Tenochtitlan es una ciudad que muere todos los días. En la cuenca de México, lo sagrado no fue destruido, está enterrado. Ya sea en la traza de sus calzadas, en el habla de los mercados o en un centenario sistema de cultivo, la antigua urbe encuentra siempre grietas para salir a la superficie de lo que hoy es la Ciudad de México.
Construida en un islote del lago de Texcoco, Tenochtitlan mantuvo una relación simbiótica con Tlatelolco, su hermana y ocasional enemiga. Si en la primera se asentaba el poder político y religioso, la otra albergaba el epicentro económico que alimentaba a ambas metrópolis. El paso del tiempo desdibujó los límites de las dos ciudades, fusionándolas en una sola población mexica. A pesar de ello, algunas de sus fronteras simbólicas sobreviven hasta nuestros días: