Por el oeste de Irlanda
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En este su segundo libro de viajes, León Lasa vuelve a demostrar que posee esa rara cualidad del escritor de viajes: la empatía, la compasión (pasión compartida y contagiosa) con las tierras visitadas. Si en su anterior obra se adentraba por un territorio casi virgen, el de la Patagonia, del que nos habían llegado páginas de Bruce Chatwin y poco más, en éste sobre Irlanda, por contra, no teme sacudirle el tópico a una isla mil veces retratada por nativos y extraños, siempre atractiva como pocas, pletórica de literatura. Con él, el país nace nuevo y limpio, y sus gentes (no es éste un cuadro de naturalezas muertas) laten, respiran, aman, actualizan sus mitos y tradiciones en retratos en los que Lasa no elude la sociología, la antropología, la historia, la poesía.
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Por el oeste de Irlanda - León
sentido.
Mapa de itinerario
Inishowen Peninsula
Malin Head —el lugar más septentrional de Irlanda— no respondió a la imagen de postal irlandesa que yo me había hecho de aquel escenario durante los últimos meses. Quizá por eso mismo, una vez allí deseé ponerme en marcha hacia el sur de forma casi inmediata. El final del recorrido debería haber sido, en el paraje más meridional de la isla, Mizen Head. Este objetivo, marcado durante meses de preparación, se trocó por otro más cercano y placentero: Slea Head era demasiado tentador, con las islas Blaskets al fondo a un lado y las Skellig al otro, como para no darle el merecido protagonismo de un epílogo.
Allí, en Malin Head, abrí un mapa de Irlanda y estuve observándolo durante varios minutos. Sí, me encontraba en lo más alto de la isla, al norte de Donegal, y debería seguir el curso de la costa hasta Slea Head, hasta el cabo Slea, en el sur. Un viaje que yo me figuraba lleno de acantilados sobre el mar, de islas perdidas y de playas solitarias.
Después de contemplar durante un rato la estampa soleada de dunas gigantescas, playas ribeteadas por el verde del musgo y rocas náufragas en medio del océano, me di la vuelta y comencé a caminar. Había intentado adivinar el trazado de la costa escocesa —que se podía observar, me decían, en días claros—, pero no vi nada. Dejaba atrás Bambas Crown y el torreón macizo conocido por los locales como The Tower, construido hace un par de siglos como una central de comunicaciones del Almirantazgo británico y posteriormente cedido a la compañía de seguros Lloyds de Londres.
Continué marchando al costado de la bahía de Trawbreaga a la vez que miraba con detenimiento las enormes montañas de dunas que festoneaban el camino. Llegué a la pequeña localidad de Malin, situada en el corazón de la bahía, y que tiene su origen, como tantas otras poblaciones de la zona, en las «Plantaciones» protestantes del siglo xvii, el proceso de colonización inglesa que se produjo a partir de 1607. Según me comentó un vecino con el que charlé un rato, el pueblo había ganado en numerosas ocasiones el National Tidy Town Award, de lo cual parecía estar muy orgulloso. Este mismo lugareño me comentó algo que se convertiría en uno de los referentes principales del viaje: algunos restos de la Armada Invencible —que se diseminaban por toda la costa oeste de Irlanda— también habían sido localizados cerca de allí, en Kinnagoe Bay, unos años antes. En mi deambular hacia el sur de Irlanda bordeando esa costa, oiría hablar continuamente de la Armada y de su trágica historia. En Donegal, en Sligo, también en Mayo, en Galway, en Clare y, finalmente, en Kerry.
La historia de Irlanda ha sido, hasta hace bien poco, la de una liberación, la de un largo conflicto entre ocupantes y ocupados, entre ingleses (¿sería británicos una expresión más acertada?) y nativos. Pero antes de que se produjera esa ocupación también hubo historia, y esta protohistoria podría mostrar hasta qué punto en épocas remotas los vínculos entre Irlanda y España fueron intensos.
Se cree que los primeros hombres pudieron alcanzar esas tierras brumosas alrededor del año 9 000 a. C. mediante los puentes terrestres que unían la actual Irlanda con Escocia aunque, en cualquier caso, sólo existen datos relevantes de restos humanos desde el año 6 000 a. C., una época en que las tierras irlandesas habrían vuelto a quedar aisladas en medio del océano. Más tarde, los pobladores neolíticos se establecieron en Irlanda en torno al año 4 000 a. C. trayendo consigo en sus barcas de mimbres y cañas las primeras técnicas agrícolas y ganaderas. Una parte de los estudiosos de esta época sostiene que la mayoría provenía de las costas del norte de la península Ibérica y de la Bretaña. La similitud de los vocablos antiguos utilizados para denominar ambos territorios —Iberia en un caso; Hibernia en el otro— no hace sino añadir peso a la teoría de la conexión neolítica entre la costa suroccidental del continente y la actual Irlanda, aunque es más ortodoxo negar la misma y explicar esa coincidencia por la similitud de las voces Iberia (iber parece que significaba río en el idioma antiguo de los íberos: Ebro) e Hibernia (tierras invernales o frías). Sin embargo, también los monumentos funerarios encontrados en Irlanda son muy similares en sus formas, tamaños y posiciones, a esos otros localizados tanto en Bretaña como en el norte de España.
¿Provenían las tribus milesias que invadieron Eire de lo que hoy es Galicia? ¿Derrotaron a los Tuatha Dé Dannan y se establecieron en Irlanda? ¿Aportan algo al respecto los marcadores genéticos de las actuales poblaciones de Irlanda, Bretaña y el norte de España? Cualquier postura que tomáramos esgrimiría argumentos tan convincentes como la contraria y, probablemente, habría algo de verdad en una teoría y en la que negara la anterior.
En todo caso, la historia mítica de Irlanda habla de clanes y pueblos escondidos que poblaron la isla en los tiempos oscuros. Los Fomoré, que serían los primeros en habitar esas tierras; los Fir Bolgs, que llegaron navegando desde España y Grecia; los diabólicos Tuatha Dé Dannan, que vencieron a los Fir Bolgs con su rey Nuada al frente; y los Milesios, también provenientes de Iberia, que expulsaron a los Tuatha Dé Dannan, repartiéndose los hijos del rey Milidh el norte y el sur de la isla. Las leyendas, ya se sabe, no son sino recuerdos edulcorados de la realidad.
No me detuve en la pequeña localidad de Carndonagh, en cuya iglesia tañía una campana que los del lugar vinculaban con el ancla de La Trinidad Valencera, barco de la Armada Invencible, y seguí hacia Buncrana, a orillas del Lough Swilly. Atravesaba las tierras del clan de los O’Doherty, que dominaron estos parajes durante gran parte de la Edad Media hasta que en 1608 el jefe de la familia, Cahir O’Doherty fue decapitado por los ingleses. La península de Inishowen es considerada como un paraíso ornitológico y, a la vez que caminaba, podía constatar que no había ninguna exageración en ello. Llegando a Buncrana, y subidos en una pequeña roca que asomaba por encima del agua del mar, pude deleitarme con la figura precisa de dos cormoranes moñudos que parecían haber sido disecados. Sus cuerpos eran algo más pequeños que los del cormorán común, y en la tonalidad de sus plumas, que brillaban encendidas por un sol mortecino, resaltaban por destellos de verde oscuro.
El agua del Lough Swilly, hasta donde yo podía apreciar, se adivinaba fría y limpia y casi no había tráfico de barcos o barcazas. No había tampoco bateas para la cría del salmón, que tan frecuentes son en otros estuarios y que tanta polémica habían levantado entre grupos ecologistas. Enfrente, al otro lado de la ría —es curioso que en irlandés la palabra lough sirva para denominar tanto una ría o estuario como un lago o una laguna— estaba la localidad de Rathmullan, que visitaría días más tarde. No había ni puente —difícil de construir sobre el que es uno de los estuarios más profundos del mundo— ni transbordador.
Buncrana (Bun Cranna, la boca o desembocadura del río Cranna) es una población de unos 4 000 habitantes situada en la ribera este del estuario del Swilly. Antiguamente fue el centro textil más importante del condado de Donegal, aunque nada queda ya de aquello. Su localización privilegiada al borde del mar ha hecho de ella uno de los destinos más populares entre los irlandeses del norte para pasar las vacaciones, aunque cuando yo la visité —todavía invierno— la tranquilidad era absoluta en sus calles. Según entraba en el pueblo un hombre relativamente joven, de unos cuarenta años y pelo oscuro, me recomendó que visitara el torreón de los O’Doherty y el fuerte Dún Rí. Dún, «fuerte» en gaélico, era una palabra que oiría o leería con frecuencia. Aunque con menos reiteración que inish o trag, «isla» y «playa» en el mismo idioma.
El torreón era lo único que permanecía en pie del castillo normando construido en el siglo xiii y que, un siglo más tarde, entró a formar parte de las posesiones del poderoso clan de los O’Doherty. Se dice que algunos de los náufragos españoles de La Trinidad Valencera —que la tempestad hundió en las costas del norte de Donegal— fueron escondidos en esta torre por Sean O’Doherty, quien fue con posterioridad encarcelado por ello en Dublín.
Unos pocos kilómetros hacia el norte quedaba el Dún Rí, una fortaleza maciza de piedra granítica construida durante las guerras napoleónicas por los ingleses. El miedo constante de los súbditos de la Corona inglesa a una invasión por la retaguardia —primero de España; después de Francia— llevó a diseminar la costa irlandesa de baluartes defensivos de este tipo.
Letterkenny es la capital económica y cultural de Donegal. Con sus 15 000 habitantes —una macrourbe en esas latitudes—, todos los servicios administrativos, médicos o de comunicaciones de la zona se concentran en ella. Se encuentra en una hoya rodeada de ondulaciones verdes por las que las urbanizaciones de casas adosadas se expanden rápidamente. Sus pequeños arrabales —como ocurre en cualquier otra localidad europea— están copados por un centro comercial, una piscina pública y varios concesionarios de vehículos de todo tipo. El centro de la ciudad mantiene cierto encanto de inocente rusticidad, y todavía es posible ver escaparates pasados de moda o presenciar el saludo familiar entre sus vecinos. Y se mire desde donde se mire hacia Letterkenny, cualquiera que sea la elevación o la dirección que se escoja, siempre se contempla dominante la silueta neogótica de la catedral de San Eunan, con su fina torre culminada en una afilada pirámide.
Llegué en el ocaso, abrumado ante lo que, tras marchar con parsimonia entre brezos y piedras, se me antojaba como una ciudad de tráfico enloquecido. Según bajaba por una de las vías de entrada, pregunté por algún hotel donde pasar la noche. Alguien me recomendó un establecimiento de nuevo cuño en la Main Street y hacia allí me encaminé buscando más el agua templada que el descanso. Atravesé en mi descenso un cementerio repleto de cruces celtas y un grupo de niños que, entre lápidas extrañas, jugaban alegres al fútbol. Letterkenny se sitúa en una hondonada, pero su núcleo principal, su calle mayor y su catedral, volvían a emerger como un cogollo dentro de esa depresión: alcanzadas las primeras casas de la Main Street, la calle iniciaba un ligero ascenso que culminaba, a unos doscientos metros, en una cierta altura desde la que volvía a descender para perderse hacia el otro lado de la villa. Todo estaba ubicado en esa calle provinciana que parecía sacada de una escena española de los años sesenta: un par de hoteles pequeños, tres o cuatro tabernas, dos peluquerías de caballeros, tres de señoras, dos bancos, comercios de repuestos agrícolas y algunas tiendas de conveniencia tan frecuentes en Irlanda. Por suerte, esa noche la vía se mantuvo tranquila, sin bullicio: todo el mundo guardaba fuerzas para el Día de San Patricio, patrón de Irlanda.
Según leí en un folleto del hotel, Letterkenny —Leitir Ceanainn, en gaélico— quiere decir «la colina de los O’Cannons», ya que ellos fueron los primeros señores de esta parte de Donegal. En 1248 el último jefe del clan, Rory O’Cannon cedió sus poderes a Godfrey O’Donnell como reyezuelo de Tír Connaill, nombre con el que se conocía en la antigüedad a la región. Pero hubo que esperar hasta el siglo xvii, con las «Plantaciones» de colonos ingleses y escoceses de Cromwell, para que un pequeño poblado despuntara en esas tierras. En 1657 ya existía un mercado todos los viernes y dos ferias anuales.
De Rathmelton a Rathmullan el camino, que seguía el borde de una pequeña carretera comarcal, se dejaba desbrozar con tranquilidad. Desde que salí de Rathmelton un frondoso bosque de pino escocés me cobijó hasta alcanzar en unos kilómetros el lado oeste del Lough Swilly. Eran árboles majestuosos, sólidos, que se elevaban hacia el firmamento como queriendo arañar hasta el último rayo de sol. A ambos lados del sendero se sucedían las granjas de vacas, ovejas y cerdos. Durante el trayecto, y como sería habitual durante todo el viaje, la lluvia apareció y desapareció en visitas fugaces.
Ese paisaje de colinas ondulantes me llevó de nuevo a orillas del Lough Swilly, pero al otro lado del mismo, una vez dejada atrás, casi en el vértice del estuario, la ciudad de Letterkenny. El entrante de mar, tan estrecho que se podían ver a simple vista las casas que estaban en la otra orilla, podía parecer efectivamente un lago si no fuera por la abertura al Atlántico que se extendía más hacia el norte, entre los cabos de Fanad Head y Malin Head. Cuando alcancé Rathmullan se levantó una pequeña tempestad que incluso formó olas de cierta altura en la superficie del Swilly. Las crestas blancas chocaban incesantes contra la pared que separaba una playa pedregosa de la pequeña carretera de acceso a la localidad. Al fondo, al otro lado de la ría, se podía contemplar la villa de Buncrana, la población más católica de Irlanda, según una encuesta publicada en los medios locales. Pregunté por el torreón de los condes. Una mujer de edad, de piel muy blanca y que caminaba arrastrando los pies, me contestó.
—Creo que está cerrado. Pero en cualquier caso queda ahí delante, a unos cien metros, al borde del mar.
Era alta, de pelo ya cano y había estado trabajando en su juventud en Glasgow. Una vez jubilada había optado por retirarse a su pueblo, según me comentó en la breve charla que mantuvimos.
—De todas formas me acercaré. Quiero saber de The Flight of the Earls y todo lo demás —le insinué. En 1607 la mayor parte de la nobleza gaélica que aún resistía la dominación inglesa huyó desde esa localidad.
—Oh sí, The Flight of the Earls… ¡Pero de eso hace mucho tiempo! —comentó riéndose—. ¿No prefiere una taza de té en casa? Vivo ahí al lado.
Decliné la invitación, quería llegar pronto al torreón desde el que se produjo la partida de los jefes irlandeses al exilio en 1607. Al pie de un muelle de juguete se levantaba una construcción defensiva, de unos veinte metros de lado y estructura maciza, construida con piedras grises. Su altura podía ser de unos quince metros y allí se disipó a principios del siglo xvii el sueño irlandés de reconquistar la independencia perdida a manos de los anglo-normandos. Según el horario que se mostraba en la puerta el museo debía estar abierto, pero de forma inexplicable se encontraba cerrado. Lo preferí así. Me recosté en uno de los muros laterales, el que daba al mar, y repasé en un libro el relato de los acontecimientos que desembocaron en la precipitada huida.
Inglaterra no iba a dejar transcurrir sin más la oportunidad abierta por la bula Laudabiliter, que serviría, a la postre, como cobertura jurídica para la invasión normanda. Sería suficiente —en cierto paralelismo con la historia medieval española— una disputa interna entre reyezuelos irlandeses para que se consumara la conquista.
La familia O’Connor dominaba Irlanda en el siglo xii y en 1166 Rory O’Connor se proclamó rey de toda la isla. Al mismo tiempo, Diarmuid MacMurrough, rey de Leinster, fue obligado a abandonar Irlanda después de que se fugara con la mujer del jefe de un clan rival. Diarmuid, de todas maneras, no cesaría en su empeño de volver a sus tierras y recuperar su trono, y ése fue el pretexto perfecto para que Enrique II de Inglaterra se apropiara de aquellos territorios. MacMurrough, con el visto bueno de Enrique II, comenzó a reclutar las tropas que, bajo su mando, se dispondrían a asaltar las costas de la verde Erin. Los anglo-normandos Strongbow, FitzGerald, FitzStephens y FitzGodebert, entre otros, formaron un ejército formidable que desembarcó el 1 de mayo de 1169 en la bahía de Bannow, condado de Wexford. En la batalla siguiente Rory O’Connor pudo aplastar parte de la expedición normanda que, ante la perspectiva de ser aniquilada, cambió de bando sobre la marcha. Así las cosas, y en vista de la derrota que se avecinaba, MacMurrough ofreció una tregua pidiendo que se le reconociera el derecho a establecerse en el sur de Leinster, lo cual fue aceptado. Este error estratégico de O’Connor —permitir la colonia invasora sur— tendría graves consecuencias para el futuro de Irlanda.
Al año siguiente nuevos refuerzos normandos desembarcaron en la isla, aniquilaron a las fuerzas irlandesas y tomaron Dublín y la provincia de Leinster, la más próspera de Irlanda. La experiencia normanda en batallas abiertas así como el manejo de nuevas técnicas militares fueron determinantes en el resultado de la batalla. Con cordura, y dado el curso que los acontecimientos iban tomando, Enrique II decidió desembarcar él mismo en las costas irlandesas antes de que los caballeros anglo-normandos fueran demasiado conscientes del alcance de su éxito: el 17 de octubre de 1171 pisó tierra en Waterford con quinientos jinetes y alrededor de cuatro mil arqueros y soldados. Entre ellos Hugh de Lacey, John de Courcy, Philip de Hasting, los hermanos de la Roche o Robert le Poer, que dieron origen a estirpes legendarias en la isla.
En el siglo xiii la práctica totalidad de Irlanda, salvo las zonas rocosas del oeste, se encontraban bajo control de los anglo-normandos que, además, introdujeron un modelo legal diferente del que existía con anterioridad: de la propiedad común de la tierra (consagrada en las antiquísimas Leyes de Brehon) se pasó a la propiedad individual. El Parlamento irlandés, que en la práctica se convertiría en un Parlamento normando, se establecería por primera vez en 1264.
Con el paso del tiempo, sin embargo, la sociedad gaélica fue poco a poco integrando y asimilando a los conquistadores, que —mediante matrimonios mixtos y adoptando las costumbres locales— llegaron a considerarse tan irlandeses como los nativos. Así, en 1366, hubieron de promulgarse los llamados Estatutos de Kilkenny, que estipulaban la separación absoluta de las dos razas, la normanda y la gaélica. Esos Estatutos decían, entre otras cosas: «Mientras que durante la conquista de la tierra de Irlanda y durante mucho tiempo después, los ingleses de dicha tierra usaban la lengua inglesa… ahora muchos ingleses de dicha tierra, renunciando a la lengua, la moda, la forma de cabalgar, las leyes y las costumbres inglesas, viven y se gobiernan a sí mismos de acuerdo con las costumbres, la moda y la lengua de los irlandeses…». Los Estatutos de Kilkenny no hicieron sino acreditar el fracaso de la política inglesa de segregación y la práctica asimilación de los normandos con la población irlandesa. De forma paulatina, el poder de los nobles anglo-irlandeses no hizo sino incrementarse, y eran ellos y no el rey de Inglaterra los auténticos dueños de la situación. A esta aristocracia normanda, en cualquier caso, se le unió cierta nobleza autóctona como los O’Donnell, los O’Neill, los O’Connor o los O’Brien.
Pero en los siglos venideros la situación iba a cambiar radicalmente. Prueba de ello, y de que Inglaterra empezaba a tomarse en serio la necesidad de una dominación verdadera de Irlanda, algo que hasta entonces había sido una quimera, en particular en el oeste y en el norte, fue que en 1541 el Parlamento irlandés aprobaba la Ley que consagraba a Enrique VIII como rey de Irlanda. Eso, unido a la ruptura del monarca con Roma producida años antes, en 1534, iba a marcar una modificación profunda en la forma en la que Inglaterra había tratado su conquista. Durante esos convulsos años del siglo xvi se confiscaron las propiedades eclesiásticas en la isla y la llamada Iglesia de Irlanda, apéndice de la anglicana, se constituyó en la religión oficial del territorio. Después, entre 1553 y 1558, comenzaron los primeros asentamientos de colonos ingleses y escoceses en los condados de Antrim, Monaghan y Limerick.
La reacción no se haría esperar, y entre 1579 y 1601 fuerzas españolas desembarcaron en Irlanda en varias ocasiones para apoyar los puntuales levantamientos irlandeses: Irlanda buscaba su afirmación nacionalista; la España de la Contrarreforma perseguía doblegar a la hereje Inglaterra. En 1593 tuvo lugar la más organizada de esas revueltas: Red Hugh O’Donnell —conde de Tyrconnell— armó un movimiento de resistencia junto a otros jefes irlandeses como Hugh O’Neill —conde de Tyrone— que, aunque logró ciertos éxitos militares en un principio, fue derrotado por las tropas inglesas de lord Mountjoy en Kinsale (condado de Cork), en el año 1601. Allí, en el sur de Irlanda, y muy lejos de los territorios controlados por los condes en el Ulster, habían desembarcado los efectivos españoles con quienes la coordinación de las fuerzas irlandesas no fue demasiado eficiente. En 1607, tras una serie de avatares políticos y confirmada la derrota nacionalista, los condes de Tyrone y de Tyrconnell huyeron desde Rathmullan junto con noventa y nueve partidarios y seguidores, certificando el fin de una Irlanda gaélica e independiente. De forma casi inmediata, y para evitar en lo sucesivo otras sublevaciones, comenzaría la colonización masiva del Ulster —hasta entonces y paradójicamente el territorio de la isla menos influido por la dominación inglesa— con pobladores llevados de Escocia e Inglaterra. Sin embargo, y a la larga, la imposición de la Iglesia anglicana sobre Irlanda tuvo como consecuencia directa el que perviviera con especial fuerza, como reacción nacionalista, el credo de Roma en la isla, haciendo de ello un signo distintivo de identidad.
Me levanté entumecido tras la lectura, pero tenía que seguir caminando hacia el norte del estuario. Di una vuelta última al torreón y vi a una persona con uniforme de conserje que en ese momento abría las puertas de la fortaleza. La carretera que se dirigía a Fanad Head, en el extremo de la península del mismo nombre, se encontraba encajonada entre el mar brumoso a mi derecha y colinas verdes moteadas de piedras y de helechos a mi izquierda. La circulación era escasa y podía contemplar los numerosos pájaros que empezaban a anunciar una primavera próxima. Me mantenía atento a la espesura porque quería ser uno de los pocos afortunados en ver, aunque fuera sólo por unos segundos, el guión de codornices, un ave emblemática de la zona y que se encuentra en franca decadencia. Escudriñaba los recovecos de los árboles y afinaba en lo posible mi oído para identificar el clásico «aic-aic» de su llamada, pero no hubo fortuna.
Dos vehículos pasaron lentamente a mi lado y —según parecía la costumbre de la zona con los caminantes de carreteras secundarias— se ofrecieron a llevarme a algún destino que se podía adivinar inmediato, pero preferí seguir andando. Como si el tiempo no hubiera transcurrido, abstraído entre la serenidad de la vista y el liviano esfuerzo de la caminata, llegué a Portsalon. Allí, en lo que no era sino