Estar con Dios
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Éste es el segundo libro de una colección titulada ‘La Palabra del Domingo’.
Con base en alguno de los textos bíblicos proclamados en la Misa dominical, por lo general tomado de la Primera Lectura, el Salmo, o la Segunda Lectura del año litúrgico que corresponde al ciclo B, Alejandra María Sosa Elízaga presenta reflexiones breves y profundas, para que la Palabra de Dios no solamente sea leída o escuchada el domingo en la iglesia, sino aterrizada y vivida en la propia vida cotidiana.
Alejandra María Sosa Elízaga
Alejandra María Sosa Elízaga, es mexicana, licenciada en Comunicación Social, pintora y escritora, católica, autora de 22 libros que reflejan su gran amor por la Palabra de Dios, su apego al Magisterio de la Iglesia, presentan temas profundos escritos en un lenguaje muy accesible, no exento de humor, y tienen siempre como objetivo ayudar a los lectores a vivir y disfrutar su fe. Entre sus obras más gustadas están ‘Para orar el Padrenuestro’, ‘Por los caminos del perdón’, ‘Ir a Misa ¿para qué? Guía práctica para disfrutar la Misa’, ‘Desempolva tu Biblia’, ‘¿Qué hacen los que hacen oración?’ y ‘Docenario de la infinita misericordia del Sagrado Corazón de Jesús’. Todos sus libros cuentan con Nihil Obstat e Imprimatur concedidos por la Cancillería de la Arquidiócesis de México.Desde 1990 se dedica a escribir, a dar cursos de Biblia (dos de los cuales ofrece gratuitamente en www.ediciones72.com), charlas y retiros.Desde 2003 escribe cada semana en ‘Desde la Fe’ Semanario de la Arquidiócesis de México.
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Estar con Dios - Alejandra María Sosa Elízaga
Este es el segundo libro de una colección titulada ‘La Palabra del Domingo’.
Con base en alguno de los textos bíblicos proclamados en la Misa dominical, por lo general tomado de la Primera Lectura, el Salmo, o la Segunda Lectura del año litúrgico que corresponde al ciclo B, la autora presenta reflexiones breves y profundas, para que la Palabra de Dios no solamente sea leída o escuchada el domingo en la iglesia, sino aterrizada y vivida en la propia vida cotidiana.
Encontradizo
I Domingo de Adviento
¿Por qué, Señor, nos has permitido alejarnos de Tus mandamientos y dejas endurecer nuestro corazón hasta el punto de no temerte?
(Is 63, 17)
¡Buena pregunta!
La hemos tenido en la punta de la lengua cada vez que enfrentamos las consecuencias de nuestros pecados y equivocaciones.
Tras aquel lío en que nos metimos por esa mentirota que dijimos; ese matrimonio quebrantado por una infidelidad; esa amistad rota por un comentario hiriente; ese empleo perdido por una grave equivocación, hubiéramos querido preguntarle a Dios: ‘¿por qué nos has permitido alejarnos de Tus mandamientos y nos has dejado mentir, fornicar, herir, robar, hacer el mal que no debíamos haber hecho?, ¡mira nada más en qué enredo nos metimos porque nos dejaste errar!’
Quisiéramos pedirle al Señor que nos quite la libertad de pecar; pensamos que la vida sería perfecta si, por más que quisiéramos, no pudiéramos caer en el pecado.
¿Te imaginas? sería estupendo que se nos pegaran momentáneamente los labios cuando estamos a punto de decir algo inconveniente; se nos paralizara un instante la mano con la que íbamos a hacer algo malo; los pies no pudieran llevarnos a donde no debíamos ir; y surgiera un repentino ventarrón que nos empujara y sacara de la inercia y la flojera cuando queremos quedarnos apoltronados, cruzados de brazos, y nos empujara a ir a Misa, a ofrecer nuestra ayuda, nuestro perdón, nuestro amor.
Pero entonces seríamos ‘marionetas del bien’, manipuladas por Dios y carentes de poder de decisión.
Y Él no quiso eso.
Quiso darnos un don muy preciado, aun arriesgándose a que lo rechazáramos: la libertad, que no consiste en elegir entre el bien y el mal (no se camina con libertad cuando se camina a oscuras), sino en elegir el bien, en cumplir la voluntad de Dios.
Dios nos creó libres y respeta nuestra libertad aun cuando elegimos perderla y volvernos esclavos del mal y del pecado. Y desgraciadamente eso es exactamente lo que hemos hecho desde que el mundo es mundo.
Por eso en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Is 63, 16-17.19; 642-7), se lamenta el profeta, y con pesar reconoce: todos éramos impuros...todos estábamos marchitos, como las hojas, y nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba Tu nombre, nadie se levantaba para refugiarse en Ti
(Is 64, 5-6).
El profeta lamenta el pecado del pueblo, no sólo por lo que éste lo afecta en sí, sino porque piensa que lo aleja de Dios, al que le dice: Tú sales al encuentro del que practica alegremente la justicia y no pierde de vista Tus mandamientos.
(Is 64, 4)
Hay quien piensa que Dios no ama al pecador y que se desentiende del que se ha alejado de Su lado, es un error. Dios nos ama aunque no lo merezcamos (ver Os 14,5), y nunca deja de buscarnos, por más que nos apartemos de Su lado.
Lo dice Él mismo, un poco más adelante, en un bellísimo texto que no se proclama este domingo en Misa, pero que pertenece al mismo profeta Isaías: Me he hecho el encontradizo a quienes no preguntaban por Mí; me he dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’, a gente que no invocaba Mi nombre
(Is 65,1).
¡Qué consuelo y qué bendición!, saber que a pesar de que usemos mal la libertad que Dios nos dio, Él no se desentiende de nosotros. Se mantiene atento, cercano, dispuesto siempre a tendernos la mano para rescatarnos. No en balde le dice el profeta: Tú nombre, Señor es ‘el que nos rescata’ desde siempre.
(Is 63, 16).
Estamos iniciando el Adviento, cuatro semanas para prepararnos a recibir a Aquel que para rescatarnos se hizo Hombre; Aquel que vino a devolvernos la libertad que perdimos pecando; Aquel que quiere encontrarse con nosotros como somos y donde estemos, porque nos ama; Aquel que nos mostró Su amor respondiendo más allá de todo lo que nos hubiéramos atrevido a esperar o a imaginar, a la desesperada súplica del profeta, que era también la súplica de su pueblo: ¡Ojalá rompieses los cielos y descendieses!
(Is 63, 19).
En Adviento conmemoramos y celebramos que ya descendió, que ya vino, y también que volverá, a hacerse de nuevo el encontradizo de los que no preguntan por Él, de los que no invocan Su nombre, de los que no conocen que es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel.
Corregidos y consolados
II Domingo de Adviento
Consolad, consolad a Mi pueblo -dice vuestro Dios
(Is 40,1).
Así comienza la Primera Lectura que se proclama en Misa este Segundo Domingo de Adviento (ver Is 40, 1-5.9-11).
Conmueve escuchar estas palabras que pronunció Dios, por boca del profeta, al inicio de la segunda parte del libro de Isaías, escrito cuando terminó el destierro del pueblo en Babilonia, a donde éste fue a dar a causa de sus propios pecados, por no hacer caso a Dios.
Y conmueve porque si Dios fuera castigador y justiciero, cabría escucharle todavía enojado por la desobediencia de Su pueblo, advertirle que la próxima vez que lo desobedezca le pasará algo peor, y sin embargo no es así, todo lo contrario, son palabras de un Dios que es, ante todo, Padre amoroso, al que le duele tener que imponerle un correctivo al hijo que se porta mal, pero lo hace por su bien, y compadecido.
Continúa diciendo el profeta: Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre
(Is 40, 2).
Hablar al corazón no es dar un frío mensaje de parte del Altísimo, es comunicar una buena noticia que llega hasta lo más hondo; y decirla a gritos, como para que resuene por encima de sus llantos y lamentos; decirla bien alto, para que el pueblo deveras la escuche y cese su dolor, y se desvanezca su tristeza.
¿Cuál es esa buena nueva? ¡Que ya viene el Señor!
Esa podría no parecer la mejor noticia a gentes que vienen regresando del destierro, donde han experimentado dolorosamente la corrección de Dios; que las ha dejado padecer las consecuencias de haberlo abandonado, quizá saber que Él vendrá les provoca temor.
Pero la voz que anuncia Su venida, primero dice que vendrá el Señor, lleno de poder, el que con Su brazo lo domina todo
(Is 40, 10), pero luego matiza diciendo que como pastor apacentará Su rebaño; llevará en Sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a sus madres
(Is 40, 11).
Es, pues, un anuncio gozoso, tranquilizador saber que viene como nuestro Pastor.
Lo fue para el pueblo que esperó anhelante la venida del Señor y lo es para nosotros, que recordamos que ya vino y esperamos que vuelva.
Qué alivio saber que vendrá como anunció el profeta, y que aunque tiene todo el poder y todo lo domina, es también delicado, tierno; si hiere, sana; si corrige, consuela; si permite que nos alejemos de Él, no tarda mucho en venir amoroso, a nuestro encuentro.
No aplican restricciones
III Domingo de Adviento
‘Aplican restricciones’.
Es una frase que suele venir en letritas microscópicas o pronunciada por una voz muy quedito y a mil por hora, cuando algo que se anuncia, se pide o se ofrece no aplica a toda la gente o en todos los casos.
Y tal vez muchos buscan afanosamente a ver si dicha frase aparece en la parte de abajo de la Biblia, o tal vez a un ladito de lo que pide san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 1Tes 5, 16-24), pero es inútil, no viene, no la van a encontrar.
¿Por qué cabría aquí esperar que apliquen restricciones? Porque el Apóstol pide:
"Hermanos: Vivan siempre alegres; oren sin cesar; den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús" (1Tes, 5,1-186), y eso de ‘siempre’, ‘sin cesar’ y ‘en toda ocasión’, nos suena demasiado permanente, quisiéramos que hubiera excepciones.
Pero no las hay. Veamos por qué.
Primero se nos pide que vivamos "siempre alegres".
Y uno se pregunta: ¿es posible mantener una alegría constante?, ¿que no sea nunca interrumpida por el malhumor, la depresión, el desánimo, y demás emociones negativas que experimentamos cotidianamente ante las dificultades pequeñas y grandes de la vida?
Para hallar la respuesta es necesario primero no confundir la alegría que se experimenta en lo profundo del alma, que es a la que se refiere san Pablo, con esa supuesta alegría que ofrece el mundo, y que suele ser producto de un placer superficial y efímero.
Esta última aparente alegría es imposible de mantener, se rompe fácilmente a la primera contrariedad o una vez que el placer que la ha causado queda en el pasado.
La otra alegría, en cambio, tiene su razón de ser en lo que afirma el profeta Isaías en la Primera Lectura: "Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios (Is 61, 10), que más tarde sería retomado por María en lo que ahora conocemos como el Magníficat y que este domingo se emplea como Salmo Responsorial:
Mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi Salvador" (Lc 1, 47).
Es posible alegrarse siempre si la razón de nuestra alegría es Dios, que está siempre con nosotros, en las buenas y en las malas, colmándonos de Su amor y de Su gracia.
En segundo lugar pide que oremos "sin cesar", lo cual parece imposible de cumplir si se piensa que orar únicamente consiste en rezar oraciones, leer rezos, etc., pues necesariamente habría que interrumpirlos para comer, bañarse, dormir y realizar las diversas actividades de cada día. Pero para orar no sólo hay que hablar, también hay que escuchar, contemplar, adorar, incluso levantar un instante el corazón agradecido, enamorado, hacia Dios; mantener, como pedía san Francisco de Sales, la constante conciencia de la presencia de Dios.
Es posible orar sin cesar si a lo largo de la jornada no olvidamos que estamos siempre ante Dios, y lo vivimos todo volviendo constantemente hacia Él nuestra mirada.
Y por último, pide san Pablo que demos "gracias en toda ocasión", lo cual a muchos creyentes puede parecerles absurdo, pues no creen que sea posible agradecerlo todo, en especial cuando sucede algo que consideran malo, o cuando Dios no ha respondido a sus oraciones como hubieran querido.
Pero es que la gratitud a la que se refiere san Pablo no está condicionada, no depende de si Dios cumple o no nuestras peticiones, deseos o caprichos, sino que brota, irrefrenable, cuando captamos que Dios nos ama con amor eterno e inmerecido, y que todo lo que hace o permite en nuestra vida es siempre para nuestro bien y santidad, porque nos ama tanto