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Bucarest 187: Mi historia
Bucarest 187: Mi historia
Bucarest 187: Mi historia
Libro electrónico379 páginas6 horas

Bucarest 187: Mi historia

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Información de este libro electrónico

"Mi padre Sergio Verdugo Herrera tenía cincuenta años cuando fue asesinado en 1976. Y el título Bucarest 187 es la dirección de su casa, en el barrio de Providencia. En mi familia había civiles y militares. Había disidentes y partidarios de la dictadura. ¿Qué le ocurre a una gran familia cuando un crimen político afecta su eje emocional? Se pone a prueba los valores en medio del dolor y el miedo, emergiendo lealtades y traiciones que marcan para el resto de la vida.

Esta historia está cruzada por mi quehacer como periodista disidente durante la dictadura. Fui testigo de episodios que no debemos olvidar. ¿Cómo hicimos periodismo en Chile a pesar de las censuras? ¿Qué papel jugo el periodismo disidente en la lucha contra Pinochet? Este relato contiene parte de la respuesta, ya que sería arrogante e irreal decir que bosqueja un complejo panorama.

Escribí pensando en los jóvenes para ayudarlos a comprender lo que ocurrió a sus padres y abuelos, acontecimientos que a su vez – quiéranlo o no- marcan sus vidas en el presente. Porque la historia - personal y social – no está hecha de trazos negros y blancos. Toda una gama de grises habla de la complejidad de nuestras debilidades, así como todo el abanico de colores habla de nuestras fortalezas. La espiral de la portada, a su vez, nos recuerda que la vida es un proceso y en las manos de los jóvenes está hacer de Chile un país más justo y más digno."

Patricia Verdugo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 abr 2018
ISBN9789568303495
Bucarest 187: Mi historia

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    Bucarest 187 - Patricia Verdugo

    ocurrió

    Uno

    Mi madre dice que durmió con mi padre hasta por un año después de muerto. Dice que estando semidormida, escuchaba el sonar de las llaves en la reja, los pasos sobre los pastelones del jardín, el ruido plañidero de la puerta principal al abrirse, luego los pasos en los peldaños de mármol de la escalera hasta sentir su cuerpo deslizándose entre las sábanas, para abrazarla por detrás. Y cada mañana, al comenzar a despertar, volvía a sentir su abrazo y luchaba por despabilarse del todo, darse vuelta y verlo. Cuando lo lograba, el abrazo se desvanecía.

    Así, durante meses, su fantasmal compañía la consoló en su viudez. Estaba tan atontada por el dolor que, entre creer que era un sueño o creer que era cierto, se aferró a la visita nocturna. Cuando volvió el invierno y se iba a cumplir un año de duelo, vino el terror. Un miedo visceral a estar volviéndose loca quizás. Y en vísperas del primer aniversario, ya no pudo más y se arrodilló junto a la cama, llorando, al tiempo que le rogaba a mi padre no volver. Y así fue. Desde esa noche ya no volvió a meterse entre sus sábanas y, a cambio, le entregó la primera pista que nos llevaría a resolver el misterio de su asesinato.

    De espíritus que se conectan con los vivos está llena mi familia. Mi abuela, Matilde del Real, contaba la historia que había salvado la vida de mi madre. Y la contaba con la misma naturalidad con que daba su receta de dulce de alcayotas con nueces, esa mermelada de hilachas transparentes que llenaba hasta el borde las barricas de madera en el cuarto de la despensa. Sucedió una noche en que ella dormía junto a mi abuelo en la gran cama de bronce de la casona de Santa Cruz. Se despertó al escuchar el chirrido de la puerta al abrirse, vislumbró la figura oscura que avanzaba hacia la cama y se apoyaba en ella, haciéndola crujir. Entonces escuchó la voz de su abuela ya muerta: ¡Matilde, Matilde, la niña!. El llamado se repitió y ella se incorporó de un salto, corriendo al dormitorio vecino donde mi madre dormía junto a su niñera. Sacó a la niña de la cuna y apagó el fuego que ya avanzaba por los encajes de la almohada. Luego, la niñera explicó lo ocurrido: había traído la vela y no encontró la palmatoria de bronce sobre la mesilla. Cansada como estaba, renunció a volver a la cocina y afirmó como pudo la vela sobre la cubierta de madera. Para colmo, se durmió y la dejó encendida. La llama, al bajar, debió hacer contacto con los encajes de la cuna. Lo inexplicable fue el aviso salvador. Para mi abuela no fue problema, ya que había crecido entre mesas de tres patas y sesiones de espiritismo. El que se devanó los sesos tratando de entender fue mi abuelo, porque Juan Manuel Aguirre era masón, ingeniero de oficio y cartesiano por formación, y se había despertado con el crujido de la cama, escuchando con toda claridad la voz que llamaba a su mujer.

    No heredé capacidad alguna para conectarme con mis muertos. Sólo una vez recibí un mensaje que me permitió prepararme para el duelo. Ocurrió pocas horas antes de saber que el cuerpo de mi padre había sido sacado del río Mapocho en julio de 1976. Ese fue un mes gris, frío y oscuro en Santiago de Chile. Así lo recuerdo al menos. Es posible, si reviso los archivos meteorológicos, que me encuentre con la sorpresa de muchos días soleados ese julio, mes en medio de nuestro invierno sureño. Quizás era yo la que llevaba el frío por dentro. Ya estábamos en el tercer año de la dictadura militar y las noticias iban de mal en peor para los disidentes. A la redacción de la revista Ercilla llegaban las familias denunciando las torturas a los prisioneros en los campos de concentración o, lo que era peor, clamando por ayuda para encontrar a alguien que había desaparecido. Poco y nada podíamos hacer los periodistas para denunciar la violencia ejercida por el Estado contra personas indefensas. Estábamos con las manos amarradas por las cuerdas invisibles del miedo: desde el temor a que cerraran la revista hasta el terror —pegado en la piel— de pasar a integrar las interminables listas de detenidos o exiliados. Sólo podíamos canalizar la demanda por ayuda hacia el Comité Pro Paz, el organismo de auxilio creado por la Iglesia Católica y otras iglesias cristianas.

    Todos los medios de izquierda habían sido clausurados desde el mismo día del golpe militar de septiembre de 1973. Los canales de televisión estaban militarmente intervenidos y sólo permanecían circulando los medios de derecha y los ligados al centrista Partido Demócrata Cristiano. Mi revista era uno de estos últimos y tenía un sólido prestigio de cuatro décadas de vida. Pero nuestro semanal ejercicio de libertad de prensa se vino al suelo con el golpe, bombardeado por los mismos rockets que perforaron el Palacio de La Moneda y quemado por las mismas llamas que consumían libros y revistas durante los allanamientos.

    La censura militar revisaba todos los textos. Las páginas de prueba partían cada semana a la oficina del censor y volvían tachadas con lápiz rojo. El efecto perverso se hizo notar con rapidez. Cada tachadura parecía un tiro al aire, una advertencia. Obtener las mínimas correcciones se transformó en la meta tácita del equipo periodístico. Un desafío semanal para garantizar la vida de la revista y la sobrevida personal. La línea de la información permitida la daba la prensa de derecha. La leíamos cuidadosamente cada día. De las muertes —sólo algunas— se informaba con el parte oficial, argumentando muchas veces fusilamiento por ley de fuga. ¡Obviamente no era creíble la cantidad de prisioneros que se fugaban de manos de sus captores! Pero no había indagación periodística que confirmara lo sucedido. Si no lo hacía la prensa de derecha, menos podíamos intentarlo nosotros. El clima era de creciente terror para cualquier disidente. Un bando militar invitaba a la delación, asegurando una total discreción sobre la identidad del que la formule. Otro bando ofrecía recompensas de quinientos mil escudos a quien diera información para detener a dirigentes políticos de la Unidad Popular.

    Sólo recordar esos meses de comienzos de la dictadura me provoca un escalofrío. La multitud silenciosa frente al Estadio Nacional, usado como campo de concentración. Los rostros desencajados de mujeres y hombres, portando paquetes los más, esperando un dato que calmara su angustia, aguardando un afirmativo, aquí está para saber de la persona amada. En marzo del ‘74 hubo una semana que se me quedó anclada en la memoria. Comenzó con la muerte del general Alberto Bachelet en su celda de la Cárcel Pública, tras las torturas que se le practicaron en la Academia de Guerra de su propia institución, la Fuerza Aérea. Infarto, dijeron. Tres días después, la muerte del periodista José Tohá, ex Ministro del Interior y de Defensa, en el Hospital Militar. Suicidio dijeron, se colgó del closet de su habitación con su propio cinturón. Luego supimos los datos que hacían imposible esa versión: del campo de concentración de Isla Dawson había salido pesando apenas cuarenta y nueve kilos para su gran estatura, más de un metro noventa. Y del Hospital Militar lo habían llevado a la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea para ser interrogado. Apenas podía moverse por su avanzada desnutrición y las drogas que le inyectaban. Más aún, su mujer —la valiente Moy de Tohá— vio su cuerpo y comprobó la mentira ya que ella había trabajado por más de una década en el Laboratorio de la Policía Técnica de Investigaciones. No había ojos desorbitados, ni lengua tumefacta fuera de la boca, ni rostro amoratado. José Tohá parecía dormir, sereno y pálido, sobre la camilla. Un hilillo de sangre había quedado marcado, saliendo de su nariz. Moy preguntó a qué hora había muerto. Como a la una de la tarde, le dijeron. Sintió un estremecimiento al recordar que, a esa misma hora, su pequeño hijo José volvió del colegio, llorando, con un hilo de sangre corriendo desde su nariz. El cardenal Raúl Silva Henríquez apareció en el Hospital Militar para confortarla. Moy lo escuchó discutir por teléfono con el general Sergio Arellano Stark, quien le negaba autorización para hacer una misa en la catedral. A un suicida y a un marxista no se le hace misa en la catedral, dijo el general. De nada sirvió al cardenal argumentar que Tohá había sido Vicepresidente de la República. Incluso prohibieron discursos durante el funeral.

    Sí, las cosas iban de mal en peor. Ese mismo día, quince de marzo del ‘74, se presentó ante la justicia el primer recurso de amparo por 131 detenidos que no aparecían en ninguna lista oficial de centros de reclusión. En mi revista no pudimos siquiera publicar brevemente estas noticias.

    El general Pinochet buscaba, entretanto, más títulos para asegurarse el poder total, luego de haber sido el último en subirse al carro blindado del golpe militar. Ya no le bastaba con ser el comandante en jefe del Ejército y el presidente de la Junta de Gobierno. Tenía que borrar todo rastro de esa debilidad suya que lo había llevado a decir —el 30 de septiembre del 73— que la presidencia de la Junta iba a ser rotativa. Después de un tiempo lo será el almirante Merino, luego el general Leigh y así sucesivamente. Soy un hombre sin ambiciones. No quiero aparecer como el detentador del poder. Así, durante ese año 74 primero dictó un decreto-ley que lo ungió como Jefe Supremo de la Nación y luego otro que lo proclamó Presidente de la República de Chile. ¡Qué extraño efecto producen los títulos de poder y qué oscuras debilidades ocultan su búsqueda!

    No recuerdo la fecha en que terminó la censura previa. Lo más seguro es que la dictadura decidió pasar a la siguiente etapa —la autocensura— cuando comprobó que el censor casi no usaba el lápiz rojo. Ya enviábamos sólo las noticias posibles de publicar. Nos automutilábamos a la perfección. Y cada semana dolía menos. Cada uno recurría a la dosis de anestesia que le viniera bien para justificar lo obrado. Sobrevivir —como medio y como persona— era la meta. Nada más.

    Se dictó un decreto que autorizaba al jefe militar de zona en Estado de Emergencia para impedir la publicación o emisión de noticias destinadas a menoscabar el espíritu de sacrificio de la población en beneficio del porvenir de la Patria, lo mismo que de aquellas que deforman la verdadera dimensión de los hechos o simplemente los falsean. Y en la ambigüedad de ese texto crecía como levadura el espacio de lo prohibido, alimentado por el terror del crimen que ya desbordaba las fronteras. Recuerdo muy bien el silencio que se dejó caer —pesado, torvo, frío— en la casa de calle Quebec 497, donde funcionaba la redacción de la revista, a fines de septiembre de 1974. No podíamos creer que fuera cierto y no había palabras para expresar esa incredulidad: el cable anunció que una bomba había matado al general Carlos Prats y a su esposa, Sofía Cuthbert, en una calle de Palermo, Buenos Aires. Si se habían atrevido a matar al ex comandante en jefe del Ejército, ¿qué podría sucederle a uno, simple trabajador de la prensa, si desataba el enojo o la sospecha de la dictadura?

    Dejamos de hablar con franqueza hasta entre nosotros. La autocensura invadió todos los espacios, desde las conversaciones en la sala de redacción hasta las discusiones en las reuniones de pauta. Creíamos que los teléfonos estaban intervenidos, que había micrófonos en las salas y oficinas. Medir las palabras y los gestos pasó a ser un ejercicio cotidiano, en medio de un pueblo síquicamente disociado que seguía funcionando —en apariencia— como si todo fuera normal. Nunca desconfié de mis colegas, pero quizás alguien pensó que yo podía ser una delatora. No lo descarto. Había oficiales de Ejército en mi familia y yo misma había trabajado en la Escuela Militar.

    Lo cierto es que lamentaba la mala suerte de mi hermano menor, Roberto. Se le había ocurrido ser militar —en el Chile democrático— poco antes de que dejara de ser un oficio inofensivo de quienes sólo jugaban a la guerra. Y estaba todavía en la Escuela Militar cuando vino la orden de vestir trajes de comando e invadir la casa presidencial de calle Tomás Moro, tras el bombardeo de los aviones Hawker-Hunter. Un par de semanas después del golpe militar, tuvo su primera salida tras el acuartelamiento en primer grado. Apareció Roberto, arrasó con el refrigerador y se puso a dormir, me avisó mi madre por teléfono. Fui a verlo ese mismo atardecer. Bastaron dos frases para saber que estaba enfrente de un soldado del ejército vencedor sobre un ejército de vencidos. ¡Como si los disparos de unos pocos francotiradores pudieran justificar un estado de guerra! Decidí acallar cualquier crítica, para no molestar a mi mamá. Fue entonces cuando él comenzó a relatar el asalto a la casa presidencial. El niño que todavía era y el soldado que comenzaba a ser se entremezclaban en el relato. Y lo culminó poniendo sobre la mesa su botín de guerra. Sobre el mantel se desplegaron unos cuantos objetos. Mi madre tomó una pesada medalla. Es de oro, dijo y luego leyó el nombre del Presidente Salvador Allende en una de sus caras. Era el Premio Lenin por la Paz. Nos quedamos unos segundos en silencio.

    —Roberto, hijo, esta medalla es de gran valor histórico. ¡No puedes tenerla en tu poder!...

    El reproche maternal cayó como balde de agua fría. Mi hermano intentó argumentar que sólo se trataba de souvenirs, que no había reparado en el valor de la medalla y, finalmente, se justificó diciendo que todos sus compañeros habían cogido objetos pequeños. Mi madre no aceptó sus razones. El argumentó, entonces, que los oficiales a cargo del asalto se habían llevado los grandes objetos que no habían resultado destrozados por el bombardeo: cuadros, muebles, valiosas artesanías y otros. Mi madre no cedió.

    —Robo, eso es un robo —dijo con voz severa.

    —Guerra, esto es una guerra —apuntó mi hermano alzando el tono.

    —No es el punto, no voy a discutir, mañana devuelves esta medalla y que la guarden en el museo de la Escuela —sentenció ella sin dar lugar a apelación.

    Roberto tomó la medalla, se dio media vuelta y salió. Yo tomé el pasaporte oficial a nombre de Hortensia Bussi de Allende y una tarjeta blanca, pequeña, que en letras doradas tenía inscrito el nombre del Presidente Allende.

    —Déjame guardar esto, mamá, ya veré forma de hacérselo llegar a la familia —dije pensando en la viuda y las hijas del Presidente que ya habían iniciado su exilio en México.

    Para entonces yo también trabajaba en la Escuela Militar. Ayudante de relaciones públicas era mi cargo desde el 71, cuando mi tío Gustavo Verdugo —ayudante del subdirector de la Escuela— me había pedido que lo asistiera en la tarea de relaciones públicas. Era algo muy simple, que agregaba unos pesos al ingreso familiar y me tomaba pocas horas a la semana: avisar a los medios cuando se realizaba un acto oficial y escribir las notas que finalmente se recopilaban en la revista anual Cien Águilas. Conservé el trabajo después que mi tío fue destinado a otra unidad. Pero el cruento golpe militar cambió el cuadro. ¿Cómo trabajar para ellos en esas condiciones? ¿Cómo renunciar sin levantar sospechas? Cuando un amable sargento me avisó que ya se permitía el ingreso de personal civil no indispensable, mi problema de conciencia encontró una excusa humanitaria. Recibí en mi casa la visita de Olaya Tomic, quien creía que su marido —el ex ministro Pedro Felipe Ramírez— estaba detenido en la Escuela Militar. Me llevó alguna ropa de abrigo y útiles de aseo para que se los hiciera llegar. Así, crucé la guardia mostrando mi TIFA (Tarjeta de Identificación de las Fuerzas Armadas) y sintiendo que llevaba una misión de auxilio. Recorrí el largo y frío pasillo, cruzándome con oficiales en tenida de combate. Entré a la oficina de la subdirección y vi a mi jefe, un capitán, en su escritorio. Cuando le planteé el encargo que traía para el detenido ministro, consultó por teléfono y me comunicó que todos los prisioneros ya habían sido trasladados a otra unidad. La tal unidad —eso no me lo dijo— era la isla Dawson, en el extremo austral de Chile, campo de concentración para los vip del gobierno depuesto. Acto seguido, me alcanzó una hoja escrita a máquina.

    —Léala, me gustaría conocer su opinión —dijo con voz grave.

    Yo no podía creer lo que estaba leyendo. Quince políticos demócratacristianos, encabezados por el ex ministro Bernardo Leighton, se manifestaban en contra del golpe militar y condenaban el derrocamiento del Presidente constitucional de Chile, señor Salvador Allende. Volví a leer con cuidado la declaración, sintiendo cómo se me aceleraba el corazón. Admiré la valentía de los firmantes: Ignacio Palma, Renán Fuentealba, Radomiro Tomic, Claudio Huepe, Andrés Aylwin, Mariano Ruiz Esquide, Jorge Donoso, Belisario Velasco, Ignacio Balbontín, Florencio Ceballos, Jorge Cash, Fernando Sanhueza, Sergio Saavedra y Valdemar Carrasco. Sentí alivio al saberme acompañada por estos camaradas, ya que militaba en el PDC desde mi adolescencia.

    —Me gustaría conocer su opinión —repitió el capitán.

    —Me parece interesante. No tenía la menor idea de esta declaración. No se ha publicado en la prensa —comenté tratando de controlar cada palabra.

    —Y no se publicará —sentenció él, dejando puntos suspensivos para que yo siguiera hablando.

    —Bernardo Leighton es un hombre respetado por todos —agregué, refiriéndome al político conocido como el hermano Bernardo por su bondad y consecuencia.

    —Así será, pero aquí se anduvo cayendo —dijo él.

    Me escabullí de opinar. Y el capitán me lo permitió. Yo le simpatizaba, ¿para qué complicar las cosas? Igual se las compliqué un par de días después, cuando fui a la peluquería. Estaban poniéndome los rollos, cuando dos clientas comenzaron a comentar lo sucedido, la pesadilla comunista de la que el país se había librado y la bendición del golpe militar. Escuché en silencio, pero al momento en que me metían bajo el secador interrumpí su algarabía. Nada dije sobre derechos humanos trasgredidos (ni siquiera usábamos esas palabras), sólo argumenté que si el Ejército se proponía un rol ejemplarizador debía cuidar que sus oficiales observaran un correcto comportamiento. Extrañadas, en tono frío, preguntaron a qué me refería. Dije que sabía —de buena fuente— que algunos oficiales habían saqueado la residencia presidencial. Me metí al secador y observé cómo mis palabras habían congelado el ambiente. Se fueron del local antes que yo y la peluquera, conocida por años, apenas me dirigió la palabra. Esa misma tarde, un suboficial dejó un recado en la revista: debía ir a la Escuela Militar al día siguiente.

    No más llegar y el capitán —con gesto serio— me pidió pasar a la sala contigua. A la tenida de combate y al par de granadas colgando del cinto, agregó un fusil en la mano derecha. No sé cómo fue que justo escogí la peor posición en la sala. Quedé cercada por un escritorio metálico verde a mi espalda y, enfrente, el capitán aproximó una silla sobre la que puso su bota derecha y el arma. Me enfocó directo con sus ojos claros por unos segundos que se hicieron eternos.

    —Ha llegado una denuncia en su contra —dijo con voz grave.

    —¡¿Qué?!

    —Una de-nun-cia...

    —¿De qué? No entiendo, capitán.

    —Usted comentó del mal comportamiento de nuestros oficiales, habló de robo, de saqueo...

    Sentí que me congelaba y supe que en los siguientes segundos me jugaba la vida. No tuve otra salida:

    —¿Yo? —musité tratando de ganar tiempo.

    —Sí, usted. Parece que fue en una peluquería...

    Odié mi pelo. Sentí que cada mechón me delataba.

    —¡Pero cómo se le puede ocurrir que yo...!

    —A mí también me cuesta creerlo —dijo él.

    Seguí argumentando a trastabillones. Tenía miedo por mí y por mi hermano, ya que una mínima investigación daría con la fuente de mi información. Súbitamente cambió la postura, dejó el arma a un lado y me ofreció un cigarrillo. Había decidido perdonarme, sabiendo que yo mentía.

    —Dé gracias a que fui yo quien recibió la llamada. Pero tenga cuidado, los tiempos no están para malos entendidos...

    Intenté seguir argumentando que era una falsedad, pero él cambió de tema. Los siguientes minutos, hablando acerca de la revista Cien Águilas, me parecieron eternos. Necesitaba salir de ahí con urgencia y no volver más. Nos despedimos con un beso en la mejilla, como era habitual, pero lo habría abrazado fuerte en señal de gratitud. Crucé la guardia y, ya en la calle, tuve que respirar grandes bocanadas para tratar de calmarme. Al día siguiente, la salvación llegó por la vía de un contrato a tiempo completo en Ercilla. Lo llamé para decirle que ya no podía seguir en la Escuela y él me pidió que hacia fines de año lo ayudara en la redacción final y en la diagramación de la revista. Accedí porque le debía un favor... ¡y qué favor!

    A comienzos del ‘74, la decisión de mi hermano Roberto de ser ingeniero militar —decisión previa al golpe— lo llevó a Tejas Verdes, en las cercanías de Santo Domingo, un elegante balneario de la costa central. ¡De nuevo mala suerte para él! El director de la Escuela de Ingenieros Militares era el coronel Manuel Contreras. Y como si eso fuera poco, había allí un campamento de prisioneros políticos. Hasta hoy no he querido saber qué rol tuvo que jugar allí mi hermano, con sus escasos dieciocho años a cuestas y un mínimo rango de subteniente. Me refugio en apostar a su inocencia en los dolorosos relatos de las torturas que allí se practicaban con los detenidos. Pero el hecho cierto es que de ese lugar surgió la DINA, la siniestra policía secreta de Pinochet, cuyo rastro operativo se remonta al inicio mismo de la dictadura, aunque el decreto-ley que oficializó su existencia tenga como fecha un día de mediados del ‘74.

    Casi no vi a Roberto después del golpe. Nunca fui a verlo a Tejas Verdes. Y cuando terminó el curso que lo transformó en ingeniero militar, fue enviado a Arica, ciudad en la frontera norte de Chile. En las contadas ocasiones en que nos vimos en casa de mis padres, evitábamos cualquier conversación que nos llevara a la ruptura. Hablar del clima, de la comida o de algún recuerdo de infancia mantenía el nexo de afecto. Nuestros padres trataban de impedir cualquier roce. Amaban profundamente y por igual a sus cuatro hijos, pero casi podíamos palpar el muro invisible que se iba alzando inevitablemente entre nosotros.

    En la primavera del 74, detuvieron a mi amiga María Olivia Monckeberg, periodista de nuestro equipo. ¡Qué largas horas de angustia! Ella cubría las informaciones económicas y hasta el general que dirigía el Banco Central aseguró haber hecho gestiones hasta obtener su liberación. Pocas semanas después, la expresión de horror de María Olivia me es inolvidable. La noticia oficial informó del asesinato de Lumi Videla dentro de la Embajada de Italia. Los diarios hicieron un sórdido relato del crimen cometido entre los izquierdistas asilados en dicha embajada. ¡Así de perversos eran, se mataban entre ellos! La verdad era otra: el cuerpo de Lumi Videla fue lanzado al patio de la embajada por la DINA. La mataron a lenta tortura en la cárcel clandestina ubicada en calle José Domingo Cañas. Y nuestra María Olivia había compartido celda con ella. Teníamos en la misma revista la prueba de la falsedad de la información oficial.

    Hacia fines del ‘74, además, la dictadura decidió agregar a algunos demócratas cristianos en la lista de enemigos de la patria. Por desafiar a la autoridad se expulsó del país a Renán Fuentealba, ex senador y presidente del partido. Había dado una entrevista a la agencia France Presse, calificando como inaceptables las violaciones a los derechos humanos. Y por actividades antichilenas se prohibió el ingreso al país del ex ministro Bernardo Leighton. El exilio era el castigo asignado para ambos. Y casi al terminar ese siniestro año 74, mi amiga Patricia Lutz —periodista también— enterró a su padre, el general Augusto Lutz, jefe del Servicio de Inteligencia Militar hasta fines del ´73. Estaba en Punta Arenas cuando súbitamente se sintió muy mal y lo trajeron de urgencia al Hospital Militar. Dos veces se anunció por las radios la noticia falsa de su muerte. La tercera resultó cierta. Escuché de su hija un entrecortado relato acerca de médicos que se contradecían, de la misteriosa enfermera que había sido sorprendida inyectando al general y que huyó por el pasillo sin explicar qué sustancia metía en su vena. ¿Qué secretos había que enterrar con su muerte? Nada supimos, salvo el claro mensaje de que ni un poderoso general se libraba de morir en extrañas circunstancias. Después nos enteramos de que el general Lutz, en reunión del Alto Mando, cuestionó el papel de la DINA y el tenebroso poder que estaba teniendo el coronel Manuel Contreras. Una reunión que terminó abruptamente cuando el general Pinochet golpeó la mesa y gritó: Señores generales, ¡la DINA soy yo!.

    Mi país se fracturaba en dos mundos. Arriba, la parafernalia militar con arengas, marchas y banderas, aplaudida por la derecha que recuperaba su sacrosanto derecho a la propiedad privada. Abajo, en taciturno silencio, los disidentes que perdíamos desde el derecho a la vida hasta el derecho a la integridad física, pasando por el de vivir en la patria y no ser discriminados por razones políticas. Quizás eran tres mundos, si agregamos el de una mayoría silenciosa y obediente que optaba por la neutralidad para evitar problemas. Moverse entre esos mundos lo ponía a uno en serio riesgo de perder la integridad síquica. Yo rezaba mucho, era mi ejercicio de fe para tratar de conservar la cordura, para no perder la capacidad de asombro y de dolor ante tanta barbarie.

    Para entonces, comienzos del ‘75, me las arreglaba para trabajar y criar a mis dos hijos, con ayuda —claro— de esas maravillosas nanas chilenas. Felipe ya casi tenía tres años y Ángela, casi dos. Si cierro los ojos, aún hoy puedo sentir sus risas en el jardín. Me aferraba a la alegría y a la seguridad emocional que me daban esos dos chiquitos de ojos luminosos. Para ese verano del ‘75 les había comprado ropa con los mismos colores y diseños. Cuadrillés rojos y azules. Hasta puedo repasar en la memoria la forma de las mangas, de los cuellos, de los botones. Volvía del trabajo, al caer la tarde, y salíamos a pasear por el barrio. Al atardecer, los restos de calor se evaporaban con aromas a flores y tréboles que los vecinos regaban con sus mangueras. Los niños, en el triciclo, casi parecían mellizos.

    Había otro niño que nos acompañaba, invisible, en esos paseos por el barrio del Estadio Italiano. Ese niño era nuestro hijo mayor, Edgardo, muerto en julio de 1971. Era un niño precioso, de poco más de un año, cuando el examen médico de rutina nos hizo entrar en el túnel oscuro. Las pruebas de laboratorio intentaron vanamente dar una respuesta. No había escáner ni resonancias magnéticas en aquel tiempo. Mi hijo entró a una sala de operaciones para una biopsia quirúrgica y salió de allí luego de una operación de emergencia, en la que se le extirpó un riñón, malformado de nacimiento. Seguramente contrajo una infección. Murió a los pocos días y no quisimos hacer una autopsia para averiguar razones. ¿Para qué? Vivimos así la pesadilla larga y profunda de quedarnos con la cuna vacía, con los brazos vacíos. Salimos de ese túnel, día por día y centímetro a centímetro, con la vida nueva que hinchaba mi vientre.

    Debo reconocer que entonces bordeé el límite de la locura. Trabajaba mucho para no tener tiempo libre y, por las noches, tenía pesadillas con el pequeño ataúd blanco. Incluso creí ver ese ataúd junto a mi cama. ¿Cómo me salvé? Creo que la única respuesta está en el amor. El amor de mi familia y de mis amigos. El amor por la vida que se traducía en ese nuevo embarazo. Aun así, alimentaba la loca esperanza de que Dios me devolvería a mi hijo. Sería un varón, recibiría el mismo nombre y traería una marca, quizás una línea al costado, el mismo costado que se había abierto para sacar el riñón. Fue un hermoso varón, pero su pequeño cuerpo parecía gritar soy otro, soy otro. Más bien lo decían sus ojos enormes, con una mirada que evocaba sabiduría milenaria. Y lo bautizamos con el nombre de Felipe. Cuando tenía tres meses, suspendí la lactancia y me embaracé nuevamente. Me había quedado resonando dentro una frase de un libro de Pearl S. Buck: las madres chinas tenían muchos hijos porque pocos pasaban la prueba de la infancia.

    Mi primera gran prueba en defensa de la vida me llegó cuando tenía dos meses de embarazo. Felipe enfermó de rubéola. El pediatra ordenó un examen de mi sangre y me envió donde el obstetra. Nunca olvidaré el gesto serio del doctor Guilloff al escribir unas palabras sobre el papel y darlo vuelta para que yo lo leyera. Aborto terapéutico. Eso decía. Discutí con el médico cada detalle. Había un alto riesgo de que me hubiera contagiado y se hubiera dañado el feto. Ceguera, sordera, hidrocefalia y cardiopatía fueron los males que me detalló. Salí de la consulta y caminé muchas cuadras, llorando y preguntándome qué derecho me asistía para decidir sobre la vida de esta criatura. Y decidí que ninguno. Mi marido estuvo de acuerdo y seguimos adelante con el embarazo. Cuando Ángela nació —en mayo del ‘73— redoblamos los exámenes para comprobar su estado. Era una niña preciosa y sana. ¡Todo normal!

    ¿Por qué le pusimos Ángela? No lo sé. Alguna vez, ante la pregunta, respondimos que para regalarle el coraje de Angela Davis, la gran luchadora negra por los derechos civiles. Pero no era cierto. El nombre se nos fue colando durante el embarazo y se instaló sobre su cuna como estrella de Belén. Goga la llamó el pequeño Felipe, un nombre que evocaba los go y los ga de las primeras sílabas que ella pronunció. Pepi alcanzó a nombrarlo ella, entre su risa cantarina que le marcaba dos hoyuelos en las mejillas. Así fue como Ángela nos regaló alegría por casi dos años, hasta que un nublado día de febrero del ‘75 retomó las alas y partió. No hubo aviso. Sólo un color azulado que le pintó súbitamente los labios, con apenas unos minutos para llamar de emergencia al pediatra que vivía a pocos metros. Corrí escaleras abajo con ella en los brazos y apenas alcancé a dar unos pocos pasos fuera de la casa cuando sentí que su frágil cuerpo se contraía. Y vi como expiraba. Traté de retenerla con respiración artificial. Puedo hasta hoy sentir mis rodillas sobre el suelo de cemento y mi boca sobre su boca. Y recuerdo el color del cielo cuando el médico me apartó para poder asistirla y alcé la mirada clamando auxilio. Dios mío, dos no, dos no. Sé que lo repetí gritando, buscando un resquicio entre las nubes para llegar directamente a Él y pedir piedad.

    Otro ataúd blanco. Muerte súbita sentenciaron

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