Un siglo antes del nacimiento de Cristo, Roma era la más grande y la más bella de las ciudades europeas, orgullosa capital de la potencia hegemónica de Occidente. En unas cuantas generaciones, había pasado de ser una agrupación de tribus bárbaras establecidas en las colinas del Tíber dominadas por los etruscos a convertirse en el motor de la historia. Muchas causas confluyeron en aquella transformación, pero la principal de todas fue su forma de gobierno. Desde finales del siglo vi a. C., cuando Tarquinio el Soberbio, último rey etrusco, fue derrocado, los romanos evolucionaron hacia una forma republicana de gobierno que habría de perdurar medio milenio. A efectos de perspectiva histórica, es como si en España estuviéramos viviendo en una república desde la muerte de los Reyes Católicos. ¿Se imaginan?
Pero nada es para siempre, y la República romana (Senatus Populusque Romanus) empezaba a mostrar síntomas de decadencia. Nunca faltaron problemas diversos, porque su propio crecimiento dificultaba cada vez más la gobernación. A trancas y barrancas, con mayor o menor dignidad, el sistema consiguió perdurar y sobreponerse a su propio éxito. Sin embargo, al llegar el siglo i a. C., el mar de fondo de la desigualdad social había fracturado tanto a la sociedad romana, que la estructura republicana se mantenía en pie de milagro.
La base de todos los problemas era la enconada resistencia de los opulentos aristócratas a ceder un palmo de sus privilegios, frente a los populistas de Graco (la «izquierda»).