector, ¡cómo si fuera el café lo único! En este salón de café, en una renovada casa colonial, es de su propio cultivo y unos pocos aún lo podemos pagar, los de siempre, expatriados y una pequeña población nacional que busca en parte ser como nosotros, y no tienen la culpa y no los voy a criticar, tienen todo el derecho como la virtud que todos en este mundo debieran tener.
El paseo lo reconforto con este delicioso café, mirando la clientela que se engancha al móvil como el que no puede vivir sin él; ¡vaya jodido invento!, si mi abuela levantara la cabeza nos etiquetaría de locos, lo mínimo eso. Y si ella intentara entender qué es lo que hago yo por estos lares, como en los anteriores, diría, probablemente, que estoy igual de loco, y de remate. Para rematar me siento a veces, como ahora, que he tenido que salir de la oficina y olvidarme por un instante de lo burócrata que he venido convirtiéndome —y no hay que achacárselo a los años— en mi trabajo. Parece mentira que trabaje para ayudar a otros, y que para un poco de ayuda haya que hacer tanto papeleo y control; ¿qué será entonces de la ayuda de verdad?, la que necesita gran parte de la humanidad.
Mi granito de arena es insignificante, pero a mí me ha dado prácticamente todo, me ha ayudado mucho a ser lo que soy, porque el como soy ya lo era antes de empezar; pero ha llegado el momento de protestar, y no es tarde, nunca lo es mientras se pueda. Ando muy metido en mi rutina y, tal vez, en parte por ello, no me doy mucha cuenta de lo que se viene cociendo. Antes debí ser bastante ingenuo, me creía y arriesgaba, no con las camisas arremangadas porque suelo llevar camisetas —todo hay que decirlo—, pero algo de sudor salía de mis poros, aunque fuera por estar en el trópico.
Consumía energía y tiempo con la gente, sus problemas, gastaba suela de mis zapatos y sí, me lo creía, sentía que lo hacía. Con el tiempo observo que, aunque hay todavía guerreros y guerreras, y con ilusión de hacer realmente algo, la maquinaria está ya obsoleta, pero no deja de seguir dando premios a los buitres de turno, esos que desde sus poltronas aprendieron sus discursos de memoria y arengan para que otros suden la camiseta, gasten suelas de sus botas. Y las grandes organizaciones, y algunas que no lo son tanto pero que han crecido y siguen codeándose con aquellas para poder llevarse una parte del pastel, la suficiente para sobrevivir, siguen celebrando y participando en recurrentes actividades con toda la parafernalia para llenarse sus egos —aparte de sus bolsillos—, completar los informes de rigor con estadísticas y gráficos actualizados y mucho de recopiado de ediciones anteriores.
La foto de rigor, las noticias en los principales medios de comunicación y algún que otro actor, frágil, con el que se aprovechan para llamar la atención porque la suya de poco sirve ya, si no es solo para sus propios intereses. Pobre actriz, joven, dinámica, pero robotizada y manipulada para hablar como conciencia ajena.
No pretendo en absoluto ser uno de esos actores que de vez en cuando han salido y salen a la palestra para denunciar, y está bien eso, tampoco voy a negarlo. Yo no necesito salir en las noticias o en los periódicos, ni usar esas herramientas virtuales como las que usa algún político de turno y pretende así gobernar su país y el resto del mundo. Bien por ella —en este caso—, que le vaya bien, que no la manipulen; eso será difícil, yo me conformo con que su mensaje se extienda y el resto de los mortales hagamos buen uso de él y consigamos ir echando marcha atrás con nuestros atropellos.
Yo solo quiero ahora tomarme un café, aunque sea solo a unos cuantos metros de mi oficina; pensar un poco en lo que hago, reflexionar y que no sea apenas criticar, sobre mi granito de arena para ayudar a construir la paz mundial, a combatir la pobreza, a preservar el medio ambiente… Por un momento me he sentido abrumado, consumido por los informes que debía leer y que me alejaban de la realidad, que parece virtual. Quiero la real, y la veo frente a mis narices por la gran ventana de este pequeño café, en la capital de este país, otrora en guerra contra sí mismo, su gente, influenciada por pensamientos e intereses ajenos buscando la que pensaban era la libertad.
En esta ciudad, desordenada, con apenas recolección de basura en las calles, con muchos niños y niñas pidiendo en los semáforos para llevarse algo a la boca, con un calor asfixiante casi todo el año… Aquí parece que la temperatura me ha venido calentado demasiado la cabeza, y en el desespero de escapar también del aire acondicionado de la oficina, que debe haberme producido el síndrome de los extremos —entre ambos es posible que haya unos veinte grados de diferencia—, me planto delante del café, sin azúcar, fuerte, en un vaso de cristal para denunciarme a mí mismo.
Denuncio que lejos de los escenarios, los destellos de las cámaras y de las tertulias sin café se puede hacer más que simplemente rellenar formularios, revisar informes, actualizar presupuestos o marcos lógicos; que los proyectos son importantes como lo son para quienes van dirigidos, pero que por una vez sea de verdad y no la escrita, con mucho recopiado. Los que trabajamos en ello tenemos mucho más que decir y hacer que los que gustan salir representando el mismo guion de siempre.
Jordania. Enero 2020
El salto
El olor del delicioso café se esparce por la habitación y llega hasta el balcón desde el que me asomo y contemplo la ciudad bajo un manto azul adornado de blancas nubes que tratan de esconder a ratos el radiante sol.
Es, sin duda, una larga frase para empezar una historia; tenía que haber hecho alguna pausa, marcada por una coma. Es probable que lo hiciera inconscientemente, y la narración igual podría salir corta para tanto preámbulo.
Entonces, ¿qué hago? Bien fácil: dejarme llevar por la inspiración del