Si yo fuera rico!
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Si yo fuera rico! - Luis Mariano de Larra
Luis Mariano de Larra
Si yo fuera rico!
Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664149589
Índice
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
Ilustración de cabeza de capítuloCAPÍTULO PRIMERO
Índice
LA FÁBRICA DE BERNAREGUI
Era doña Bernarda Bonet, mujer que frisaba en los cincuenta años, de morenas y apretadas carnes, de complexión robusta, de carácter agrio, de palabras secas y desabridas, y de corto y revesado entendimiento. Sabía comprender todas las cuestiones propias ó extrañas que se sujetaban á su criterio por el lado más ilógico é irracional; y todos sus actos, como consecuencia natural de tales premisas, eran casi siempre los menos acertados en la marcha normal de su existencia. No había sido en su juventud ni más fea ni más bonita que en su edad madura, y si hemos de creer á cuantos la habían conocido desde sus primeros años, siempre había sido igual; diríase que había nacido de cincuenta años, con el mismo vestido de merino negro, el mismo delantal de cuadros azules y blancos, el mismo pelo pegado á las sienes y el mismo gesto de vinagre. Huérfana casi desde su infancia, siempre había vivido con su hermano Benito, hombre de bonísima pasta á quien conoceremos dentro de poco; y en honor de los dos hermanos debemos decir que se querían entrañablemente y que su conducta moral pública y privada podía servir de ejemplo y de modelo á la clase social á que pertenecían.
Nunca se supo de doña Bernarda si había aspirado en su juventud á los dulces y legales placeres del matrimonio; pero en su calidad de mujer es muy probable que así hubiera sucedido. Sea porque su desabrido carácter hubiera alejado á los pretendientes, ó porque su adocenada y ancha figura no hubiera inspirado simpatías, ó también porque su género de vida la apartaba de fiestas públicas y de recreaciones caseras, ello es que habían transcurrido los años sin que un mal noviazgo ni un ligero proyecto matrimonial hubieran venido á romper la monótona soltería de doña Bernarda. Esto era lo que la opinión pública sabía de sus asuntos; pero en el fondo del corazón de la solterona, y sin que nadie pudiera sospecharlo, había un drama, y un drama terrible, desarrollado en el misterio, en la soledad y en el fuero impenetrable de la conciencia.
Où le terrible va t’il se nicher?
Eso dijo el poeta y eso creen los satíricos; pero en la práctica de la vida vemos continuamente tragedias y crímenes de que son autores ó protagonistas seres vulgares y tontos de capirote. La prosaica, la robusta, la vulgarísima doña Bernarda tenía su drama correspondiente. Por sainete le juzgaría quizá el mundo si le hubiera conocido, pero para ella drama era, y drama fatalista, drama viviente, drama sentimental y hasta filosófico. Desentrañemos su pensamiento y ofrezcámosele como espectáculo á nuestros lectores.
La escena pasa en el corazón de doña Bernarda. ¡Pobre doña Bernarda! En la escena no hay muebles de ningún género, ni puertas públicas ni secretas, ni siquiera una mala ventana. La escena está completamente á obscuras; de pronto entra, recatándose, un personaje...: á la tenue claridad del crepúsculo vespertino parece un hombre: no habla una palabra; no hace más que pasearse y mirar al cielo de cuando en cuando. Y entra y sale y vuelve á entrar y vuelve á salir, y repite esta situación durante cinco actos. Al final se va para siempre y no vuelve más: cae el telón y se acaba el drama. Ni Shakespeare ni Calderón pueden imaginar tragedia más terrible. ¡Pobre doña Bernarda!
Pero y ¿cuál es el argumento del drama, de ese drama inédito que nadie conoce, y que debe estar como todos dividido en actos y en escenas, y escrito sin duda alguna en prosa ó verso, según los gustos ó la idiosincrasia del autor? El drama no sabemos cómo estaba escrito, pero sí afirmaremos que parecía escrito con sangre en vez de tinta y que sus escenas debían ser patéticas y reconcentradas, y exornado además con todo el aparato que exigía su argumento.
El argumento—helo aquí—no podía ser más sencillo ni más humano. La fábrica de tejidos de Joaquín Bernaregui, establecida en Barcelona, era si no una de las más pingües en rendimientos de Cataluña, una de las más consideradas y de reputación más sólida del Principado. Habíase establecido en 1824 con los escasos elementos con que contaba entonces la industria española, y sólo á fuerza de años y discutiéndolas palmo á palmo se habían introducido en ella las reformas y adelantos que el progreso extranjero había sancionado en sus continuos trabajos. Á fines del año 1880, el balance general de la casa acusaba un capital de dos millones de pesetas, después de cubiertos todos los gastos y de equipararse con poca diferencia los créditos no cobrados con los giros y letras á pagar. Puede decirse, por lo tanto, que el estado de la casa de comercio de Bernaregui era desahogado y su situación financiera sólida y segura. Cierto que los dos millones de pesetas no podían ser realizados en metálico contante y sonante, si se hubiera querido liquidar en el acto, y que el valor en coste de la fábrica con sus máquinas, telares, géneros, utensilios y mobiliario industrial y particular nunca hubiera dado un efectivo de la mitad de lo que importaba en los libros de comercio. Para que la fábrica hubiese ido creciendo en importancia y ganancias desde que Bernaregui padre la fundó en 1824 hasta que Bernaregui hijo firmó el balance de 1880, se había acumulado en los últimos veinte años el trabajo asiduo de tres individuos casi de la misma edad y de idénticas condiciones y aptitudes comerciales, aunque de carácter antagónico y desemejante. Uno de ellos era Joaquín Bernaregui, el dueño, el propietario y el jefe de la industria: otro era Juan Puig, el cajero de la casa, honrado á carta cabal, serio y grave en su vida privada como en su cargo oficial; y el tercero Benito Bonet, hermano benévolo de nuestra amiga doña Bernarda. De los tres amigos sólo éste tenía familia: una hija bellísima, que frisaba en los catorce años en el de 1880, y la hermana en cuestión, pues su esposa había muerto al dar á luz á Lucía, la alhaja de la casa, y de la que había sido padrino en la pila bautismal el mismo D. Juan Puig, compañero de Benito. Estos tres hombres, asiduos en el trabajo, morigerados en sus costumbres y económicos en sus gastos, no tenían más objetivo en su existencia que la marcha acertada de la casa comercial y el mayor rendimiento posible de la fábrica. Bernaregui dirigía, emprendía y reglamentaba, por decirlo así, las exterioridades generales de la empresa: celebraba los contratos, llevaba á cabo las compras y ventas por mayor, y como amo y propietario, se embolsaba las ganancias, dando una pequeñísima participación de ellas á sus dos amigos, que nunca habían llegado á ser sus socios y se contentaban, ó lo parecía al menos, con ser los dos principales empleados de la casa. Puig, el cajero, tenía á su cargo, como era natural, la parte administrativa: letras, giros, pagos, asientos; en una palabra, cuanto en casas de más fuste está encomendado al tenedor de libros, al cajero, al apoderado y al tesorero. Ni una peseta entraba en la casa, ni un real salía del bolsillo del principal, sin pasar por las manos y los libros de Puig, y hasta su sueldo, que no pasó nunca de tres mil pesetas anuales, sólo se cobraba después de probarse por balances y arqueos que no había ni la equivocación de un céntimo en los libros ni en las esportillas. Benito Bonet tenía á su cargo la dirección práctica de la industria. Los talleres diversos, los complicados telares, los almacenes, las salas de trabajo, todo estaba bajo la vigilancia, la inspección y la dirección de Bonet, que por su carácter dulce era mirado por todos los obreros como su verdadero jefe y su defensor nato en todas sus quejas ó sus deseos. Estos tres hombres, solteros los dos primeros y viudo el último, formaban una trinidad de idénticos poderes aunque con distintos atributos, y su vida mutua se pasaba en mancomunidad de trabajos, de inteligencias y de gustos. Bernaregui vivía en la fábrica, ocupando dos modestísimas habitaciones del piso principal, pared por medio de la oficina, gran salón atestado de piezas de tela, libros comerciales de cada año, mesas de escritorio, caja, taburetes altos para los escribientes, y estantes con legajos de correspondencia, facturas, partes telegráficos, etc. Dos ancianas, obreras jubiladas de la fábrica, cuidaban de la limpieza, digámoslo hasta cierto punto, de las habitaciones principales y de la ropa interior y de cama del amo, no siendo necesario cuidar de la de mesa, por comer y almorzar siempre Bernaregui en un fonducho en sus años juveniles, en una fonda en los de su edad viril, y en un restaurant en los últimos de su vida. Tampoco Puig y Bonet vivían en la fábrica. El cajero ocupaba un gabinete en un piso tercero de una calle cualquiera como huésped de paga segura, y Benito vivía con su hija y su hermana en un piso modesto, que no para otros lujos daban los doce mil reales de su sueldo, equiparado al de Puig en la decena de años de 1870 al 1880 á que nos referimos. Y aquí empieza el argumento del drama de Bernarda. Puig visitaba á menudo á su compañero y amigo Bonet, y como éste era el único de los tres amigos que tenía casa y hogar, en este hogar y en esta casa se celebraban todas esas fiestas caseras que hacen algo menos monótona la vida de los que diariamente se entregan á un trabajo periódico y uniforme. Las pascuas de Navidad, la noche de ánimas, el día de año nuevo y los respectivos santos de los tres inseparables, siempre los veían reunidos bajo el techo patriarcal y modesto de Benito y Bernarda, si bien en cada circunstancia solemne pagaban los convidados su escote con oportunos obsequios, para no aligerar demasiado con excesos gastronómicos la exigua bolsa del anfitrión.
¿Dió á entender alguna vez Puig á Bernarda Bonet con palabras claras ó indirectas embozadas que no la era indiferente? Nadie puede asegurarlo. ¿Figuróse la pobre mujer que las miradas de Juan tenían una significación que estaban muy lejos de tener? Todo es posible; pero de un modo ó de otro la suposición ó la esperanza nada tenían de absurdo ni de desatinado. Los dos amigos tenían idéntica posición y hasta el mismo sueldo en casa de Bernaregui. Su constante amor al trabajo y el empleo eterno de su tiempo alejaba á ambos de intrigas y hasta casi de conocimientos superficiales femeninos. Siendo ella la única mujer á quien visitaban Bernaregui y Puig, milagro es que Bernarda se contentara con ser amada del compañero de su hermano y no soñara serlo por el mismo opulento jefe de la fábrica y señor de todas aquellas vidas y haciendas.
No fué así, sin embargo. Ella creyó que Puig la amaba ó que podía amarla, que aspiraba á su mano ó que no sería difícil que aspirase á ella; y como su edad era poco más ó menos la misma de su amador en ciernes, y como ambos eran pobres, que pobres son los que sólo tienen por todo capital un sueldo modesto; y como ambos eran feos y honrados y económicos, el plan no tenía nada de descabellado ni de irrealizable. Y sin embargo no se realizaba nunca. En esta situación beatífica y serena sorprendió la muerte un día á Joaquín Bernaregui. Tras rápida enfermedad y rodeado de aquellos únicos seres que constituían, si no su familia, sus únicas afecciones, murió el honrado fabricante, pocos días después de hecho el balance de la casa en 1880.
Abierto el testamento la misma tarde que era conducido el cadáver á su mansión eterna, se vió con sorpresa de todo el mundo y con mayor sorpresa del interesado, según aseguraba él mismo, que el heredero universal de Bernaregui, por carecer éste de parientes en ningún grado, era Juan Puig, su constante cajero y su más constante amigo. Para él la fábrica, la casa comercial, algunos solares, alguna finquita rústica y todo lo que constituían los dos millones de pesetas del último balance.
¡Qué situación final para el drama de Bernarda! Puig no se había casado con ella antes de heredar: ¡no era ya probable ni lógico que se casara después! Quizá ella pensaba, cuando sucedió la catástrofe, en la posibilidad de un atrevimiento por su parte para obligar al hombre á ser más explícito; pero la herencia destruía todos sus planes y sus propósitos. Además ¿quién podía prever cuáles serían las intenciones del nuevo rico respecto á su eterno amigo y compañero?
La humilde casa de Benito, Bernarda y Lucía Bonet, que hasta entonces había sido morada de paz, fué por aquellos días centro de luchas intestinas y de amargas quejas contra el implacable destino. No llegaban á la vecindad gritos ni juramentos, pero oíase el sordo murmullo de las murmuraciones y el continuo silbido de la envidia. ¿Por qué Bernaregui había legado toda su fortuna á Puig? ¿No tenía Bonet los mismos méritos que el agraciado? ¿No habían trabajado los dos del mismo modo durante treinta años para poner la fábrica y la casa de comercio á la dichosa altura en que se encontraba? Si los méritos de ambos eran iguales y el carácter de Benito era mucho más apacible, más benévolo, más dulce que el de Puig, ¿no parecía natural que el difunto hubiese preferido á Bonet? Y si se tenía en cuenta que Bonet tenía familia, una hermana á la que sin cesar habían molestado los tres en sus francachelas, y una hija única sin dote, ¿no era más lógico y sobre todo más equitativo que Bernaregui hubiese nombrado á Bonet su heredero universal, puesto que Puig carecía de familia y sus necesidades eran menores que las de Benito? Y por último, y á este pensamiento se aferraban no sólo los interesados, sino hasta los empleados y obreros de la fábrica, ¿por qué Bernaregui no había repartido su fortuna por igual entre los dos amigos, los dos empleados modelos que le habían ayudado á consolidarla? Cierto que en una cláusula del testamento se encargaba expresamente al nuevo poseedor de la fábrica que atendiera siempre á la persona y familia de Benito; pero dejábase al heredero la facultad de cumplir ó de interpretar semejante recomendación; y como el dinero ciega tanto, ¡Dios sabe en qué términos se daría cumplimiento al deseo del testador!
No seríamos justos si creyéramos unánimes los juicios de los tres individuos que constituían la familia desheredada. El jefe, el pacífico, el honrado Benito se lamentaba de su suerte con sencillas exclamaciones: se alegraba públicamente de la fortuna de su querido amigo y compañero Puig, y sólo hostigado por las agresivas indirectas de su hermana y los profundos suspiros de su encantadora hija Lucía, solía exclamar de modo que sólo lo oyese él mismo: «Si Bernaregui hubiera querido, yo sería ahora rico; y ¡qué felices seríamos todos... si yo fuese rico!» El desahogo no podía ser más prudente. De doña Bernarda no hay que hablar. Quejas, lamentaciones, disparates, malos pensamientos y peores palabras eran el fruto de su extraviado entendimiento, y hasta se permitía mentir á sabiendas, dando á entender con sus reticencias á propios y á extraños, que Puig había bebido los vientos por ella cuando era pobre; que hasta la había hablado de matrimonio más de una vez, y que su deber era haberla ofrecido su mano en el mismo momento en que se vió favorecido por la fortuna de Bernaregui. Lucía suspiraba, pero sin decir por qué: sus tíos la suponían tan interesada como ellos en los asuntos financieros de la familia, y es posible que se equivocaran, como veremos más adelante y como podía esperarse de sus catorce años de edad, que aún no había cumplido en aquella época.
Pasó el novenario de la muerte del testador, y como los negocios comerciales no pueden paralizarse y los trabajos de la fábrica exigían la continuación metódica de los mismos, se convino tácitamente por todos en seguir en la misma situación hasta que el nuevo principal diera cuenta de sus nuevos propósitos. La solemne conferencia que se celebró un mes más tarde en el despacho-oficina de la fábrica y á la que fué invitada doña Bernarda, dejó más amargos desengaños en el alma de la atrabiliaria señora, calmó los poco excitados nervios del bueno de Benito, y fué aprobada y aplaudida por todos los empleados y dependientes. Puig declaró que al heredar á Bernaregui sólo se creía depositario de su fortuna, y por lo tanto seguiría con la fábrica en el mismo pie que el difunto la había dejado. Si la generosidad sin límites de su difunto amigo mermaba su capital con dádivas y alguno que otro sueldo innecesario, él seguiría el mismo camino, y todos los empleados, operarios y obreros tenían en la casa asegurada su subsistencia. Su única aspiración era que todos pudiesen creer que aún vivía Bernaregui.
En cuanto á Benito, á su inseparable amigo, á su querido compañero, al que era más digno que él de haber heredado al difunto, nada más justo que conferirle el cargo de cajero que él había desempeñado. Puig se reservaba, además de su empleo de amo, el de inspector general de los trabajos del escritorio y de los talleres, que había sido el destino de Bonet hasta aquel día. Allí sólo se había verificado un cambio de nombre en el Registro de la Propiedad y en el Tribunal de Comercio, y la muerte de un amigo del corazón. Todo lo demás era exactamente lo mismo que diez, veinte, treinta años antes.
Puig sólo había llegado á tener tres mil pesetas de sueldo al año, lo mismo que Benito; pero desde aquel momento Benito tendría cinco mil, y como además la casa era grande y Puig carecía de familia y siempre había querido á la de Benito como si fuera propia (¡qué rubor el de Bernarda al escuchar aquellas palabras!), quería que su amigo y su familia se viniesen á vivir con él á la fábrica. Aquí ya el abanico de Bernarda empezó á echar tanto aire en la sala donde se celebraba la conferencia, que todos los presentes se apartaron de su lado por temor á una pulmonía. Esto no podría causar escándalo ni sorpresa á nadie—prosiguió el orador,—porque su edad y la de doña Bernarda no se prestaban á malos pensamientos; porque Lucía era su ahijada y de su cuenta corría dotarla cuando más adelante eligiera esposo de su clase y merecedor de su cariño, y porque, en fin, para que no se hiriera la delicadeza de doña Bernarda haciéndola aceptar una posición equívoca, desde luego la confería la dirección completa de su hogar, nombrándola su ama de gobierno y señalándola para alfileres quince duros mensuales.
¡Horror de los horrores! Oir los aplausos y plácemes de empleados y obreros, sentir los cariñosos brazos de su sobrina oprimiendo su cuello con muestras de felicidad, y ver á su hermano..., al mismo Benito, llorar de placer y agradecimiento en los brazos del tirano, del amo, del ser sin entrañas que la relegaba á la categoría de criada..., ¡á ella, á la que merecía ser ama de todos, á la que tenía derechos antiguos..., derechos sagrados á ocupar, no el comedor ni el cuarto de costura, sino el mismo tálamo del emperador de la China!
¡Falso y calumnioso pensamiento que abrasaba su cerebro y hacía enmudecer su lengua de víbora! Ella había sido siempre honrada, sin darse cuenta de ello; Puig había sido siempre casto, y jamás ni con el pensamiento, si hemos de dar crédito á sus antecedentes y á su conducta, había tratado de conceder derechos de ningún género á la ilusa doña Bernarda; pero ésta, en su rabia por no ser el ama, en su despecho por no ser rica, ni apenas se daba cuenta de que echaba su honra por los suelos con tal de zaherir y desacreditar al que los colmaba de beneficios.
Por no dar una campanada escandalosa quizá, y por no perder del todo la esperanza de que aún pudiera conquistar con sus encantos aquel corazón de roca, aceptó en silencio y con cara y ademanes de víctima propiciatoria el puesto que se la brindaba; hiciéronse en la casa las obras indispensables para el nuevo género de vida de unos y otros, y á los tres meses escasos de la muerte de Bernaregui quedó instalada la nueva familia en las mejores habitaciones de la fábrica.
Así pasaron tres años, tolerándose mutuamente unos y otros los defectos de carácter inherentes á toda criatura humana, aunque acentuándose más en la vida íntima todos los puntos salientes que causan rozamientos y divergencias. En esos tres años Benito adornó con un tinte amargo y melancólico su obediente asiduidad; Lucía se desarrolló rápidamente y cumplió sus diez y siete abriles, proclamada por