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Historia de la Argentina, 1852-1890
Historia de la Argentina, 1852-1890
Historia de la Argentina, 1852-1890
Libro electrónico540 páginas9 horas

Historia de la Argentina, 1852-1890

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Muchas cosas cambiaron en la Argentina entre 1852 y 1890; entre ellas, su organización institucional y política. Al cabo de estas cuatro décadas, las catorce provincias que en 1852 habían integrado una laxa Confederación constituyeron un estado en forma, con un régimen político representativo, republicano y federal.
A lo largo de esos años, el estado central subordinó a las provincias, monopolizó la fuerza armada, afirmó su dominio sobre el territorio, desarrolló su administración e instaló su Capital Federal. También se construyeron las formas legítimas de acceder al poder y conservarlo. La representación, las elecciones, la opinión pública y hasta el derecho a la insurrección armada conformaron un sistema político competitivo.
Hilda Sabato sigue este camino político e institucional, que, desde su perspectiva, no fue lineal sino contradictorio y sinuoso. Resultó de algunos acuerdos generales y de infinidad de conflictos, violentos y apasionados, ensayos exitosos o fallidos, revoluciones recurrentes y una conflagración de magnitud: la guerra del Paraguay. Al final del recorrido, cuando el "orden y progreso" parecían consolidados, la crisis económica y la Revolución del Noventa mostraron la precariedad de la construcción y abrieron nuevos horizontes para la confrontación.
Sobre la base de sus originales investigaciones, Hilda Sabato realiza una síntesis magistral, y ofrece una guía segura y novedosa para conocer este período tan crucial como complejo de la historia argentina.

La Biblioteca Básica de Historia ofrece un panorama sistemático de la historia argentina desde los pueblos originarios hasta el siglo XX en sus dimensiones social, política, económica y cultural. A partir de sólidas y actualizadas investigaciones, destacados historiadores narran el pasado de nuestro país situándolo en su contexto y en sus vínculos con América Latina y el mundo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2019
ISBN9789876296878
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    Historia de la Argentina, 1852-1890 - Hilda Sabato

    1. Constituir una república federal

    En 1852, la derrota de las fuerzas de Juan Manuel de Rosas en Caseros en manos de un ejército comandado por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, produjo el derrumbe del régimen vigente desde la década de 1830 –una confederación de provincias bajo hegemonía porteña–. Se inauguró entonces un conflictivo proceso de rearticulación política e institucional, que desembocó en lo inmediato en la reorganización de la Confederación Argentina bajo influjo de Urquiza y en la secesión de Buenos Aires erigida en estado autónomo del resto. Al mismo tiempo, el gobierno confederado sancionó la Constitución nacional, que instituyó a la Argentina como república federal. Este capítulo analiza los conflictos desatados en ese año bisagra de 1852, así como las novedades radicales que introdujo la carta constitucional.

    El 3 de febrero de 1852 cayó en Buenos Aires el régimen de Juan Manuel de Rosas, y con él caía también el andamiaje político que hasta entonces había articulado el conjunto de la Confederación Argentina. Justo José de Urquiza, gobernador y hombre fuerte de Entre Ríos, comandó el ejército de más de 28.000 hombres que venció a las tropas rosistas en la batalla de Caseros. Si bien las fuerzas enfrentadas eran de similar envergadura, el triunfo del llamado Ejército Grande fue rápido, de manera que hubo menos bajas (unos 2000 entre muertos y heridos) que prisioneros (unos 7000). El resto de las tropas derrotadas se desbandó; algunos ingresaron a la ciudad y otros se dispersaron por los campos buscando eludir las redadas enemigas y –quizá– volver a sus hogares o a sus pagos. Rosas se refugió en la casa del encargado de Negocios de Gran Bretaña en Buenos Aires, quien lo ayudó a embarcar con su familia en un buque de guerra inglés que lo llevaría al exilio. Así, en pocas horas, se derrumbó un orden.

    En este marco, nuestro propósito es, más que indagar acerca de las causas que llevaron a ese desenlace (analizadas en el volumen Historia de la Argentina, 1806-1852, de Marcela Ternavasio, en esta colección), explorar sus consecuencias, es decir, qué pasó en la vida política argentina a partir de Caseros.

    Confederación Argentina y Estado de Buenos Aires, 1852-1861, en .

    En el momento posterior a la batalla predominó una gran incertidumbre. Si bien la ofensiva contra el régimen había comenzado el año anterior con el llamado Pronunciamiento de Urquiza, su rápido éxito militar y político sin duda sorprendió a muchos contemporáneos y despertó confusión, temores y expectativas, sobre todo en Buenos Aires. Las horas que siguieron al combate dieron a algunos la impresión de que se abría un vacío de poder que sólo podía augurar el caos y el descontrol. Sin embargo, muy pronto los dirigentes políticos buscaron tomar las riendas de los acontecimientos para incidir sobre el proceso que se abría. Como se verá a continuación, hubo opciones y acciones muy diferentes, que se desplegaron en distintos escenarios a lo largo de los meses restantes de ese año bisagra de 1852. A poco de andar quedó claro que, además, los cambios que se avecinaban no involucrarían únicamente a los hombres en el poder, sino que implicarían una transformación de las formas más generales de participación y acción políticas, así como afectarían las diversas dimensiones de la vida cotidiana que habían entrado bajo la órbita de regulación y control del régimen caído.

    Urquiza, el vencedor

    El jefe indiscutible del movimiento político y militar que derrocó a Rosas fue Justo José de Urquiza, un federal que hasta poco tiempo antes había sido pilar del orden rosista en el nivel nacional. En su levantamiento contra ese orden, Urquiza sumó a la provincia de Corrientes y a los exiliados políticos del régimen, pero los gobernadores de las demás provincias se mantuvieron fieles a Rosas. La mitad de las tropas del Ejército Grande eran entrerrianas y la otra mitad estaba compuesta por fuerzas correntinas y de los aliados del Brasil y la Banda Oriental, alianza sellada en función de las operaciones militares en toda la región del Plata. El éxito de ese ejército en Caseros descabezó el orden vigente y puso a Urquiza en el lugar del vencedor, quien debía hacerse cargo de la difícil situación vigente. Cincuenta mil hombres armados, la mitad de los cuales se hallaban derrotados, sin jefes y sin destino. Una provincia –Buenos Aires– en la que su gobernador, quien había controlado a la población combinando mano férrea y un amplio apoyo, acababa de renunciar y escapar. Un conjunto de provincias, hasta entonces articuladas por medio de un orden centralizado con hegemonía de Buenos Aires, ya no podían contar con él. Y finalmente, en las propias filas triunfantes, un puñado de dirigentes o aspirantes a serlo, a quienes sólo había unido el enemigo común pero que, una vez desaparecido este del horizonte político, rápidamente comenzaron a distanciarse hasta el enfrentamiento.

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    Juan Manuel Blanes, Batalla de Caseros: Final del combate, óleo sobre tela, 71,5 x 229 cm, 1856-1857, Colección Palacio San José, Museo y Monumento Histórico Nacional J. J. de Urquiza.

    Urquiza se instaló en Palermo, en la que había sido la residencia de Rosas. Desde allí, buscó controlar la situación inmediata. Corrían noticias y rumores sobre saqueos y actos de violencia por parte de salteadores y ladrones, de soldados que rondaban sin mando y aun de las tropas vencedoras. Sin autoridades reconocidas, la ciudad fue territorio fértil para ese tipo de desmanes. Los representantes diplomáticos y varios personajes de la plaza urgieron a Urquiza a que actuara para evitarlos. Finalmente, luego de un par de días de atropellos y desconcierto, este mandó patrullas del ejército para ayudar a la policía a restablecer el orden y decretó el fusilamiento de quienes fueran encontrados delinquiendo. Aunque la represión intensa duró pocos días, se habló de doscientos fusilados, muchos de ellos colgados en los postes del camino a Palermo para disuadir a los potenciales delincuentes. Hubo, además, algunos ejecutados por su accionar político-militar: varios oficiales que combatieron en el campo rosista y un regimiento entero que, obligado a incorporarse al ejército de Urquiza, luego desertó en masa; sus miembros se pasaron a las filas rosistas, fueron tomados prisioneros y pasados por las armas.

    La ciudad, sin embargo, no fue ocupada. Urquiza expidió una proclama en la que hablaba del olvido general de todos los agravios y de la confraternidad y la fusión de todos los partidos políticos para favorecer la tarea de organización nacional, en nombre de la cual había encabezado el levantamiento, y desestimó el ofrecimiento de capitulación de una comisión formada por vecinos notables. En cambio, designó a Vicente López y Planes, prestigioso personaje porteño que había sido funcionario del régimen rosista pero gozaba del respeto general, como gobernador provisorio de la provincia, y esperó hasta el 20 de febrero para entrar en Buenos Aires y desfilar con todo su ejército en parada militar por las calles céntricas. La ciudad lo recibió con un despliegue de banderas y público en las calles, en demostraciones que revelaron dosis variables de entusiasmo, desconfianza, temor y rechazo por parte de los habitantes.

    Entrada del Ejército Grande en Buenos Aires, según versiones de Adolfo Saldías y Domingo Faustino Sarmiento

    Cuenta Saldías:

    "Los tres ejércitos, entrerriano-correntino, oriental é imperial brasileño, formaron en la mañana del 20 de Febrero á lo largo del camino de Palermo hasta el Retiro. A medio día, el general Urquiza, montado en un soberbio caballo del general Rosas, con poncho, sombrero de copa alta, adornado con el cintillo punzó y seguido de su estado mayor, cruzó la plata del Retiro (hoy General San Martín), y entró en la calle del Perú (hoy Florida) á la cabeza de la gran columna de infantería y artillería, cuya retaguardia cerraban las divisiones de caballería.

    Las azoteas y ventanas, adornadas con profusión de banderas de varias naciones, estaban coronadas de gentes. De trecho en trecho los jefes de batallón daban vivas al libertador Urquiza y á los aliados en particular. Estas manifestaciones encontraban ecos más ó menos entusiastas en un público que, si realmente entusiasmo experimentaba, no podía defenderse de cierta curiosidad roedora en presencia de ese espectáculo completamente nuevo para Buenos Aires desde la fundación de esta ciudad, de un ejército extranjero paseándose á banderas desplegadas por las calles de esa ciudad donde tan sólo uno –el Británico– había entrado, pero para rendir sus armas en la plaza principal que por ello se llamó de la Victoria. Cuando la brigada brasilera enfrentaba la bocacalle del Temple (hoy Viamonte), de un grupo de jóvenes partieron agudos silbidos que al momento fueron ahogados. Cuando el general Urquiza acababa de pasar la bocacalle hoy de Corrientes, la ventana de una casa, donde como, en muchas otras, no había ni personas ni banderas, abrióse de súbito… ¡Asesino! ¡Asesino! Gritó una dama extendiendo su brazo hacia Urquiza. Era la señora doña Ventura Matheu, madre del coronel Paz, muerto en Vences. Otras escenas análogas se produjeron en el trayecto del ejército aliado hasta la calle Federación (hoy Rivadavia) que entró en la plaza de la Victoria, siguiendo por la antigua Alameda (Paseo de Julio) hasta Palermo […]".

    Cuenta Sarmiento:

    "Buenos Aires se preparaba á recibirnos dignamente, y el general esperaba hacer sentir ese dia el peso de su poder. […] El dia de la grande exhibicion amaneció. Había llovido la noche antes, y principiado el movimiento de las tropas, me reuní al séquito del general Virasoro, pues este era mi puesto. El general me dijo que había recibido indicacion de ir con sombrero redondo, y que recien esa mañana se había dado orden á la caballería de entrar en la ciudad, pues antes se había dispuesto que formase en el bajo solamente. Cuando nos incorporamos al general en jefe uno de sus edecanes me dijo: acaba de hacerle quitar la bandera á un batallon de Buenos Aires, diciendo: esa bandera es la de los salvajes unitarios.

    Entramos en la calle de la Florida, ambos generales á la cabeza y los edecanes y séquito en seguida. Iba el general en un magnífico caballo, ensillado con recado, cuya carona de puntas tenía pinturas y adornos de mucho gusto, pero de mal género, como son todos estos arreos provincianos. El fiador, manea, pretal, cañas de los estribos, estribos y espuelas eran de plata, recamados de oro con arte exquisito. Llevaba el general una rica espada, vaina dorada de las tomadas á Oribe, casaca con bordado en el cuello, banda roja, sin charreteras y con sombrero de paisano con cinta y un poco inclinado hacia adelante.

    […] Entramos, pues, en la calle de la Florida, y cuán larga es, á distancia de varas, en los primeros y segundos pisos, estaba decorada de banderas celestes, que las familias habían hecho teñir, por no encontrarse tela en Buenos Aires, despues de veinte años de tiranía. ¿Había designio en esto? No: era la tradicion argentina, la tradicion nacional que se levantaba instintivamente en las madres de familia: era la reaccion contra los caprichos de Rosas; era, en fin, el antiguo símbolo de la libertad y de la gloria. ¿Qué había impuesto Rosas? La cinta. ¿Qué había perseguido? Los colores nacionales. Ahora todo volvía á su antiguo ser, y el pueblo se envanecía y hacía ostentacion de ello. […]

    La poblacion de toda la ciudad estaba aglomerada sobre las azoteas de las casas, apiñada á las ventanas, y los hombres en las veredas. Las niñas ostentaban chales, corbatas, ó vestidos celestes, con la pasion que nuestras mujeres tienen por este color, y con el deseo despertado por una privacion de veinte años. Cada casa se había vuelto, desde la caída de Rosas, una tintorería, mientras de Montevideo y Rio de Janeiro traían géneros celestes. […] Los millares de ramilletes que sólo al general se echaban desde azoteas y ventanas estaban amarrados con cintas celestes y blancas. Ningun hombre tenía cinta colorada en el sombrero, y si algunos la llevaban, era para peor, por la insignificancia de las personas".

    En Adolfo Saldías, Un siglo de instituciones. Buenos Aires en el centenario de la Revolución de Mayo, tomo I, La Plata, Imprenta oficiales, 1910, pp. 298-299, y Augusto Belín Sarmiento (ed.), Obras de D. F. Sarmiento, tomo XIV, Buenos Aires, Imprenta Mariano Moreno, 1897, po. 266-273, respectivamente.

    El primer brote de desorden había sido superado. Urquiza encaró enseguida una cuestión urgente: recomponer el orden a escala nacional, para lo cual debía conseguir la subordinación de los gobernadores de todas las provincias a su persona y a su proyecto de organización institucional. Con excepción de Corrientes y la propia Entre Ríos, las demás provincias habían rechazado los términos del pronunciamiento de 1851, redoblando su apoyo incondicional a Rosas. La derrota definitiva de este cambió el escenario, y Buenos Aires, como se ha visto, se subordinó casi inmediatamente. Para conquistar a las otras provincias, Urquiza comisionó a Bernardo de Irigoyen, un hombre de Buenos Aires, joven de familia federal que había sido funcionario del gobierno rosista, para reclutar adhesiones en el resto del país. No lo acompañaba fuerza alguna, y su única arma era una carta credencial de su mandante.

    La conversión fue rápida: frente a los hechos consumados, casi todas las provincias se apuraron a rendir tributo al vencedor de Caseros y, salvo algunas excepciones, no hubo mayores cambios en los elencos gobernantes de cada una de ellas. Una a una fueron, además, encargando a Urquiza el manejo de las relaciones exteriores de la Confederación, en un gesto que confirmaba la recomposición de un ordenamiento nacional según los lineamientos formales que habían regido el régimen precedente.

    Ese paso quedó refrendado el 6 de abril de 1852, en Palermo, a través del protocolo que concluyeron los representantes de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires. Esas mismas provincias habían firmado el Pacto Federal de 1831, por medio del cual, entre otras medidas, se había decidido que estas formaran una comisión representativa e invitaran a las demás a reunirse en federación y a convocar un congreso general para que arregle la administración general del país bajo el sistema federal. En el marco de su reclamo de organización institucional, Urquiza invocaba ese pacto para fundar la legitimidad de sus movimientos políticos no sólo en el hecho de fuerza sino en la tradición del federalismo y de sus hitos legales. Ese 6 de abril en Palermo, entonces, en nombre de aquella base contractual heredada, se sancionó la novedad: a partir de ese momento, se confería a Urquiza el manejo de los asuntos exteriores de la Confederación y la autorización para retirar de la Aduana los fondos necesarios para funcionar en esa calidad, hasta tanto se reuniera el congreso constituyente.

    A diferencia de Rosas, que había disuelto la comisión representativa creada por el Pacto Federal y nunca había procedido a reunir un congreso constituyente, Urquiza se movió de inmediato en esa dirección. Estaba convencido de la necesidad de dar a la Confederación una organización institucional formal, como también lo estaban la mayoría de los dirigentes políticos que acompañaron inicialmente su proyecto o se sumaron luego a él. Derribado Rosas y debilitada la hegemonía política de Buenos Aires, se abría la oportunidad de recomponer las relaciones entre las provincias para crear un nuevo tipo de unidad, que no dependiera del ejercicio vertical del poder que sobre el conjunto ejercía la más rica de todas ellas. A dos días de firmarse el protocolo de Palermo, Urquiza se consideró autorizado para invitar a los gobernadores a concurrir a una Convención Nacional a realizarse en San Nicolás de los Arroyos, para que propendieran todos de acuerdo a la organización de la República.

    Justo José de Urquiza en 1852

    Cuando se levantó contra Rosas, Justo José de Urquiza tenía 50 años. Había nacido en 1801 en Entre Ríos en el seno de una familia destacada en el ámbito local. Su padre, oriundo de Vizcaya, se había convertido en un rico comerciante y hacendado del oriente entrerriano. Justo José estudió dos años en el Real Colegio de San Carlos en Buenos Aires, para luego instalarse en Concepción del Uruguay donde inició sus actividades comerciales. A principios de los años 20 inició su carrera política en la provincia, participando de las luchas que agitaron la región. Ejerció cargos representativos y militares, y varias veces tuvo que exiliarse por razones políticas. Su poder se afirmó durante la gobernación de Pascual Echague, aliado de Rosas, cuando se convirtió en destacado comandante de las fuerzas federales. Llegó a la gobernación de Entre Ríos en 1841 y desde ese lugar, diez años más tarde lanzó la campaña contra Rosas. Para entonces, Urquiza había ampliado notablemente sus negocios que incluían el comercio en gran escala y la propiedad de tierras, además de la operación de vapores y la explotación de saladeros y graserías. En los veinte años que siguieron hasta su asesinato en 1870, su fortuna siguió creciendo hasta llegar a ser, en palabras de Roberto Schmit, una de las […] más importantes del Río de la Plata.

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    Justo José de Urquiza, detalle del daguerrotipo original, 1852, Colección Museo Histórico Nacional.

    Así lo vieron sus contemporáneos:

    Según Sarmiento, en 1852:

    Es el general Urquiza un hombre […] alto, gordo, de facciones regulares, de fisonomía más bien interesante, de ojos pardos suavísimos, y de expresión indiferente sin ser vulgar. Nada hay en su aspecto que revele un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin elevación moral como sin bajeza. Cuando se encoleriza su voz no se altera, aunque hable con más rapidez, y cortando las palabras; su tez no se enciende, sus ojos no chispean, su ceño no se frunce, y pareciera que se finge más enojado de lo que está […]. Ninguna señal pude observarle de disimulo, si no es ciertos hábitos de expresión que son comunes al paisano […]. Su porte es decente: viste de poncho blanco en campaña y en la ciudad, pero lleva el fraque negro cuando quiere […]. La única cosa que le afea es el hábito de estar con el sombrero puesto, sombrero redondo, un poco inclinado hacia adelante […].

    Según Benjamín Victorica:

    "La mansión campestre del general Urquiza era visitada de diario por numerosas personas de las más diversas clases sociales, sea de la provincia de Entre Ríos, o de las otras o del exterior, con variado objeto, y a todos atendía personalmente.

    Se levantaba todos los días muy de mañana y dedicaba las primeras horas a despachar su larga clientela de paisanos que venían a consultarle sus dificultades o a solicitarle protección o auxilio.

    Él conocía a todos, su modo de vivir, sus servicios, sus actitudes. Todos acudían a él para que dirimiera sus cuestiones con sus vecinos de campo, o sus parientes, u otras dificultades, como si fuese un gran juez de paz. Les oía con paciente benevolencia, y luego los arreglaba en justicia y equidad, no sin que muchas veces les costase algún sacrificio de dinero dejar contentan a alguna de las partes; o favorecerle con algunos animales de las estancias del Estado […].

    Pero esos arbitrajes […] no solo tenían lugar en San José, a veces ocurrían en el Paraná mismo, en los períodos de sesiones del congreso, en los que el General residía allí; y no solo entre paisanos, sino aun entre gente de pro, que sometía cuestiones valiosas y endurecidas ante los tribunales de la decisión del General, constituido en juez absoluto de equidad."

    En Domingo Faustino Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1997, p. 142, y Beatriz Bosch, Urquiza y su tiempo: La visión de sus contemporáneos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984, pp. 81-82, respectivamente.

    Tensiones en Buenos Aires

    Mientras la mayoría de los gobernadores, incluido el de Buenos Aires, manifestaban su adhesión al nuevo liderazgo, en esta última provincia comenzaron a hacerse visibles las resistencias a su influjo. Las consecuencias del derrumbe del aceitado régimen político que Rosas había montado allí eran, sin duda, más radicales que en el resto de la Confederación. Como ha señalado el historiador Tulio Halperin Donghi, ese derrumbe dejó en Buenos Aires un vacío de poder que alimentó disputas entre quienes aspiraban a llenarlo y dio paso a una agitada vida política. La confrontación era tanto interna, entre grupos que buscaron diseñar y encabezar el orden provincial, como hacia afuera, con Urquiza y su proyecto de organización nacional sin hegemonía porteña.

    La caída de Rosas no arrastró consigo sino a unos pocos de sus colaboradores cercanos. Entre el resto de quienes habían pertenecido a su entorno político y a su equipo de gobierno, algunos dieron un paso al costado y unos cuantos fueron desplazados de sus cargos, pero casi todos se adaptaron a la nueva coyuntura; se apuraron a manifestar su adhesión a Urquiza y muy pronto se convirtieron en activos participantes de la escena política porteña. El retorno de los emigrados (Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Valentín Alsina y Juan María Gutiérrez, entre muchos otros) renovó los círculos en los que se movían las elites de la capital, donde los intercambios entre los de adentro y los que volvían del exilio no carecieron de roces y rispideces. Esas tensiones, sin embargo, no desembocaron en la cristalización de bandos opuestos ni en represalias sistemáticas contra los vencidos, y sorprende la relativa rapidez con que se compusieron tramas de relación social y política entre unos y otros. El propio Urquiza, con su ejército estacionado en las afueras de la ciudad, había hecho público su apoyo a la fusión de partidos y recibía diariamente en Palermo a porteños de distinto pelaje que venían a saludarlo y agradecerle el haber liberado a Buenos Aires de la opresión. En sus decisiones respecto del gobierno de la provincia, por su parte, impulsó la designación de figuras de diversa filiación política para el recambio de funcionarios del régimen anterior. Así, por ejemplo, aceptó a Valentín Alsina, antirrosista militante, para acompañar a Vicente López y Planes en el puesto clave de ministro de Gobierno, a la vez que favoreció para otros cargos a personajes más afines a la tradición federal y a miembros destacados de la elite local.

    En poco tiempo, en el seno de ese heterogéneo elenco se gestó una división, pero ya no respondía a las antiguas rivalidades sino a la nueva situación, pues separó a quienes adherían a las políticas de Urquiza de quienes se oponían a ellas de manera creciente. Las razones de la escisión fueron múltiples; no obstante, todas giraban en torno a un motivo central: el proyecto de organización nacional en marcha. Para algunos, la propuesta urquicista representaba la posibilidad cierta de dar forma a una Constitución y crear así un nuevo orden que se ajustara a la legalidad. La figura del general vencedor aparecía como garantía de que ese proceso contaría con la base material, militar y política necesaria para tener éxito. Para otros, en cambio, esa misma figura aparecía como el obstáculo principal al tipo de organización a la que aspiraban, en la que a Buenos Aires debía corresponderle un lugar central. Urquiza era visto con desconfianza por su estilo y su pasado, asociados a Rosas. Resultaba cada vez más claro, además, que no subordinaría su proyecto a las pretensiones porteñas.

    Estas dos posiciones cobraron forma en las semanas que siguieron a Caseros, a medida que, tanto en Palermo como en la capital, se tomaban medidas y se ponían en escena gestos políticos que contribuirían a definir las líneas de ruptura. La controversia en torno al uso del cintillo punzó, un poderoso gesto simbólico que desató la pelea, resume bien esa escalada: Urquiza exigió el uso de la cinta roja a quienes lo visitaran en Palermo. A partir de ese momento, creció la polémica. Ese distintivo había sido obligatorio en tiempos de Rosas, y los porteños lo interpretaron como una reedición de las arbitrariedades del pasado reciente. Para los urquicistas, en cambio, se trataba de una divisa federal adoptada espontáneamente por los pueblos de la República. Se sucedió a continuación una andanada de palabras; el gobierno provisional porteño dictó un decreto aclarando que el uso del cintillo era opcional, y Urquiza emitió una proclama al pueblo de Buenos Aires en la que, con duros términos, acusaba a su gobierno de blandir el pretexto del cintillo para sembrar la discordia. Los sucesivos pasos de esta disputa marcan los grados de crispación creciente entre las dos partes en todos los planos.

    Tanto en uno como en otro bando se alinearon ex emigrados, rosistas conocidos y federales moderados, lo cual dio lugar a dos grupos –internamente heterogéneos– que competirían públicamente por conquistar el poder gubernamental, la hegemonía en el espacio público y las simpatías de la población. El descabezamiento del gobierno y de la administración rosista había dejado un vacío inmediato, pero también había abierto espacios para la renovación de los elencos dirigentes. El desmantelamiento del aparato represivo y la reinstauración de las libertades de expresión y reunión ofrecieron el marco para que surgiera una activa vida política y pública. Los emigrados, junto con algunos de quienes habían permanecido en la disciplinada Buenos Aires, fueron actores centrales en el nuevo escenario. Y la prensa fue para ellos, sin duda, un instrumento clave de intervención pública: el 1º de abril aparecieron por primera vez Los Debates, dirigido por Bartolomé Mitre, joven y ascendente figura del porteñismo, y El Progreso, portavoz del grupo más cercano a Urquiza. Un mes más tarde, Dalmacio Vélez Sarsfield, ex funcionario de Rosas y ahora afín a los porteñistas, creó El Nacional. También comenzaron a circular otros periódicos menores.

    Este entusiasmo por publicar se vinculaba con el lugar que los diarios ocupaban en la política, ya desde las primeras décadas del siglo XIX, pues se consideraban como órganos de expresión de la opinión pública. En la medida en que la soberanía popular constituyó el principio sobre el que se fundaba la legitimidad del poder político, la opinión del pueblo se convirtió en un dato ineludible para la legitimación de ese poder.

    La prensa se erigió en representación de esa voz, que pronto estalló en diversas voces. Desde la década de 1810, hubo prensa oficial, paraoficial y opositora, siempre muy ligadas a las elites políticas y letradas en sus diversas manifestaciones. El régimen rosista puso particular énfasis en desarrollar su propia prensa, mientras censuraba toda expresión de oposición. Al caer Rosas, cayó también la censura previa, y los diferentes grupos políticos crearon, muy rápidamente, sus propios medios de difusión. Cada uno de esos órganos sirvió tanto para poner en circulación las ideas del sector respectivo como para intervenir en el debate público y actuar en las disputas políticas. Eran los mismos dirigentes quienes escribían muchas de las notas y los que supervisaban la orientación del periódico que los representaba.

    Cuando Urquiza autorizó el llamado a elecciones –fijadas para el 11 de abril de 1852– para la Legislatura de Buenos Aires, que había sido disuelta luego de Caseros, los diarios actuaron como instrumento fundamental de la confrontación previa a los comicios. Comenzaron a circular nombres de candidatos, pues ya no funcionaba más la imposición oficial de la lista única que había sido característica en los tiempos de Rosas. Ahora, las candidaturas surgían desde diferentes círculos, y los diarios batían el parche en una u otra dirección. Hubo, asimismo, intentos de armar una lista de fusión, pero finalmente se definieron dos que, si bien compartían un buen número de nombres, marcaban sus diferencias mediante la inclusión de candidatos identificados con cada uno de los dos sectores políticos enfrentados. Ambas partes movilizaron sus recursos: movieron a sus jueces de paz y hombres de policía, que tenían un lugar clave en la organización y el control del acto electoral; Urquiza mandó tropas a custodiar los comicios que a la vez actuaron como fuerza de intimidación; todos operaron a través de sus redes sociales y políticas, puestas en marcha por primera vez después de Caseros. La lista blanca, conocida como ministerial, por responder al ministro de Gobierno Alsina, triunfó sobre la amarilla, respaldada por el gobernador y por el propio Urquiza.

    Con la oposición firme en la Legislatura, esta pronto se convirtió en un espacio de confrontación política. De acuerdo con las disposiciones vigentes, correspondía a los legisladores designar al gobernador efectivo y regularizar así la situación institucional de la provincia. En esta cuestión, sin embargo, los opositores a Urquiza se mostraron flexibles y, por recomendación de este, confirmaron a Vicente López y Planes en el cargo. Pero el entendimiento no fue más allá de ese acto singular, y el gobierno pronto quedó debilitado ante la renuncia del hasta entonces ministro de Gobierno y destacado dirigente del grupo ahora mayoritario, Valentín Alsina. López recurrió entonces a otro de los emigrados, Juan María Gutiérrez, una figura importante que rechazaba la virulencia antiurquicista de algunos de sus viejos compañeros de exilio. A los pocos días de asumir, el gobernador viajó a San Nicolás de los Arroyos para participar de la Convención Nacional convocada poco antes por Urquiza.

    El Acuerdo de San Nicolás

    Todas las provincias, con la excepción de Salta, Jujuy y Córdoba, se hicieron presentes en San Nicolás. Allí estaban los gobernadores y algunos de sus ministros o delegados para poner en vigencia el Pacto Federal de 1831 y considerar la posibilidad de organizar la república. Urquiza había concertado reuniones preliminares en Palermo, con figuras representativas de los diferentes sectores, en las que pudo comprobar que no sería fácil la negociación con los porteños de la oposición. Algunas de esas figuras, presentes en San Nicolás, pusieron a consideración sus propuestas y, para acercar posiciones, se designó una comisión de cuatro miembros, que elaboraron el proyecto definitivo, finalmente aprobado por unanimidad. Sus puntos esenciales fueron la convocatoria a un Congreso Constituyente y la designación de un gobierno provisional hasta la sanción de una Constitución. Luego de establecer la vigencia del Pacto de 1831 como ley fundamental de la república, el acuerdo incluyó doce artículos con instrucciones referidas al Congreso y cinco sobre el gobierno temporario.

    Así, se dispuso que el Congreso se instalara en Santa Fe y que cada provincia fuera representada por dos diputados, que debían ser elegidos con la mayor libertad y sin atarse a localismo alguno. En cuanto al gobierno, se nombró a Urquiza director provisorio de la Confederación Argentina, encargado de las relaciones exteriores y de mantener la paz interior, y se le otorgó el mando efectivo de las fuerzas armadas de todas las provincias y la potestad de reglamentar la navegación de los ríos interiores. Las provincias debían contribuir a los gastos que demandara el funcionamiento de ese gobierno con el producto de sus aduanas exteriores, la más importante de las cuales era, por lejos, la de Buenos Aires.

    El Acuerdo de San Nicolás introdujo una novedad fundamental en el paisaje institucional vigente: fue un pacto entre entidades soberanas hasta entonces unidas apenas por lazos de confederación para darse una administración general [...] bajo el sistema federal. Constituía un acto de fuerte voluntad política por parte de quien aparecía como el dirigente más poderoso del país, Justo José de Urquiza, que encontró un terreno fértil entre las elites locales que habían experimentado por décadas un sistema que teóricamente aseguraba a sus provincias la autonomía pero que en la práctica las subordinaba al poder de la más fuerte.

    Por ello, el pacto encontró eco favorable en la mayor parte del territorio. Para entonces, el panorama interior mostraba algunos síntomas de intranquilidad política que Urquiza se ocupó de aplacar a través de negociaciones y presiones que buscaron asegurar la calma necesaria para avanzar en el proyecto de organización. Uno tras otro, los gobiernos provinciales adhirieron explícitamente al acuerdo que habían firmado sus representantes en San Nicolás. A ellos pronto se sumaron los de Córdoba, Salta y Jujuy. Buenos Aires, en cambio, elegiría otro camino, con consecuencias apenas sospechadas.

    Ese camino tuvo cuatro momentos clave: los debates de junio de 1852, la revolución del 11 de septiembre del mismo año, el sitio de Buenos Aires y el triunfo de las fuerzas porteñistas, que desembocó en la secesión de la provincia durante varios años.

    De las palabras a las armas

    Mientras el gobernador de Buenos Aires viajaba a la Convención de San Nicolás, en la capital provincial comenzó el debate público en torno a sus posibles resultados. Los opositores a Urquiza agitaban el ambiente a través de la prensa y en la Legislatura. La situación se agravó cuando llegaron las primeras noticias de la firma del Acuerdo: las potestades otorgadas al gobierno provisorio en la persona de Urquiza fueron el motivo que esgrimió el porteñismo (y los voceros más notorios del que algunos llamaban partido Unitario) para desatar el conflicto. La cláusula que establecía que todas las provincias tendrían el mismo número de representantes ante el Congreso Constituyente tampoco satisfacía a este grupo, aunque ese tema no fue objeto inmediato de discusión.

    Los diarios y la Sala de Representantes provincial fueron los escenarios en los que se desplegó el conflicto, que tuvo repercusiones más amplias entre la población de la ciudad. Las nuevas figuras, que como Bartolomé Mitre buscaban ocupar un lugar en la renovada constelación de dirigentes de la Buenos Aires posrosista, apelaron con éxito a un público que trascendía las clientelas de las tradicionales redes políticas. Fue generándose así una movilización que serviría de apoyo y legitimación para el porteñismo en las jornadas que siguieron.

    La escalada comenzó unos días antes del regreso del gobernador, pero cuando este arribó a la ciudad y envió el Acuerdo a la Legislatura proponiendo su aprobación, la confrontación política estalló con virulencia. Arreciaron los ataques contra el pacto en las columnas de Los Debates y El Nacional, mientras desde la Casa de Gobierno se repartían volantes y pegaban carteles en defensa de sus disposiciones. El 21 de junio comenzó el debate legislativo. La Sala estaba colmada; además de los representantes y funcionarios del gobierno, el público poblaba las galerías (la barra) y las calles aledañas.

    Buenos Aires en ocasión del debate del Acuerdo de San Nicolás

    Según informaba Robert Gore, representante inglés ante el gobierno de Buenos Aires, a Malmesbury, su superior en el Foreign Office: "El interés que mostraba el pueblo era tan grande, que la Ciudad apareció como en día de fiesta. Casi todas las tiendas estaban cerradas, y en hora muy temprana no sólo la Galería de la Sala, sino todas

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