Introducción a la cultura japonesa
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"En Europa, la verdad reside en aquello que se descubre, es la aletheia, mientras que en Japón lo más importante es lo que está escondido. ... ¡Qué inconmensurable es la distancia que separa a ambas civilizaciones!"
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- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Me gusta, pero un poco corto, pero muy interesante y bien
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Introducción a la cultura japonesa - Hisayasu Nakagawa
978-84-15373-90-2
Contenido
Preámbulo
El mundo lleno y el mundo vacío
Traducir la identidad
Lococentrismo
Sobre la división religiosa
La verdad sin sujeto
La muerte en fusión
Anverso y reverso
Tirar sin apuntar
Sobre el principio panóptico I
Sobre el principio panóptico II: la misión Iwakura
El arte japonés: yuxtaponer para enriquecer
El desnudo al desnudo y el desnudo escondido
Preámbulo
cada nación tiene la deplorable tendencia de creer que su cultura es la mejor del mundo y, en cuanto individuo, es difícil escapar de esta cómoda posición. Cuando el abate Chappe d’Autroche, miembro de la Academia de las ciencias de París, publica en 1768 su Viaje a Siberia, Catalina II de Rusia reacciona contra este libro con su Antídoto de 1770 y comenta así esta debilidad humana: «Bien sé que se os hace creer que vuestro país es el centro de la libertad mientras que, en efecto, se os subyuga de cuerpo, de alma, de corazón y de espíritu. ¿Por qué vuestra nación entera se cree la más libre que haya en el universo? Pues porque se le enseña a convencerse de que lo es. Los oradores, los sacerdotes, los frailes y toda la camarilla del gobierno no cesan de meceros con esta quimera, ¿cómo no doblegarse, entonces, ante testimonios tan unánimes?». Esta crítica de la emperatriz no sólo se aplica a los franceses, sino que es válida para todos los pueblos de la tierra.
Por otra parte, en cualquier país, las otras culturas se suelen ver a través del prisma de las ideas preconcebidas y de los prejuicios. Así pues, todavía hoy, e incluso en los periódicos japoneses más importantes, no es raro encontrar la expresión «aoi-me», «los ojos azules», para designar a los occidentales, ¡como si estos tuvieran todos los ojos azules! En lo que a mí respecta, tengo muy pocos amigos franceses que respondan a este criterio. Muchos tienen los ojos oscuros. Este tópico me trae a la memoria la época de aislamiento de Japón durante el período Edo, cuando en el siglo xvi a los portugueses se les denominaba «bárbaros del sur» y que más tarde, del siglo xvii al xix, a los holandeses se les llamaba los «pelos rojos» –recordemos que estos últimos eran en esa época los únicos extranjeros con autorización para comerciar, de manera limitada, con Japón mediante su factoría de Nagasaki–. «Abierto» en lo sucesivo, Japón debería haber sido más sensible a los matices.
En lo que me atañe, ¿acaso no me siento muchas veces intimidado cuando un francés me pregunta cuál es mi religión? Puedo responder con toda sinceridad y decir que soy budista, pero también sintoísta o, incluso, ateo según los criterios europeos. Si me explico de esta guisa, sin duda, no satisfaré la expectativa de mi interlocutor occidental que espera una respuesta concreta. Un sacerdote sintoísta podría incluso responder absolutamente convencido a la pregunta «¿Cuál es la doctrina sintoísta?» con un «No hay doctrina». Es necesario decir que, al margen de algunas pocas y raras excepciones, el sentimiento religioso en Japón se explica en el cumplimiento de rituales que se inscriben en la vida social de cualquier individuo. Por consiguiente, desde el momento en que entro en un templo, soy budista dado que practico los rituales budistas, y si voy a un santuario, entonces soy sintoísta. Ello no deja de causar perplejidad en mis interlocutores franceses, a menudo únicamente de paso por Japón y, por lo tanto, volveré un poco más adelante sobre este particular. Sea como fuere, para mis amigos dieciochistas franceses, soy un ateo convencido.
Resulta evidente que, después de la segunda guerra mundial, Japón experimentó una americanización de la que encontramos signos en todos los planos de la vida cotidiana. Por ejemplo, un gran número de hoteles de lujo han habilitado capillas en el interior de sus establecimientos, en general en la misma planta que las salas de banquetes. De este modo, pueden ofrecer a sus clientes la posibilidad de celebrar una ceremonia de boda «a la americana». Para la joven generación japonesa, educada con el molde ritualizado de la generación pasada, es de buen ver cumplir con el rito cristiano, evocación de la cultura americana que aporta innegablemente una impresión de prestigio. La joven esposa lleva un vestido de novia blanco y el oficio, a veces, lo celebra un falso sacerdote. Toda esta tendencia comenzó con la ocupación americana inmediatamente después del final de la guerra.
Recuerdo haber leído entonces en un periódico esta declaración del gran escritor japonés Naoya Shiga: «La cultura japonesa es la más bárbara del mundo. La lengua es el primer símbolo de esta barbarie. Si queremos llegar a ser mejores, deberíamos adoptar el francés como lengua nacional». Sin duda, Naoya Shiga se encontraba todavía bajo los efectos de la derrota japonesa. Para él y para muchos de sus contemporáneos, esta derrota no era solamente militar, sino que representaba igualmente el fracaso de la civilización japonesa. Era el sentimiento de superioridad cultural lo que había conducido a Japón a la guerra. La toma de posición de Naoya Shiga muestra su deseo de acabar de una vez por todas con ese sentimiento demasiado nacionalista. Pero esta declaración, que hoy parecería inaudita, revela, no obstante, un estado de ánimo bastante extendido tras la segunda guerra mundial. Quizá ello explique que una minoría de jóvenes japoneses, entre los cuales me contaba, volviese los ojos hacia la vieja Europa en respuesta tanto a la joven civilización traída por los soldados estadounidenses como a la presencia colonizadora de los vencedores. Sea lo que fuere, como después de mi niñez ya había decidido ser investigador, mi objetivo por aquellos tiempos estaba muy claro: el ámbito de mi investigación sería europeo. Ya en la universidad, me decidí por los estudios de literatura francesa y, en particular, por la del siglo xviii. Cuando era adolescente, siempre había experimentado un deseo irrefrenable de conocer o comprender de qué manera los intelectuales franceses habían destinado su juventud a conseguir liberarse de las viejas prohibiciones tradicionales, ya fueran éstas de orden religioso o ideológico. Comencé por Voltaire, pero finalmente fue en Diderot sobre quien recayó la elección de mi tesis de doctorado. Los filósofos y los librepensadores conjugaban con mi estado de ánimo en aquella época y todavía hoy sigue siendo así.
Por un lado, he señalado el egocentrismo y, por el otro, la mirada deformada que cada nación sostiene sobre otra. ¿Cómo evitar estas dos trampas? En lo que a mí concierne, y habiendo sido educado en una familia muy liberal, nunca fui nacionalista, ni siquiera durante la guerra. A los veintisiete años, me marché por primera vez a Francia donde pasé dos años y algunos meses. Después, viví en Japón para proseguir con mis estudios y dedicarme a la enseñanza. Durante todos esos años, tuve muchas ocasiones de viajar o pasar temporadas en el extranjero, especialmente en París. En el transcurso de ese ir y venir entre Japón y Francia, y merced a mis estudios de los textos, poco a poco abandoné el casillero conceptual y sentimental del japonés corriente. Nunca más corrí el riesgo de dejarme engañar por los tópicos. Si, antes que todo, aplicaba este método a mi lectura de los escritores franceses, poco a poco empecé a darle la vuelta al espejo para observar del mismo modo mi propia civilización. Mi punto de vista reside, por lo tanto, en una posición intermedia que me permite, de un lado, observar Japón con distancia