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El hombre corzo
El hombre corzo
El hombre corzo
Libro electrónico198 páginas2 horas

El hombre corzo

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Desde muy joven, Geoffroy Delorme tuvo dificultades para relacionarse con sus semejantes. Sus padres decidieron sacarlo de la escuela, así que el pequeño continuó sus estudios en casa. Pero no muy lejos de su hogar había un bosque que no dejaba de llamarle. A los diecinueve años, no pudo resistir más la llamada y se lanzó a vivir con lo mínimo en las profundidades del bosque de Louviers, en Normandía. Comenzaba para él un largo y arduo aprendizaje.
Un día, descubrió un corzo curioso y juguetón. El joven y el animal aprendieron a conocerse. Delorme le puso un nombre, Daguet, y el corzo le abrió las puertas del bosque y su fascinante mundo, junto a sus compañeros animales. Delorme se instaló entre los cérvidos en una experiencia inmersiva que duraría siete años. Vivir solo en el bosque sin una tienda de campaña, refugio o ni siquiera un saco de dormir o una manta significaba para él aprender a sobrevivir. Siguiendo el ejemplo del corzo, Delorme adoptó su comportamiento, aprendió a comer, dormir y protegerse como ellos, aprovechando lo que el humus, las hojas, las zarzas y los árboles le proporcionaban. Y así, fue adquiriendo un conocimiento único de estos animales y su forma de vida, observándolos, fotografiándolos y comunicándose con ellos. Aprendió a compartir sus alegrías, sus penas y sus miedos. En El hombre corzo, nos lo cuenta con todo lujo de detalles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2022
ISBN9788412458053
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    El hombre corzo - Geoffroy Delorme

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    Prólogo

    ¿Hombre o mujer? Hace ya mucho tiempo, mis ojos perdieron la facultad de discernir esa clase de detalles a más de treinta metros. ¿Qué es eso? ¿Un animal brincando a sus pies? ¡No, por favor, un perro no! Tengo que detenerlos antes de que mis amigos huyan de él.

    Al igual que ellos, me he convertido en una criatura muy territorial. A todo aquel que entra en mi territorio lo considero un peligro potencial. Tengo la impresión de que viola mi intimidad. Mi perímetro consta de un radio de cinco kilómetros. En cuanto diviso a alguien, lo sigo, lo espío, averiguo todo lo que puedo sobre él. Si regresa a menudo, hago lo que sea para echarlo.

    Salgo del sotobosque decidido a impedir el avance del paseante. Un penetrante olor a violeta azucarada me invade las fosas nasales. Debe de ser una mujer. Mientras subo por el estrecho sendero, caigo en la cuenta de que llevo meses sin dirigir palabra a un ser humano. Hace siete años que vivo en el bosque y ya solo me comunico con los animales. Durante los primeros años, solía hacer viajes de ida y vuelta entre la sociedad humana y el mundo salvaje, pero, con el tiempo, he acabado completamente alejado de eso que llaman «civilización» para volcarme en mi verdadera familia: los corzos.

    Conforme avanzo por el sendero forestal, vuelvo a sentir emociones que creía completamente borradas de mi existencia. ¿Qué aspecto tendré? ¿Y el pelo? Llevo años sin peinarme, cortándomelo a ciegas con unas pequeñas tijeras de costura. Por suerte, no me crece la barba. Algo es algo. ¿Y la ropa? El pantalón agrietado por la tierra podría sostenerse en pie, como una escultura. En fin, al menos hoy está seco. Al principio de la aventura, a veces me daba por buscar mi reflejo en un espejo de bolsillo que guardaba en una cajita redonda, pero, con el tiempo, el frío y la humedad, el espejo fue ennegreciendo y, a decir verdad, ya no sé qué aspecto tengo.

    Es una mujer. Debo ser amable para no asustarla. «Pero no bajes la guardia, nunca se sabe». ¿Cómo empezar? «Buenos días», sí, «buenos días» está bien. No, mejor «buenas tardes». Ya está declinando el día.

    —Buenas tardes.

    —Buenas tardes.

    01

    De pequeño, bien abrigado en las aulas de la escuela, voy descubriendo las bases de mi futura vida humana —aprendo a leer, escribir, hacer cuentas y comportarme en sociedad— y me dejo llevar fácilmente al contemplar, a través de la ventana, la nobleza del mundo salvaje. Observo los gorriones, los petirrojos, los herrerillos, todos los animales que se inmiscuyen en mi campo visual, y empiezo a apreciar así la suerte de esas pequeñas criaturas por disfrutar de semejante libertad, mientras yo estoy encerrado en el aula con otros niños, los cuales, al parecer, sí se encuentran a gusto. Yo, en cambio, desde la altura de miras de mis seis años, aspiro a esa misma libertad que observo. Calibro, por supuesto, la rudeza de la vida salvaje, pero la observación de tal existencia, simple y serena aunque peligrosa, hace germinar en mi interior una actitud amotinadora contra esa visión humana en la que, presumo, quieren encerrarme. Cada día que paso frente a la ventana del fondo de la clase me aleja un poco más de los valores llamados «sociales», mientras que el mundo salvaje me atrae como un imán a una brújula.

    Un día, poco después del comienzo del curso escolar, se produce un incidente que, aunque banal en apariencia, cristalizará ese germen de rebelión. Una mañana, al llegar a clase, me entero de que está previsto realizar una salida a la piscina. Como soy temeroso por naturaleza, enseguida empiezo a preocuparme. Al llegar a la piscina, me quedo paralizado. Es la primera vez que veo tanta agua, y, como no sé nadar ni lo he intentado nunca, me invade un miedo instintivo. Los otros niños parecen muy tranquilos, pero yo no dejo de apretar los dientes. La monitora, una mujer pelirroja de rostro alargado y severo, me ordena tirarme al agua. Yo me niego. Se le crispa el rostro, se le endurece el tono y, de nuevo, me ordena meterme en el agua. Vuelvo a negarme. Entonces, se me acerca a paso firme y militar, me agarra de la mano y me lanza a la piscina con violencia. Inevitablemente, empiezo a tragar agua y, como no sé nadar, me hundo. Entre gestos desesperados, veo a mi verdugo tirarse y venir hacia mí. Presa del pánico, estoy convencido de que quiere matarme. Mi instinto de supervivencia me empuja a conseguir lo impensable. Como un perrito, nado hasta el centro de la piscina y me sumerjo para pasar bajo la cuerda de seguridad que me separa de la piscina grande con la esperanza de llegar al borde opuesto. Una vez alcanzado, trepo escalera arriba y, con las fuerzas que me quedan, corro a refugiarme en los vestuarios. Me pongo el pantalón y la camiseta. Al salir del agua, la monitora me busca por todas partes. Por el sonido de sus pasos en el suelo húmedo, sé que está atravesando el pasillo entre las pequeñas cabinas, dispuestas a ambos lados. Estoy encerrado en la tercera de la izquierda. Abre la primera puerta, que se cierra de un portazo. Siento el corazón a punto de estallar. Abre la segunda puerta, que se cierra con el mismo portazo. El escándalo infernal me lleva a pensar que está derribando cada puerta que encuentra a su paso. Aterrorizado, empiezo a reptar por el suelo, de una cabina a otra, deslizándome por el espacio que queda entre la pared y el suelo. Al llegar al final de la hilera, aprovecho unos segundos en los que ella examina el interior de una cabina para cruzar al otro lado y, así, sin hacer ruido, llego a la salida. Cuando por fin estoy fuera, bajo la calle a toda prisa, corriendo sin parar, con la mirada borrosa por las lágrimas y el cloro, hasta que un señor de aspecto familiar me detiene, me toma de la mano y me pide que vaya con él. Es el chófer del autobús. Me ha visto salir solo y ha tenido la sensatez de seguirme calle abajo. Entre hipidos, le explico lo que ha pasado, por qué no quiero volver a la piscina nunca más. Su voz y sus palabras consiguen tranquilizarme un poco. Cuando la pequeña epopeya llega a su fin y la maestra se entera de que ya me han encontrado, me siento al fondo del autobús solo, escrutado por los profesores y compañeros, como un animal salvaje y peligroso al que hay que vigilar. Tras este incidente, abandono la escuela. A partir de ahora seguiré escolarizado en casa gracias al Centro Nacional de Educación a Distancia (CNED).

    Mi rutina consiste en pasar el día solo, en mi habitación, aislado del mundo exterior, sin compañeros ni profesores. Por suerte, dispongo de una gran biblioteca llena de tesoros literarios (Nicolas Vanier, Jacques Cousteau, Dian Fossey o Jane Goodall, entre otros) que narran los secretos de la naturaleza y la vida salvaje. También devoro las obras de divulgación científica que encuentro (La nature jour après jour [La naturaleza día a día], La loi du plus fort [La ley del más fuerte], Copain des bois [Compañero del bosque]…). Una mina de preciada información que intento aplicar a mi propio ámbito, el jardín. Un manzano, un endrino, un cerezo, hayas, arbustos de berberis, cotoneaster, espinos de fuego, unos cuantos rosales…, todo un mundo alrededor de la casa con el que matar el aburrimiento. El mantenimiento de toda esa vegetación enseguida se convierte en mi principal evasión.

    Una mañana, descubro un nido de mirlos en el haya que crece frente a mi habitación. Ante semejante descubrimiento, mi cerebro infantil asume un mandato ineludible: debo cuidar de ellos. Empiezo a hacer guardia, vigilando el haya a todas horas para espantar a los gatos, atraídos por el olor de la presa fácil. Día y noche, cuando la vigilancia de los adultos se relaja un poco, abro la ventana de mi habitación y me deslizo al exterior tan sigilosamente como un felino, para enterarme de las novedades que conciernen a mi pequeña y plumosa familia. A fuerza de verme rondando, parece que se han acostumbrado a mi presencia. Les doy de comer migas de pan, lombrices o insectos que dispongo en un platito. Los padres acuden a picotear y se lo dan a los polluelos. Cada día que pasa, me gano un poco más su confianza. Ahora ya puedo subirme al haya para observar cómo pían los pequeños, hasta situarme a apenas veinte centímetros de ellos. Cuando, por fin, llega el momento de abandonar el nido, el padre sale primero. Los polluelos saltan tras él y caen al suelo. Tengo la impresión de que quieren presentarse. Mi corazón de niño de nueve años bate a toda prisa. Para inmortalizar mi primer contacto con la vida salvaje, hago una foto de las crías y se la envío a la señora Krieger, mi tutora a distancia.

    Cada vez que paseo por los alrededores de la casa, avanzo un poco más en la exploración. Detrás del haya está la alambrada, que tiene un agujero abierto; seguramente han sido los zorros. Me deslizo por ahí sin problema, en busca del campo lindante y las promesas de aventura que lo acompañan. Al principio, en mitad de la noche apenas iluminada por la luna, la sed de libertad se mezcla con el temor, el ardiente instinto de pequeño aventurero siempre refrenado por la prudencia del niño bueno y amable. Pero la atracción irresistible de la naturaleza rápidamente inclina la balanza hacia el lado de la vida salvaje, cuyo terreno despierta mis sentidos por completo. Concentrado en mis pasos, observo la topografía y las características del suelo. Al atardecer, el tacto sustituye a la vista y mi cuerpo reconoce el terreno hasta recorrerlo con los ojos cerrados. Es exactamente el mismo proceso de memorización que se pone en marcha cada vez que despertamos en la oscuridad y sabemos dónde se encuentra el interruptor, pero en plena naturaleza. También los olores cambian. Por ejemplo, las ortigas huelen mucho más fuerte de noche. Incluso la tierra exhala un aroma distinto. Cuando empiezo a olfatear los húmedos efluvios de la charca de Petit-Saint-Ouen, sé que el paseo está a punto de acabarse. Si avanzo un poco más, me topo con la casa del guarda forestal. Más allá se extiende el bosque, lo desconocido. Los chotacabras vuelan en círculo sobre mi cabeza, y en su vuelo emiten un curioso zumbido, ronco y monótono. Ya no tengo miedo. Estoy a gusto.

    En el fondo de mí mismo, late un instinto de libertad que me lleva a escaparme en cuanto veo la ocasión, y una sola regla merece mi respeto: la de la naturaleza. No rompo ni una rama, ni siquiera muerta. Me invento rituales cada vez más complicados que rozan el absurdo. Cuando encuentro un árbol muy alto, nunca lo rodeo por la izquierda, pues, por alguna inexplicable razón, creo que los acontecimientos que estoy a punto de presenciar serán más numerosos e importantes al rodearlo por la derecha. Así voy construyendo mi imaginario, mi espiritualidad, mi relación con la naturaleza, tan documentada y razonada como impregnada de misticismo infantil.

    El bosque de pinos. Tenía por costumbre venir aquí cuando arreciaba una tormenta. Los pinos cortaban el viento de manera muy eficaz, de modo que se instalaba un microclima que aumentaba la temperatura un par de grados. Con las piñas y agujas de pino del suelo podía encender fuego fácilmente.

    Hace ya tiempo que un zorro viene a dormir bajo un frondoso árbol de nuestro jardín. Una noche de invierno, decido seguirlo campo a través. Al llegar a la casa del guarda, observo cómo sigue su camino con un ligero trote. Ha llegado la hora de sumergirse en lo desconocido. Un centenar de metros más adelante, en la linde del bosque, el zorrillo me desvela la entrada a su madriguera. Nunca me he aventurado a alejarme tanto de mi habitación. El viento que sopla, siempre del mismo lado, me trae los olores de los campos. La penumbra, de repente, se vuelve más espesa. También cambian los sonidos. Los nuevos ruidos se vuelven innombrables, pues la vida está ahí, en la profundidad del bosque. Me adentro unos cuantos metros, justo a tiempo para sentir el ligero escalofrío de adrenalina que suscita el misterio, antes de dar vuelta atrás. En realidad, no hay nada que temer. El peligro nunca procede del bosque, como bien saben los animales. Del campo sí hay que desconfiar. El bosque es fascinante y seductor. A partir de esa noche, cada vez me adentro un poco más, siempre con cuidado de no apresurarme. Hasta que una noche me topo de bruces con un ciervo. Suelo escuchar sus bramidos al final del verano, pero nunca he tenido el coraje de acercarme a ellos. A mis diez años, los bramidos roncos en mitad de la noche me resultan demasiado intimidatorios. Este encuentro inesperado también me paraliza. El pesado cuerpo a menos de diez metros, el suelo vibrando a cada paso que da,

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