Sentado en la Plaza de la Rotonda, ante el Panteón, ojeo las páginas de política local en los periódicos romanos. Puede sorprender que la Ciudad Eterna, el Caput Mundi, tenga también una dimensión municipal, de capital de provincia con tertulia de casino, pero la tiene, lejos de las candilejas y de la fama. Las noticias no son más que una cadena de corrupciones, degradación y crisis. Elementos que pueden aparecer en una sucesión diferente que no altera el producto: Roma está desde hace milenios en perenne proceso de descomposición. Cada día parece destinado a ser el último y cada momento tiene un bárbaro preferido al que culpar, o tempora, o mores, de las desgracias que nos manda un cielo, terso y azul y maravilloso como casi siempre. No importa el siglo, cambian solo los protagonistas y el nuestro, papa Benedicto IX, fue un personaje fundamental para entender los abismos de un mundo en continua transformación como lo fueron Italia, Roma y el papado a lo largo de la primera mitad del siglo xi.
UNA FAMILIA DE PONTÍFICES
La muerte de Otón III (1002) terminaba en Italia con el sueño de una restauración de la potencia imperial de tradición carolingia. En Roma, en los cuarenta años que habían transcurrido desde la coronación de su abuelo, Otón I (962), el paisaje político había cambiado: acababa el tiempo en el que los hombres fieles al Imperio podían realizar un ‘programa’ de reformas papales e influenciar los destinos de una ciudad que quedaba en manos de unas aristocracias locales poco interesadas en las veleidades de la política internacional. Un año más tarde (1003), la muerte de Gerberto de Aurillac, nombrado sucesor de san Pedro por Otón III con el nombre de Silvestre y .