Huellas y manchas
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Huellas y manchas - Jordi Sierra Fabra
Jordi Sierra i Fabra
Primera edición en esta colección: abril de 2012
Publicado anteriormente en catalán con el título L’empremta del silenci
© Jordi Sierra i Fabra, 2012
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012
Plataforma Editorial
c/ Muntaner 231, 4-1B – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
info@plataformaeditorial.com
www.plataformaeditorial.com
Depósito Legal: B. 7.086-2013
ISBN Digital: 978-84-15750-95-6
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Contenido
Portadilla
Créditos
Primera parte: Huellas
1
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3
4
5
6
7
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9
Segunda parte: Manchas
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Tercera parte: Huellas y manchas
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32
Epílogo
Créditos y agradecimientos
Primera parte Huellas
UNO
A veces la oía gemir de noche.
Y llorar.
Cuando estaban juntas era incapaz de verter una sola lágrima o quejarse. Se tragaba el dolor como las pastillas. Crispaba las facciones al sentir los ramalazos de la tortura que la devoraba por dentro y congelaba una falsa sonrisa de determinación en su rostro. Y no era valor. Era rebeldía, tozudez, y protección. Seguía protegiéndola, que para algo era su madre.
Pero de noche…
De noche se derrumbaba, tocaba fondo, y aunque los gemidos apenas eran unos quedos lamentos con la boca abierta sobre las sábanas, para que ellas y el colchón los absorbieran, eran lo bastante fuertes como para que los escuchara desde su propia habitación, en aquel duermevela agónico que la tenía en una tensión constante.
Siempre alerta.
Hora tras hora.
Los gemidos, entonces, la atravesaban de lado a lado, le poblaban la cabeza de penas y resentimientos, de rabia y un dolor distinto al de su madre pero igual de fuerte en otro sentido, el de la impotencia.
La estaba viendo morir y no podía hacer nada.
Ni ella ni, ya, los médicos.
Aquella espera…
En ocasiones dejaba de respirar, temiendo lo peor, y no se tranquilizaba hasta escuchar el siguiente gemido. En ocasiones estos eran tantos y tan seguidos que la desarbolaban, la llevaban a una espiral de miedo y tensión de la que no sabía cómo salir. Si no se movía de su cama se sentía mal, pero si se levantaba y acudía a la de ella, era peor. Por un lado su madre se enfadaba. Por el otro se sentía culpable de haberla despertado y eso no hacía sino acrecentar su malestar. Lo que hacía en estos casos era asomarse a la puerta y atisbar en el interior.
Las escenas solían ser tan patéticas…
Su madre boca abajo, con las manos engarfiadas en las sábanas o la almohada. Su madre retorcida sobre sí misma, hecha un ovillo. Su madre raramente dormida más allá de una hora. Su madre con los ojos abiertos, mirando el techo, o la ventana, aferrándose a la vida y las sensaciones.
Las crisis se hacían cada vez más frecuentes.
Y el fin más próximo.
Los médicos habían dicho de tres a seis meses, excepcionalmente tal vez más, siete, ocho, nueve… y de eso hacía apenas uno y medio.
¿Cómo se gastaban las últimas semanas de amor hacia una madre?
–Cecilia…
Salió disparada. Tropezó con la pata de la mesa y se hizo daño, pero se lo calló. Intentando no cojear, con el dedo pequeño del pie izquierdo machacado, acudió a la habitación contigua con toda su experiencia por bandera, es decir, lo más rápido posible pero sin que se le notara.
Cuando metió la cabeza por el quicio de la puerta su voz fue igualmente serena.
–¿Sí, mamá?
–Puedes traerme un poco de agua. Se me ha terminado.
–Claro.
Fue a la cocina y regresó con un vaso lleno. Era inútil dejarle una jarra para que se lo llenara ella misma. Solía derramarlo y era peor, porque entonces se levantaba, fregaba el suelo o cambiaba las sábanas. Un suplicio. Se sentó en la cama para ayudarla a incorporarse si era necesario.
–Lo siento.
–Tranquila.
–¿Estabas estudiando?
–Sí.
–Pillarte todo este marrón en plenos exámenes…
–Si no lo saco ahora lo sacaré en septiembre.
–Ya.
Septiembre era una palabra muy, muy lejana.
La mujer se acodó en la cama y bebió un par de sorbos. No más. Luego le entregó el caso a su hija y ella lo dejó en la mesita atiborrada de medicinas. Una farmacia entera. Y sólo para mitigarle el dolor.
–Cuando puedas me traes un vaso de esos de cartón que dan en los cines, con tapa y una pajita atravesándola. Será lo mejor o no podré beber agua.
Estaba en todo.
–No es mala idea –admitió la chica.
–Ya.
Se derrumbó de nuevo de espaldas y cerro los ojos. Cecilia le pasó una mano por la frente. La descendió por la mejilla hasta convertirla en algo más que una caricia. Luego la arropó un poco.
–No tengo frío.
–Por si acaso.
Unos segundos de silencio. Unos segundos de inmovilidad. Una falsa paz que las acompañó hasta que su madre extendió su propia mano y le tocó el brazo.
–Anda, vete a estudiar –le pidió.
–No sé ni por qué lo hago –se encogió de hombros–. Esas palizas de los últimos días no sirven de casi nada.
–Tú has llevado bien el curso, tranquila.
No era del todo exacto, porque las últimas semanas habían sido muy duras, pero no quiso desencantarla.
–Es la inercia, ya sabes.
–Anda, ve –insistió la mujer.
–Vale –suspiró Cecilia.
Se levantó de la cama y la contempló un momento antes de retirarse. Lo peor era que seguramente la recordaría en ese estado tanto o más que en el que tenía cuando se encontraba bien. De la mujer hermosa, hermosísima, que siempre había sido, al fantasma irreconocible de la actualidad mediaba un abismo. La quimioterapia se le había llevado aquella increíble mata de pelo negro y espeso, y el cáncer la carne hasta dejarla convertida en un simple esqueleto recubierto de piel seca y apergaminada. El rostro, enteco, lo formaban una serie de ángulos, abiertos o cerrados, con los ojos llenos de sombras hundidos en los cuévanos, los dientes salidos, los pómulos marcados, la mandíbula recortada igual que un cuchillo y la nariz cabalgando sobre la expresión torturada. De toda aquella belleza quedaba tan sólo la interior.
Y en la derrota ni siquiera esa bastaba.
Cecilia regresó a su habitación y se sentó en la silla, frente a la mesa. El libro, abierto, le comunicó una sensación de vacío. No quería estudiar. Le daba igual aprobar el curso o no. Le quedaba septiembre, aunque para entonces tal vez ella ya hubiese muerto, y si no era así, estaría en las últimas, y entonces sí perdería incluso el año.
En el fondo también le daba igual.
Se sentía deprimida, sin que nada le importase más allá de…
¿De qué?
Iba a quedarse sola.
¿Cómo podía digerir eso?
Sola y ni siquiera era mayor de edad.
De pronto se dio cuenta de que el miedo que sentía era tanto por su madre como por sí misma. Un miedo atroz que le paralizaba la razón. Un miedo egoísta.
Natural pero egoísta.
Apretó los puños, hasta la extenuación, y cerró los ojos vencida, dominada por él. Siempre habían estado juntas. Las dos. Unidas. Y más desde la muerte de Simón. Uña y carne a través de sus vidas y su historia, los cambios.
Aquel era el cambio definitivo.
No abrió los ojos. Bajó la cabeza hasta apoyarla en los dos brazos, formando una almohada bajo ella, y permaneció así un largo rato.
Tanto que ni siquiera fue consciente de que se quedaba dormida.
DOS
La salida del instituto en viernes solía ser mucho más agitada y caótica que la de cualquier otro día se la semana. El despertar de los instintos reprimidos de lunes a jueves. Eso y la primavera, ya avanzada hasta casi desembocar en el verano, que les alteraba algo más que la sangre. Si en un curso solían pasar muchas cosas, en los escasos tres meses de la primavera sucedían muchas más. Como por ejemplo que Adela y Roberto, que antes se odiaban, ahora estuviesen acaramelados y enamorados hasta la médula, o que Elena hubiese roto con su novio tras «abrir los ojos» a la realidad, según sus propias palabras, o que Raquel, destapada su anorexia, decidida a adelgazar aún más ante la liberación del cuerpo con menor presencia de ropa, se hallase internada en un hospital con serios problemas físicos y mentales.
Cecilia intentaba zafarse de todo eso, pero le resultaba difícil. Era su gente, compartían algo más que las clases, formaban un cuerpo común, llamado «estudiantes», y otro aún más intenso y especial llamado «adolescencia», aunque la mayoría, cerca ya de los diecisiete o recién cumplidos, creyeran que esa era una parte de su pasado superada.
Era de las pocas que sabía que no era así.
Se sentía peor que nunca, más confundida de lo que jamás hubiera creído estarlo.
Y toda aquella rabia…
Quería llegar a casa cuanto antes, porque dejar tantas horas sola a su madre le producía un sentimiento de culpa capaz de aplastarle el ánimo. Y al mismo tiempo necesitaba caminar despacio, sentir el amparo de sus amigas, recordar que el mundo seguía funcionando y que, pasara lo que pasara, seguiría haciéndolo. Esa dicotomía no la ayudaba en absoluto. Su interior corría pero su mente y sus piernas no lo hacían. Después de todo llevaba el móvil abierto todo el día, por si ella la necesitaba. Los profesores la habían autorizado.
La muerte de su madre era del dominio público. Ni siquiera sería un acto privado e íntimo.
–¡Ceci!
Las esperó. Elisa y Rocío eran sus amigas. Llevaban juntas desde el comienzo de los estudios y formaban un trío inseparable, aunque en aquellas semanas todo hubiese cambiado. Las dos chicas eran tan distintas entre sí como ella de ambas. Elisa tenia el cabello castaño y un cuerpo esbelto, Rocío el cabello del color de la paja y era un poco más redondita aunque sin llegar a nada exagerado. Ella tenía el cabello negro, como su madre antes de perderlo, y estaba en un punto equidistante de las dos. Por ello se sentía normal, aunque todo el mundo la considerase guapa. Normal por vulgar.
Nunca le había prestado demasiada atención a su cuerpo ni a su físico.
Cuanto más desapercibida pasase, mejor.
–¡Qué rollo de última clase, por Dios! –protestó Elisa, siempre extrovertida.
–A mí es que se me cerraban los ojos –gimió Rocío.
–Pues mejor tener a la Loles calmada que no peleona –objetó ella.
–Esa