Lo que no sabías
Por Elba Pedrosa
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Lo que no sabías es una historia intimista, tranquila, de contrastes y pasiones. Una búsqueda a veces desgarrada de libertad y amor, en la que el silencio impregna con protagonismo las vidas y el mar devuelve lo que un día se llevó.
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Lo que no sabías - Elba Pedrosa
olas.
I
Se derritió en el suelo como un helado dentro de la boca febril de un niño. De repente se desintegró, golpeándose contra la butaca. Quedó allí tirada, expandida. Casi inerte. Adoptó otro estado, otra forma, otro sentir. En un instante cambió de sólido a líquido, desintegró todas y cada una de sus células y la energía. Abatida. También fue sustancia gaseosa durante algún segundo. Con el tiempo, regresó a su cuerpo y retomó la apariencia física habitual en ella. Pero había dejado de ser la misma mujer que siempre había sido.
Recuerdo aquella mañana como el comienzo de otra persona; el nacimiento de una mujer liberada. Ahora sé que todo ocurrió gracias a que otro ser desapareció al mismo tiempo. Por ese motivo, ella pudo empezar de nuevo a vivir.
Su compañero no había regresado. Nos contó que le había esperado en la vía del tren hasta que bajaron los últimos pasajeros, que caminaban con gesto cansado, despacio, y arrastrando los equipajes. Tenía la necesidad de cerciorarse, una vez más, de que no era el tiempo el que tenía la responsabilidad de la desgracia que le había acompañado siempre. Tampoco la distancia tenía la culpa del desamor. Porque por muchos o pocos meses que pasaran separados, nunca surgía el deseo del reencuentro. El único culpable de lo que había ocurrido durante todos aquellos años, en caso de que hubiera alguno, era lo que le decía su corazón.
Ahora ya no tenía dudas; jamás había sentido pasión, ni ganas, ni apenas sueños. Nunca había querido nada con él. Pero le había dado tantas vueltas y lo había intentado de nuevo en tantas ocasiones –por no echar a perder también la vida de los demás y hacerles daño–, que había perdido su existencia entera sin hacer casi nada de lo que había querido. Le había consumido todo el tiempo.
Sí, puede que desde el primer momento tuviera la sensación de que no le quería y que esto no sería fácil de cambiar; pero no se había atrevido a dar el primer paso, a tomar decisiones e iniciar otro camino con la valentía que exige la soledad y las habladurías. Así que dejó que la iniciativa la llevara el otro, incluso su propio destino. Y ella se calló, cerró los labios y optó para siempre por el silencio y la espera, por dejar que todo pasara por delante de sus miedos y tapar cada agujero del alma con una mentira. Decidió no contar nada y quedarse con todas las verdades escondidas. Eran, además, nuestras verdades.
Má no dijo ni una palabra al regresar a casa de la estación. Debería de ser muy temprano, pero desde la cama pude escuchar cómo la llave giraba y abría la puerta. Pensé que podría haber ocurrido algo; llegaba sola. Sentí cómo la vida se rompía en pedazos sin apenas poder evitarlo. Sin embargo, tenía tanto frío y cobardía que lo único que hice fue tirar del embozo con fuerza y taparme un poco más. Hasta bien arriba. Oculté también las orejas debajo de las sábanas para aislarme del mundo y no enterarme de lo que pudiera haber pasado. Tampoco tenía edad para hacerme cargo de más problemas que los que yo mismo generaba. Por aquel entonces era un niño de tan solo ocho años, que lloraba cuando veía a su madre llorar; que sufría cuando su madre estaba triste, y que se inflaba como un pavo real cada vez que me daba uno de esos abrazos de madre orgullosa que solo ella sabía dar. Así que decidí quedarme calladito como un tonto y retomar el sueño. Allí dentro de la cama con el calor todo era un poco más fácil. Me desentendí.
Pero, mientras, ella se desplomaba golpeándose con la silla de la cocina. Después cayeron las llaves al suelo, con un estruendo que podría haber despertado hasta a los difuntos que reposaban a doscientos metros de nuestra casa. Y a continuación, cayó su pesado bolso en el que llevaba la fiambrera metálica –con toda seguridad, con un trozo de la empanada preferida de mi padre, la de bacalao con pasas.
Má preparaba la masa y el relleno de la receta con la que más disfrutaba mi padre. Pero no todas las madres sabían hacerla. Ella sí. Picaba las cebollas y los pimientos en trozos muy menudos, después añadía la enjundia y una copa pequeña de albariño. Cocinaba todo a fuego lento mientras amasaba, con el mandil y la cara salpicados de harina, y cantando siempre la misma canción que había aprendido cuando era una cría:
Ollos verdes son traidores,
azuis son mentireiros.
Os negros e acastañados
son firmes e verdadeiros.
Na beira, na beira, na beira do mar…
Y pasaba toda la mañana cocinando al son de su voz melosa. Con aquellos ojos acastañados tratando de imaginar el mar, ese infinito saco de peces. Con su pensamiento poco verdadero, perdido muy lejos de la orilla, o no sé muy bien dónde.
Mientras, yo observaba con interés todo lo que hacía y jugaba con las piezas del Lego que mi padre me había traído de Alemania. (Lo cuidaba como si fuera un tesoro.) La miraba de reojo desde la mesa de la cocina, como si no me interesara. En alguna ocasión, má horneaba la empanada fuera de casa. La llevaba al horno de la panadería en una bandeja cubierta con un paño de cuadros azules. Otras señoras de la villa también tenían esa costumbre, tal vez el horno de leña cocinaba mejor. Era un truco de expertos, decía má. Pero yo prefería que se quedara siempre en casa y no se fuera a ningún sitio. Que continuase con su cantar alegre «la de los ojos verdes», que tan bien me sentaba escuchar de vez en cuando.
Eso sí, siempre cataba yo el primer trozo de la empanada. Sabía a gloria bendita.
II
Si no hubiera sido porque mi padre no regresó con nosotros nunca más, puede que hubiera continuado siendo ese niño solitario y distante del resto de compañeros. El marginado al que nadie le presta atención, más que para burlarse de él. El que no mira a nadie porque le da pánico cruzarse con unos ojos que le miren; el tío raro con quien no se juega, el chaval que no entiende las cosas que pasan en la vida. (Es cierto que tardé un montón en encontrar la verdad y todavía no la entiendo del todo.) Pero en aquel momento, con el tema de mi padre, ese alejamiento de los demás niños terminó y dejé de ser «el mudito», como alguno se refería a mí con desprecio. Hoy en día pienso que fue por lástima, por la compasión que la gente de la villa sintió entonces por nosotros. En todo caso, tuve la fortuna de empezar a disfrutar todo el día de la compañía de unos elementos –no sé bien si por decisión propia o porque alguien les obligó a estar conmigo– que me hicieron la vida más divertida y ligera. Eso sí, menos silenciosa.
Pronto nos convertimos en una pandilla de esas que nunca se separan y siempre tienen líos. Solo éramos cuatro. Cuatro gatos, como quien dice: «Lo mejor de cada casa». Los dos gatos mayores eran los gemelos Lolo y Pepe, los hijos del fontanero. Y luego Rubén y yo. La gente decía que nunca habían vivido allí niños tan trastos como nosotros. Y eso, de algún modo, nos gustaba; tener fama de malos en parte era bueno. Nos hacía sentir intocables, no unos tontos cualesquiera, y sabíamos defendernos como esos niños de la ciudad que no se callan ni con la cabeza debajo del agua porque son unos chulos. Nunca nos quedábamos callados o amilanados. No había nadie que nos hiciera sentir menos.
Creo que esta fama de gamberros empezó a forjarse después de un día que nos dedicamos a cazar moscas, una de esas tardes en blanco que tiene el verano. Las encerrábamos en un frasco de cristal hasta que las veíamos morir. Después de muchos intentos, los bichitos agonizaban en aquella cárcel transparente en la que también metíamos alguna «hierba para comer». Agotados. Rendidos ante nosotros. Y en ese momento recreábamos la ceremonia completa del entierro, en los bancos del fondo de la iglesia. Allí donde estaba muy oscuro y no pasábamos vergüenza porque nos miraran, con uno de nosotros haciendo de sacerdote y los otros de plañideras llorando de pega. Quién nos diría, con lo felices que éramos entonces, todas las ceremonias y velorios en los que lloraríamos pero de verdad, por difuntos que no serían exactamente aquellos inocentes bichos. Nuestro comportamiento –que a día de hoy pienso que era sin más el propio de unos niños pillos– asombraba al resto de compañeros de la escuela. También a los maestros y a los padres de los otros niños, que no veían con buenos ojos aquel síntoma de «pequeños demonios sin escrúpulos» y no consentían que sus hijos estuvieran mucho con nosotros, por si imitaban el mal ejemplo.
Sí, la vida va de bandos, de los malos y de los buenos, y de poner etiquetas ya desde pequeños.
Es cierto que la sensación de poder tener el control de las situaciones en manada, por encima de los que nos miraban pasmados con cierta envidia y que incluso alguna vez nos alentaban, nos hacía sentir superiores. A pesar de todo, la realidad cambió a medida que crecíamos y éramos más conscientes del daño que podíamos hacer a los demás con nuestra actitud, aunque se tratara sin más de un juego. Dejamos esa capa de chulería y de cobardes; pero hacíamos lo que nos daba la gana en cada momento, y si era con follón, mejor. Teníamos bastante sentido.
A Rubén y a mí no nos sentaba nada bien eso de pasar la tarde tirados como papanatas a la sombra en el río, quietos y calladitos; ni tampoco imaginar esas chorradas con las formas de las nubes, como hacían otros para ocupar el tiempo de más calor. Nosotros éramos más de liarla buena. Además, no queríamos silencio y procurábamos hablar y reír todo lo que no estaba escrito. Al menos yo ya había tenido suficiente durante todos aquellos años de la infancia –hasta lo de papá–, cuando no encontraba a nadie con quien conversar en el patio o en la plaza, o cuando me daba por pasar algunos días en plan disperso, deambulando ausente del mundo como un zombi. Y desde que má había llegado aquella madrugada sola a casa, para mí el silencio sería para siempre lo mismo que la muerte.
Después de meses de espera a mi padre, que faenaba en alta mar sin saber cómo iban nuestras vidas ni qué pasaba en la villa, má se quedó sola, llorosa y callada como una tumba. Con la cara teñida por la pena del luto y con un silencio que la embebió durante demasiado tiempo. Aquella mañana estaba más confuso aún que nunca, con el convencimiento de que en mi casa siempre ocurrían cosas que me escondían. Había secretos, verdades o mentiras, que no sabía.
Silencio siempre será muerte. Lo detesto.
III
Todas las noches antes de acostarse bebía un remedio que le preparaba su abuela. Agua caliente con miel y limón, revueltos hasta mezclarse bien en una taza de barro. Tal vez me aclare la voz, decía, y es que para cantar en