La chica de tinta y estrellas
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La joven Isabella sueña con escapar a las tierras lejanas que su padre, un célebre cartógrafo, dibujó en mapas, pero no puede porque el Gobernador Adori oprime a todos los habitantes de la isla de Joya.
Cuando su mejor amiga desaparece, se presenta como voluntaria para participar en la búsqueda. El mundo que queda más allá de su pueblo es una tierra baldía habitada por monstruos, y bajo los ríos secos y las montañas humeantes, un demonio de fuego vuelve a despertar.
Isabella seguirá su mapa, su corazón y una antigua leyenda para dar con su amiga y, pronto, descubrirá el verdadero fin de su viaje: salvar a toda la isla de un horrible destino.
"Kiran Millwood Hargrave me recuerda a la mejor narrativa de fantasía clásica, como Philip Pullman. Es un libro que la gente seguirá leyendo a lo largo de muchos años."
James Daunt, librero de Daunt Books y director de Waterstones
"Una novela mágica con una hermosa y fascinante historia de mapas, mitos y amistad. Una lectura deliciosa."
The Guardian
"Hargrave posee el envidiable don de contar aventuras con un estilo narrativo lírico y cautivador."
The Bookseller
Ganadora del premio Waterstones Children's Prize
Ganadora del premio British Book of the Year de Literatura Juvenil
Kiran Millwood Hargrave
Kiran Millwood Hargrave is an award-winning, bestselling novelist. Her books have been translated into thirty languages. Her debut novel for adults, The Mercies, was featured on the New York Times 100 Most Notable Book, USA Today Best Books of 2020, and won international awards including a Betty Trask Award and the Prix Rive Gauche à Paris. The Dance Tree is her second novel.
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La chica de tinta y estrellas - Kiran Millwood Hargrave
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CONTENIDOS
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Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Mapa La isla de Joya
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Mapa Los Territorios Olvidados
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Mapa El laberinto
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Mapa En alguna parte del mar Occidental
Capítulo 25
Agradecimientos
Sobre la autora
LA CHICA DE TINTA Y ESTRELLAS
Kiran Millwood Hargrave
Traducción de Claudia Casanova
LA CHICA DE TINTA Y ESTRELLAS
V.1: junio de 2018
Título original: Girl of Ink and Stars
© Kiran Millwood Hargrave, 2016
© de la traducción, Claudia Casanova, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018
La edición original en inglés de La chica de tinta y estrellas ha sido publicada por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS en 2016.
Diseño de cubierta: © Helen Crawford-White, 2016
Publicado por Ático de los Libros
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-16222-60-5
IBIC: YF
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
La chica de tinta y estrellas
Un maravilloso viaje a un mundo de fantasía, magia y grandes aventuras
La joven Isabella sueña con escapar a las tierras lejanas que su padre, un célebre cartógrafo, dibujó en mapas, pero no puede porque el Gobernador Adori oprime a todos los habitantes de la isla de Joya.
Cuando su mejor amiga desaparece, se presenta como voluntaria para participar en la búsqueda. El mundo que queda más allá de su pueblo es una tierra baldía habitada por monstruos, y bajo los ríos secos y las montañas humeantes, un demonio de fuego vuelve a despertar.
Isabella seguirá su mapa, su corazón y una antigua leyenda para dar con su amiga y, pronto, descubrirá el verdadero fin de su viaje: salvar a toda la isla de un horrible destino.
Ganadora del premio
Waterstones Children’s Prize
Ganadora del premio
British Book of the Year de Literatura Juvenil
«Kiran Millwood Hargrave me recuerda a la mejor narrativa de fantasía clásica, como Philip Pullman. Es un libro que la gente seguirá leyendo a lo largo de muchos años.»
James Daunt, librero de Daunt Books y director de Waterstones
«Una novela mágica con una hermosa y fascinante historia de mapas, mitos y amistad. Una lectura deliciosa.»
The Guardian
«Hargrave posee el envidiable don de contar aventuras con un estilo narrativo lírico y cautivador.»
The Bookseller
Para una estrella, Sabine Karer,
en 28,6139˚ N, 77,2090˚ E.
Y para aquellos que me ayudaron
a poner negro sobre blanco,
51,7519˚ N, 1,2578˚ O.
Capítulo 1
Dicen que el día que llegó el Gobernador también lo hicieron los cuervos. Los pájaros pequeños huyeron todos al mar y por eso no quedan pájaros cantores en Joya. Solo enormes, sucios cuervos. Esa tarde los miraba, posados en los tejados como profecías, e intentaba imaginarlos como los pinzones y reyezuelos que papá dibujaba de memoria. Esforzándome mucho, casi podía imaginármelos cantando.
—¿Por qué se fueron los pájaros, papá? —le preguntaba.
—Porque podían, Isabella.
—¿Y los lobos? ¿Los ciervos?
Entonces el rostro de papá se ensombrecía.
—Parece que el mar era mejor que aquello de lo que huían —respondía.
Después, papá me contaba historias sobre la chica-guerrera Arinta o sobre el pasado mítico de Joya, cuando era una isla flotante que viajaba por el mar, y se negaba a seguir hablando de los lobos y de los pájaros que huyeron. Pero yo seguía preguntándole, hasta que llegó el día en que encontré mis propias respuestas.
Aquella mañana comenzó como otra cualquiera.
Desperté en mi estrecha cama, cuando la luz del amanecer arrancaba los primeros brillos a las paredes de barro de mi habitación. El olor a gachas quemadas flotaba en el aire. Papá debía de llevar horas despierto, porque el fuego tardaba en calentar la pesada olla de barro. Oía a la señorita La, nuestra gallina, escarbar frente a la puerta de mi habitación en busca de migas. Tenía trece años, como yo, y eso, que es poco para una persona, para una gallina significa que es muy, muy, muy vieja. Tenía las plumas grises, el humor negro y hasta nuestro gato Pep le tenía miedo.
Me rugieron las tripas mientras me desperezaba. Pep estaba tumbado sobre mis piernas y maulló ruidosamente cuando me incorporé.
—¿Estás despierta, Isabella? —preguntó papá desde la cocina.
—¡Sí! Buenos días, papá.
—El desayuno está listo. Bueno, un poco pasado, de hecho…
—¡Voy! —dije, liberando mis piernas con cuidado y acariciando el pelaje del gato allá donde se había revuelto durante la noche—. Lo siento, Pep —añadí.
Ronroneó y cerró sus ojos verdes.
Me lavé la cara en la palangana que había bajo la ventana y saqué la lengua al reflejo del metal pulido que colgaba encima de la cama de Gabo. Di un tirón a las sábanas, cada día más polvorientas, pero al menos la cama estaba hecha. La línea de voz se arqueaba al lado de su almohada: una cánula larga y estrecha que papá había agujereado para nosotros y que recorría las paredes y el techo. Cuando acercábamos los labios a nuestro extremo y susurrábamos, las voces viajaban y así podíamos hablar, aunque estuviéramos al otro lado de la habitación, cada uno en su cama.
Tres años ya. Tres años desde que me senté allí, con la lamparilla de mi gemelo en la mano, mientras él desaparecía en la noche, esfumándose tan rápido como se apaga una cerilla.
Pero todavía era capaz de traerlo a mi memoria. Era tan fácil como respirar.
No debía empezar el día con tristeza. Sacudí la cabeza para distraerme y saqué mi uniforme escolar. Era tan grande como hacía seis semanas. Mi mejor amiga, Lupe, se reiría de mí. ¡Aún eres la más pequeña de la clase!, exclamaría.
Me trencé el cabello alborotado, con la esperanza de que papá no se fijara en que no me había peinado el pelo como era debido en todo el verano. Pep seguía hecho un ovillo sobre la cama, pero no tenía permiso para acariciarlo con el uniforme escolar puesto. Mi profesora, la señora Feliz, siempre me quitaba los pelos rojizos pegados a mi falda con un gesto irritado.
Aparté la cortina que hacía las veces de puerta de la habitación y pasé con cuidado por encima de la señorita La, que cloqueó ofendida porque sin querer había derribado su pequeña pila de migas de pan. Achicó sus ojos empañados y se lanzó a picotearme los tobillos, expulsándome de su territorio y empujándome hacia la sala principal, donde comíamos, hablábamos y planeábamos nuestras aventuras.
Un enorme bol de gachas ennegrecidas esperaba en la gran mesa de pino, a la deriva entre un mar de mapas. De las paredes colgaban otros mapas de papá, que se mecían a mi paso, como una brisa parlanchina.
Reseguí las cartas con el índice, como hacía cada mañana. Contemplé el pigmento plateado de los ríos de Afrik unirse a los de Ægipto y cómo luego Ægipto se colgaba de la curva de la bahía de Europ, como una mano estrechando a otra por encima del mar. En la pared opuesta colgaba otro mapa con un esbozo de la costa de Amrica y sus peligrosas corrientes oceánicas, de nombres extraños y maravillosos: el Círculo Helado, el Triángulo de los Desaparecidos, el Mar de Cobalto. El papel estaba teñido de un hermoso azul zafiro, y las corrientes estaban cosidas con hilo encima de él. Papá utilizaba una aguja tan fina como un cabello para confeccionar esos mapas, e hilo de oro para el Cobalto, negro para el Triángulo, blanco para el Círculo Helado. Pero más allá de la costa oriental, todo se detenía. Solo una palabra rompía la oscuridad.
Incognito. Desconocido.
Casi se palpaba la decepción de papá en esa palabra de tinta reseca. En su último viaje, mareas poco favorables lo obligaron a regresar a Joya antes de tiempo y no pudo repetir la travesía de aquella gran extensión de territorio salvaje antes de la llegada del Gobernador a nuestra isla. El Gobernador Adori cerró los puertos, convirtió en una frontera el bosque que iba de costa a costa, desde nuestro pueblo de Gromera al resto de la isla, y desterró a cualquiera que discutiera sus órdenes al otro lado. Gromera quedó separada del resto de la isla de Joya y en el bosque se plantaron espesos espinos y grandes campanas para advertir a los vigilantes del Gobernador si alguien se acercaba. Yo jamás había oído tañer las campanas.
Sabía que papá soñaba con llenar el vacío en sus mapas de Amrica, mientras que yo ansiaba más que nada en el mundo cruzar la frontera del bosque y explorar los Territorios Olvidados que había más allá, aunque jamás se lo había confesado.
Solo existía un mapa de toda nuestra isla, y estaba colgado en el estudio de papá. Era el mapa de mamá. Lo llamábamos así porque era una herencia de su familia, y había pasado de generación en generación, quizá incluso desde los tiempos de Arinta, mil años atrás. Siempre había sido como una señal de que papá y mamá estaban hechos el uno para el otro; el cartógrafo y la heredera del mapa.
Cada uno de nosotros lleva el mapa de su vida en la piel, en la manera en que camina, hasta en cómo ha crecido, solía decir papá. ¿Ves? Aquí la sangre de mi muñeca se ve negra, no azul. Tu madre siempre decía que era tinta, y que yo era cartógrafo hasta en lo más profundo de mi corazón.
—Trae la jarra, por favor —la voz de mi padre me sobresaltó y volví a la realidad.
Llevé la silla hasta la alacena, bajé con cuidado la jarra y la puse al lado de las gachas. Era de color verde bosque y era especial, porque era lo último que hizo mamá. Solamente la sacábamos el primer día de escuela, en los cumpleaños y los días de fiesta. Papá la guardaba y la limpiaba con mucho cuidado.
A veces me acordaba de mamá, de sus ojos oscuros, su sonrisa eterna, del olor del barro oscuro con el que trabajaba haciendo ollas para los campesinos del pueblo y delicadas vajillas para el Gobernador. O quizá tan solo la imaginaba, como imaginaba los pájaros cantores.
—Buenos días, pequeña —dijo papá, mientras renqueaba desde la cocina. Me apresuré a ayudarlo con el cubo de leche y los vasos que acarreaba.
—No deberías andar sin tu bastón —lo regañé.
Papá se había roto la pierna de joven, saltando del embarcadero de un puerto en Ægipto a un barco que zarpaba, y ahora utilizaba un bastón hecho con la madera de un fragmento del barco de pesca de su tatarabuelo. Era mi objeto favorito, de entre los muchos objetos favoritos que teníamos. Era ligero como el papel, flotaba hasta en el charco más pequeño de agua; lo más asombroso era que brillaba en la oscuridad. Papá decía que era gracias a la savia, pero yo sabía que era magia.
Dejé las Montañas del Himalaya en una estantería para hacer un hueco en la mesa. Papá vertió la leche en la jarra de mamá y luego se instaló en el banco, a mi lado, sonriendo.
—Escoge un bolsillo —dijo.
Entorné los ojos y sugerí:
—El izquierdo.
Enarcó las cejas, arrugándolas como dos orugas negras.
—¡Respuesta correcta! —dijo, y extrajo un pequeño tarro del bolsillo.
—¡Miel de pino! —exclamé, desenroscando la tapa. El aroma inundó mi olfato y se me hizo la boca agua—. Gracias, papá.
—Solamente lo mejor para tu primer día de escuela.
—Bueno, solo es la escuela… —dije, encogiéndome de hombros.
—Ah, entonces supongo que tendré que comérmela yo… —dijo, tomando el tarro y fingiendo verter la miel en su boca.
—¡No! —exclamé, riendo—. Tienes razón, es un día muy importante. Me sorprende que no me hayas regalado dos tarros en lugar de uno.
La miel estaba tan buena que apenas noté el sabor a quemado de las gachas, pero cuando miré a papá me fijé en que no había tocado su plato. Estaba sentado un tanto encorvado, como solía hacer cuando le daba vueltas a algo. Su mano reposaba en el asa de la jarra de leche y veía el pulso en su muñeca. Tenía la mirada perdida.
Los primeros días de escuela eran duros para los dos.
Aparté mi bol procurando no hacer ruido y empujé el suyo hacia él.
—Te veré después, papá.
Cuando no contestó, cogí mi bolsa y salí de casa, cerrando la descascarillada puerta de madera verde con cuidado tras de mí.
Capítulo 2
Nuestra calle corría en línea recta y pronunciada hasta el Mar del Oeste, y todas las casas eran iguales: una larga hilera de cabañas de barro con techos de paja que Lupe calificaba como pintorescas. A mí me parecía que tenían toda la pinta de salir rodando hasta el mar si se levantaba un viento fuerte.
Normalmente corría hasta la plaza del mercado, patinando colina abajo sobre mis talones, porque a los cuervos les gustaba volar bajo y mi carrera los espantaba. Hoy, en cambio, opté por caminar a buen paso; después de todo, casi era mi último año en la escuela y no era cuestión de correr como una cría.
Masha, que vivía al otro lado de la calle, estaba de pie en su portal. La saludé mientras trataba de mirar en el interior de su casa disimuladamente.
—¿Buscas a alguien? —dijo con una sonrisa y arrugando el rostro como si fuera de papel viejo—. Pablo ya se ha ido. Ya sabes que el Gobernador quiere que todos estén en sus puestos de trabajo antes del amanecer.
El hijo de Masha, Pablo, había nacido cuando ella ya era mayor; su vientre se hinchó a pesar de las canas y una cara surcada de arrugas. Masha decía que era increíble, que Pablo era un milagro. Siempre nos había asombrado a Gabo y a mí, como al resto de habitantes del pueblo, porque era muy fuerte. A los diez años era capaz de levantar a sus padres, uno en cada brazo, por encima de los hombros. Cuando Pablo te llevaba a caballito, era como volar, pero hacía mucho tiempo que no lo veía.
Hacía dos años, cuando la espalda de su madre empeoró, Pablo dejó la escuela y buscó trabajo de jornalero, aunque Masha le suplicó que no lo hiciera. Ahora, con quince años, empujaba carros como si fueran de papel y trabajaba en los establos del Gobernador, cuidando de los caballos.
—Se llevó el regalo para Lupe —añadió Masha, frunciendo la nariz. No entendía por qué yo era amiga de la hija del Gobernador—. Le dije que lo escondiera, tal y como le pediste.
—Gracias —respondí—. ¿Podría verlo mañana?
—Quizá —dijo, pero no había esperanza en su voz. Siempre madrugaba más que el sol y regresaba a casa bien entrada la noche.
Me despedí, me colgué la bolsa al hombro y empecé a descender