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Libro electrónico139 páginas2 horas

Jaulas vacías

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Una herencia desata los celos y antiguos rencores que existen entre tres hermanas, y que pueden terminar en una venganza impensada. Una mujer desaparece por completo del mundo; sin embargo, en los sueños de su amiga subsiste un misterioso mensaje suyo que quizá proviene del Más Allá. En una ciudad postapocalíptica, un mortal sistema de vigilancia disfrazado de videojuego permite a los privilegiados mantener fuera de su mundo perfecto a los indeseables. Un diminuto elefante es el perfecto compañero de habitación, hasta que la mujer que lo alimenta empieza a percibirse asilada de todo.

La naturaleza terrible de las grandes ciudades se revela en la soledad que tiene lugar puertas adentro, en edificios narrativos habitados por personajes que no pueden escapar de sus propias sombras. Ya sea en asfixiantes relaciones sentimentales, en empleos mal pagados, o en familias disfuncionales, los protagonistas viven bajo cielos nublados, sin esperanza, a ciegas. Dentro de trampas que ellos mismos han creado.
Bibiana Camacho concentra su capacidad de observación en estas vidas extraviadas en el trazo urbano. Apunta al momento exacto en el que revelan la rotundidad de su naturaleza pesimista para desplegarlos ante el lector con la elocuente precisión de su escritura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2020
ISBN9786078667598

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    Jaulas vacías - Bibiana Camacho

    LISPECTOR

    LA CASA DE CAMPO

    –¡Seguro Mariela está borracha! –gritó Diana al encontrar a su hermana mayor tirada en el cuartucho al lado de la cocina que fungía como bodega.

    Mariela se resbaló y quedó lastimada del tobillo, no se podía levantar y prefirió quedarse ahí, boca arriba, mirando la reserva de mezcales, vinos, tequilas y vodkas que el papá almacenaba para eventos especiales.

    –Mira nada más Mariela, acabamos de llegar y ve cómo estás –le dijo Diana, la hermana menor, mientras la ayudaba a levantarse.

    –Pues yo tengo hambre –contestó en un tono de niña pequeña, aunque era la mayor.

    –Voy a preparar algo de cenar. Diana, ¿me acompañas? –dijo Consuelo, la de en medio, mientras se encamina ba a la cocina, luego de haber acomodado a Mariela, ya sin zapatos, en el sillón.

    –Te tomas muchas molestias con la borrachita, ¿no te parece? –comentó Diana en un susurro.

    –Es nuestra hermana –respondió la de en medio.

    Sacaron la despensa que compraron en el camino. Era sábado y pensaban marcharse el domingo. En una especie de coreografía ensayada durante toda la vida: limpiaron la estufa, el refrigerador, las alacenas y guardaron los víveres. Poco a poco un agradable olor a ajo frito inundó la cocina. Una picaba verduras, mientras la otra removía el aceite con cebolla.

    El menú estuvo listo en pocos minutos: arroz, pollo con verduras, pan. Mariela roncaba, y aunque intentaron despertarla y la zangolotearon, no hubo modo.

    –No puedo creer que haya bebido todo el camino y no te hubieras dado cuenta –reclamó Diana.

    –¿Cómo me iba a fijar si venía de copiloto contigo, haciendo lo posible para que no te durmieras?

    –Pues se supone que serías la encargada de cuidarla en el trayecto y, ya ves, llegó más briaga que nada.

    –Pero ¿dónde carajos traía la botella? –preguntó Consuelo, mientras encendía un cigarro y le ofrecía otro a su hermana.

    –Qué importa, en cualquier lado; acuérdate que le hemos cachado botellas de perfume llenas de licor barato.

    Se quedaron un rato en silencio, paradas a la entrada de la cocina, con los cigarros encendidos. Percibieron un movimiento en el sofá, pero Mariela sólo se había acomodado. Así que siguieron charlando sin darse cuenta de que su hermana descansaba con los ojos abiertos, alerta para cerrarlos en cualquier momento.

    –Pues yo digo que a Mariela no le toca nada –dijo Diana. Se hizo un largo silencio; Consuelo fumaba con la mirada perdida, su silencio era una especie de confirmación a lo recién dicho por la hermana. La vida entera de Mariela era un problema tras otro, cada uno peor que el anterior. ¿Cuántas veces la fueron a sacar de la delegación o la tuvieron que ir a rescatar de una cantina, y pagar la cuenta? ¿Cuántas veces sus padres tuvieron que ir a recogerla de la calle, donde la encontraban tirada, con frecuencia acompañada de otros teporochos?

    A lo largo de los años logró moderar su compulsión por la bebida, se controlaba, tenía un trabajo estable desde hacía más de cinco años y había dejado de beber en las calles. Pero era demasiado tarde, nunca permaneció mucho tiempo con una pareja, no hizo una familia propia, y de los amigos ni hablar, no tenía. Sus padres habían muerto apenas hacía un mes, con diferencia de un par de días.

    –Pues, yo la verdad no entiendo cómo se le ocurrió a mi papá dejarle más que a nosotras, ¿te das cuenta? –Diana insistía.

    –Claro que me doy cuenta –respondió Consuelo mientras soltaba una bocanada de humo de cigarro–. Siempre fue la consentida y no logro comprenderlo, lo único que ha hecho en su vida es causar problemas. Preo cupar a mis padres. Acuérdate de la vez que se escapó del centro de rehabilitación carísimo que le pagaron y que mi mamá anduvo enferma de la presión hasta que la encontramos.

    –Mi marido y yo ya platicamos. No será nada difícil quitarle la casa. La declaramos no apta para recibir dinero y propiedades, su largo pasado nos garantiza éxito.

    –No sé, no estoy de acuerdo con que mis papás le hayan dejado a ella la mayor parte, pero tanto como quitarle todo, eso es demasiado, yo no puedo –Consuelo apagó el cigarro consumido a medias y encendió otro–. Me da culpa, tampoco es mala persona, y la verdad es que ni tú ni yo necesitamos esta casa.

    –Ya sé, pero no es por eso. Imagínate lo que va a hacer Mariela si recibe la herencia, ¿tienes una idea? Parece que no la conoces –Diana insistía.

    –¿Qué quieres que haga? Mírala.

    Las hermanas se quedaron un rato en silencio.

    –Pues gastarse todo en la peda –susurró Diana.

    Mariela seguía con los ojos abiertos, atenta a la conversación. No era la primera vez que escuchaba a su familia hablar de ella, casi siempre la daban por borracha, y no se enteraban de que cada vez bebía menos y que por lo tanto estaba más consciente de todo. Ya no era como en sus peores épocas, cuando se le borraban días enteros y despertaba de madrugada, espantada, sin saber qué día era, cómo había llegado a su casa, de dónde. Se precipitaba en busca de la bolsa, cartera, teléfono, llaves. Con frecuencia se le borraban varios días de la cabeza, a veces sólo mediante flashazos lograba recordar fragmentos breves y caóticos. Sus hermanas solían sacar provecho de eso, como cuando le echaron la culpa de que su mamá hubiera ingerido los medicamentos equivocados y terminara en el hospital. Mariela no se acordaba de nada, sólo recordaba que su madre la había recogido de la calle y la había arrastrado a la casa familiar. Pero luego su mente estaba en blanco. Sin embargo, juraba que ella no podía haberle dado los medicamentos; consciente de sus limitaciones, jamás se le habría ocurrido siquiera intentarlo.

    Extrañaba a sus padres, sobre todo a su papá, que era el que más la regañaba, el que la sermoneaba todo el tiempo; pero también el que más la cuidaba, el que a escondidas le daba dinero o procuraba conseguirle trabajo con sus conocidos; incluso llegó a invitarle un trago con tal de que se le quitara la temblorina. Su mamá, en cambio, siempre fue más dura con ella, pero de otro modo. Le retiraba el habla: Mariela es caso perdido, no es mi hija, no quiero verla. Y en efecto se comportaba como si esa hija suya no existiera, como si jamás hubiera nacido. En las celebraciones familiares no había lugar para Mariela en la mesa y se tenía que conformar con cenar en la cocina. Muchas veces ni siquiera la invitaban, temerosos de que llegara echa un desastre y les arruinara el festejo. En un momento dado, la madre repartió entre Consuelo y Diana sus joyas, algunas prendas y su preciada colección de muñecos de porcelana; a Mariela no le dio nada. Por eso ahora las hermanas estaban tan indignadas, la mamá había guardado varios objetos personales para Mariela, los más hermosos; y no sólo eso, además recibiría una parte equitativa de los ahorros de los padres, un porcentaje de la venta de la casa familiar y, por si fuera poco, para ella y sólo para ella estaba destinada la casa de campo donde ahora se encontraban.

    –Pues mira, no sé por qué tienes tantos reparos, al final ni cuenta se va a dar de que la casa no es de ella, vela, siempre anda hasta la madre.

    Pero Consuelo no estaba del todo convencida. En su mente se agolparon los recuerdos de infancia, cuando Mariela se hacía cargo de la casa y de sus hermanas porque los papás estaban fuera todo el día. Cocinaba, les ayudaba en las tareas, jugaba con ellas y encima no descuidaba sus estudios, siempre fue la de las mejores calificaciones. Consuelo piensa que debió ser muy duro para su hermana hacerse cargo de ellas cuando todavía era una niña; nunca se quejó y las cuidó con cariño. No tenía reparos en irse a pelear con las niñas que las molestaban. Desde muy pequeña aprendió a comprar en el mercado, a pedir el gas, a que no le vieran la cara con el dinero. No, no podía. Si sus padres decidieron dejarle la casa fue por algo, y no estaba dispuesta a confabularse contra su hermana. Por fin, respondió:

    –¿Sabes qué, Diana?, yo no quiero la casa, por mí que se la quede mi hermana, fue la voluntad de mis padres.

    –Ay, no te hagas la santa, hermanita, tú siempre te la pasabas quejándote y lloriqueando porque mis papás le ponían más atención a la borrachina; ahora resulta que le quieres dejar todo. No te olvides de que es a la única que enviaron a Europa, ya sé que se ganó una beca, pero de todos modos recibió dinero de mis papás. Piensa que es más grande que nosotras, que es la única que no tiene familia. ¿Para qué quiere la casa?

    Mariela tampoco quería la casa, y escuchaba a sus hermanas con furia y compasión: no se decidía a levantarse y darles unas bofetadas como cuando eran niñas o, de plano, a echarse a llorar. Jamás se casó, tuvo un par de relaciones más o menos serias, pero nunca le pasó por la cabeza firmar un contrato ni tener un hijo. Conocía demasiado bien su vicio como para pretender crear una familia.

    Se levantó de un salto y fue al baño; no miró las caras de sus hermanas, quienes estaban sorprendidas y preocupadas, pensando que quizá las habría escuchado.

    –Qué hambre tengo –dijo Mariela cuando regresó.

    Las otras dos se metieron a la cocina de inmediato, calentaron comida y le sirvieron un vaso con agua.

    –¿Qué no habrá algo más fuertecito en esta casa?

    Consuelo le preparó un vodka bien cargado. Mariela comió con apetito, se tomó el trago como si fuera agua fresca. Pidió otro y, esta vez, Diana lo sirvió.

    Mientras comía, sentía las miradas de sus hermanas fijas en ella, trataban de dilucidar qué tanto había escuchado minutos antes. Hacía mucho tiempo que su familia y gente cercana se acostumbraron a desdeñarla, a veces la trataban como si no existiera, otras veces como si tuviera cierto tipo de retraso mental o

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