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Rojo como la sangre
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Rojo como la sangre
Libro electrónico263 páginas3 horas

Rojo como la sangre

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Información de este libro electrónico

Primer título de la trilogía 'Me llamo Lumikki', el best-seller que vino del frío.

Lumikki Andersson tiene 17 años, va a una escuela de arte y no le gusta meterse en asuntos ajenos. Pero un día encuentra en el instituto 500 euros de procedencia dudosa. Esto la hará verse envuelta, sin desearlo, en mitad de una operación de bandas rusas y estonias de tráfico de drogas. Comienza un juego de persecuciones y huídas que acabará llevándola a la mansión del legendario criminal conocido como "Oso Polar". Todo, mientras la ciudad sufre el invierno más frío en décadas. Y nada brilla tan rojo contra la blanca nieve como la sangre...

Ver el booktrailer: http://youtu.be/YiSIwxsuq7w
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 oct 2014
ISBN9788424652678
Rojo como la sangre
Autor

Salla Simukka

Salla Simukka (1981) es un nombre muy establecido en la literatura juvenil finlandesa. Su salto a la fama internacional se ha dado con la trilogía 'Me llamo Lumikki', de la que Rojo como la sangre es la primera parte, con publicación en 50 países de todos los continentes. Como indicó el jurado del premio Topelius cuando lo ganó, "sus obras contienen mensajes importantes, tanto sobre los individuos (el derecho a ser uno mismo) como sobre la sociedad (las presiones del poder, la libertad de elección)".

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    Rojo como la sangre - Salla Simukka

    SALLA SIMUKKA

    ROJO COMO LA SANGRE

    Traducción de Jordi Trilla Segura

    EL BEST-SELLER

    QUE SURGIÓ DEL FRÍO

    Me llamo Lumikki es la trilogía

    que está triunfando

    en 50 países y que supone

    una voz nueva y original en

    el mundo del thriller nórdico.

    Rojo como la sangre

    es la primera entrega.

    Una historia llena de acción

    y sin concesiones, que

    nos demuestra que el dinero

    falso tiene consecuencias

    muy reales. Y letales.

    "Soy la hija secreta

    de Lisbeth Salander

    y Hércules Poirot."

        SALLA SIMUKKA

    (Tampere, Finlandia, 1981)

    debuta en el género del thriller y

    obtiene el reconocimiento mundial

    con Rojo como la sangre.

    Pero hace ya años que es

    una de las autoras finlandesas

    más reconocidas.

    Sus novelas juveniles han obtenido

    los premios literarios más

    importantes de su país.

    Érase una vez un día de invierno en el que los copos de nieve caían como plumas del cielo.

    Una reina se encontraba sentada junto a una ventana con marco de ébano y cosía. Y mientras cosía y observaba la nieve, se pinchó un dedo con la aguja y cayeron tres gotas de sangre. Y como el rojo quedaba tan bonito sobre la nieve, pensó: «¡Ojalá tuviese un niño tan blanco como la nieve, tan rojo como la sangre y tan negro como el ébano!».

    28 de febrero

    domingo

    1

    La nieve relucía, blanca, en el suelo. Quince minutos antes, una nueva capa, limpia y blanda, se había depositado sobre la anterior. Quince minutos antes, todo era posible aún. El mundo parecía hermoso y dejaba entrever un futuro brillante, plácido y libre. El futuro, por el que valía la pena correr un gran riesgo, jugárselo todo, intentar liberarse para siempre.

    Quince minutos antes, una nevada ligera y suave había extendido un fino manto sobre la nieve vieja. Después dejó de nevar tan de repente como había empezado, y un rayo de sol fugaz apareció entre las nubes. En todo el invierno no se había visto un día tan bonito como aquel.

    Entonces, el rojo se mezclaba cada vez más con el blanco. Se extendía e iba ganando terreno; se deslizaba a través de la nieve cristalina y la teñía a su paso. Una parte del rojo había caído más lejos y había salpicado la nieve. Era de un color tan vivo que, de tener voz, habría gritado.

    Natalia Smirnova miraba fijamente la nieve con sus ojos marrones, pero no veía nada. No pensaba en nada. No esperaba nada. No tenía miedo de nada.

    Diez minutos antes, Natalia había tenido más esperanzas y más miedo que nunca en su vida. Con las manos temblorosas, había llenado su bolso Louis Vuitton auténtico con un montón de billetes. Había aguzado el oído para oír el más mínimo ruido. Había intentado tranquilizarse y decirse a sí misma que no corría ningún peligro. Ella misma lo había planeado todo. Pero, al mismo tiempo, también sabía que ningún plan era infalible. Un ligero empujón podía derrumbar toda la obra, planificada al detalle durante meses.

    En el bolso tenía el pasaporte y un billete de avión para Moscú. No se llevaba nada más. En el aeropuerto de Moscú, su hermano la estaría esperando con un coche de alquiler. La llevaría a una casa de campo, que solo conocían unas pocas personas, a cientos de kilómetros. Allí estarían su madre y Olga, su hija de tres años, a la que hacía más de uno que no veía. ¿La recordaría la niña? Ya tendrían tiempo para volver a conocerse en aquella casa; se refugiarían allí durante uno o dos meses. Todo el tiempo que fuese necesario para poder sentirse fuera de peligro. Todo el tiempo necesario para que se olvidaran de ella.

    Natalia había ahuyentado la voz insistente que, en su interior, le decía que no se olvidarían de ella, que no la dejarían escapar. Se había convencido de que ella no era tan importante, de que en cualquier momento encontrarían a otra que la sustituiría. No se tomarían las molestias de ir a buscarla a su escondite.

    En aquellos asuntos siempre había alguien que desaparecía. A veces, llevándose el dinero. Formaba parte de los riesgos del negocio; pérdidas inevitables, exactamente igual que la fruta que se pudre en la tienda y que hay que tirar a la basura.

    Natalia no había contado el dinero. Había embutido en el bolso tantos billetes como había podido. Algunos estaban arrugados, pero eso no tenía ninguna importancia. Un billete arrugado de quinientos euros vale lo mismo que uno totalmente liso y nuevo. Podía servirle para comprar la comida de tres meses, o hasta cuatro, si era precavida y ahorraba lo suficiente. Bastaba para pagar el silencio de una persona durante algún tiempo. Para muchos, quinientos euros era el precio de guardar un secreto.

    Natalia Smirnova, de veinte años, yacía boca abajo sobre la nieve, con una mejilla contra la superficie gélida. No sentía la punzada de la nieve helada en la piel. No sentía los glaciales veinticinco grados bajo cero en sus orejas desprotegidas.

    Maa vieras on ja kylmä kevät sen

    Natalia, sua paleltaa¹

    El hombre le había cantado la canción con su voz ronca y desafinada. A Natalia no le gustaba aquella canción. La Natalia que aparecía en ella era de Ucrania, y ella era de Rusia. A pesar de todo, le gustaba cuando el hombre cantaba y le acariciaba el pelo. Había intentado no escuchar la letra y, por suerte, lo había conseguido con bastante facilidad. Tenía nociones de finlandés, lo entendía mucho mejor que lo hablaba, pero, cuando dejaba de esforzarse y relajaba la mente, aquellas palabras extranjeras se enredaban, perdían su significado y se transformaban en una mera combinación de sonidos que fluían de la boca del hombre y le zumbaban en la nuca.

    Cinco minutos antes, Natalia también había pensado en el hombre y en sus manos torpes. ¿La echaría de menos? Tal vez un poco. Tal vez solo un poco. Pero seguro que no lo suficiente, porque el hombre no la amaba de verdad. Si la hubiese amado de verdad, le habría solucionado la vida, tal como le había prometido en muchas ocasiones. Pero Natalia se había tenido que solucionar la vida ella misma.

    Dos minutos antes, Natalia había cerrado el bolso. Estaba lleno a rebosar de billetes. Se había apresurado a limpiar las huellas y se había mirado fugazmente en el espejo de la entrada. Tenía el cabello teñido de rubio, los ojos marrones, las cejas delgadas y los labios pintados de un rojo brillante. Estaba pálida y tenía ojeras de no dormir. Estaba a punto de salir. Sentía el sabor de la libertad y el miedo en la boca. Y sabían a hierro.

    Dos minutos antes, había fijado la mirada en su imagen, en el espejo, y había levantado la barbilla. Aprovecharía aquella oportunidad para dar el golpe.

    Natalia había oído cómo giraba la llave en la cerradura. Se había quedado helada allí mismo. Había distinguido los pasos de una persona y, después, los de una segunda y aun los de una tercera: eran los tres. Los tres, que entraban por la puerta. No le quedaba más remedio que huir.

    Un minuto antes, Natalia se había precipitado, a través de la cocina, hacia la puerta de la terraza. Había buscado a tientas la cerradura. Las manos le temblaban tanto que no podía abrir la puerta. Después, milagrosamente, se había abierto, y Natalia había corrido por la terraza cubierta de nieve para seguir hacia el jardín. Las botas de piel se le hundían en los montones de nieve, pero no había dejado de correr, sin mirar atrás. No había oído nada. Por un momento le pasó por la cabeza que se podría salvar, que lo conseguiría, que podría huir, vencer.

    Treinta segundos antes se había oído el chasquido sordo de un arma equipada con silenciador. Una bala atravesó, por detrás, el abrigo de Natalia Smirnova, le perforó la piel, se adentró por la espina dorsal, le desgarró los órganos y, finalmente, el asa del bolso Louis Vuitton, que apretaba contra el estómago. Natalia cayó hacia delante sobre la nieve pura y virgen.

    Un charco rojo se extendió debajo de Natalia y devoró la nieve a su alrededor. El rojo, aún voraz y caliente, se enfriaba a cada segundo que pasaba. Los pasos lentos y pesados de una persona se aproximaban a Natalia Smirnova, que yacía sobre la nieve. Ella ya no los oyó.

    29 de febrero

    lunes de madrugada

    2

    Los tres chocaron entre sí en el umbral de la puerta. Todos querían ser el primero en entrar.

    —¡Eh, dejadme un poco de espacio para que pueda meter la llave en el agujero!

    —¡Pero si tú nunca puedes meter nada en el agujero!

    Hubo risas, exclamaciones reclamando silencio y más risas.

    —¡Esperad! Ahora sí. La llave ya está dentro. Y gira despacio, muy despacio. ¡Guau! ¡Es increíble! ¿Os dais cuenta de que con solo girar una llave podéis abrir una cerradura? Alucina, que alguien haya inventado un sistema como este. Para mí, es la decimotercera maravilla del mundo.

    —Cierra el pico y abre la puerta de una vez.

    Los tres empujaron la puerta e irrumpieron en el interior. Uno de ellos estuvo a punto de caerse. El segundo empezó a lanzar unos chillidos agudos y se rio cuando escuchó el eco de su voz en aquel enorme espacio vacío. El tercero se esforzaba por recordar el código de la alarma mientras pulsaba las teclas de una en una.

    —Uno... siete... tres... dos. ¡Vaya! ¡Es correcto! Esta es la decimocuarta maravilla del mundo: que, pulsando unos números, puedas ser capaz de detener una alarma. ¡Dios! Ahora ya sé lo que voy a ser de mayor: cerrajero. ¿Verdad que es una buena profesión? ¡Poder ganarse la vida con las cerraduras! Y, si no, seré guardia de seguridad.

    Los otros no lo escuchaban. Corrían por los pasillos vacíos y oscuros gritando y riendo. El tercero del grupo los persiguió. Las risas resonaban por las paredes, subían y bajaban por las escaleras.

    —¡Somos los mejores!

    Los mejores... mejores... jores... ores...

    —¡Y ricos del copón!

    Chocaron entre sí intencionadamente y cayeron al suelo. Daban vueltas y se partían de risa. Imitaban las posturas de los ángeles sobre el suelo de piedra. Entonces, uno de ellos recordó:

    —Quizás somos ricos, pero es dinero sucio.

    —Sí. Dirty money!

    —Tenemos que ir al cuarto oscuro. Por eso estamos aquí.

    Apenas podían recordar lo que había sucedido antes. Una niebla cubría los acontecimientos, que aparecían como flashes de imágenes inconexas. Alguien que vomitaba. Otros que nadaban desnudos en la piscina. Una puerta cerrada con llave que no debería haberlo estado. Un jarrón de cristal que se había roto y con el que alguien se había cortado en un pie. Sangre. Música que sonaba demasiado fuerte. Oops, I did it again. Un éxito olvidado que alguien quería reproducir en modo repeat. I played with your heart, got lost in a game. Alguien que lloraba desconsoladamente, sollozaba, pero no quería que lo ayudaran. El suelo resbaladizo porque se había derramado ron, y olía a acre y dulce al mismo tiempo.

    Los recuerdos no se dejaban ordenar en una sucesión lógica. ¿Quién había traído la bolsa de plástico? ¿En qué momento? ¿Quién la había abierto, había introducido la mano en ella, la había sacado y se había chupado los dedos? Y ¿cuándo habían atado cabos?

    Necesitaban algo. Enseguida. Inmediatamente.

    —¿Os queda algo? Me apetece tomar algo.

    —Yo tengo de estas.

    Tres pastillas. Una para cada uno. Se las pusieron en la lengua los tres a la vez y dejaron que se disolvieran.

    —¡Vaya subidón! ¡Sí! ¡Subidón, subidón!

    Estaban en el cuarto oscuro, a oscuras. De repente, uno de ellos encendió la luz.

    —¡Que se haga la luz! Y la luz se hizo.

    Pusieron la bolsa de plástico encima de la mesa y luego la abrieron.

    —¡Uf! ¡Qué mal huele!

    —El dinero no huele mal, huele bien, venga de donde venga.

    —Hay un montonazo.

    —Y nos lo vamos a repartir a partes iguales.

    —¡Esto es extraordinario! Nunca me había sucedido nada igual. ¡Os amo, chicos! ¡Amo al mundo entero!

    —No te pongas a besuquearme ahora, que pierdo la concentración y me pongo caliente.

    —Podríamos hacerlo aquí.

    —No, no podéis. Tenemos que empezar con el trabajo de limpieza.

    Llenaron la cubeta de las pruebas con agua. Sumergieron los billetes. Después los colgaron uno a uno para que se secaran.

    —Esto es lo que yo llamo lavar dinero. Lavar dinero de verdad.

    29 de febrero

    lunes

    3

    —¡Es hora de levantarse! ¡Venga, despierta! ¡Arriba! ¡Y que no se te peguen las sábanas!

    Los gritos llenaron los oídos de Lumikki² Andersson. La voz que gritaba le era tristemente familiar. Era su propia voz. Se había grabado gritando en el móvil como tono de alarma para despertarse, porque pensaba que la hacía levantarse de su cama calentita mejor que cualquier otra cosa. Y funcionaba, porque no se le pegaban las sábanas.

    Se sentó en el borde de la cama, medio dormida, y echó un vistazo al calendario de los Mumins, colgado en la pared: lunes, 29 de febrero, el día más inútil del mundo. ¿Por qué no lo hacían festivo a nivel internacional? Fuera como fuese, era un día innecesario; nadie tendría que hacer nada sensato ni productivo.

    Lumikki hundió los pies en las zapatillas en forma de erizo y, arrastrándolos, llegó hasta la cocina. Vertió las medidas de agua y café en la cafetera italiana. Sin un café bien fuerte, aquella mañana no podría incorporarse al mundo de los vivos. Todavía era de noche, demasiado de noche para estar despierta. Pese a que la nieve se amontonaba formando dunas, no era muy luminosa. La oscuridad aún iba a durar mucho tiempo, y mantendría su mano de hierro en el país nórdico hasta bien entrado el mes de marzo.

    Lumikki odiaba aquella fase del invierno. Nieve y temperaturas bajo cero. Demasiado de ambas cosas. La primavera ni siquiera se vislumbraba a la vuelta de la esquina. El invierno duraba y perduraba, y no daba esperanzas de acabarse, lo congelaba todo y lo dejaba en un estado de letargo y aburrimiento. Hacía frío en casa, fuera y en el instituto. Paradójicamente, a veces parecía que el único lugar donde no hacía frío era en un agujero en medio de un lago helado, pero, claro, uno no se podía pasar todo el día allí. Lumikki se puso un jersey ancho de color gris y se sirvió una taza de café. Luego fue a tomárselo a la única habitación propiamente dicha del estudio, que ocupaba buena parte de sus diecisiete metros cuadrados. Se acurrucó en la vieja butaca e intentó calentarse. Entraba aire por la ventana, aunque había puesto juntas nuevas en otoño.

    El café tenía sabor a café, no esperaba nada más. No podía soportar los cafés de chocolate, nueces, cardamomo y vainilla, demasiado dulces y originales, de todos los rincones del mundo. El café tenía que ser solo y fuerte, las cosas tenían que ser como tenían que ser y un piso tenía que ser un piso.

    Su madre se había vuelto a alterar la última vez que la había visitado. «¿No quieres decorar un poco tu estudio? ¿Darle al menos un aire de hogar?». No, no quería. Lumikki había vivido un año y medio en aquel piso. Aparte de un colchón grueso que hacía de cama en el suelo, un escritorio, un ordenador portátil y una butaca, no tenía nada más. Los primeros meses, su madre había insistido en comprarle una cama y una estantería, pero ella había rechazado tenazmente el ofrecimiento. Los libros estaban apilados en el suelo y el único «elemento de decoración interior» que había era el calendario en blanco y negro de los Mumins. ¿Por qué motivo tendría que molestarse en hacerse un nido? Allí no cabían los muebles de diseño que entonces estaban de última moda. El estudio solo era el lugar donde viviría durante los años del bachillerato. No era un hogar, en el sentido de echar raíces. Cuando acabara el instituto, sería libre de ir adonde quisiera sin tener que echar de menos nada ni a nadie.

    Tampoco era un hogar la casa de sus padres, en Riihimäki. Cuando volvía allí se sentía extraña. Los objetos le recordaban cosas que prefería olvidar... y que, de todos modos, le venían a menudo a la mente, tanto estando despierta como en sueños y pesadillas.

    Sus padres se habían tomado el que se marchara de casa de una manera extrañamente contradictoria. En ocasiones parecía como si fuese un alivio para ellos. Era cierto que el ambiente en casa a menudo era tenso, pero siempre lo había sido. O, por lo menos, desde que Lumikki tenía memoria. Nunca había conseguido descubrir la causa de aquella tensión, porque sus padres no se peleaban delante de ella ni ella les levantaba la voz. De vez en cuando, a medida que se aproximaba el día de la despedida, sus padres le daban largos abrazos, algo que le resultaba extraño y embarazoso, porque no era una costumbre familiar.

    Después de aquellos abrazos, su madre le acariciaba las mejillas, le cogía la cara entre las manos y la miraba durante un rato extrañamente

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