La VIDA en el ESPECTRO
“ ¿Te preocuparías si te dijera que tu hijo es autista?”, me preguntó el psicólogo infantil. Miré a través de la ventana que daba a la sala de al lado, donde mi dulce hijo de 8 años estaba examinado unos rompecabezas, mientras yo trataba de resolver el mío. Fui empático “en absoluto”, contesté.
“J” siempre había sido un pequeño enigma para nosotros. Un bebé inusualmente tranquilo. Empezó a caminar un poco tarde y a hablar demasiado pronto con una propensidad a adoptar la forma de hablar de los adultos. A los tres años, comenzó en el kínder y asombró a sus profesores al leer historias desde el inicio hasta el final. Se corrió la voz de que era un genio de la lactura, y la ambiciosa madre de uno de sus compañeros se acercó a preguntarnos “¿qué método usan?” Tuvimos que admitir que ninguno.
Cuando J fue creciendo, comenzó a tener dificultades sociales. Las invitaciones a fiestas y los juegos se fueron reduciendo, y mandarlo a la escuela en la mañana podía ser un poco como entrenar a Luis Suárez. No teníamos ni idea si nos encontraríamos en la puerta de la escuela
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