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Pedaleando en la oscuridad
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Libro electrónico525 páginas7 horas

Pedaleando en la oscuridad

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Cuando en 2004 el ciclista escocés David Millar fue detenido y expulsado de la competición internacional por haber utilizado sustancias ilegales para incrementar su rendimiento, su vida de ensueño se vino abajo. Millar lo perdió todo: un contrato millonario con uno de los principales equipos del pelotón, su estilo de vida en la opulenta ciudad de Biarritz, el apoyo de sus colegas más cercanos e incluso la medalla de oro que había conquistado pocos meses antes en el Mundial.
Este es el relato en primera persona de un joven idealista que llegó a la alta competición y, muy pronto, sometido a una gran presión por su entorno, empezó a doparse con EPO, la droga ilegal más extendida en el mundo del ciclismo.
Millar, actualmente en activo y reconvertido en un militante contra el dopaje y sus devastadoras consecuencias, construye un fascinante y trepidante retrato del ciclismo profesional y de las presiones, miserias y bajezas que subyacen bajo su superficie.
Entre el thriller y el relato confesional más desgarrado y emotivo, "Pedaleando en la oscuridad" ilumina las zonas oscuras del ciclismo y, por extensión, del deporte de élite en general.
IdiomaEspañol
EditorialContra
Fecha de lanzamiento28 nov 2016
ISBN9788494631092
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    un libro muy interesante e intrigante, sumamente descriptivo, lo recomiendo

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Pedaleando en la oscuridad - David Millar

22 de junio de 2004, Biarritz

Es temprano.

He dormido un poco. Abro los ojos.

Por un momento no sé dónde estoy.

Luego recuerdo la noche anterior, las manos sobre mis hombros, empujándome, dirigiéndome, la cólera y los insultos, el corazón acelerado, las palmas de las manos sudadas.

Y de repente, con las tripas en caída libre, reconozco dónde estoy, las paredes desnudas, la manta áspera, la bombilla colgando del techo.

Estoy en un calabozo de la policía francesa debajo del Ayuntamiento de Biarritz, en un sótano vacío. El lugar huele a meado y a desinfectante. Un hombre borracho grita sin descanso en una celda del pasillo.

Son las seis de la mañana. La mañana de una nueva vida. Aunque no sé qué vida será. ¿Qué siento? Alivio, vergüenza, miedo, vacío, soledad.

Y cansancio, estoy muy cansado.

Fuera ha salido el sol y ya calienta los tejados. Los surfistas más madrugadores estarán bajando a la playa, también estarán abriendo la pastelería que hay cerca de mi piso y las discotecas se estarán vaciando. Este sitio ha sido mi hogar. Les caía bien. Ahora ya no. Ahora apartarán la mirada. Ahora no soy de los suyos.

Francia, donde me han detenido y donde me humillarán y me denostarán, no es mi hogar. Ni lo es Gran Bretaña, donde renegarán de mí por lo que soy ahora. No tengo hogar. Ahora floto, voy a la deriva, me adentro en el mar, soy una manchita en la lejanía.

Ahora sé que todo ha acabado.

No hay razones justas, no hay excusas fáciles, no hay salvación. En lugar de eso estoy ciego, sin afeitar, con los ojos rojos. Me quitaron el móvil, el cinturón y los cordones. «Por si acaso», dijeron.

Por si acaso.

Hundo la cabeza en la capucha de la sudadera. Me doy cuenta de que he perdido todo lo que una vez soñé, pero mi único sentimiento es de aceptación. No siento tristeza, solo la constatación de que hace mucho tiempo que no soy feliz.

Cierro los ojos, me cubro la cabeza con la capucha y me vuelvo hacia la pared. Quiero oscuridad, pero esta luz no se apaga nunca. La pared de enfrente, la de la puerta cerrada, es de plexiglás. La privacidad es algo del pasado.

No puedo dormir.

No puedo dormir porque soy culpable y eso me lo impide. Solo puedo pensar en formas de explicarme, de justificarme, pero sé que no puedo. Es inevitable, sin embargo, que me pase horas y horas intentándolo sin parar.

Me tumbo en el banco de madera y me quedo quieto, preguntándome cuándo empezará todo de nuevo, cuándo vendrán a hacerme más preguntas. Catorce horas en este calabozo sin comida ni compañía.

Oigo que golpean la puerta. Por fin. El cerrojo gira y el policía del arma, el que se había reído de mí, entra.

—Bon. On y va.

El traslado arriba, a la sala de interrogatorios, es humillante. Conozco a algunos de los policías que trabajan aquí. Me trataban como si fuera alguien especial, me pedían autógrafos. Ahora me miran de forma completamente distinta, sienten vergüenza ajena. También percibo lástima.

Me hacen preguntas durante veinticuatro horas, entran y salen de la sala de interrogatorios. El poli bueno, el que está al mando, parece razonable. Interpreta su papel.

—David, entiendo que estás sometido a muchas presiones —dice—. Todo es culpa de Cofidis y de François Migraine. No es culpa tuya, ¿de acuerdo? Ellos son los responsables de que ahora estemos aquí, no lo olvides.

Al poco rato se va. Me quedo solo con el de la sorna y el arma. Y él también interpreta su papel. Sabe cómo hacerme daño.

—Sé qué clase de persona eres, David —se mueve por la sala, se abalanza sobre mí—. No eres más que un tramposo y un mentiroso.

Acaba el segundo día y apenas he dormido en cuarenta y ocho horas.

Sé que lo voy a perder todo: mi carrera y mi deporte, la casa, el coche, el prestigio, el dinero, el estilo de vida.

Me da igual perderlo todo, a pesar de que creía que era lo más importante. Es un alivio, seré libre. Es una revelación.

Me llevan de nuevo a la sala de interrogatorios. Pregunto si puedo hablar con el otro policía, el tercero, el que nunca se ha dirigido a mí.

Se ha quedado en un segundo plano, parece el de menor rango de la brigada antidopaje. Entra en la sala.

—Estarás cansado —dice mientras me sirve un vaso de agua.

—Sí, estoy cansado —le confirmo.

Bajo la vista un momento y me miro detenidamente las manos, bronceadas y ásperas de las horas pasadas agarrando el manillar, entrenándome y compitiendo con mis compañeros de Cofidis durante miles de kilómetros.

Levanto la cabeza y lo miro. Él también me está mirando.

—Mira, David, esto no se va a quedar aquí —me dice—. No vamos a parar.

—Ya lo sé —contesto.

Ahora por fin estoy preparado.

—Quería contártelo yo. No quiero darles a ellos, a los otros, esa satisfacción.

Y empiezo.


Dejad que os cuente quién soy.

Me llamo David Millar.

Soy ciclista profesional, deportista olímpico, estrella del Tour de Francia, campeón del mundo… y me dopo.

Y quiero empezar de nuevo.

9 de julio de 2009, Barcelona

Quizá penséis que después de todo lo ocurrido, tras la humillación más amarga, habría querido dejar el ciclismo profesional. En realidad hice todo lo contrario. Empecé a amarlo más que nunca. Me di cuenta de lo afortunado que era por disponer de una segunda oportunidad y quise recuperar el tiempo perdido. Me lo debía a mí mismo y al chaval idealista y romántico que había sido.

Por eso, mientras pedaleaba solo bajo la lluvia, a treinta kilómetros de la meta en Montjuïc, seguía creyendo.

El pelotón del Tour me iba a la zaga, pero yo seguía avanzando a mayor velocidad, aferrado al primer puesto. Por el auricular me llegaban indicaciones de tiempos, ánimos e improperios de Matt White, mi director deportivo australiano, que me seguía al volante del coche del equipo.

Los helicópteros de la televisión me sobrevolaban a tan poca altura que la basura que soltaban caía en la carretera y los rotores me ensordecían mientras giraban sobre mi cabeza. En la ladera se apiñaban aficionados catalanes que no paraban de gritar. Coches de prensa, comisarios de carrera y motos de los medios zigzagueaban a mi alrededor. El dolor en las piernas y en los pulmones se apoderaba de mí y en mi rostro se reflejaba la tensión a medida que me acercaba a la cumbre del ascenso final.

Era intenso, era insoportable. Era maravilloso.


Hace ya algunos años que vivo en Girona, en Cataluña. En el pasado, muchos otros profesionales —Lance Armstrong, Bradley Wiggins, Floyd Landis— también vivieron allí. Aun así, nunca imaginé que una etapa del Tour de Francia empezara en esa tierra. Pero la quinta etapa del Tour del 2009 nacía allí y el recorrido consistía en una ruta de ciento ochenta kilómetros hacia el sur, hacia Montjuïc, en Barcelona, que discurría por carreteras por las que yo me entrenaba todos los días. El Tour se disputaba en mi terreno.

Durante el invierno, antes de los entrenamientos de pretemporada, los que vivíamos en Girona solíamos reunirnos en una cafetería situada en la tranquila plaza de la Independència. Esta se encuentra solo a unos doscientos metros de donde estaban aquel día aparcados los autocares de los equipos del Tour y de donde, la noche anterior, habían aparecido las carpas de la zona de salida de la etapa, que habían tomado el centro de la ciudad. Aquellos días grises y fríos de invierno parecían muy lejanos.

Era una mañana calurosa y por allí había miles de personas pululando. Era imposible distinguir entre acera, calzada o aparcamientos. La inexorable fuerza del Tour se había apoderado de todo. El mejor espectáculo ciclista había llegado a la ciudad y yo formaba parte de él.

Nicole y yo estábamos sentados en la zona de salida con Brad y su mujer, Cath, mientras sus hijos corrían a nuestro alrededor. Los niveles de energía del hijo de Brad y Cath, Ben, cuya cabecita estaba cubierta por una gorra Garmin, nos recordaban a Zorro, nuestro terrier de un año.

Mientras tanto, mi yo «competitivo», animado por las insinuaciones de Nicole, estaba afectándome la mente. Al día siguiente iríamos hasta Andorra y subiríamos a la estación de esquí de Arcalís, la primera de las tres etapas de los Pirineos. La anterior semana de competición había sido muy dura; en la contrarreloj por equipos nos dejamos la piel para acabar segundos. Yo aquel día me había esforzado sobremanera y había acabado tan destrozado que no había podido comer nada hasta casi siete horas después de cruzar la línea de meta. Había sido todo muy difícil y de una dureza extrema, y aún quedaban dieciocho días de Tour.

A Nicole no le importaba.

—¿Dedicamos la tarde a ver el Tour? —preguntó—. Tienes que prometerme que intentarás ganar. Juegas en casa, es tu etapa, tienes que intentarlo.

—Claro que lo intentaré —dije con indulgencia—. Lo haré solo por ti.

Luego fui más preciso.

—Claro que no ganaré. De hecho, si todo sale como está previsto, no me verás ni una vez. Ganará un velocista y el día será de lo más relajado para todos.

Ben tiró a su madre de la manga.

—Mamá, tengo que hacer pis —dijo.

Brad dejó la taza de café y se levantó.

—Ya le llevo yo —dijo—. Venga, Ben, vamos a buscar los lavabos.

Mi amigo se subió a la bici y se fue. Ben fue detrás de él, corriendo entre periodistas, vips y parásitos.


Una hora y media más tarde estaba de nuevo inmerso en un mundo de dolor muy cercano a mi límite. El pelotón iba muy estirado y avanzaba a toda velocidad por la cuesta que hay a la salida de Sant Feliu y que es el principio de la carretera de la costa —una carretera que conozco bien por los entrenamientos invernales— cuyos primeros veinticinco quilómetros discurren implacables entre curvas.

En la pretemporada me costaba subir las cuestas y abordaba con cuidado los descensos con el piso húmedo. Ahora, con ciclistas jurando y escupiendo a mi alrededor, y tras haber cubierto solo dos de los veinticinco kilómetros, ya me encontraba cerca de mi límite más absoluto. Íbamos mucho más rápido de lo que me parecía posible en esas carreteras que conocía tan bien. Con un veloz pelotón al ataque, cada giro, vuelta y cambio de rasante tomaban una nueva dimensión, mucho más amenazadora.

Matt y el coche del equipo estaban muy atrás y el pelotón avanzaba serpenteando por la costa recortada. Por la radio, en lugar de recibir consejos tácticos o información, por el momento solo me llegaba silencio.

Como deportista, es increíble lo concentrado que puedes llegar a estar cuando llevas el cuerpo cerca de sus límites. Mientras buscaba un equilibrio entre el esfuerzo máximo y el derrumbe total, los detalles de cada curva, de cada cambio de rasante grabados en mi recuerdo por los entrenamientos de repente se volvían mucho más vivos de lo que habría imaginado posible.

Aun así, en el tira y afloja de la carrera era difícil discernir si iba avanzando entre el pelotón o si era el pelotón el que se deslizaba hacia atrás. En momentos así, cuando vas a tope, los ciclistas se desesperan, se aferran al ritmo con uñas y dientes, luchan, pelean incluso, para no quedarse descolgados.

Pronto la flor y nata llegó a los primeros puestos. Alberto Contador, los hermanos Schleck, Frank y Andy, y Lance Armstrong empezaron a dejarse ver, una señal clara de que el pelotón estaba a punto de partirse. Estos ciclistas solo enseñan sus cartas si notan que la carrera entra en una fase crítica.

Sabía que la única forma de evitar la opresión del pelotón era con fuerza y voluntad. Animado por la emoción de competir en casa, cualquier idea de tomármelo con calma que hubiera podido tener era ya un recuerdo lejano. Solo esperaba que Nicole estuviera viéndolo.

No podía reprimir al chaval romántico, al adolescente que había pedaleado por los parques de Hong Kong fingiendo liderar el Tour de Francia, con la diferencia de que en 2009 era un fanático del ciclismo renacido compitiendo en la carrera más importante del mundo. El avezado luchador profesional de treinta y dos años suspiraba resignado. No tenía más remedio que mantenerse al margen y dejar que el muchacho interpretara su papel.

Se produjo otro movimiento en el pelotón y los ciclistas importantes que quedaban volvieron a salir en tropel para que nadie escapara y no se formaran grupos. Pedaleábamos como posesos, presos de nuevo de la desesperación. De todas formas, algo era evidente: estábamos todos jodidos.

Contra toda lógica, puesto que todo el mundo había superado su límite, era el momento. Sentía que el ácido láctico me subía por el cuerpo (piernas, brazos, hombros) y hacía más de veinte minutos que el corazón me latía por encima del umbral de lo controlable. Pero había muchas posibilidades de que si alguien protagonizaba una escapada lograra llegar victorioso a la línea de meta en Montjuïc.

Los hombres más fuertes del mundo estaban destrozados y sabía que era ahora o nunca. Era el momento de atacar.


En el ciclismo profesional, cuando decides escaparte en solitario tienes que estar decidido y mostrar una convicción total. No hay medias tintas. Así pues, fui subiendo las marchas, usé la fuerza de mi peso para aplastar los pedales y ataqué con todo lo que tenía. El cuerpo, que me pedía a gritos que parara, estaba anulado.

Tras unos treinta segundos de esfuerzo, miré atrás por debajo del brazo y vi que no me seguía nadie. Cambié al modo contrarreloj, controlando la fuerza para poder seguir un cuarto de hora más, hasta que hubiera una distancia considerable y, con un poco de suerte, un grupo con buenos corredores capaces de seguir el ritmo empezara a intentar darme alcance.

Pero el ataque me salió mal. Estaban todos tan hechos polvo y tan contentos de verme escapar que se relajaron. Solo otros dos corredores, dos de los mejores ciclistas franceses, Sylvain Chavanel y Stéphane Augé, demarraron. De todas formas, sabía que por muy rápido que fuéramos, solo tres no íbamos a llegar a Barcelona antes que el pelotón que nos perseguía.

Por detrás, el pelotón se reagrupó. Uno por uno, los ciclistas que se habían quedado rezagados durante los treinta minutos de locura de la carretera de la costa fueron alcanzando la parte final del grupo. Se tomarían un respiro, comerían algo, beberían, comentarían tácticas. Una vez descansados, las decisiones tácticas se tomarían en función de la situación de la carrera.

Todos nuestros esfuerzos seguramente serían en vano, pero lo retransmitían en directo por la televisión, nuestros patrocinadores y el mundo entero nos estaban observando, y teníamos la obligación de competir. Por tanto, debíamos seguir adelante. Pero el nuestro era un ataque kamikaze con pocas posibilidades de éxito. Estaba furioso con mi impetuosidad, cabreado por permitir que las emociones me condujeran a una situación tan absurda.

La ventaja se redujo a dos minutos y entonces empezó a llover. Cada vez tenía menos confianza. Empecé a quedarme atrás en las bajadas y en las curvas. Por algún motivo, mi capacidad de manejar la bici por las resbaladizas carreteras de costa catalanas me había abandonado. Le rogaba al pelotón que nos diera alcance y que nos librara del sufrimiento en lugar de alargar la agonía.

Pero cuando vas en bici, la mente se vuelve juguetona. De repente estás de lo más desesperado y al momento siguiente los ánimos vuelven a estar arriba, aupados por una sensación positiva apenas perceptible, alentados por el optimismo. A treinta kilómetros de Barcelona, la lluvia empezó a caer con una fuerza inusitada hasta aquel momento y, a medida que el aguacero se intensificaba, yo iba reponiéndome.

Todavía teníamos una ventaja de un minuto. Quedaba una ascensión, seguida por el descenso a las afueras de Barcelona, y luego solo quince kilómetros por el centro de la ciudad. Mientras abordábamos la última subida dejé atrás a los que me habían acompañado durante tanto tiempo y, de forma instintiva, lancé un ataque mayúsculo.

Las motos de la televisión avanzaban a mi lado y oía el zumbido de los helicópteros sobre mi cabeza. El cielo se oscurecía y seguía lloviendo, pero yo estaba como pez en el agua. Sabía que si seguía distanciado en la cima de la última subida, después, haciendo el descenso solo y aprovechando todo el ancho de la carretera, podía ganar tiempo.

Luego solo tendría que dejarme llevar y llegar como pudiera.


Al dejar atrás la última subida había una atmósfera extraña, solitaria, oscura. El dolor iba menguando y cada vez me sentía más tranquilo. Además, redescubrí las habilidades para manejar la bicicleta que antes me habían abandonado. Delante de mí, en el momento en el que me disponía a coger una curva a toda velocidad, una de las motos de la carrera se tambaleó y cayó encima de una alcantarilla. Una sola manchita de aceite o de barro esparcida por el piso y yo también me iría al suelo.

La radió volvió a la vida y la voz emocionada de Matt White sonó en mi auricular.

—Dave —me dijo—, has ganado tiempo en el ascenso, tienes más de un minuto. Los Astana controlan el pelotón, no se arriesgarán en el descenso. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Volvía a rodar entregado, cogiendo cada curva con una precaución que a duras penas era mayor que el riesgo que corría. En cuanto volvía a ponerme derecho, esprintaba, pedaleando frenéticamente, hasta recuperar de nuevo la velocidad.

A medida que me acercaba solo al centro de Barcelona, tomaba conciencia del gran número de personas que había por todas partes. Había mucho ruido, muchísimo, y sentía que toda la ciudad me animaba.

Matt (conocido también como Whitey) gritaba.

—Dave, tío, estás que te sales, no pueden alcanzarte. Les llevas más de un minuto. Aquí atrás es un caos.

Quedaban diez kilómetros. Diez kilómetros de avenidas largas y anchas que se extendían ante mí y que brillaban en la penumbra. En aquel momento me sentía catalán. La gente me apoyaba, me ayudaba en cada esquina, me animaba a que acelerara en cada esprint, me pedía que no disminuyera el ritmo.

Volví a oír ruido en el auricular.

—¡Joder, Dave, puedes hacerlo! Aquí detrás hay choques todo el rato, los equipos lo están dando todo para alcanzarte. ¡No bajes el ritmo ni de coña!

Cinco kilómetros para la meta y aún estaba ahí, a la cabeza del Tour de Francia con cuarenta y cinco segundos de ventaja. Aquello se convirtió en una persecución pura y dura: David Millar contra el pelotón, el momento más importante de mi carrera desde mi regreso. El mundo lo estaba observando, mi madre se estaba comiendo las uñas en su casa de Londres, Nicole, mi novia, apenas podía mirar en un bar de Girona, las dos rodeadas de amigos, con los nervios transmitiéndose en todas direcciones en forma de SMS.

Inevitablemente, yo estaba cansado. Me había esforzado por mantener la velocidad a cincuenta kilómetros por hora en esas avenidas inacabables, pero mi cuerpo había dejado de escucharme. Las fuerzas me iban abandonando y yo iba disminuyendo la cadencia. Los segundos iban cayendo como fichas de dominó.

Pero Matt no tiraba la toalla.

—Treinta segundos, Dave, treinta segundos… ¡Esto es la leche, tío! Estás a punto de lograrlo. ¡No abandones! —bramaba—. Aquí detrás puede pasar cualquier cosa, no puedes imaginarte la carnicería que hay montada.

Pero por mucho que quisiera ganar, por mucha potencia que quisiera generar, no podía. Ni siquiera los miles de catalanes que abarrotaban las calles implorándome que siguiera luchando podían ayudarme. Ya no tenía el control; era solo cuestión de tiempo que el pelotón, sudado y empapado, me adelantara.

Entré en la plaza de Espanya y vi de frente el gran espectáculo que es Montjuïc. Por un momento me quedé perplejo, pero aquello me proporcionó una dosis final de energía y empecé a subir solo la durísima pendiente. Por detrás, el pelotón ya alcanzaba a verme.

Me balanceé a la derecha por la carretera que ascendía hasta la meta e intenté aumentar la velocidad, pero ya podía oírlos, vaciándose en su esfuerzo por adelantarme, por ponerse en cabeza en lo que quedaba hasta la meta, a tan solo un kilómetro.

Y de repente el pelotón me había adelantado, tragado y escupido.

De todas formas, eran hombres con los ojos rojos, ausentes, que parecían haber luchado su propia batalla para alcanzarme. Aquello me hizo sonreír: en el grupo de delante solo quedaban cuarenta y sabía que los habían presionado para que llegaran al límite.

Según abandonaba la parte de atrás de aquel grupo, mi cuerpo y mi mente se apagaron. Recuerdo una o dos palmaditas en la espalda, un par de halagos por la carrera. Quizá no había echado a perder el día después de todo. Los tíos a quienes acababa de amargarles la vida me mostraban respeto.

Me dieron el premio al ciclista más agresivo del día, que se suele dar al gran fracasado de la etapa y que patrocina Coeur de Lion (Corazón de León), un queso francés, lo que es bastante apropiado. Me dirigí al podio, me dieron un pequeño trofeo y estreché la mano de mucha gente.

Por lo general nadie se acuerda de las escapadas en solitario, quizá solo cuando llegan a buen puerto. Fue una locura por mi parte, pero el ciclismo es una locura, por fortuna. La belleza, el sufrimiento, la grandeza y el talento es lo que lo convierten en algo especial.

Ese día aprendí también algo más: la forma como uno pierde la batalla a veces puede eclipsar la victoria.

1. LOS PRIMEROS AÑOS

A pesar de que nací en Malta —el 4 de enero de 1977, para los que quieran saber la fecha exacta—, siempre me he considerado escocés.

Mis padres, Gordon y Avril, se fueron de la isla cuando yo tenía once meses y volvieron a Escocia. Fue una vuelta a casa, un regreso a lo nuestro. Sin embargo, como mi padre era de las Fuerzas Aéreas y debía ir a donde le destinaran, en realidad el lugar no era fruto de su elección.

Vivíamos en Forres. Mis primeros recuerdos son de una urbanización, de un autobús escolar (con una barra metálica encima del asiento de delante que intentaba morder sin lograrlo porque el autobús daba botes) y de mi abuela dándome petisúes de chocolate.

La urbanización de las Fuerzas Aéreas era mi patio de recreo. Solía pasar el tiempo jugando con mis figuritas de La guerra de las galaxias y con mis naves. Según todo el mundo, era un crío tranquilo que vivía en su pequeño mundo.

Me han contado una historia, tanto mi madre como mi padre, sobre una fiesta de cumpleaños que me organizaron en casa. Desaparecí muy pronto y me encontraron jugando solo en mi cuarto. Les pregunté cuándo se iban todos. Recuerdo que de crío era así.

Me gustaba dibujar. De hecho, dibujaba mucho. Había otro niño, mi mejor amigo, pero ya no recuerdo cómo se llamaba. Mi hermana Frances (a veces Fran, a veces France; Fran para los demás, France para mí) llegó casi al año de nuestro regreso a Escocia y pronto se convirtió en mi nueva compañera de juegos.

Fran era una niña muy espabilada y empezó a andar y a hablar a una edad extrañamente temprana. Cuando la gente se enteraba de que yo era el hermano mayor, y no Fran, no daba crédito. Para mí, la propensión de Fran a hablar nunca ha supuesto un problema. Simplemente señalo que, en cualquier caso, soy mayor que ella. Esta es mi manera de reivindicar que soy el primogénito.

A mi padre lo destinaron a Kinloss, una base de las Fuerzas Aéreas que hay cerca de Forres. A veces, cuando no estaba volando, me llevaba a la base y jugaba en los hangares de los aviones, que estaban cubiertos de hierba, y corría tras él entre los aparatos. Es un recuerdo muy vivo, incluso ahora. A veces paso por delante de un garaje que desprende ese mismo olor a metal caliente y a gasóleo y vuelvo a estar allí, corriendo entre esas enormes máquinas de guerra con mi padre, en los hangares cubiertos de hierba. Me encantaría que más talleres olieran así.

Era demasiado pequeño para entender su trabajo, pero recuerdo cuando se fue a las islas Malvinas. Un día desapareció sin más y no volvimos a verlo durante lo que pareció una eternidad. Que yo recuerde, aquella fue la única vez que mi madre nos pidió a mi hermana y a mí que rezáramos por la noche. Nunca recibía noticias suyas y aquello debió de resultarle muy duro.

Mi padrino, el comandante Mike Norman, también participó en la guerra de las Malvinas. Él y su mujer, Thelma, eran amigos de mis padres de la época de Malta. Mike le había dado a mi madre una bandera de la infantería de marina para que la izara en casa cuando se pusiera de parto. Todavía la conserva.

Mi padrino Mike era una especie de héroe de la guerra y años después, cuando yo vivía en Hong Kong, me enteré del papel destacado que había tenido en el conflicto al ver una película de la BBC titulada Un gesto descortés (An Ungentlemanly Act). Mike había sido el oficial al mando de la unidad de infantería de marina que había en las Malvinas cuando los argentinos las invadieron.

Cuando fue evidente que los argentinos estaban preparando una invasión en toda regla, Rex Hunt, el gobernador de las islas, le ordenó que las defendiera. A pesar de que los argentinos los superaban en número, Mike dirigió a sus hombres con valentía y habilidad, pero tras algunas horas defendiendo la casa del gobernador, le ordenaron que se rindiera.

Dos meses después, cuando el ejército argentino capituló, izó de nuevo la bandera británica. Pero la guerra dejó impronta en él. Muchos años después, tras la jubilación de Mike, mi madre habló con Thelma por teléfono y le preguntó cómo estaba.

—Está bien —dijo Thelma—. Lo tengo trasteando por el jardín. Pero si te digo la verdad, Avril, esas rodillas nunca se recuperaron de aquella maldita marcha.

En muchos aspectos, el hecho de crecer como hijos de militares nos diferenciaba de los otros niños. Nuestros padres, pertenecieran a las Fuerzas Aéreas, al Ejército o a la Armada, no podían aparcar sus sistemas de valores al llegar a casa y quitarse el uniforme. Trabajaban en un ambiente con cientos de años de historia y normas, y eso contribuyó a que nuestra infancia fuera disciplinada y severa.

A mi hermana y a mí podían llevarnos a cualquier restaurante del mundo sin correr el peligro de que nos portáramos mal. Sin ser duro en exceso con nosotros, nuestro padre era estricto, pero también era increíblemente divertido y cariñoso en momentos de relax y alegría, algo que resultaba de lo más curioso porque era imposible imaginarlo así cuando llevaba puesto el uniforme.

Recuerdo que un amigo aviador siempre lo llamaba «señor», incluso cuando los dos iban vestidos de paisano.

—¿Por qué no le llama Gordon y ya está? —le pregunté una vez.

—No puedo, David —me contestó con cara de póquer—. Es mi jefe.

Años después, cuando mi padre ya había dejado el Ejército y trabajaba en Cathay Pacific, me di cuenta del gran cambio que debió de suponer para él pasar de ser un joven teniente coronel de las Fuerzas Aéreas británicas a ser un copiloto de mediana edad en una compañía aérea comercial. No debió de ser fácil.

A veces mi padre era un temerario. Recuerdo verle un día, en la época en la que era comandante, de pie en el comedor mirando por la ventana, observando su Lotus Elite blanco. En su expresión se adivinaba cierta pena. Al final me dijo que había tenido un accidente con el coche y que estaba triste.

Aprendí a ir en bici en Escocia, pero mi carrera como ciclista no empezó de la forma más prometedora posible: una de las primeras veces que cogí la bici choqué con la parte trasera de un coche aparcado. De hecho, era un poco propenso a los accidentes y jugando al pilla-pilla en el colegio, me rompí la clavícula por primera vez. Mi madre, pobre, necesitó tres días para convencerse de que me la había roto. La verdad es que no sé si esto dice más de mí o de mi madre.

Mi madre es una de las personas más inteligentes que conozco. Es capaz de mantener una conversación de lo más interesante sobre casi cualquier tema. Estudió Ingeniería en la Universidad de Glasgow por la admiración que sentía por su padre adoptivo y ahora, cuarenta años después, está estudiando la cuarta licenciatura. Sus padres la habían adoptado de bebé cuando tenían unos cuarenta y cinco años y formaban una familia encantadora aunque nada convencional. En la actualidad los únicos familiares que tiene somos mi hermana, yo y Terry, su maravilloso vecino pianista. Sus orígenes y circunstancias probablemente expliquen la adoración que siente por France y por mí, a pesar de que el incidente de la clavícula también puso en evidencia que no era ninguna pánfila.

Antes de irnos de Escocia, volví a hacerlo. En el jardín trasero de uno de mis mejores amigos había un montículo que en invierno se endurecía y se convertía en una rígida mezcla de escarcha, hielo y nieve. Por supuesto, sentíamos que teníamos la obligación de deslizarnos por él, y yo debí de ser el que se lo tomaba más en serio, porque un día acabé hecho un ovillo al pie del montículo con la clavícula rota por segunda vez.

Tengo un último recuerdo del tiempo que pasamos en Escocia: el de nuestra partida en 1984, Fran y yo arrebujados en los envolventes asientos del Lotus de papá cantando Yazoo. Destinaban a mi padre a otro sitio y volvíamos a mudarnos, esta vez dirección sur, a nuestra nueva casa de Stone, en el condado de Buckinghamshire.


Es difícil imaginarnos a Frances y a mí a nuestra llegada a Inglaterra como pequeños escoceses, discutiendo con esa cantinela tan típica del acento de Escocia. Desde entonces, como he viajado y he vivido en muchos sitios distintos, se me ha quedado un acento de lo más neutro.

Si acaso, lo que tengo ahora es un acento de expatriado británico que se transforma espontáneamente para parecerse al de mis interlocutores. No es algo de lo que me sienta orgulloso; preferiría sin duda conservar el acento escocés que tenía de pequeño, porque siempre he estado muy orgulloso de ser escocés.

Debo reconocer que a veces, cuando oigo mi acento británico y digo que soy escocés, me siento un farsante, pero supongo que nuestro estilo de vida nómada provocó que para nosotros «encajar» en los sitios fuera algo importante.

Cuando empecé el colegio en Buckinghamshire, a la hora de la comida siempre jugaba al fútbol con la camiseta y el pantalón de la selección escocesa. Mirando atrás, creo que el momento de perder el acento fue fundamental en mi vida. Aun así, me siento muy cómodo rodeado de escoceses y durante la sanción por dopaje pasé la mayor parte del tiempo entre ellos.

La escuela no me gustaba demasiado, pero fuera del aula lo pasaba en grande, sobre todo después de descubrir las bicis BMX y de convertirme en el orgulloso propietario de una Raleigh Super Tuff Burner. Mi padre me llevaba a las competiciones de BMX de High Wycombe en fines de semana alternos. Tenía ocho años y fue la introducción perfecta al mundo de la competición.

El boom de las BMX estaba en su momento más álgido y películas como ET y Los bicivoladores fueron grandes éxitos de taquilla. Todavía no he visto ET, pero aun así, algunos años después, mientras estaba de vacaciones en California con la familia, me escogieron entre un montón de críos para montar en la BMX de ET por delante de una pantalla azul en los estudios Universal. No me atreví a decirles que no había visto la película.

Me encantaba el frenesí de las competiciones de BMX. La puerta de salida se abría y los diez ciclistas participantes nos precipitábamos con infantil despreocupación hacia las primeras rampas y el primer giro peraltado hacia la izquierda. La técnica no importaba demasiado. Aquello dependía más bien de la cantidad de valor juvenil y de la suerte.

Yo todavía tenía mi fiel Raleigh, pero competía con chavales que tenían BMX especiales de competición. Nunca me importó hasta que un día, después de haber acabado entre los tres primeros y mientras empujaba mi Raleigh cuesta arriba para la siguiente carrera, oí que el comentarista mencionaba que mi bicicleta no tenía nada de especial. Me disgusté muchísimo, por no decir otra cosa.

Con todo, en mi primera temporada acabé el cuarto del país en mi categoría, lo que me dio derecho a una placa para el manillar con el número cuatro para la siguiente temporada. Sin embargo, recuerdo perfectamente que pensaba que ser el cuarto del país no era nada del otro mundo.

No sé por qué tenía expectativas tan altas o me imponía tanta presión a tan temprana edad, aunque competía contra chavales que evidentemente se lo tomaban mucho más en serio que yo. Para mi padre y para mí no era más que una manera de pasar juntos los domingos. Él no se permitió nunca sufrir el síndrome del padre ultracompetitivo. Si yo sentía alguna presión o quería cumplir algún deseo, era únicamente cosa mía.

Nunca llegué a usar la placa con el número cuatro. Aquel invierno me robaron mi querida Super Tuff Burner y ahí se acabó mi carrera de ciclista de BMX. Me pasé años mirando por las cunetas y recorriendo aparcamientos de bicicletas buscándola y tardé mucho tiempo en aceptar que nunca la recuperaría.

Aparte de a las BMX, dedicaba buena parte del tiempo al patinaje sobre ruedas, normalmente en roller discos. No recuerdo con qué frecuencia se organizaban discotecas para patinar, pero nunca me pareció suficiente. Era el rey de la pista y el Thame Leisure Centre era mi reino.

Como suelen hacer todos los hermanos pequeños, France copiaba todo lo que yo hacía, ya fuera mi afición a las BMX o a los patines. France nunca tardaba demasiado en tener, como yo, todo el equipo y en acompañarme a todas partes. Además, para mi fastidio, todo el mundo seguía pensando que era la hermana mayor, algo nada agradable para un chico que ya era tranquilo, tímido e introspectivo. Me avergüenza decir que me esforcé en asegurarme de que el patinaje fuera la última de mis aficiones que Frances copiara. Entonces no veía el amor de una hermana pequeña, solo la carga.

France era una persona segura de sí misma y, por tanto, capaz de hablar con gente. Hablaba con quien fuera en cualquier momento y sobre todos los temas posibles. Nosotros, mis padres y yo, nos quedábamos atrás y la mandábamos a ella a preguntar toda clase de cosas a toda clase de personas. No necesitábamos conocimientos de la zona ni guía turístico cuando nos íbamos de vacaciones, porque teníamos nuestro pequeño buscador con patas: Frances era nuestro Google.

Mi madre y mi padre hicieron un esfuerzo importante por que los dos adquiriéramos más conocimientos. Ambos recibíamos clases extraescolares y yo aprendía a tocar el trombón y el piano. Tocaba el trombón en el grupo de jazz del colegio y ahora me sorprende recordar que fingía disfrutarlo y que perseveré durante mucho tiempo.

De todas formas, en casa no todo fluía y al final resultó imposible pasar por alto los problemas que había entre mis padres. Al principio era algo sutil, pero más adelante hubo cosas que no podía ignorar. Cada vez era más difícil fingir que no se peleaban. Me imagino que llevarían tiempo así, pero los niños deciden no ver esas cosas.

Al final la situación llegó a un punto crítico. Un día me despertaron en plena noche, mi madre llorosa y mi padre sentado en mi cama, y me dijeron que se separaban, que no era culpa mía y que tenía que cuidar de mi hermana.

Creo que no lloré. Sin duda no recuerdo haber llorado, pero recuerdo que me cabreé de cojones. Mi infancia había llegado a su abrupto final. Tenía once años.

A la mañana siguiente fui al colegio como de costumbre, pisando hierba cubierta de rocío y dejando las huellas marcadas a mi paso.

2. LA SALA DE LOS OFICIALES

Las cosas cambiaron de manera decisiva durante los dos años siguientes.

Al poco tiempo de que mi padre se fuera, Terry, el nuevo compañero de mi madre, se instaló en casa y con él llegaron sus hijos, Simon y Sarah. Simon era un poco mayor que yo y Sarah era de mi edad. Al principio fue extraño. En aquella época mi padre no tenía casa y vivía en la sala de los oficiales en Northwood, mientras todos nosotros vivíamos bajo un mismo techo en un pueblecito a unos veinticinco kilómetros de Stone.

A pesar de todo, Terry era simpático y se nos ganó en seguida. Había

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