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Cuentos chilenos steampunk
Cuentos chilenos steampunk
Cuentos chilenos steampunk
Libro electrónico320 páginas9 horas

Cuentos chilenos steampunk

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Información de este libro electrónico

Así, entre sus páginas se esconden potentes historias de magia, vapor y ciencia, las que se desarrollan en torno a conflictos en que la actitud rebelde y contestaria de algunos se opone a la postura conservadora de una mayoría que admira el progreso, pero que no desea que los fuegos (fatuos) del poder se extiendan más allá de ciertas élites privilegiadas.

De todas maneras, Cuentos chilenos steampunk no es una visión «unificada» acerca de la Fantasía que ha escapado del escenario pseudo-medieval... ni nada por el estilo. Por el contrario, y como era de esperarse, la colección contiene actitudes, estéticas y perspectivas que no sólo son dispares, sino que también no temen entrar en conflicto. Todo con tal de hacer surgir un steampunk más maduro y profundo, uno que por fin escape de los confines del Londres de finales del siglo XIX que le son tan comunes.

O que, en caso de no poder hacerlo, al menos le prenda fuego... a base de relámpagos invocados por Archimagos de asombroso poder y conocimiento.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 feb 2014
ISBN9781310426773
Cuentos chilenos steampunk
Autor

Fantasía Austral

Fantasía Austral es una revista digital de literatura fantástica auto-gestionada fundada a finales de 2010. Desde entonces ha publicado casi 200 cuentos entre originales y traducciones inéditas, más de un centenar de artículo de opinión entre columnas, ensayos y reseñas, decenas de entregas semanales de varias series y entrevistas con destacados autores del género como Michael Moorcock y Ursula K. Le Guin, además de cinco colecciones de cuentos.

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    Cuentos chilenos steampunk - Fantasía Austral

    La ventisca apenas movía el saco con el que Karel intentaba cubrirse. La capa de hielo que se había formado en la tela condenaba sus esfuerzos por evitar que el frío se calara en sus huesos, como un hacha horadando hasta la médula. Aún así, el divisar su destino no le dio ninguna satisfacción.

    Restos de la tarima de ejecución se asomaban aún desde debajo de la alfombra de nieve. Los trozos de madera astillada le aguardaban como las fauces de una bestia famélica y hambrienta.

    Se detuvo un momento para dedicar a su gente una oración, pero las palabras no alcanzaron a salir de sus labios partidos y azulados. No hubo dios que acogiera sus plegarias en la hora que más lo necesitaban, menos aún cuando ya todo estaba perdido; ninguna merecía deidad ser honrada con su humildad y fe.

    Respiró profundo y el aire gélido le hirió la garganta. Tomó la pala y por tercera vez en su vida, se preparó para comenzar a cavar en aquel terreno maldito.

    ***

    El bosque estaba siendo rasgado. La herida emanaba vapor y gritaba con el estruendo de motores y cientos de botas golpeando el suelo en infernal sincronía. En la punta de aquella bayoneta de carne y fierros, el General Valdirack manipulaba con furia las palancas y pedales de su máquina de guerra; en la culata las presas humanas, encadenadas, arrastraban los pies en el fango de los desechos mecánicos y corporales.

    Valdirack no podía perder más tiempo: era imperioso, tanto en lo estratégico como en lo moral, aclarar la desaparición completa del campamento nornoroeste. La vanguardia de las Hordas Septentrionales tenía la misión de reducir cualquier amago insurgente y posicionar estaciones de re-abastecimiento. Ninguna de estas paradas había sido establecida. El cuartel general —con todo el armamento, provisiones y, lo principal, el contingente y sus máquinas de guerra— se había esfumado como si no hubiese existido.

    Valdirack sabía que esto era imposible y probarlo era su misión: acallar los rumores que decían que habían sido las «Carpas» quienes habían acabado con todos, sepultándolos bajo la nieve.

    Cuando llegó al sitio donde se suponía que debía estar el campamento de vanguardia, el escuadrón de exploradores esperaba con cientos de prisioneros encadenados, desnudos a excepción de los grilletes que cubrían sus muñecas y tobillos. Cuando la máquina, que doblaba en altura a los árboles milenarios que caían a su paso, posó su sombra sobre el pálido grupo, los prisioneros (que ya estaban temblando por la hipotermia) debieron sujetar a sus compañeros, los que colapsaban mientas el vapor de sus cuerpos era acompañado por el de la orina chocando contra la nieve que adormecía mortalmente sus pies.

    La compuerta inferior cayó. Desde el hueco ovalado surgió la bovina figura del General Valdirack.

    Una película de sudor cubría su frente poblada de venas, hinchadas con sangre iracunda. El frío del exterior no pareció golpearle; por el contrario, la visión de los campesinos expuestos a aquellas condiciones le hizo elevar aún más su temperatura. Sus subalternos lo miraban con rostros temerosos, asustados de que en cualquier momento su cabeza explotaría y los aniquilaría a todos, como si se tratara de la caldera de una máquina de guerra.

    —¿Por qué están aquí estos campesinos? ¿Acaso saben algo sobre el destino del Campamento Nor-noroeste?

    El teniente a cargo del escuadrón de exploradores se adelantó,

    —General, ninguno ha soltado palabra alguna, ni siquiera de queja. Encontramos rastros de máquinas que intentaron ocultar, así como marcas de metal en ciertos árboles con dirección oeste. Envié a un grupo de mis hombres para seguir el rastro y saber con qué clase de equipo cuentan para haber osado a atacar y saquear a nuestras gloriosas Hordas Septen…

    —Suficiente. ¿Por eso tienen aquí, en el medio de la nieve, a estos pobres ignorantes?

    —General, yo —el teniente titubeó, confuso por la aparente compasión que mostraba su superior—… pensé que querría sacarles información. Por eso los dejamos aquí, hasta que alguno se quebrara por el sufrimiento y…

    —Entonces terminaremos con su sufrimiento. ¡Armen de inmediato una tarima de ejecución! Cuando vean a sus queridos compatriotas colgando de la horca, veremos si sus lenguas siguen tan ocultas.

    ***

    La anciana y el niño se habían quedado rezagados del grupo. Gillviana sacó de entre sus ropas un objeto rectangular, envuelto en telas y atado con complejos nudos. Cuidadosamente se lo entregó a su nieto.

    —Karel, querido mío, por favor: sólo tú eres capaz de continuar con mi legado. Tu hermana era la elegida, pero ella prefirió quedarse para cerrar el rito. Su círculo tal vez será pequeño, pero no por ello el tuyo también lo debe ser.

    —Pero, abuela —el niño había recibido el paquete, mas se negaba a abrirlo—: no voy a ser capaz. No sé leer bien los pasajes, no sé identificar la hierbas —miró hacia el espeso bosque que lo esperaba—. ¡Ni siquiera podría sobrevivir solo a la intemperie en pleno invierno!

    —Sé que puedes, querido mío. Sólo debes correr, alejarte de estas tierras ya malditas por tanta sangre derramada. Si tú sobrevives, también lo hará nuestro arte. —La anciana acarició con una nudosa mano el rostro sonrosado de su nieto—. Has visto todo lo que hago, incluso más que tu hermana Katrila. ¡Si has vivido bajo mis faldas toda la vida! —le dijo con una triste sonrisa. Karel se sonrojó aún más, avergonzado ante el comentario de su abuela—. Quisiera que tuvieras la niñez que mereces, que nada de lo que nos sucede hubiera pasado. Pero henos aquí, mi niño querido, con una responsabilidad tan grande y pesada.

    —Abuela, hay adultos más fuertes, más capaces.

    —Nuestro pueblo ha abandonado las viejas costumbres: están cegados por el hambre.

    »Creen que esas mismas minas que nos han traído sólo desgracia son su camino a la prosperidad. Mal interpretan el antiguo dicho: «No hay prosperidad lejos de la tierra». Piensan que al entrar en ella, siguen formando parte suya. Algunos han abierto los ojos, pero ya es demasiado tarde para ellos. En cambio tú, querido mío, tú eres sangre nueva, un espíritu limpio. —Un repentino ataque de tos apareció para resaltar la diferencia entre el pequeño y la anciana.

    El grupo ya apenas se divisaba. Los oscuros y cansados ojos de Gillviana intentaron comunicar confianza al pequeño. Karel, aún sin estar convencido de su capacidad, abrazó y besó a su abuela.

    —Nos reencontraremos abuela. Estoy seguro de ello.

    Se aferró al paquete que le había entregado Gillviana y, resistiendo las ganas de voltear atrás, corrió hasta perderse en la espesura del bosque.

    ***

    —Cuando la trampilla esté a punto de abrirse, salta lo más alto que puedas. Todo acabará pronto. —Susurró Gustav en la nuca de Katrila. El tibio aliento le causó un escalofrío, que antaño hubiera sido de deseo, pero ahora era de ominosa certeza.

    Cualquier duda que tuviese acerca de su destino fue disipada por los cuerpos que pendían de las horcas, varios todavía con espasmos por no morir al instante y sufriendo la lenta agonía de la asfixia.

    Todo se había torcido.

    La Horda Septentrional no debía haber llegado tan pronto; los golems de acero no estarían listos hasta después de estar tres días enterrados y aún no cumplían el primero. El conjuro final debía ser lanzado en el último momento, antes de que nacieran de la tierra.

    Si ella no estaba, ¿cómo podría cerrarse el rito?

    Los acorazados rodeaban el claro, como un círculo de ídolos que contemplaba el sacrificio que se hacía en su honor. El vapor y el humo de sus calderas formaban una nube gris sobre las cabezas de los condenados.

    Los temblorosos dedos de Katrila se separaron por última vez de la mano de su amado. La soga, cuyo anterior ocupante ahora yacía en la cima de la pila de cadáveres, la esperaba con su oscilante y obscena boca.

    ***

    La tierra temblaba con la estampida mecánica que venía aplastando sus huellas. Gillviana, a diferencia del resto de sus compañeros de fuga, no guardaba una pizca de esperanza en lograr eludirlos: tenía asumida su condición de señuelo. Las pistas falsas que habían ido dejando por el camino sólo instarían a sus perseguidores a acelerar sus motores. Además, las máquinas habían llegado demasiado pronto. El corazón se le encogió al pensar en Katrila.

    Estaba exhausta, como si el cansancio de toda la vida se hubiera cargado en sus huesos y articulaciones, el peso de un siglo sobre los hombros. Se imaginaba muy bien el sufrimiento que había soportado su querido Gregori, su marido, quien fue poco a poco consumido por la llamada «toz negra» durante diez años… hasta que la muerte se lo llevó con su garra huesuda. Se sintió tan impotente, entonces: no hubo ungüento ni medicina que lo ayudara siquiera a aliviar en parte sus dolores. Un par de años después, la misma peste maldita, producida por el trabajo en las minas de carbón, le arrebataba a su hija. «Oh, querida mía, hasta en cuidar a tus hijos te fallé», pensó con un nudo en la garganta.

    Las vibraciones ya no la dejaban caminar. Sus viejos huesos le suplicaron que se diera por vencida; cedió a los deseos de su esqueleto. Cayó de rodillas en la nieve, luego se tumbó de espaldas y observó como las nubes corrían de sur a norte, con la libertad que añoraba de sus años de juventud. Las ondas de las gigantescas pisadas golpeaban su encorvada columna. Cada vertebra rogaba por descanso.

    Cuando la orquesta de rechinidos dio paso a la cúpula de una máquina de guerra y su corona de humo gris, la primera estrella del atardecer hacía su aparición. Rezó, no por su salvación, sino por la de sus nietos, abandonados a un destino funesto. Las inmensas sombras la cubrieron. Cerró los ojos con el anhelo de reunirse con sus amados en el firmamento, junto a ese tímido lucero.

    ***

    El ave balística llegó con buenas nuevas: «Triunfo Absoluto. Guerra Ganada. Replegar Fuerzas Urgente. Recibimiento Heroico».

    El General Valdirack lanzó un gruñido de júbilo que fue secundado por sus tropas.

    Ordenó ejecutar rápidamente a los prisioneros restantes; traerían más complicaciones que beneficios. Filas de escuálidos campesinos eran eliminados de un limpio balazo en la cabeza. Algunos intentaron escapar, corriendo hacia la espesura del bosque. Los tiradores, que ya habían destapado sus petacas de aguardiente, esperaban a que llegaran al final del claro para practicar puntería. Muy pocos lograron evitar las balas y el resto no fueron perseguidos. No valía la pena; el invierno se encargaría de ellos.

    Nadie en la Horda se tomó la molestia de apilar los cadáveres. Las figuras inertes formaron una alfombra manchada de carmesí.

    Valdirack había subido a su máquina de guerra y desde la cabina, bebiendo de su botella de ginebra centenaria, observó la celebración de sus soldados. Lobos saciados de carne, jugando con los animales heridos. Levantó la cúpula de cristal blindado y respiró el aire fresco de las alturas. Desde su posición, veía la columna gris que indicaba el regreso de las tropas de avanzada. Dio un último y largo trago que le quemó de forma placentera la garganta, para instalarse en los controles y dar comienzo al glorioso regreso… y el cobro del resto del pago por sus servicios de la Horda.

    ***

    Luego de separarse de Gillviana y correr hasta quedar sin aire, Karel vagó por el bosque sin ánimo de llegar a ninguna parte. Varias horas luego del anochecer, el azar o sus instintos lo condujeron al claro donde enterraron las máquinas de la Horda.

    Se encontró con el cuadro más atroz, una pesadilla jamás imaginada. Apretó los ojos y se volteó cómo intentando despertar, pero las imágenes que se quedaron tatuadas en su retina y continuaban con macabra realidad en el mismo lugar cuando volvió a mirar. Las rodillas le flaquearon y a punto estuvo de dejarse caer, pero el recuerdo de la firmeza de su abuela le dio un segundo aire. No podía defraudarla, ni mucho menos permitir que sus amigos, su hermana (¡su querida hermana!) fueran alimento para lobos.

    Encontró una pala entre los restos de madera. Se detuvo a mirar la tarima y la furia creció en su corazón como agua hirviendo. Apaleó la estructura, una vez tras otra. Las astillas saltaban como salpicaduras en la nieve. Cuando la plataforma quedó irreconocible, se detuvo con la frente repleta de sudor, aunque su angustia estaba lejos de disminuir. En ese mismo lugar —que estaba relativamente alejado de donde enterraron las máquinas— comenzó a cavar. El suelo estaba mucho más duro que hace unas horas, pero pensó que ni cerca estaba de la dureza que en esos momentos tenía su corazón.

    No supo del tiempo que pasó hundiéndose en la tumba de su gente. Para Karel, todo se había convertido en noche. Cuando la tierra hubo regresado a su lugar y el montículo quedó rodeado por un círculo de piedras, cada una pintada con una runa que representaba a cada uno de los que estaba enterrados allí, buscó en el libro algún responso o cualquier oración para dedicarla a sus seres queridos. Lo único que halló fue una «Canción de nudo y tierra» que, de entre las palabras que entendía de la lengua ancestral, dedujo que hablaba sobre las almas y sobre su permanencia en la tierra.

    Los chasquidos y sonsonetes del antiguo dialecto comenzaron a salir de la boca de Karel, como si de su idioma natal se tratasen: había oído a la abuela recitar tantas veces que no podría ser de otra manera. Las notas altas exigían a su resentida garganta, pero los profundos bajos fueron los que mayor dificultad le dieron a su infantil voz. Una vez terminado el cántico, cerró los ojos y por un momento creyó oír el sonido de aire atándose, deslizándose por la profundidad de la tierra hasta perderse. Pero cuando abrió los ojos, sólo se encontró con el paisaje fúnebre iluminado por la melancólica luna menguante.

    Despertó al débil abrigo de una fogata que no recordaba haber iniciado. Tiras de carne seca y una cantimplora con agua eran su única provisión. Aunque no lo deseaba conscientemente, se obligó a comer algo.

    La abuela prometió que con la magia ancestral convertirían a esas máquinas infernales en golems que los protegerían. Entonces recordó el rito. ¿Tenía sentido completarlo? Si algo en su vida tenía sentido, no se imaginaba otra cosa que no fuera despertar a las creaciones de su abuela.

    Construyó un refugio en el borde del claro, juntó toda la madera seca que fue capaz de encontrar. Encendió una fogata y se dio a la tarea de estudiar el libro heredado, a la espera del momento propicio cuando sus conocimientos y el paso del tiempo necesario se completasen.

    ***

    La caravana humeante abría un nuevo sendero a través del bosque milenario.

    La posición en que quedaban los árboles derribados en su camino de ida dificultaba demasiado el avance, por lo que era más rápido y sencillo arar una nueva ruta paralela. El viaje de cacería que les había tomado al menos una semana, de regreso estaba llegando a su fin al cabo de un par de días.

    Apenas divisó la capital, Valdirack pudo ver la comitiva de bienvenida.

    Los vítores se hicieron escuchar, acompañados por la banda municipal cuyo principal instrumento, un órgano a vapor, bailaba al son de su propia música, sumado a los golpes de los bombos. Luego la columna de gente se abrió ante el paso de Parafernálicos en zancos mecánicos, que con mochilas de expulsión lanzaban papel picado para bañar a sus héroes. Valdirack despreciaba a los Parafernálicos: «Holgazanes, zánganos», les decía con desdén, cada vez que alguien osaba alabarlos en su presencia. Se tragó las ganas de derribar a algunos con los brazos de su máquina de guerra.

    Al fin llegaron a la Plaza Constitucional, donde un escenario mostraba en su centro un púlpito ocupado por el mismísimo Emperador Zevs, rodeado por sus parásitos políticos.

    Valdirack ya comenzaba a añorar la batalla. No era exactamente ésta la gloria que anhelaba.

    ***

    Las lágrimas casi se congelaban en las mejillas de Karel. Pacientemente aguardó, acariciando los grabados y absorbiendo sus mensajes lo mejor que sus limitados conocimientos le permitían. Pasados los congelados y oscuros días necesarios, recitó los versos del conjuro. Esperó el milagro prometido y, como respuesta, sólo recibió la ventisca que se colaba entre los árboles. Repitió las palabras de poder una vez más… y no obtuvo un resultado diferente.

    Lanzó lejos aquel inútil y viejo libro. Corrió perdiéndose en el bosque, permitiendo que la ira nuevamente se apoderara de su sangre y la hiciera hervir. Quería incendiar el bosque, desolar ciudades, inundar poblados y secar lagos. Quería que todo desapareciera porque ya nada merecía existir. Corrió, hasta que el estómago se le revolvió y las ganas de vomitar no le dejaron continuar. Cayó de rodillas y, entre arcadas y sollozos de impotencia, sólo expulsó bilis.

    El hielo en sus piernas ayudó a enfriar su mente. El odio se retorció hasta empequeñecerse en una mota de frustración. Regresó caminando al claro, para hacer un último intento, esta vez desenterrando él mismo a los golems.

    Al dar la primera palada, la tierra tembló con tal intensidad que apenas logró evitar caerse.

    El suelo bajo sus pies comenzaba a crujir.

    ***

    Despertar. No con la suave escalada de sueño, sopor e iluminación, si no que, con violencia, como ser sacada de la cama a patadas… apuñalada, colgada.

    Colgada.

    ¿Eran recuerdos de una pesadilla esas imágenes tormentosas que no la abandonaban? El mareo, la asfixia, los pies colgando y, bajo ellos, un cuadrado cuyo fondo era barro de nieve, orina, sangre y semen. El cuerpo temblando sin control, como sacudida por unas gigantescas y heladas garras.

    «Salta lo más alto que puedas». «No pude. ¿Dónde estás Gustav?», pensó. No lo percibió, pero sí a otros. No con la vista ni mucho menos con el tacto: eran sensaciones lejanas, como los sentidos perdidos que la abuela Gillviana describía al contarles sobre la magia ancestral.

    Ahora escuchaba no con los oídos. Olía, veía, probaba a sus acompañantes, todo en una mezcla perceptiva resumida, pero mucho más grande que cualquier experiencia vivida.

    Vida.

    Entendía que esa palabra ya no formaría parte de su realidad. Al menos no como algo propio.

    La oscuridad, placenta que incubaba su actual no-muerte, estaba siendo rasgada. Un terremoto abstracto fracturaba la lechosa atmósfera que la rodeaba. Sus cófrades acompañaron su grito. Ella se unió a los gemidos. Estaban naciendo y a la vez daban a luz. Con su nueva forma de percepción, el dolor era una criatura indescriptible, sólo posible de ser retratada con alaridos vocalizados a través de órganos inexistentes. Giraron cada vez más rápido hasta formar un vórtice, trenzándose en estructuras de olvido que a la vez eran de tortuosos recuerdos. El hilo resultante encontró el camino que jalaba de sus cabellos, obligando a la multitud de almas en pena a incrustarse en trozos de metal, a hacer girar engranajes, a sacudir raíces, a generar un calor frío que hiciera latir las calderas.

    La tierra sintió asco, y una por una vomitó a aquellas abominaciones, tosiendo savia y llorando por sus ojos invisibles. Los hijos bastardos del hombre y la tierra pisaron a su madre; su llanto era gélido y áspero, como un vendaval de cristales de hielo. Los recién nacidos sintieron una presencia paternal. Resistiendo el hambre que crecía en sus barrigas fantasmales, formaron un círculo a su alrededor.

    Al momento en que la conciencia colectiva de las entidades que cohabitaban su máquina abría la compuerta para dar la entrada a su creador Katrila, víctima aún de los residuos punzantes, en un esfuerzo titánico de individualización, susurró aquel nombre,

    «Karel…».

    ***

    La nieve explotó. Estrías que luego se transformaron en grietas se dibujaron en la tierra, para luego ampliarse con un hálito más frío que el frío. Siete máquinas de guerra surgieron, una a una formándose en un círculo alrededor de Karel, quien temblaba ante la visión de los ciclópeos artilugios antropomorfos. Corrió a recoger el libro que su abuela le había heredado.

    No se le ocurrió ninguna otra arma para protegerse.

    Entonces notó que la ventisca que viajaba abrazando y penetrando a los golems, poseía extremidades huesudas y rostros macabros, con ojos y bocas como pozos de brea. El vientre de la máquina se abrió en un óvalo, exponiendo una escalera que daba acceso a la cúpula donde se encontraba la cabina. Una de las negras bocas gimió su nombre, con el mismo ánimo con que las bisagras del portón de un cementerio reciben a sus nuevos inquilinos.

    Una punzada le atravesó el pecho al reconocer aquella voz.

    —¿Qué he hecho? —salió entre los dientes que castañeteaban. Se aferró al libro con tanta fuerza que casi temió que las viejas hojas se deshicieran, tal y como si se tratara de un árbol otoñal. Aún así, no aflojó el abrazo.

    —Karel… —repitió la torturada ánima. Entonces entendió, a pesar de toda la culpa que crecía como óxido en su ser, que todo lo que estaba sucediendo nada tenía que ver con lo conjurado por la abuela Gillviana.

    Que más que una acusación, aquella era una invitación.

    Karel comenzó a dudar de que fuese él quien había esclavizado a las almas que manipulaban las máquinas de guerra: con todo el terror que significaba entrar en aquellos aparatos del demonio, que tanta desgracia habían traído a su pueblo, y de además compartir viaje con un centenar de espíritus violentos.

    «Katrila, ¿qué te he hecho?», pensó, al tiempo que subía por la escalera hasta la cabina y se acurrucaba en un rincón abrazando al tomo andrajoso, a esperar el destino que los despiadados dioses —que tiraban de los hilos de su vida— habían escrito.

    ***

    El emperador Zevs, siempre rodeado de su aduladora comitiva, condujo a Valdirack a través de la red de conductos que distribuían el petróleo directamente a los sectores acaudalados de la capital y los centros de abastecimiento, además de redirigir a las industrias que funcionaban en las afueras, al sur del río Vitalita, cerca del aceitoso delta que desembocaba en el océano.

    El monarca había quedado indignado luego de que, en medio de su discurso, justo en la parte donde anunciaba las nuevas fuentes de trabajo que se ofrecerían en las minas de los territorios recientemente anexados, un intenso sismo alarmó a la multitud, surgiendo incluso gritos de alarma sobre explosiones en las reservas de combustible, lo que se suponía que los ciudadanos comunes no debían conocer. El combustible recién estaba siendo

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