Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

No mires abajo
No mires abajo
No mires abajo
Libro electrónico146 páginas2 horas

No mires abajo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Gran maestro de los espacios de peligro, de las cornisas y las grietas, William Sansom resume su experiencia vital y su imaginación incomparable en estos relatos únicos. Como en algunos cuentos de Kafka, su precursor admirado, Sansom se toma el trabajo de armar una situación terrible y transmitirla con palabras exactas. Ni más ni menos. Proyecto y ejecución comparten la misma energía, la misma fuerza centrípeta, y el desborde lo produce la inestabilidad del acontecimiento, la perfecta construcción de "un" accidente.

En una Roma fantasmagórica, una mujer nos conduce al cuarto oscuro del misterio. Un hombre en busca de una aventura en Niza casi no puede sobrevivir a la felicidad que lo embarga. Un bombero queda subyugado por el derrumbe de un edificio en llamas mientras los alemanes bombardean Londres.

La suma de las partes de No mires abajo provoca sorpresa y perturbación. El autor que deslumbró a escritores tan distintos como Ray Bradbury y Stephen King es un secreto a voces; su olvido en la literatura en castellano, un verdadero enigma.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2020
ISBN9789871739363
No mires abajo

Relacionado con No mires abajo

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para No mires abajo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    No mires abajo - William Sansom

    Copyright

    LA ESCALERA VERTICAL

    CUANDO SINTIÓ LOS PRIMEROS HILOS DE SUDOR que le humedecían la palma de las manos, como si, con cada movimiento hacia arriba, su cuerpo pesara más, el joven Flegg lamentó con repentina desesperación, pero en vano, los acontecimientos irresponsables que lo habían empujado a su actual y precario ascenso. Allí estaba, aislado en una escalera vertical de hierro adosada a la pared de un gasómetro y condenado a trepar más y más, cada vez más alto, hasta alcanzar la vertiginosa cima próxima al cielo.

    ¿Cómo se le había ocurrido someterse a algo así? Qué fácil había sido reírse del miedo y la cautela mientras estaba en el suelo… Y pensar que ahora daría esas dos manos aferradas a la escalera por un salvoconducto a tierra firme.

    Había sido un contundente día de primavera, de pronto tan caluroso como a mediados de verano. El sol inundaba los parques y las calles con un calor repentino… Flegg y sus amigos se habían sentido sofocados en las gruesas ropas invernales. El resplandor de las hojas nuevas hería los ojos con ferocidad, el aire parecía casi pegajoso por las emanaciones de los capullos y las resinas desbordantes. Acostumbrados al frío del invierno, los sentidos se habían visto abrumados —las chicas se habían quejado de dolor de cabeza— y los pensamientos de todos se habían vuelto confusos y tan incómodos como las ropas de lana pegadas a la piel. Habían salido del parque por un portón trasero, a una zona de calles secundarias.

    Las casas allí eran pequeñas y viejas, y algunas necesitaban reparaciones; calles cortas, adoquines, veredas angostas; los únicos comercios, una tabaquería y una desolada estación de servicio en la esquina, daban un poco de color al gris: estaban en los arrabales de algún emprendimiento industrial cercano. Al principio, esas calles silenciosas, casi desiertas, les parecieron más tranquilas que el parque, pero pronto el aire cargado de yeso descascarado y polvo de ladrillo, las ventanas oscuras y los áridos escalones de piedra, la sequedad que todo lo invadía les resultaron más cansadores que antes; por eso, cuando la hilera de casas se interrumpió de golpe y el panorama se abrió y reveló la entrada a un gasómetro abandonado, Flegg y sus amigos agradecieron el verdor de las ortigas y las polígalas que crecían entre la chatarra y los ladrillos rotos.

    Entraron en el baldío —las dos chicas y Flegg y los otros dos chicos— y se detuvieron frente al viejo gasómetro propiamente dicho. Era la única edificación que se conservaba entera entre los galpones en ruinas: todavía dominaba el terreno, superando por varios metros al resto de los edificios que lo rodeaban. Los chicos empezaron a arrojar ladrillos contra sus paredes oxidadas.

    Volaban las cortezas de óxido y el hierro sonaba a hueco. Flegg, que deseaba llamar la atención de la chica de pelo negro, comenzó a arrojar sus ladrillos más alto que los demás, haciéndolos trazar una curva en el aire; con eso daba a entender que sabía lanzar granadas e indirectamente se arrogaba el glamour de un uniforme. Cuando notó que la chica seguía con los ojos los movimientos de sus hombros, sus hombros se ensancharon. La chica tenía ojos negros, enmarcados por párpados cortos y bien despiertos, brillantes como los ojos de un chico; sus labios apenas cubrían con un mohín una hilera de dientes irregulares, por lo que muchas veces daba la impresión de que se estaba riendo; siempre tenía el ceño fruncido, y a Flegg le gustaba su expresión seria, decidida. Parecía una chica muy despierta y por lo tanto perfecta candidata para apreciar a un hombre activo. Ahora fruncía el ceño y gritaba:

    —¡A que no puedes trepar tan alto como arrojas los ladrillos!

    Así comenzó una de esas bromas incómodas, inocentes al principio, pero que tomadas en serio pueden provocar una acumulación histérica de malicia. Todos reconocen la incomodidad subyacente, la sienten hasta la médula; pero, por eso mismo, la broma debe continuarse a toda costa: te asustas, te ríes más fuerte, obligándote a disimular la vergüenza del peligro y la culpa. El tercer chico gritó enseguida:

    —Claro que no. Si no puede trepar más alto que su cabeza...

    Flegg se dio vuelta, burlándose, y la chica volvió a gritar, apuntando hacia arriba con una risita estridente. Los cinco ya se sentían incómodos. Luego, en rápida sucesión, en cuestión de unos pocos segundos, el tercer chico repitió:

    —Claro que el muy idiota no puede.

    Flegg retrucó:

    —Puedo subirme encima de cualquier cosa.

    El otro chico dijo:

    —Súbete encima de mi tía Fanny, entonces.

    La chica dijo:

    —Entonces, súbete encima del gasómetro.

    Y Flegg dijo:

    —Eso no es nada.

    Y la chica, presionándolo como correspondía a la situación, introdujo de pronto el detalle inevitable que convirtió los supuestos en hechos:

    —Entonces sube. Toma… Ata mi pañuelo en la punta. Pon mi bandera en la punta.

    En ese momento, Flegg todavía tenía una segunda oportunidad. Pensó que podía echarse a reír y dejar atrás todo el asunto, pero un énfasis histérico se había adueñado de la cara de la chica —que no dejaba de dar saltitos y aplaudía sin parar— y eso lo confundió. Empezó a tartamudear en busca de las palabras correctas. Pero las palabras se negaban a salir. Tenía que disimular el tartamudeo a toda costa. Y entonces dijo:

    —¡Allá vamos! —Y enfiló hacia el gasómetro.

    Después de todo no era tan, tan alto. No llegaba a ser un gasómetro de tamaño normal, la baranda de hierro que circundaba la cima debía de estar a la misma altura que la terraza de un edificio de cinco o seis pisos. Hasta aquel momento Flegg había visto el gasómetro como una tosca masa de hierro, pero ahora cada detalle adquiría una brusca definición. Lo estudió atentamente, alerta, considerando su tamaño y cada rasgo de estabilidad; las oxidadas planchas de hierro marrón tenían varias manchas rojas, una curiosa deformidad aplastaba en algunos tramos la superficie curva, como si el vacío la estuviera haciendo colapsar desde adentro, y las escaleras que flanqueaban los costados estaban al ras de la chapa. La cuadrícula de las vigas, la complejidad de los puntales, los pernos.

    Había dos escaleras: una escalera de Jacob, engrapada a uno de los costados, y otra, más parecida a una escalera común, que zigzagueaba por el vientre del gasómetro, con escalones fáciles de subir y baranda protectora. Era probable que la hubieran instalado más tarde para reemplazar la escalera de Jacob, que exigía un ascenso innecesariamente difícil y ahora estaba en evidente desuso, porque los primeros seis o siete metros de peldaños habían sido arrancados; sin embargo, al parecer estaban por hacer algún trabajo de pintura, porque había una escalera de pintor colocada debajo, cuyo tope llegaba a los peldaños todavía intactos de la escalera vertical, y eso hacía posible que volviera a ser utilizada para subir. Flegg echó un rápido vistazo a la base de la escalera de madera —¿estaba bien firme?— y luego a la parte superior —¿era segura?— y después miró todavía más arriba, entrecerrando los ojos para detectar cualquier imperfección en los peldaños de hierro que conducían, innúmeros e indistintos como los vertiginosos dientes de un cierre relámpago, a la plataforma de la cima.

    A medida que hacía una rápida evaluación de la estructura, Flegg no dejaba de avanzar a paso lento. Las cartas estaban echadas y, mientras continuaba caminando con aire despreocupado para demostrar que se sentía a sus anchas, sabía que no debía titubear. Los dos chicos y la chica coreaban burlones para alentarlo.

    —Cómo escalé el monte Everest… —gritaban.

    —Bajará más rápido de lo que subió.

    —¡No vayas a chocarte la cabeza contra un arpa, sir Galahad!

    Pero la otra chica se mantuvo callada todo el tiempo; ya estaba asustada, ya sentía que la culpa de la tragedia en ciernes sería solo suya, aunque en realidad no había abierto la boca. Mascaba con fervor un chicle que mantenía su mandíbula firme y en movimiento.

    El coro se volvió más estridente. Flegg había girado un poco el cuerpo hacia la escalera más segura. Sus ojos habían evaluado naturalmente el resto del gasómetro y sus pies habían virado casi en forma inconsciente en la dirección de sus ojos; luego su instinto se transformó en conciencia plena: tal vez podría usar la escalera normal, en realidad nadie había dicho que tuviera que subir por la escalera de Jacob… ¿Todavía tendría la oportunidad? Pero los veloces ojos a sus espaldas ya lo habían visto, y de inmediato se oyó el coro:

    —¡Ni se te ocurra!

    —¡No pretenderás subir por esa escalera para nenitas!

    Flegg cambió de dirección apenas la fracción necesaria para quedar de nuevo frente a la escalera perpendicular.

    —¿Quién dijo que iba a subir por esa escalera? —gritó.

    Detrás, los otros seguían haciendo bulla, empujándolo al extremo, acorralándolo con malicia.

    —Míralo, no sabe qué camino tomar… está más perdido que un marinero sin brújula.

    Flegg comprendió por fin que no había escapatoria. Tendría que subir al gasómetro por la escalera vertical. Y una vez que hubo llegado a esa conclusión, su mente quedó despejada de toda duda. Se encogió de hombros y empezó a pensar que no era para tanto. Después de todo, pensó, no es tan alta. ¿Por qué tendría que preocuparme? Cientos de hombres suben escaleras como esta todos los días y ninguno se cae. Las sujetan con tanta firmeza como a una casa. Sonrió para sus adentros al recordar su perturbación anterior. Por si fuera poco, la chica corrió hacia él y le entregó el pañuelo. Cuando esos ojos negros le sonrieron, serios, vio que su expresión ya no reflejaba una burla maliciosa, se había vuelto más suave, era una mirada de verdadero aliento e incluso de admiración.

    —Aquí está tu bandera —le dijo. Y hasta agregó—: Quiero decirte algo: ¡no es necesario que subas! ¡Igual te creo!

    Pero llegó demasiado tarde. Flegg había aceptado subir; era un hecho, y ya sentía algo parecido al exultante brillo de la gloria. Tomó el pañuelo, le sopló un dramático beso a la chica y empezó a subir corriendo los peldaños más bajos.

    La escalera de pintor estaba colocada en un ángulo propicio. Pero Flegg solo había trepado unos tres metros —quizás hasta la altura de la ventana de un primer piso— cuando comenzó a desacelerar el paso; dejó de correr, aferró con más fuerza los peldaños superiores y afirmó mejor los pies sobre los travesaños inferiores, que no veía. Aunque todavía no había medido la distancia que lo separaba del suelo, de algún modo sentía con meridiana claridad que ya estaba a una altura antinatural y que no había nada —excepto aire y un precario esqueleto de peldaños de madera— entre su cuerpo y el suelo, que se alejaba cada vez más. Sentía que no tenía un apoyo sólido; sin embargo, a sus ojos, que miraban fijamente las placas de hierro que estaban más arriba, aún no había salido de los peldaños inferiores, cerca de la tierra. La sensación de altura lo invadía, poderosa; se había transformado en una urgente necesidad de mantener el equilibrio, con cada músculo de su cuerpo en un estado de gran alerta. No era una sensación desagradable, casi disfrutaba del nuevo control atlético sobre cada movimiento inestable. Continuó subiendo metódicamente hasta llegar al tope de la escalera de pintor y al primer peldaño perpendicular de hierro.

    Se detuvo un momento. Apoyó las piernas contra los tres últimos escalones de la escalera de madera, cuya inclinación era segura, y aferró los dos soportes laterales de hierro oxidado que conducían en línea recta hacia la cima. Sus rodillas estaban pegadas a la madera maternal; sus manos tanteaban el hierro frío y áspero. El óxido saltó y lo manchó con un polvillo rojo;

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1