El Abuelo
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Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.
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El Abuelo - Benito Pérez Galdós
El abuelo
Benito Pérez Galdós
Novela en cinco jornadas
Prólogo
A los lectores que con tanta indulgencia como constancia me favorecen, debo manifestarles que en la composición de EL ABUELO he querido halagar mi gusto y el de ellos, dando el mayor desarrollo posible, por esta vez, al procedimiento dialogal, y contrayendo a proporciones mínimas las formas descriptiva y narrativa. Creerán, sin duda, como yo, que en esto de las formas artísticas o literarias todo el monte es orégano, y que sólo debemos poner mal ceño a lo que resultare necio, inútil o fastidioso. Claro es que si de los pecados de tontería o vulgaridad fuese yo, en esta o en otra ocasión, culpable, sufriría resignado el desdén de los que me leen; pero al maldecir mi inhabilidad, no creería que el camino es malo, sino que yo no sé andar por él.
El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del [VI] autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos sin mediación extraña el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto; pero no desaparece nunca, ni acaban de esconderle los bastidores del retablo, por bien construidos que estén. La impersonalidad del autor, preconizada hoy por algunos como sistema artístico, no es más que un vano emblema de banderas literarias, que si ondean triunfantes, es por la vigorosa personalidad de los capitanes que en su mano las llevan.
El que compone un asunto y le da vida poética, así en la Novela como en el Teatro, está presente siempre: presente en los arrebatos de la lírica, presente en el relato de pasión o de análisis, presente en el Teatro mismo. Su espíritu es el fundente indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida.
Aunque por su estructura y por la división en jornadas y escenas parece EL ABUELO obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a las denominaciones un valor absoluto, que en esto, como en todo lo que pertenece al reino infinito del arte, lo más prudente es huir de los encasillados, y de las clasificaciones [VII] catalogales de géneros y formas. En toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática. El Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres.
El arte escénico, propiamente dicho, ha venido a encerrarse en nuestra época (por extravíos o cansancios del público, y aún por razones sociales y económicas que darían materia para un largo estudio) dentro de un módulo tan estrecho y pobre, que las obras capitales de los grandes dramáticos nos parecen novelas habladas. Saltando de nuestras pequeñeces a los grandes ejemplos, pregunto: el Ricardo III de Shakespeare, colosal cuadro de la vida y las pasiones humanas, ¿puede ser hoy considerado como obra teatral práctica? Hace un siglo lo representaba Garrick íntegramente, y existía un público capaz de entenderlo, de sentirlo, y de asimilarse su intensísima savia poética. Hoy aquélla y otras obras inmortales pertenecen al teatro ideal, leído, sin ejecución; arte que por la muchedumbre y variedad de sus inflexiones, por su intensidad pasional, en un grado que no resiste lo que llamamos público (mil señoras y mil caballeros sentaditos en una sala), difícilmente admite intermediario entre el ingenio creador y el ingenio leyente, que ambos creo han de ser ingenios para que resulte la emoción y el gusto fino de la belleza.
Que me diga también el que lo sepa si la Celestina es novela o drama. Tragicomedia la llamó su autor; drama de lectura es realmente, y, sin duda, la más grande y bella de las novelas habladas. Resulta [VIII] que los nombres existentes nada significan, y en literatura la variedad de formas se sobrepondrá siempre a las nomenclaturas que hacen a su capricho los retóricos. Sólo tengo que decir ya a mis buenos amigos, que sin cuidarse de cómo se llama esta obra, humilde ensayo de una forma que creo muy apropiada a nuestra época, tan gustosa de lo sintético y ejecutivo, la acojan con benevolencia.
B.P.G.
DRAMATIS PERSONAE
La acción se supone en la villa de Jerusa y sus alrededores; las principales escenas en la Pardina, granja que perteneció a los Estados de Laín. Careciendo esta obra de colorido local, no tienen determinación geográfica el país ni el mar que lo baña. Todos los nombres de pueblos y lugares son imaginarios. Época contemporánea. [3]
Jornada I
Escena I
Terraza en la Pardina. A la derecha, la casa; al fondo, frondosa arboleda de frutales; a lo lejos, el mar.
GREGORIA, junto a la mesa de piedra, desgranando judías en la falda; VENANCIO, que viene por la huerta y se entretiene con un criado, observando los frutales. En la mesa una cesta de hortalizas.
GREGORIA.- ¡Eh... Venancio!... Que estoy aquí.
VENANCIO.- Voy... Más de cincuenta duquesas se han caído con el ventoleo de anoche.
GREGORIA.- ¡Anda con Dios!... Deja las peras y ven a contarme... ¿Es verdad que...?
(Entra VENANCIO, respirando fuerte y limpiándose el sudor de la cabeza, trasquilada al rape. GREGORIA espera impaciente la respuesta.
Son marido y mujer, de más de cincuenta años, ambos regordetes y de talla corta, de cariz saludable, coloración [4] sanguínea y mirar inexpresivo. Pertenecen a la clase ordinaria, que ha sabido ganar con paciencia, sordidez y astucia una holgada posición, y descansa en la indiferencia pasional y en la santa ignorancia de los grandes problemas de la vida. El rostro de ella es como una manzana, y el de él como pera de las de piel empañada y pecosa. No tienen hijos, y cansados de desearlos principian a alegrarse de que no hayan querido nacer. Se aman por rutina, y apenas se dan cuenta de su felicidad, que es un bienestar amasado en la sosería metódica y sin accidentes. Gruñen a veces, y rezongan por contrariedades menudas que alteran la normalidad del reloj de sus plácidas existencias. En edad madura viven donde han nacido, y son propietarios donde fueron colonos. Su única ambición es vivir, seguir viviendo, sin que ninguna piedrecilla estorbe el manso correr de la onda vital. El hoy es para ellos la serie de actos que tiene por objeto producir un mañana enteramente igual al de ayer. Visten el traje corriente y general, así en pueblos como en ciudades, muy apañaditos, limpios, modestos. GREGORIA es hacendosa, guisandera excelente, tocada del fanatismo económico, lo mismo que su marido. Este entiende de labranza horticultura, de caza y pesca, de algunas industrias agrícolas y no es lerdo en jurisprudencia hipotecaria, ni en todo lo tocante a propiedad, arrendamientos, servidumbres, etc. Para entrambos la Naturaleza es una contratista puntual, y una despensera honrada, como ellos, prosaica, avarienta, guardadora.)
VENANCIO.- ¡Brrr...!
GREGORIA.- Pero, hombre, sácame de dudas. ¿Es cierto lo que han dicho? ¿Tendremos tarasca? [5]
VENANCIO.- Sí. ¿Has visto tú alguna vez que falle una mala noticia?
GREGORIA.- (Suspensa.) ¿Y cuándo llega la señora Condesa?
VENANCIO.- Hoy... Pero no te apures; se alojará en casa del señor Alcalde.
GREGORIA.- Menos mal. (Volviendo a desgranar.) Pues otra... Si llega también el señor Conde, se juntarán aquí el agua y el fuego.
VENANCIO.- Se pelearán hoy como ayer... Suegro y nuera rabian de verse juntos. Si no quedaran de uno y otro más que los rabos, ¡qué alegría!... Por supuesto, al señor Conde habremos de alojarle.
GREGORIA.- ¿Qué duda tiene? No faltaba más... Yo digo: ¿vienen y se topan aquí por casualidad... o es que se dan cita para tratar de asuntos de la casa?... porque de resultas de la muerte del Condesito habrá enredos...
VENANCIO.- ¿Yo qué sé? La Condesa Lucrecia vendrá, como siempre, a dar un vistazo a sus hijas. [6]
GREGORIA.- Y a pagarnos la anualidad vencida por el cuidado, manutención y servicio de las dos señoritas que puso a nuestro cargo... ¡Ah, ruin pécora...! Las tiene en este destierro para poder zancajear y divertirse sola por esos Parises y esas Ingalaterras (1) de Dios... o del diablo... ¡Tunanta! Lo que yo digo, Venancio: comprendo que su suegro, el señor Conde de Albrit, que es el primer caballero de España, ¡y que lo digan! le tenga tan mala voluntad a esa condenada extranjera, de quien se enamoró como un tontaina su hijo (que esté en gloria)... Lo que no me cabe en la cabeza es que parezca por aquí, si sabe que ha de hocicar con ella... O será que lo ignora... ¿Qué piensas, hombre?
VENANCIO.- (Revolviendo en la cesta de hortalizas.) Pronto hemos de ver si vienen a posta los dos, o si la casualidad les hace empalmar en Jerusa... ¡Y que no traerán ella y él las uñas bien afiladas!... Créetelo... hemos de ver por tierra mechones de barbas blancas o de pelos rubios, y tiras de pellejo... porque si el Conde D. Rodrigo quiere a su hija política como a un dolor de muelas, ella en la misma moneda le paga.
GREGORIA.- Yo digo lo que tú: el pobre D. Rodrigo viene a que le demos de comer.
VENANCIO.- Así lo pensé cuando supe su viaje. [7]
GREGORIA.- Es cosa averiguada que no ha traído de América el polvo amarillo que fue a buscar.
VENANCIO.- Ha traído el día y la noche. Cuando embarcó para allá, había desperdigado toda su fortuna... Esperaba recoger otra, que le ofreció el Gobierno del Perú por las minas de oro que allá tuvo su abuelo, el que fue Virrey... Pero no le dieron más que sofoquinas, y ha vuelto pobre como las ratas, enfermo y casi ciego, sin más cargamento que el de los años, que ya pasan de setenta. Luego, se le muere el hijo, en quien adoraba...
GREGORIA.- ¡Infeliz señor!... Venancio, tenemos que ampararle.
VENANCIO.- Sí, sí, no salgan diciendo que no es uno cristiano, ¡Quién lo había de pensar!... ¡Nosotros, Gregoria, dando de comer al conde de Albrit, el grande, el poderoso, con su cáfila de reyes y príncipes en su parentela, el que no hace veinte años todavía era dueño de los términos de Laín, Jerusa y Polan!... Díganme luego que no da vueltas el mundo...
GREGORIA.- (Acentuando con un manojo de judías.) ¿Oyes lo que te digo? Que tenemos que ampararle. Es nuestro deber. [8]
VENANCIO.- (Filosofando con un tomate que coge de la cesta.) ¡Qué caídas y tropezones, Gregoria; qué caer los de arriba, y qué empinarse los de abajo!... Claro, le ampararemos, le socorreremos. Ha sido nuestro señor, nuestro amo; en su casa hemos comido, hemos trabajado... Con las migajas de su mesa hemos ido amasando nuestro pasar. (Levántase con aire de protección.) Pues, sí: hay aquí cristianismo, delicadeza... (Coge otro tomate y admira su belleza y tamaño.) Estos son tomates, Gregoria... Que venga el Cura refregándonos los suyos por las narices... Pues, sí, mujer: me da lástima del buen D. Rodrigo.
GREGORIA.- (Contestando a la apología del tomate.) Pero las judías no granaron bien. (Mostrándolas.) Mira esto... También a mí me aflige ver tan caidito al señor Conde... Parece castigo... y si no castigo, enseñanza.
VENANCIO.- Castigo, has dicho bien. Todo ello por no ser económico, y no pensar más que en darse la gran vida, sin mirar al día de mañana. Ahí tienes el caso, Gregoria, y pónselo delante a los que le critican a uno por la economía. En fiestas y viajes, en caballos y trenes, en convitazos y otras mil vanidades, se le escurrieron al señor los bienes de la casa de Albrit, y parte de los de Laín, que eran de su madre. La casa venía empeñada de atrás, pues dicen las historias que ningún Conde de Albrit supo arreglarse. Mira por dónde las culpas de todos las paga [9] este desdichado. Ya ves, después que le dejan en cueros los acreedores, le falla el negocio de América; luego le quita Dios el hijo, y se encuentra mi hombre al fin de la vida, miserable, enfermo, sin ningún cariño... Es triste, ¿verdad?
GREGORIA.- Ahora caigo en que viene a ver a sus nietas: sí, Venancio, anda en busca de un querer que dé consuelo a su alma solitaria...
VENANCIO.- (Cogiendo de la cesta una berenjena.) Puede ser... ¿Y qué tienes que decir de estas berenjenas?
GREGORIA.- No son malas... Lo que digo es que al señor Conde le atrae el calorcillo de la familia.
VENANCIO.- Pero ya verás: mi D. Rodrigo, buscando el agazajo (2), mete la mano en el nidal, y toca una cosa fría que resbala... ¡Ay! Es el culebrón de la madre, es la extranjera, la mala sombra de la familia, pues desde que el Conde D. Rafael casó con esa berganta, la casa empezó a hundirse... (Poniendo en el cesto la berenjena con que acciona.) En fin, que en tomates y berenjenas no hay quien nos tosa... pero no sabemos qué vientos echan para acá al señor Conde de Albrit.
GREGORIA.- Él nos lo dirá. Y si se lo calla, no callarán sus hechos. (Dando por terminada su tarea, y pasando [10] de la falda a un cesto las judías.) No te descuides, Gregoria; que venga por lo que venga, tienes que prepararle una buena mesa... Ya es un respiro que la extranjera no se meta en casa.
VENANCIO.- Y aunque viniera... Nunca está más de dos días o tres. Jerusa es muy chica, y esa necesita tierra ancha para zancajear a gusto.
GREGORIA.- (Asaltada de una idea.) ¡Ay, Venancio de mi alma, lo que se me ocurre! ¡No haber caído en ello ni tú ni yo! ¿Apostamos a que Doña Lucrecia viene a llevarse sus niñas?
VENANCIO.- (Permaneciendo largo rato con la boca abierta.) Puede que aciertes... Ya son grandecitas... mujercitas ya. Pues, mira, nos fastidia...
GREGORIA.- ¡Hijo de mi alma, cuándo nos caerá otra breva como esta!
VENANCIO.- (Paseándose meditabundo.) No es mucho lo que nos pasa cada trimestre por cuidarlas y mantenerlas; pero algo es algo: rentita puntual, saneada... No, no: verás cómo no se las lleva.
GREGORIA.- Ea, no nos devanemos los sesos por adivinar hoy lo que sabremos mañana. (Dispónese a pasar a la casa.) [11]
VENANCIO.- ¿Sabes tú quién nos lo va a decir? Pues Senén. Desde ayer está aquí.
GREGORIA.- ¿Senén?... ¿El de la Coscoja?... Sí: las niñas me dijeron que le habían visto, y que está hecho un caballero.
VENANCIO.- Empleado público, funcionario, como quien dice, nada menos que en las oficinas de Hacienda de Durante (3). Fue criado de la Condesa, que en premio de sus buenos servicios le ha dado credenciales, ascensos; en fin, que de un gaznápiro ha hecho un hombre.
GREGORIA.- Le protege, según dicen, porque le servía de correveidile y de tapa-enredos en sus...
VENANCIO.- Chist... Cuidado... puede llegar... Le espero. Ha quedado en traerme noticias.
GREGORIA.- (Bajando la voz.) De tapadera en sus trapisondas amorosas... Ello es que siempre que nos visita la señora, recala Senén, y no la deja vivir con su pordioseo [12] impertinente: que si la recomendación; que si la tarjeta al Jefe, que si la carta al Ministro, o al demonio coronado... Y como la tal Condesa es persona de grandes influencias, y trae a los personajes de allá cogidos por el morro...
VENANCIO.- Senén es listo, se cuela por el ojo de una aguja. Pues me ha contado que doña Lucrecia salió de Madrid el 12, y que de aquí irá a visitar a los señores de Donesteve en sus posesiones de Verola. Todo lo sabe el indino. Él es quien ha dicho al Alcalde que la señora llega hoy, y... ¡Ah, pues se me olvidaba lo mejor! Le harán un gran recibimiento, por los grandes beneficios y mejoras que Jerusa le debe.
GREGORIA.- ¡Festejos! ¡Y aquí no sabíamos nada!... Y de esta visita del Conde, ¿tenía Senén conocimiento?
VENANCIO.- ¡Pues no! Como que se le han respingado las narices de tanto olfatear, de tanto meterlas en todos los secreticos de la casa en que sirvió antes de andar en oficinas. Se cartea con marmitones y cocheros de la casa de Laín, y allí no vuela una mosca sin que él lo sepa.
GREGORIA.- (Alegre.) Pues ese, ese pachón de vidas ajenas nos ha de sacar de dudas. [13]
VENANCIO.- Ya tarda... Me dijo que a las diez. Ha ido a telegrafiar al jefe de la estación de Laín, y al Alcalde de Polan...
GREGORIA.- (Mirando a la huerta.) Me parece que está ahí... Alguien anda por la huerta llamándote.
VENANCIO.- Él es... (Llama.) ¡Senén, Senén, chicooo...!
Escena II
GREGORIA, VENANCIO; SENÉN, de veintiocho años, más bien más que menos, vestido a la moda, con afectada elegancia de plebeyo que ha querido cambiar rápidamente y sin estudio la grosería por las buenas formas. Su estatura es corta; sus facciones aniñadas, bonitas en detalle, pero formando un conjunto ferozmente antipático. Pelito rizado; chapas carminosas en las mejillas; bigote rubio retorcido en sortijilla. Lucha por su existencia en el terreno de la intriga, olfateando las ocasiones ventajosas y utilizando la protección y gratitud de las personas a quienes ha prestado servicios de ínfima calidad, sobre los cuales guarda cuidadoso secreto. Ya no se acuerda de cuando andaba descalzo y harapiento por las mal empedradas calles de Jerusa. Nacido de la Coscoja, viuda pobre que adormecía sus penas emborrachándose, Senén vivió de la caridad pública hasta que fue recogido por los Condes de Laín, que lo pusieron en la escuela y después le tomaron a su servicio. Fue pinche de cocina, escribiente, [14] ayuda de cámara, hasta que su agudeza, reforzada por ardiente ambición de dinero, le emancipó de la servidumbre. En diversos trabajos y granjerías, hubo de probar fortuna: viajante de comercio, corredor de vinos, administrador de periódicos, y por fin la Condesa le abrió los espacios de la Administración pública con un destinillo de Hacienda, al que siguieron ascensos, comisiones y otras gangas. Compensa la cortedad de su inteligencia con su constancia y sagacidad en la adulación, su olfato de las oportunidades, y su arte para el pordioseo de recomendaciones. Su egoísmo toma más bien formas solapadas que brutales, y para disimularlo, el instinto, más que la voluntad, le sugiere la economía, y todo el ahorro compatible con el lucimiento y afeite de su persona. Guarda su dinero, y se apropia todo lo que sin peligro puede apropiarse. En lo que no es ostensible, o sea en el comer, gasta lo indispensable, reservando casi todo su peculio para el coram vobis. Su vicio es la buena ropa, y su pasión las alhajas; lleva constantemente tres sortijas de piedras finas en el meñique de la mano izquierda, y al llegar a Jerusa ha sacado a relucir un alfiler de corbata, que es ¡ay!, la desazón de sus compatriotas de ambos sexos.
SENÉN.- Allá voy. Estaba mirando las peras... (Entra en la terraza.) Hola, Gregoria; usted siempre tan famosa.
GREGORIA.- ¡Y tú qué guapo... y qué bien hueles, condenado! Estás hecho un príncipe.
SENÉN.- Hay que pintarla un poquillo, Gregoria. Es uno esclavo de la posición. [15]
VENANCIO.- (Impaciente.) Vengan pronto esas noticias.
SENÉN.- La Condesa llegará a Laín en el tren de las doce y cinco. He tenido un parte. (Mostrándolo.) Se lo he llevado al Alcalde, que no estaba seguro de la hora de llegada.
GREGORIA.- Y D. José irá a esperarla en su coche.
VENANCIO.- Claro.
SENÉN.- (Sentándose con indolencia. Se cuida mucho de emplear un lenguaje muy fino.) Y el Municipio ¡oh!, le prepara un gran recibimiento, una ovación entusiasta.
GREGORIA.- ¡A tu ama!
SENÉN.- A la que fue mi ama. ¡Estaría bueno que no