Yo soy aquel
Por Osvaldo Bossi
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Yo soy aquel - Osvaldo Bossi
a mi papá
y a su carrito de botellero
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por la joya del Nilo
que hay en su corazón
y para Analía Hounie
ángel entre los ángeles
Una tragedia infantil adorable
se me va dibujando.
Umberto Saba
Todo día está en la eternidad.
Allen Ginsberg
yo soy aquel
ABRO LOS OJOS, cierro los ojos.
¿Soy un árbol o soy un niño? Soy un niño. Tengo nueve años y esta es mi casa: cuatro paredes de madera y un techo de cartón, nada más que eso. El baño está afuera y es casi lo mismo. Cuatro tirantes y un par de chapas y una cortina de tela.
Abro los ojos, los cierro. Qué más, qué más…
En el fondo hay un árbol de eucaliptus, la bomba de agua, un patio de tierra, un caballo que se llama Tornado, y el carrito de mi papá. Si llueve se escucha la lluvia, pero ahora no llueve. Las chapas duermen su sueño tranquilo después de soportar, todo el día, el sol del verano. A veces crujen un poco, como si estiraran las piernas, pero en general están dormidas o mirando la noche.
Acostado en mi cama, las miro.
¿Estoy dormido o estoy despierto?
La luna, desde la ventana, me mira y se sonríe. ¿Es importante eso? La miro y le digo que no. Creo que no, le digo. Luego pasa un mosquito, zumbando. Chau, nos vemos otro día, me dice, de refilón y a las apuradas. Acá no se puede respirar… Y me señala el humo de los espirales que están apoyados, haciendo equilibrio, cada uno sobre el pico de una botella.
—Chau —le digo.
Abro los ojos, los cierro.
PAPÁ SE QUITA la camisa, apaga la luz de la cocina y vuelve a la pieza. Se acerca hasta la ventana y mira el cielo, de un negro purísimo, como una mancha de alquitrán.
Del bolsillo de su camisa saca un paquete de cigarrillos y el encendedor.
Mamá lleva puesto un camisón blanco, holgado; parece una nube. Lo mira a mi papá, se le acerca. Apoya la cabeza sobre su hombro. Papá se lleva un cigarrillo hasta los labios, espera un segundo, mira por la ventana y después lo enciende.
De su boca, de su nariz, salen dos chorros de humo. Largos, espesos. Mamá lo mira y luego mira la noche por la ventana. Él aparta el cigarrillo de sus labios; ella se suelta el pelo, negro, hasta la cintura.
Él la mira, la atrae junto a sí. Ella se ríe.
A lo lejos, se escucha el run-run de la radio y las aletas de un ventilador dando vueltas.
Cierro los ojos, pero no puedo dormirme. Mamá se da cuenta y se aleja enseguida de mi papá. Ahora vengo, le dice.
Él trata de retenerla, pero ella se aleja, se escurre, se acerca hasta mi cama.
—Hola —me dice.
No le contesto nada. La escucho.
—Sé que estás despierto.
Abro los ojos.
—No tengo sueño...
—¿Querés que te cante una canción?
—Bueno.
Entonces se pone a cantar, bajito. Casi no se le escucha la voz.
Papá sigue en la ventana, le da una última pitada al cigarrillo y le pregunta: ¿Se durmió?
Ella le dice que sí. Me da un beso tibio, como un pajarito, sobre la frente y luego otro, sobre la mejilla, y vuelve a su lado. Al rato, me duermo.
En el sueño, atravieso el cielo de una punta a la otra, como un cometa que no sabe si va a chocar contra la Tierra, o dar la vuelta y seguir su camino por la galaxia.
Al verme, mi papá se sonríe.
Mamá apoya la cabeza sobre su hombro, como si estuviera muy enamorada o muy cansada, o las dos cosas a la vez. En eso, sin dejar de mirar el cielo, papá le señala un punto brillante que cruza la noche a toda velocidad.
—Mirá, es un cometa —le dice—. ¿Lo ves…?
Pero cuando mi mamá levanta los ojos para verme, ya estoy en otra parte, muy lejos…
—A dónde.
Parece una niña. Papá se ríe.
—No importa —le dice, y aspira el humo de su cigarrillo, y luego lo arroja al aire, y luego se acerca.
Mamá lo mira, mira esa ráfaga de humo, y cierra los ojos.
AL LADO DE MI CASA está la casa de mi tía Magdalena. Y un poco más allá, la casa de mi padrino Serafín y de mi tía Rosa. Y otro poco, pero más lejos, la misma casilla de madera en donde viven mi tía Pirucha y el tío Carolo.
Desde afuera parece una villa, pero no es una villa, porque somos todos de la misma familia, dice siempre la tía Nené, con su cara redonda, como un plato.
Mamá la escucha y se sonríe. Cuelga las camisas de mi papá y un solero lleno de flores azules y anaranjadas, y mi ropa, que ocupa la mitad de la soga. Cuando llega la tía Pirucha (un poco enojada, como siempre) agarra la ropa y la tira toda junta adentro del fuentón.
Mamá se ríe otra vez.
Tía Pirucha cuenta que no pudo pegar un ojo en toda la noche, con este calor insoportable, y dice una mala palabra.
Es temprano. No corre una gota de aire. Cada tanto, abro el cuaderno y trato de concentrarme en la tarea de la escuela. Pero a mi alrededor todo arde, tiembla, como si no estuviera en el patio del fondo, bajo la sombra del eucaliptus, sino adentro de un panal de luz, y mis tías y mi mamá fueran un puñado de abejas transportando enormes carretillas de